Los ojos amarillos de los cocodrilos (59 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Gabor…

Iba a volver a verle.

Philippe le había propuesto llevarla a Nueva York para el festival de cine. Gabor estaría allí. Era el invitado de honor. Iris se acurrucó bajo su chal y pensó: ¿es su amor lo que echo de menos o la gloria, la celebridad y las lentejuelas que hubiera conocido quedándome a su lado? Porque después de todo, cuando nos conocimos, él no era nadie. Mi pasión ha ido aumentando a medida que aumentaba nuestro alejamiento y su celebridad. ¿Acaso no amo a Gabor porque se ha convertido en Gabor Minar, el gran director de cine reconocido en el mundo entero? Apartó de su cabeza ese pensamiento molesto y volvió a su idea: estaban hechos el uno para el otro, el error fue el matrimonio con Philippe. Voy a verle, voy a verle, y entonces, quizás, toda mi vida cambiará. ¿Qué importan quince años de ausencia cuando se ama tanto? El no temerá nada, me raptará a la manera de los húsares, me comerá a besos… Me comía a besos cuando estudiábamos juntos en Columbia. Se acurrucó bajo su chal y observó la manicura perfecta de sus uñas.

Carmen la interrumpió al traerle su té.

—Alexandre ha vuelto del colegio. Ha sacado un ocho y medio en matemáticas.

—¡Y no me ha dicho nada! ¿Sabe que estoy en mi despacho?

—Sí, se lo he dicho. Ha respondido que tenía muchos deberes para mañana. ¡Hay que ver lo que trabaja!

—Está imitando a su padre…

Iris extendió el brazo, cogió la humeante taza de té que le tendía Carmen y se volvió a tumbar.

—Le imita en todo. Y me evita. Normal, está en la edad. El padre se convierte en el modelo, la madre no sirve para nada, y después cambia… ¡Qué previsibles son los hombres, Carmen!

Bostezó y se tapó la boca con un elegante gesto de su mano.

* * *

Josiane se despertaba por la mañana hacia las nueve, llamaba al servicio de habitaciones para que le trajeran el desayuno, subía a la balanza, anotaba su peso, se vaporizaba con una nube de perfume,
Chance
de Channel, y se volvía a acostar, mientras escuchaba su horóscopo en la radio. El astrólogo no se equivocaba nunca. Podía prever el temperamento de su jornada escuchándolo. Siempre pedía un desayuno continental y no se decidía a comer huevos, a pesar de las exhortaciones de su ginecólogo que le aconsejaba ingerir proteínas desde la mañana. Eso está bien para los
english
, esas cosas fritas y grasas, decía tapándose la nariz; había tomado por costumbre hablar sola, pues no tenía otra compañía. Necesitaba una buena baguette, mantequilla, miel y confituras. Cortaba la punta dorada de la brioche, comía un poco de corteza, y después la dejaba a un lado: ¡ay, si me viera mi madre! Me obligaría a tragármela de un mordisco o se la guardaría en el bolsillo.

Cada vez pensaba más en su madre.

Con el desayuno, se hacía traer la prensa y, mientras la hojeaba, encendía la tele y miraba el programa de Sophie Davant. Le decía, buenos días, Sophie, ¿qué tal estamos hoy?, le enviaba un beso y se hundía entre los almohadones. ¡Qué poco altiva era! Veía el programa con entusiasmo, hundida en la pluma de las almohadas y hablándole en voz alta. ¡Tienes razón, Sophie, mete en cintura a ese inútil! Cuando Sophie le decía adiós, se levantaba, iba a la terraza y extendía los brazos en todas direcciones para estirarse. Entraba a ducharse y después bajaba al restaurante Des Princes, componía su menú eligiendo los platos más caros. Quería probar todo lo que no conocía. Aquí es donde me educo, borro mi infelicidad, colmo mi miseria, se decía mientras probaba el caviar sobre un blini.

