Los ojos amarillos de los cocodrilos (37 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

— Yes! Yes!

La señora Vibert se llevó un dedo a la sien y lo hizo girar, haciendo entender a Philippe que estaba completamente loco.

—Los calcetines franceses tendrán que esperar… Me largo, tengo cita con mi hijo.

* * *

Primero escuchó el ruido de sus pasos en el portal. Las paredes alicatadas de loza amarillo pálido, el friso azul, el gran espejo para mirarse de arriba abajo, el buzón, todavía con la tarjeta de visita con sus nombres, señor y señora Cortès, Joséphine no la había cambiado. Después el olor en el ascensor. Un olor a cigarrillo, a vieja moqueta y a amoniaco. Finalmente escuchó el ruido de sus pasos en el pasillo de su planta. No tenía sus llaves. Levantó el índice para llamar. Creía recordar que el timbre no funcionaba cuando se fue. Quizás ella lo había arreglado. Sintió ganas de llamar para comprobarlo, pero Joséphine había abierto ya la puerta.

Allí estaban, frente a frente. Casi un año, parecían decir sus miradas que contemplaban el rostro de uno y otro. Hace apenas un año éramos la pareja perfecta. Casados, dos niñas. ¿Qué sucedió para que todo saltara en pedazos? Una y otra parte se hacían la misma pregunta discreta y extrañada. Y, sin embargo, cómo ha cambiado todo en un año, se decía Joséphine escrutando la piel reseca y arrugada bajo los ojos de Antoine, las venillas azuladas en el rostro, las arrugas que se marcaban en su frente. Ha empezado a beber, es eso, la piel hinchada, escarlata en algunas zonas… Y, sin embargo, nada ha cambiado, pensaba Antoine queriendo acariciar las mechas rubias que enmarcaban el rostro más firme, más delgado de Joséphine. Estás muy guapa, querida, le hubiese gustado murmurar. Tienes aspecto cansado, amigo mío, se contuvo ella.

De la cocina provenía un olor tenaz a cebolla frita.

—Estoy preparando un pollo encebollado para las niñas esta noche, les encanta.

—Precisamente, esta noche, me preguntaba si no podría llevarlas al restaurante, hace tanto tiempo que…

—Se pondrán muy contentas. No les he dicho nada, no sabía si…

Si estabas solo, si estabas libre para cenar, si la otra no venía contigo… Se calló.

—¡Tienen que estar muy cambiadas! ¿Se encuentran bien?

—Al principio fue un poco duro…

—¿Y en el colegio?

—¿No has recibido sus notas? Te las envié…

—No. Debieron de perderse…

Sintió ganas de sentarse y callar. Mirarla cómo preparaba el pollo con cebolla. Joséphine producía siempre ese efecto sobre él, le calmaba. Tenía ese don, como algunos tienen el don de curar imponiendo las manos. Le hubiera gustado desconectar del giro amenazador que tomaba su vida. Tenía la impresión de que estaba deshaciéndose. Sentía cómo su ser flotaba y se repartía en mil identidades que no controlaba. En mil responsabilidades demasiado pesadas para él. Acababa de ver a Faugeron. Le había recibido durante apenas diez minutos y había respondido a tres llamadas telefónicas. «Debe excusarme, señor Cortès, pero es muy importante…». Porque yo, ¡yo no soy importante!, había estado a punto de gritar en un último intento de rebelarse. Se había aguantado. Había esperado a que Fageron colgase para retomar el hilo de su discusión. «¡Pero si su mujer se las arregla muy bien! No tengo ningún problema con sus cuentas; lo mejor sería que hablase usted de esto con ella… Porque, al fin y al cabo, es una cosa de familia y parecen ustedes una familia muy unida». Después había sido interrumpido por otra llamada telefónica, ¿me permite? A la segunda, no se excusó. A la tercera, había descolgado sin decir nada. Al final, se había levantado y estrechado la mano repitiendo: «No hay problema señor Cortès, mientras su mujer esté ahí…», Antoine se había marchado sin poder exponerle su problema con el señor Wei.

