Los ojos amarillos de los cocodrilos (43 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Marcel se había ido pensativo. No se equivoca este buen hombre, me despierto un poco tarde para ir a cantar nanas a una cuna. Y Josiane no es tampoco una jovencita. Espero que no me haga un retoño con los restos. Un vegetal al que haya que criar con zumo de pepino. ¡Ay! ¡Qué bien me imagino a ese niño! Ya lo estoy viendo. Un duro de barrio al que criaré como al príncipe de Gales. No le faltarán vitaminas y aire fresco, ni lecciones de equitación ni grandes colegios, ¡me gastaré lo que sea!

El doctor Troussard les había pedido que se hiciesen análisis, una página entera, ¡con letra pequeña! Y les esperaba a las cuatro para «comentar los resultados». Allí estaban, temblorosos, en la sala de espera. Intimidados por los sofás, las sillas, la alfombra que se extendía a sus pies, las pesadas cortinas.

—Mira las cortinas, ¡parecen huevos de rinoceronte!

—Este médico no debe de cobrar una miseria —susurró Josiane—. ¡Tiene demasiado dinero! Me huele a charlatán.

—No te preocupes. El hombre me dijo que era un poco estirado, no de los que te doran la píldora, pero muy eficiente.

—¡Ay, qué nervios, Marcel! Toca mis manos, están heladas.

—Lee una revista, te distraerá…

Marcel cogió dos revistas y tendió una a Josiane, que la rechazó.

—No tengo ganas de leer nada.

—Lee, bomboncito, lee.

Para dar ejemplo, abrió la revista y hundió la cara en ella. Escogió una página al azar y leyó: «Se sabía que en las mujeres de cuarenta años es tres veces mayor el riesgo de un aborto espontáneo que en las de veinticinco, pero ahora un estudio franco-americano demuestra que la edad del padre aumenta también ese riesgo. Ya que los espermatozoides sufren también los efectos del envejecimiento: pierden su movilidad y contienen más anomalías cromosómicas o genéticas que pueden desembocar en un aborto espontáneo. El riesgo de aborto aumenta un treinta por ciento cuando el futuro padre tiene más de treinta y cinco años. Este riesgo aumenta regularmente con la edad, sea cual sea la de la futura madre…».

Marcel cerró la revista trastornado. Josiane vio cómo palidecía y se humedecía los labios como si le faltase saliva.

—¿Estás bien? ¿Te has puesto malo?

Él le tendió la revista abrumado.

Ella la leyó por encima, la dejó y dijo:

—No sirve de nada comerse el coco. El tiene los resultados de los análisis y nos dirá lo que sea…

—Sueño con un pequeño Hércules y tendremos que dar gracias si conseguimos tener un espárrago.

—¡Déjalo, Marcel! Te prohíbo hablar mal de tu hijo.

Se separó y cruzó los brazos sobre su pecho. Apretó los labios para no llorar. ¡Dios, cómo deseaba ese hijo ella también! Había abortado tres veces, sin la menor duda, y ahora, que lo que más deseaba en el mundo era quedarse embarazada, no lo conseguía. Rezaba todas las noches, encendía una vela blanca ante la imagen de la Virgen, se ponía de rodillas y recitaba el padrenuestro y el avemaría. Había tenido que volver a aprendérselos porque los había olvidado. Se dirigía, sobre todo, a la Virgen: «Tú eres madre, también, sabes lo que es, no te pido uno como el tuyo, uno del que aún se hable hoy en día, sólo uno normal, con buena salud, con todo en su sitio y una gran boca para reír. Uno que ponga sus brazos alrededor de mi cuello y que diga "te quiero, mamaíta", ¡uno por el que me dejaría despellejar! Los hay que te piden cosas complicadas, yo sólo quiero una pequeña señal en mi vientre, no es gran cosa, al fin y al cabo…». Había visitado a una vidente que le había asegurado que tendría un niño. «Un niño precioso, se lo aseguro, lo veo… ¡que pierda mi don si me equivoco!». Le había cobrado cien euros, pero Josiane habría vuelto todos los días para sentirse aliviada. Niño o niña, le daba igual. Con tal de que tuviese un bebé, un bebé al que amar, al que mimar, al que acunar en sus brazos. Cuanto más tardaba en llegar ese niño, más lo deseaba. Le daba completamente igual, ahora, que Marcel dejara o no a la Escoba. Con tal de que ella tuviese su bebé…