Por la tarde, salía. Iba a dar un paseo, vestida con una pelliza de visón que había comprado en George V, y miraba los escaparates. ¡La cara que puso la dependienta cuando había desenfundado su tarjeta Platino diciendo «quiero ese», con el dedo apuntando la golosina! Había sido un momento triunfal. Volvía a pasar y repasar la escena adelante y atrás sin cansarse. ¿Usted? Decía la mueca disgustada de la chica. ¿Usted, pobre ordinaria, va a vestirse con ese artículo de lujo extraordinario? Sí, yo, Bomboncito, le confisco su piel de conejo ricachón. Debía reconocer que calentaba bien los riñones. Nada que objetar, los ricos sí que saben. Son los campeones de la comodidad. Cuando nos empeñamos en ponernos una camiseta térmica, ellos se embuten en una buena piel.

Se pavoneaba, pues, dentro de su conejo ricachón, bajaba la avenida George V estrechando el suave cuello contra su rostro, enfilaba la avenida Montaigne y, a cada tentación, desenfundaba la Platino. Con el mismo júbilo ante las mismas caras estreñidas de vendedores y vendedoras. No se cansaba nunca. Eso, eso y eso, apuntaba con el dedo y, ¡plaf!, sacaba el arma fatal. Una sola, con una gran sonrisa, había respondido «estará usted encantada con este artículo, señora…». Ella le había preguntado su nombre y le había regalado una bufanda de cachemira. Se habían hecho amigas. Por la noche, tras haber terminado su trabajo, Rosemarie venía a cenar con ella en el restaurante Des Princes.

Se alegraba de tener compañía. A veces se sentía sola, y una gran sombra negra caía sobre sus hombros. Sobre todo por las noches. Y no era una excepción. Había toneladas de ricos beodos en Casa George. Ese era el nombre que le había dado al hotel donde residía: el George V. De vez en cuando, Rosemarie se quedaba a dormir. Ponía la cabeza sobre su vientre e intentaba adivinar si era un niñito o una niñita. Le buscaban nombres. «No te rompas la cabeza, si es un varón, se llamará Marcel, si es una mujer, podré elegir».

—¿De dónde sacas toda esta pasta? —preguntaba Rosemarie, extrañada por los gastos de Josiane.

—De mi tronco. Una noche de Navidad que me había dejado de nuevo sola para acompañar a la Escoba, me regaló la Platino. ¡Y la cuenta que va con ella!

—Es un buen hombre.

—Sí, pero, patina, patina… Para calentar a un tío, hay que enfriarle los bajos. Al desaparecer sin dejar rastro, le inquieto, le desestabilizo, hago que su cabecita trabaje… Lo intuyo. Marcel y yo estamos ligados. Veo cómo ha doblado los ingresos. Ginette ha debido de decirle lo del peque y está currándoselo duro…

—¿Cómo es tu Marcel?

—No es un niñato ni un musculitos. Pero me gusta. Venimos del mismo mundo…

Rosemarie suspiraba y pulsaba el mando a distancia. Había canales en todas las lenguas, canales que retransmitían películas porno y canales donde las presentadoras llevaban velo.

—¡Qué mundo más raro! —decía—. ¿Te vas a quedar mucho tiempo aquí?

—El tiempo necesario para que oiga la llamada del Gran Visir. Un día me levantaré y sabré que ha puesto en la puerta a la Escoba. Entonces volveré como me fui, con mi pequeña maleta.

—¡Y tu visón!

—¡Y mi conejo ricachón! Quiero que mi bebé respire riqueza. Quiero que, doblado en cuatro dentro de mi vientre, se emborrache de lujo. ¿Por qué crees que me cebo? ¿Crees que es para mí? A mí me gustan tanto el paté de Mans como el caviar iraní. Como bien por él, para que no se pierda ni una miga.

—Qué quieres que te diga, Josiane, ¡vas a ser una madre extraordinaria!

Nunca se cansaba de oír ese cumplido.

Un día que volvía de su paseo diario, envuelta en su visón, percibió a Chaval, apoyado en el bar. Se acercó, le puso la mano en los ojos y gritó «¿quién soy?». Sentía una extraña alegría al ver a un viejo conocido. Aunque fuese Chaval.