—¿Todavía es invierno en París?

—Sí —dijo Joséphine—. Estamos en marzo, es normal.

Era la hora en la que caía la noche, las luces de la avenida se alumbraban, una luminosidad blanca e impalpable subía hacia el cielo negro. En frente, por la ventana de la cocina, se percibían las luces de París. Cuando se habían instalado allí, miraban hacia la gran ciudad y hacían proyectos. Cuando vivamos en París, iremos al cine, al restaurante… Cuando vivamos en París, tomaremos el metro o el autobús, dejaremos el coche en el garaje… Cuando vivamos en París, iremos a tomar café a los bares llenos de humo… París se había convertido en una tarjeta postal, en el receptáculo de todos sus sueños.

—Al final nunca nos fuimos a vivir a París —murmuró Antoine con una voz tan triste que Joséphine se apiadó de él.

—Estoy bien aquí. Siempre he estado bien aquí…

—¿Has cambiado algo en la cocina?

—No.

—No sé… La encuentro distinta.

—Hay aún más libros, eso es todo… ¡Y el ordenador! Me he montado un lugar de trabajo, he cambiado la tostadora, el hervidor y la cafetera de sitio.

—Debe de ser eso…

Permaneció todavía un momento en silencio, ligeramente encorvado. Tocó el mantel de hule con los dedos, apartó algunas migas de pan. Ella percibió canas en su nuca y pensó que, normalmente, eran las sienes las que se volvían grises en primer lugar.

—Antoine… ¿por qué pediste ese préstamo sin avisarme? No está bien.

—Lo sé. Todo lo que hago desde hace algún tiempo no está bien… No tengo nada que decir en mi defensa. Pero ya ves, cuando me fui, pensaba…

Tragó como si fuese a decir algo demasiado duro para él. Continuó.

—Pensaba que iba a tener éxito, ganar mucho dinero, devolvértelo con creces, incluso indemnizarte. Tenía grandes proyectos, me imaginaba que todo iba a ir sobre ruedas y luego…

—No está acabado, todo puede arreglarse.

—¡África, Jo! ¡África! Se come un hombre blanco en menos de dos minutos, te pudre lenta pero inexorablemente… Sólo las grandes fieras resisten en África. Las grandes fieras y los cocodrilos…

—No digas eso.

—Me sienta bien contártelo, Jo. Nunca debí abandonarte, no lo deseaba de verdad. De hecho, nunca quise que me pasara todo esto… Esa es mi mayor debilidad.

Joséphine comprendió que le invadía la melancolía. Las niñas no debían verle en ese estado. Entonces le asaltó una terrible sospecha.

—Has bebido… ¿Has bebido antes de venir?

Él negó con la cabeza, pero ella se acercó, olió su aliento y suspiró.

—¡Has bebido! Te vas a dar una ducha y cambiarte, todavía tengo camisas tuyas y una chaqueta. Me vas a hacer el favor de mantenerte erguido y de estar algo más alegre si quieres llevarlas al restaurante.

—¿Has guardado mis camisas?

—Tus camisas son muy bonitas. ¡Cómo iba a tirarlas! Venga, levántate y ve a darte una ducha. Estarán aquí en una hora, tienes tiempo…

Ahora la cosa iría mejor. Volvía el equilibrio familiar. El se iba a duchar, a cambiarse, las niñas volverían del estudio y él podría hacer como si nunca se hubiese ido. Podrían ir a cenar los cuatro, como antes. Se colocó bajo el chorro de la ducha y dejó correr el agua sobre su nuca.

Joséphine miró la ropa que Antoine había dejado sobre una silla de su habitación antes de entrar en el cuarto de baño. Se sentía extrañada de la facilidad de su encuentro. Desde que abrió la puerta, lo entendió: él no era un extraño, nunca sería un extraño, sería siempre el padre de sus hijas, pero peor, se habían separado. La separación había tenido lugar sin lloros ni gritos. Suavemente. Mientras ella luchaba, sola, él había salido de su corazón. Lentamente.