Permanecieron un instante en silencio hasta que la ayudante vino a anunciarles que el doctor les recibiría. Marcel se levantó, ajustó el nudo de su corbata y se pasó la lengua por los labios.

—Creo que me va a dar un ataque.

—No es el momento —le reprendió Josiane.

—Cógeme del brazo: ¡no camino erguido!

El doctor Troussard les tranquilizó enseguida. Todo estaba en orden. En Josiane y en Marcel. ¡Los resultados eran los de unos jovencitos! No tenían más que remangarse y ponerse a la tarea.

—¡Pero si no hacemos más que eso! —soltó Marcel.

—¡Y no lo conseguimos! ¿Por qué? —gimió Josiane.

El doctor Troussard separó los brazos en señal de impotencia.

—Yo soy como un mecánico, levanto el capó y hago un diagnóstico: todo está en orden, todo funciona. Ahora es su turno de ponerse al volante y conducir.

Se levantó, les tendió su informe y les acompañó a la puerta.

—Pero… —insistió Josiane.

El la interrumpió y dijo:

—Deje usted de pensar. Si no, va a ser su cabeza la que habrá que analizar. Y eso, créame, es mucho más complicado.

Marcel pagó el precio de la visita, ciento cincuenta euros, mientras Josiane suspiraba: mil pavos para decirnos que todo va bien, ¡me parece un poco caro!

En la calle, Marcel cogió del brazo a Josiane y avanzaron en silencio. Después Marcel se detuvo y, mirando a Josiane directamente a los ojos, le preguntó:

—¿Estás segura de querer ese niño?

—Archisegura. ¿Por qué?

—Porque…

—¿Porque te preguntabas si estaba fingiendo, que yo no quería?

—No, me preguntaba si no tenías miedo… respecto a tu madre.

—Ya me he planteado eso, ya…

Siguieron caminando. Después Josiane estrechó el brazo de Marcel.

—¿Sería bueno, quizás, que fuese a ver a un loquero?

—Nunca hubieran imaginado que fuese tan complicado tener un bebé.

—¡Quizás nos complicamos demasiado la vida! Si estuviésemos más relajados, quizás llegaría como germina una flor.

Marcel declaró que había que dejar de pensar en ello, suprimir el nombre de Júnior de sus conversaciones y hacer como si no pasara nada.

—No hablemos de nada, montamos la fiesta, nos revolcamos y si, en seis meses, sigues plana como un lenguado de Normandía… ¡te haré encerrar en una probeta!

Josiane se echó a su cuello y le besó. Se detuvieron delante de un gran escaparate del salón de belleza Nicolás. Marcel se acercó al espejo, se estiró la piel del cuello, hizo una mueca, «¿y si me hiciese un pequeño lifting, para Júnior? Para que no me tomen por su abuelo a la salida del colegio».

Ella le dio un buen codazo en las costillas y gritó:

—¡Habíamos dicho que no volveríamos a hablar de eso!

El se llevó la mano a la boca para asegurar que no diría una palabra más sobre el tema. Le palmeó suavemente el trasero y la cogió del brazo.

—Mil pavos por un informe, ese no se limpia los mocos con los pies —declaró Josiane—. ¿Te lo devuelve la Seguridad Social?

Marcel no respondió. Se había detenido frente a un quiosco de prensa y miraba fijamente el expositor con los ojos como platos.

—Pero, bueno, Marcel, ¿estás aquí? ¿En qué piensas?