—¿Me invitas a una copita?

El echó un vistazo a la entrada del bar, a su reloj, y le hizo una seña para que se sentara.

—¿Qué haces aquí?

—Esperando…

—¿Llega tarde?

—Siempre llega tarde… ¿Y tú?

—Yo estoy acampada aquí.

—¿Te ha tocado la lotería?

—Casi. ¡Me ha tocado el gordo!

—¿Un viejo forrado?

—Puedes suprimir lo de viejo de tu vocabulario cuando me hables…

—¿Quién es?

—Papá Noel.

Se subió sobre un taburete del bar y su abrigo se abrió, descubriendo su vientre redondo.

—¡Pero, bueno! ¡Si te ha hecho un bombo! Felicidades. ¿Has dejado el curro entonces?

—Él no quería que trabajase. Quiere que sólo viva para él.

—Entonces, ¿no te has enterado de lo de papá Grobz?

El corazón de Josiane se aceleró. Le había pasado algo a Marcel.

—¿Ha muerto?

—¡Qué va! Acaba de dar un golpe magistral. Ha comprado al mayor fabricante de productos para el hogar. El ratón que se come al elefante. ¡Todo el sector no habla más que de eso! Nadie lo vio venir. Lo ha debido de hacer con la complicidad de algún banco, ha puesto todas sus piezas en la batalla sin que nadie se enterase…

Entonces Josiane comprendió. No temblaba delante de la Escoba, esperaba a que todo concluyera. Y mientras no hubiese firmado, no podía mover ni un pelo. Henriette le tenía cogido por los cojones. Ella le había atacado a base de lanzarle mierda y él había acabado por ganar la partida. ¡Qué talento Marcel! Y pensar que había dudado de él… Pidió un whisky bien fuerte, se disculpó con Júnior por la tasa de alcohol, y bebió por el éxito de su hombre, sin nombrarlo. Chaval no tenía un aspecto demasiado vivaracho. Su cuerpo no estaba para muchos trotes. Se sostenía, caído en su asiento, y lanzaba miradas ansiosas hacia la entrada.

—Vamos, Chaval, ponte recto. Tú nunca te has inclinado delante de una mujer.

—Mi pobre Josiane, te voy a decir algo, he olvidado la verticalidad. Me arrastro, me arrastro… No sabía que podía doler tanto.

—Me das pena, Chaval.

—Pues, sí. Lo peor termina siempre por llegar.

—Lo peor o lo mejor. Yo bebo por lo mejor. La ruleta gira, la ruleta gira… ¡Y pensar que estaba loca por ti!

Bajó del taburete con precaución, pasó por recepción para decir que preparasen su cuenta para el día siguiente. Subió a su habitación a darse un baño.

Descansaba en la espuma perfumada, jugando con las pompas irisadas, pinchándolas para que explotasen, contando su feliz futuro a los espejos que cubrían las paredes, cuando sintió una patada golpear en su vientre. Se sofocó, se arrodilló, lágrimas de éxtasis rodaron por sus mejillas, soltó un grito mientras se hundía bajo el agua de la bañera: «¡Júnior! ¡Era Júnior!».