—Siempre he estado convencido de que había gente perfectamente feliz y siempre he querido formar parte de ellos —le confesó él, una vez lavado, afeitado y vestido.

Ella le había hecho un café y le escuchaba con la cabeza apoyada en la mano, en un movimiento de abandono atento y amistoso.

—Tú pareces formar parte ahora de esa gente feliz. Y no sé cómo lo has conseguido. No temes a nada… Faugeron me ha dicho que pagabas el préstamo sola.

—He conseguido más trabajo. Hago traducciones para el despacho de Philippe y me paga muy bien, incluso demasiado…

—¿Philippe, el marido de Iris?

Había incredulidad en la voz de Antoine.

—Sí. Se ha hecho más humano. Ha debido de pasar algo en su vida, ahora se preocupa de la gente…

Tengo que retener este instante. Tiene que durar un poco más para que se imprima en mi memoria. El momento en el que él ha dejado de ser el hombre que amo y me tortura para convertirse simplemente en un hombre, un compañero, no un amigo todavía. Medir el tiempo que he tardado en llegar a este resultado. Saborear este momento en el que me desligo de él. Hacer de ello una etapa. Pensar en este momento preciso me dará fuerzas más tarde, cuando flaquee, dude, pierda valor. Deberían hablar todavía un poco más para que ese instante se llene, se convierta en algo real y marque un giro en su vida. Una señal en su camino. Gracias a este momento, seré más fuerte y podré continuar avanzando sabiendo que hay un sentido, que todo el dolor que he acumulado desde que se fue se ha transformado en un paso adelante, en una progresión invisible. Ya no soy la misma, he cambiado, he sufrido pero no ha sido en vano.

—Joséphine, ¿cómo hace la gente para tener éxito? ¿De verdad sólo tienen suerte o existe una receta?

—No creo que exista una receta. Lo importante al principio es elegir un traje que te vaya, en el que te sientas bien y, poco a poco, lo agrandas, lo haces a tu medida. Poco a poco, Antoine. Tú vas demasiado rápido. Tú ves lo grande enseguida y te saltas los pequeños detalles que son importantes. No se tiene éxito a la primera, se va colocando una piedra y después, la otra. Cuando vuelvas con tus cocodrilos, aprende a hacer las cosas una a una como se presenten y después, sólo después, podrás ver más grande y un poco más grande y un poco más grande… Si vas despacio, construyes, si vas demasiado deprisa, todo se hunde rápidamente…

Él seguía sus palabras, una por una, como se siguen los gestos de un socorrista que te salva la vida.

—Es como con el alcohol… Cada mañana, cuando despiertes, dite a ti mismo no beberé hasta esta noche. No te digas ya no beberé el resto de mi vida. Esa promesa es demasiado grande para ti. Un poco cada día, y lo conseguirás.

—Mi patrono chino… no me paga.

—Pero ¿cómo vives?

—Del dinero de Mylène. Por eso no he podido devolver el préstamo.

—¡Oh!, Antoine…

—Pensaba comentárselo a Faugeron para que me ayudase a encontrar una solución, y apenas me ha escuchado…

—Pero a los chinos ¿les pagan?

—Sí, una miseria, pero les pagan. De un presupuesto aparte. No voy a robarles su dinero.

Joséphine reflexionó, haciendo tintinear su cucharita contra la taza de café.

—¡Tienes que marcharte! Tienes que amenazarles con dejarlo…

Antoine la miró de arriba abajo, aturdido.

—¿Y qué haré si lo dejo?

—Vuelves a empezar aquí o en otro lado. Pequeño, poco a poco.

—¡No puedo! He invertido mucho allí. Y soy demasiado viejo.