Hizo una señal de que no podía hablar.

—¿Se te ha comido la lengua el gato?

Negó con la cabeza.

—¿Entonces?

Ella se plantó delante del quiosco de prensa, se puso a mirar los carteles hasta que vio uno consagrado a Yves Montand. «Yves Montand, su vida, sus amores, su carrera. Yves Montand y Simone. Yves Montand y Marylin. Yves Montand, papá con setenta y tres años… Su último amor se llamaba Valentín».

Ella suspiró, abrió su monedero, tomó la revista y se la tendió a Marcel, que se lo agradeció con un saludo mudo.

Volvieron al despacho a pie. Hacía un buen día. El Arco de Triunfo se dibujaba victorioso sobre el cielo azul, banderitas en azul, blanco y rojo flotaban sobre los retrovisores del autobús, las mujeres llevaban los brazos desnudos y los chicos las agarraban del talle. Marcel y Josiane se tomaron del brazo como una pareja de paseantes que se habían puesto sus mejores ropas para recorrer los buenos barrios.

—Nunca paseamos así. Como enamorados —remarcó Josiane—. Siempre tenemos miedo de encontrarnos con alguien.

—La pequeña Hortense va a hacer unas prácticas en la empresa en junio…

—Lo sé. Chaval me lo contó… ¿Cuándo se larga ese tío?

—A finales de junio. Saltaba de alegría cuando me dio su dimisión. Le hubiera puesto en la calle antes, pero todavía le necesito. Tengo que encontrar a alguien que le sustituya…

—¡Adiós muy buenas! Ya no lo aguantaba…

Marcel le lanzó una mirada inquieta. ¿Lo decía de verdad o acaso no había un poco de amor y de despecho en su voz? Habría preferido conservar a Chaval en la empresa para vigilarle, controlar a qué dedicaba su tiempo, sus desplazamientos.

—¿Ya no piensas nada en él?

Josiane negó con la cabeza y dio una patada a una lata que fue a rodar hasta el desagüe.

—¡Mira! —exclamó Marcel—. Hablando del rey de Roma…

En el semáforo del cruce, en la esquina de la avenida Ternes y la avenida Niel, un deportivo descapotable rojo rugía a la espera de arrancar. Bruno Chaval estaba al volante. Gafas de sol, chaqueta de ante clara, cuello de la camisa abierto, canturreaba subiendo el volumen de la radio. Echó un vistazo a su imagen en el retrovisor, pasó y repasó la mano por su pelo negro, dibujó con un dejo su fino bigote, hizo bramar a su motor y dejó la señal de sus ruedas al arrancar.

* * *

El gran baile en el castillo de Windsor se retransmitía ese sábado por la noche; estaban todos instalados frente al televisor de Shirley. Todos salvo Hortense, que había rechazado ir a ver a todas las casas reales desfilar con sus mejores galas. Gary les había abierto la puerta gruñendo «¿qué es esa estupidez que vais a ver? Yo me quedo en mi habitación…». Joséphine, Zoé, Max y Christine Barthillet se habían instalado en el suelo del salón delante de la televisión. Habían esparcido por el suelo bolsas de patatas fritas, coca-colas, gominolas, dos barras de pan y paté que extendían con sus dedos.

Joséphine se decía que hubiera hecho mejor quedándose en su casa y trabajar. ¡El segundo marido seguía todavía vivo! Le había cogido cariño, le costaba hacerle morir. Nunca terminaría a tiempo. El tercero va a tener que morir más rápido. Había ido a la biblioteca todos los días y no había avanzado nada. Tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza. Hortense ya no le dirigía la palabra, Zoé había faltado dos veces al colegio en una semana para seguir a Max en oscuras expediciones. «Pero si sólo hemos ido a recuperar el móvil que le robaron a una amiga de Max. Pero Max había dejado su cartera en casa de su amigo y fui con él a recuperarla…». «¿Y ahora necesitas ir pintada como un cuadro para ir al colegio?». La adorable Zoé se estaba metamorfoseando en una chiquilla salvaje. Se encerraba en el cuarto de baño. Salía en minifalda, los ojos negro carbón, la boca rojo vampiro. Joséphine se veía obligada a limpiarla con jabón y una manopla mientras que ella se debatía y gritaba que la estaban acosando. Hortense se encogía de hombros con aire de indiferencia. Había debido de hablar con su padre, porque Antoine había llamado preguntando: «¿Qué es esa cohabitación con los Barthillet? Joséphine, te tengo dicho que no te acerques a ellos, ¡son mala gente!