* * *

Las piernas desfilaban bajo las narices de Joséphine, piernas negras, piernas beiges, piernas blancas, piernas verdes, piernas escocesas. Encima de las piernas, había camisas, polos, chaquetas, impermeables, abrigos. Ruido y baile incesante. Del podio subía un polvillo que le picaba en la garganta. Estaban situadas en primera fila, podían tocar a los modelos que desfilaban a un metro de ellas. Al lado de Jo, recta y aplicada, Hortense tomaba notas. Iris se había ido a Nueva York. Antes de marcharse, había dicho a Joséphine: «Mira, tengo dos invitaciones para el desfile de la colección masculina de Jean-Paul Gaultier. ¿Por qué no vas con Hortense? Eso le interesaría, y a ti podría inspirarte para una próxima novela. No vamos a quedarnos todo el tiempo en la Edad Media, eh, cariño, vamos a saltar algunos siglos en la próxima…». No escribiré un segundo ni un tercer libro para ella, rumió Joséphine percibiendo a un hombre en kilt que giraba ante ella. Joséphine había cogido las invitaciones a nombre de Iris Dupin y se lo había agradecido diciéndole que Hortense estaría encantada. Le había deseado una buena estancia en Nueva York. «¡Oh!, sabes, es una ida y vuelta, un fin de semana…». Joséphine miró a su hija por el rabillo del ojo. Describía cada modelo, anotaba los detalles, esbozaba los forros de chaqueta, las mangas, los cuellos de camisa, una corbata. No sabía que le interesara la moda masculina. Se había atado el pelo y sacaba la punta de la lengua retorcida, señal de que estaba concentrada. La capacidad de trabajo de su hija la extrañaba. Su atención volvió al podio. Iris tiene razón: observar y tomar notas. Siempre. Incluso sobre los temas que no nos apasionan, como esos hombres magníficos avanzando a grandes pasos. Algunos caminaban completamente erguidos, los ojos fijos en el vacío, otros sonreían y hacían señas a sus amigos entre los asistentes. No, ¡no escribiré otro libro para Iris! La actitud de su hermana la ponía enferma. No porque estuviese celosa, le sería imposible soportar toda esa explosión pública, sino porque veía que lo que había escrito se retorcía hasta convertirse en una parodia infame. Iris no contaba más que tonterías. Daba recetas de cocina, de belleza, la dirección de un hotel con encanto en Irlanda. Joséphine sentía vergüenza. Y no paraba de decirse: soy yo la que está en el origen de esta farsa. No tenía que haber aceptado. Fui débil. Sucumbí al dinero fácil. Suspiró. Es cierto que la vida se había vuelto agradable. Había dejado de contar. Nunca más. En Navidad llevaría a sus hijas a tostarse al sol. Elegiría un destino en un catálogo de papel cuché y se irían las tres.

Hortense volvió las páginas de su cuaderno de croquis y el ruido de las hojas devolvió a Joséphine al desfile de moda. Atrajo su atención un hombre alto, moreno, de rostro delgado, que acababa de salir y desfilaba ignorando el mundo a sus pies. ¡Luca! Iba vestido con una chaqueta negra y una camisa blanca de largas solapas asimétricas. Se sobresaltó. Avanzaba derecho hacia ella; su rostro enigmático parecía colocado sobre un cuerpo desarticulado. Se diría un maniquí de cera. Ahí es donde reside todo su misterio, pensó. Había aprendido a extraerse de su cuerpo para ejercer esa profesión que aborrecía y, cuando no actuaba, continuaba andando, separado de su envoltorio físico.

Pasó varias veces delante de ella. Ella intentó atraer su atención haciendo pequeños gestos con la mano. Cuando terminó el desfile, el grupo de modelos salió a saludar rodeando a Jean-Paul Gaultier, que se inclinó llevándose la mano al corazón. La atmósfera, sobre el podio, era distendida, campechana. Tendió el brazo hacia él y pronunció su nombre en voz alta.

—¿Le conoces? —preguntó Hortense extrañada.

—Sí…

Ella repitió «Luca, Luca». El se giró hacia ella. Sus ojos se cruzaron, pero los de Luca no expresaron ni sorpresa ni alegría de verla.

—¡Luca! ¡Ha sido magnífico! ¡Bravo!

El la observó con mirada fría, distante, una de esas miradas que se lanza a una admiradora pesada para que se mantenga a distancia.

—¡Luca! Soy yo, Joséphine…

El volvió la cabeza y se unió al grupo de modelos que saludaron y se retiraron.

—¿Luca? —lanzó una última vez Joséphine con voz debilitada.

—No te conoce de nada.

—Que sí… ¡Es él!

—¿El Luca con el que ibas al cine?

—Sí.

—¡Pero si está como un tren!

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