—Escúchame bien, Antoine: esa gente sólo comprende las relaciones de fuerza. Si te quedas, si trabajas sin que te paguen, ¿cómo quieres que te respete? En cambio, si le dejas con los cocodrilos a su merced, ¡te enviará un cheque en el acto! Piénsalo… Es evidente. No va a correr el riesgo de dejar morir a miles de cocodrilos… Sería él el que estaría en un buen lío.

—Quizás tengas razón…

Suspiró como si el pulso que debía enfrentarle al señor Wei le agotara ya. Se repuso y repitió «tienes razón, lo haré». Joséphine se levantó para bajar el fuego de las cebollas, sacó los trozos de pollo y los puso a dorar en la cacerola. El olor del pollo sacó a Antoine de su ensoñación.

—Todo es tan sencillo cuando hablo contigo. Tan sencillo… Has cambiado.

Tendió el brazo y atrapó la mano de Joséphine. La estrechó y murmuró «gracias» varias veces. Sonó el timbre. Eran las niñas.

—¡Ahora recóbrate! Sonríe, sé alegre… No deben enterarse. No es problema suyo. ¿De acuerdo?

El asintió en silencio.

—¿Podré llamarte si algo no va bien?

Ella dudó un momento pero, ante su aspecto suplicante, aceptó.

—Y no dejes que Hortense acapare la conversación esta noche. Haz hablar a Zoé. Siempre se eclipsa delante de su hermana.

El sonrió débilmente y asintió.

Cuando iban a salir, Antoine preguntó «¿quieres cenar con nosotros?». Joséphine sacudió la cabeza y respondió «no, tengo trabajo, divertíos y no volváis muy tarde, mañana hay colegio».

Cerró la puerta de entrada y su primera reacción fue sonreír. Tengo que escribir, se dijo, tengo que escribir esta escena y meterla en mi libro. No sé dónde exactamente, pero sé que acabo de vivir un hermoso momento, un momento en el que la emoción de un personaje hace progresar la acción. Es magnífico cuando la acción viene del interior, cuando no está añadida desde el exterior…

Fue a sentarse frente a su ordenador y se puso a escribir.

En ese instante, Mylène Corbier volvía a la habitación del hotel Ibis en Courbevoie. Antoine la había reservado a nombre de señor y señora Cortès. Lo que hubiera emocionado a Mylène un año atrás ahora la dejaba fría. Le costó introducir la llave en la puerta de la habitación por lo cargada que estaba. Había recorrido todas las tiendas: Monoprix, Sephora, Marionnaud, Carrefour, Leclerc… en busca de productos de maquillaje baratos. Una idea germinaba en su cabeza desde hacía algunas semanas: enseñar a las chinas del Croco Park a maquillarse y montar con ello un negocio. Comprar en Francia base de maquillaje, rímel, laca para uñas, sombra de ojos, colorete y lápices de labios y revenderlos allí reservándose un margen de beneficio. Se había dado cuenta de que, cada vez que se maquillaba, las chinas la seguían cuchicheando a su espalda y, después, la abordaban y preguntaban en mal inglés cómo conseguir rojo, verde, azul, rosa, ocre crema, beige rosado, «cacao para las pestañas». Señalaban con el dedo los ojos, los labios y la piel de Mylène, la cogían del brazo para respirar el olor de su crema corporal, le tocaban el pelo, lo peinaban, soltaban grititos de excitación. Mylène las observaba, delgadas y lamentables en sus pantalones cortos demasiado grandes, la piel mal cuidada, la tez apagada, turbia. También se había dado cuenta de que los productos donde estaba escrito en la caja París o Made in France las volvían locas. Estaban dispuestas a comprarlos y pagarlos bien. Eso le había dado una idea: abrir un gabinete de estética en el interior del Croco Park. Se dedicaría a hacer limpiezas de cutis y cuidados de belleza. Vendería productos traídos de París. Debería calcular cuidadosamente los precios para amortizar los gastos del viaje y obtener beneficios.

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