—¿Y entonces? —había respondido Jo—, ¿qué querías que hiciese? ¿Que los dejase en el portal?

—Sí —había respondido Antoine—, debes pensar primero en tus hijas…

Christine Barthillet se pasaba los días en el sofá del salón, en chándal, navegando en su ordenador. Había encontrado una página de contactos y respondía a los correos de machos en celo. Cuando Jo volvía de la biblioteca, le contaba los encuentros que había hecho durante la jornada. «No se preocupe, señora Joséphine, voy a marcharme pronto. Voy a tirar de algunos hilos y me largo. Tengo dos bien calentitos que me proponen alojamiento. Un jovencito que refunfuña por culpa de Max, y otro más viejo, casado, cuatro hijos, pero que está dispuesto a pagarme un estudio para tener un poco de compañía por las tardes. Tiene una empresa de fontanería y de quitar la mierda de otros, eso da mucha pasta». Joséphine la escuchaba, aturdida. «Pero si no sabe nada de ellos, Christine, ¿no va usted a embarcarse en otro embrollo?».

—¿Y por qué no? —respondía Christine Barthillet—. Durante años he jugado limpio y mire a dónde me ha llevado eso… No tengo nada, ni techo ni dinero ni marido ni trabajo. Ahora me voy a aprovechar. Me voy a apuntar a todas las ayudas sociales, cobrar el salario mínimo interprofesional y sacarle la pasta a un viejo.

Cuando no estaba respondiendo a los correos de desconocidos, jugaba al póquer en Internet con su tarjeta de crédito.

—Con el
stud poker
, señora Joséphine, se puede ganar mucho dinero. Por el momento estoy aprendiendo, pero después me forraré.

Mientras esperaba que le tocase el gordo, multiplicaba los créditos rápidos y corría directamente a la bancarrota.

Joséphine estaba aterrada. Balbuceaba argumentos que hacían partirse de risa a Christine Barthillet. «Pero es usted una persona adulta, responsable, debe usted dar ejemplo a su hijo». Christine Barthillet replicaba: «¡Se acabaron esos tiempos! Muertos del todo. No se gana nada siendo honesta. ¡Viva la mala vida!».

—Pero no bajo mi techo —había protestado Joséphine.

La señora Barthillet había murmurado algo del tipo de «no se preocupe, Max y yo nos largaremos pronto» y había vuelto a su teclado. «Hay uno nuevo que me pregunta si tengo accesorios. ¿Qué entiende él por accesorios? ¿Está enfermo?».

Joséphine se iba a trabajar a la biblioteca con la garganta en un puño. Siempre vivía un momento de pánico cuando metía la llave en la cerradura, cuando volvía por la noche. Ni siquiera el hombre de la parka conseguía alegrarla.

—¿Hay algo que no va bien? Ya no deja caer usted nada —le había dicho el día anterior.

Le había invitado a tomar un café. Era un apasionado de la historia sagrada. Le había hablado largamente de lágrimas santas, de lágrimas profanas, de lágrimas de alegría, de lágrimas de ofrenda… y todas esas lágrimas habían llenado el corazón de Joséphine, que se echó a llorar.

—Yo tenía razón, hay algo que va muy mal… ¿Quiere otro café?

Joséphine había sonreído detrás de sus lágrimas.

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