Los ojos amarillos de los cocodrilos (68 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Jo negó abatida. Ella era la responsable de Gary.

—Venga, Jo, no hagas un drama de lo que no lo es.

—¡Habla por ti! Pero imagínate Philippe y Alexandre…

—No tienen más que tomárselo como un juego. Una broma. La única cosa que me gustaría saber es cómo esas fotos han llegado a ese periodicucho.

—¡A mí también! —gruñó Jo.

* * *

Iris volvió a salir en la televisión. En programas de radio. «No entiendo todo este estrépito, se extrañó en la emisora RTL, cuando un hombre de cuarenta años sale con una jovencita de veinte, no sale en la primera página de los periódicos. Estoy a favor de la igualdad entre hombres y mujeres en todos los sentidos».

Las ventas del libro volvieron a subir. Las mujeres seguían sus consejos de belleza, y los hombres metían la tripa cuando la veían. Propusieron a Iris dirigir un programa nocturno en una emisora de radio. Lo rechazó: quería consagrarse por completo a la literatura.

* * *

Lejos de esa agitación parisina, sentado en los escalones del porche, Antoine reflexionaba: no había podido traer a sus hijas en las vacaciones de febrero. En Navidad tampoco las había visto. Joséphine le había pedido permiso para llevárselas a Mosquito a casa de una amiga. Las niñas estaban encantadas de ir allí. El había dicho que sí. La Navidad había sido triste y aburrida. No habían encontrado pavo en el mercado de Malindi. Habían comido uapití, que habían masticado en silencio. Mylène le había regalado un reloj de buceo. El no tenía regalo para ella. Ella no había dicho nada. Se habían acostado pronto.

Se encontraba mal desde hacía algún tiempo. Bambi había sido devorado por un viejo cocodrilo belicoso un día que se paseaba, despreocupado, al borde del estanque. Eso había desestabilizado completamente a Pong y a Ming. Les servían arrastrando los pies, tenían la mirada vacía y triste, ya no comían y se tumbaban sobre una estera para descansar a la menor dificultad. Debía reconocer que él mismo se había sentido afectado por la muerte de Bambi. Había terminado por cogerle cariño a ese animal patoso y asqueroso que le miraba con ojos vidriosos, atado al pie de la mesa de la cocina. Era un lazo entre él y los otros cocodrilos. Un lazo de unión amistosa, lo observaba y veía una lucecita de humanidad en el fondo del ojo. A veces, incluso, sonreía. Retorcía sus mandíbulas y esbozaba una sonrisa. «¿Crees que le gusto?», había preguntado a Pong. Se había sentido enternecido por la respuesta afirmativa de Pong.

Sólo Mylène resistía. Su pequeño negocio prosperaba. Su asociación con míster Wei se precisaba. «Abandona esas bestias asquerosas y ven conmigo», susurraba ella a Antoine por la noche, cuando se deslizaban bajo la mosquitera. Otro traslado después de otro fracaso, pensaba Antoine, despechado, no hago más que eso: coleccionar fracasos. Y, además, sería como declararse derrotado ante los cocodrilos y, no sabía por qué, rechazaba esa solución y quería, frente a esas sucias bestias, salir con la cabeza bien alta. Quería tener la última palabra.

Pasaba cada vez más tiempo cerca de ellos. Sobre todo por la noche. Porque, durante el día, se deslomaba a trabajar. Pero por la noche, después de la cena, abandonaba a Mylène y a sus listas de pedidos, sus libros de cuentas y partía a pasear a la orilla de los cocodrilos.

Trasladarse a China no le tentaba. Luchar de nuevo, ¿y para qué? Ya no tenía fuerzas para luchar.

«Pero yo trabajaría, tú no tendrías gran cosa que hacer… Te ocuparías de las cuentas».

No quiere irse sola, pensaba. Me he convertido en un hombre de compañía, por no decir un gigoló.

Dudaba de todo. Ya no tenía energía. Se juntaba con los criadores en el Cocodrile Café, en Mombasa, y empinaba el codo en la barra despotricando contra los negros, los blancos, los amarillos, el clima, el estado de las carreteras, la comida. Había vuelto a beber. Soy como una pila gastada, se decía mirando en la oscuridad de la noche los ojos amarillos de los cocodrilos. Podía ver una chispa de ironía en sus ojos. Te la hemos pegado, viejo. Mira en lo que te has convertido: en un despojo humano. Bebes a escondidas, ya no tienes ganas de follar con tu mujer, comes uapití en Navidad. ¡Te podríamos masacrar levantando sólo una pata! Él les tiraba piedras: rebotaban sobre su duro caparazón reluciente y graso. Sus párpados no se movían, y el pequeño centelleo amarillo seguía presente en el orificio de sus ojos, rasgados como una sonrisa melosa.

Sucias bestias, sucias bestias, ¡os voy a destrozar a todas! —refunfuñaba buscando una manera de aniquilarlos.

Qué hermosa era la vida antes. En Courbevoie.

Echaba de menos a Joséphine. Echaba de menos a sus hijas. El quicio de la puerta de la cocina venía a su memoria cuando se apoyaba en la puerta de su despacho. Se frotaba dulcemente contra la madera y volvía a Courbevoie. Courbevoie, Cour-be-voie. Las sílabas resonaban mágicas. Le hacían viajar como antaño: Uagadugu, Zanzíbar, Cabo Verde o Esperanza. Volver a Courbevoie. Después de todo, sólo hacía dos años que se había ido.

Un día, llamó a Joséphine.

Le respondió un contestador que le pidió que dejara un mensaje. Miró su reloj sorprendido. Era la uña de la mañana, hora francesa. Lo intentó a la mañana siguiente y escuchó de nuevo la voz de Joséphine que pedía que dejara un mensaje. Colgó sin dejar mensaje. Llamó, pues, a última hora de la mañana, hora de París, y contestó Joséphine. Después de las banalidades al uso, le preguntó si podía hablar con las niñas. Jo le respondió que se habían ido de vacaciones.

—Acuérdate, hablamos de ello. Las vacaciones caen tarde este año, empezaron a finales de febrero. Han ido a casa de mi amiga, a Mosquito…

—¿Las has dejado marchar solas?

—Están con Shirley y Gary…

—¿Quién es esa amiga?

—No la conoces.

De pronto, le vino a la cabeza una pregunta.

—Pero esta noche no estabas, Jo. ¡Ni la noche anterior! He llamado y nadie respondió…

Se hizo el silencio al otro lado de la línea.

—¿Estás con alguien?

—Sí.

—¿Estás enamorada?

—Sí.

—Está bien.

Hubo otro silencio. Un largo silencio. Después Antoine se repuso.

—Esto tenía que pasar.

—Yo no lo he buscado. No me creía capaz de interesar a alguien.

—Y, sin embargo… Eres formidable, Jo.

—Tú no me lo decías a menudo…

—«Se reconoce la felicidad por el ruido que hace al marcharse». ¿Quién dijo eso, Jo?

—No lo sé. Y tú, ¿qué tal?

—Estoy desbordado de trabajo, pero bien… Voy a terminar de pagar el préstamo del banco y te pagaré una pensión para las niñas. Las cosas van mucho mejor, sabes. ¡He cogido el toro por los cuernos!

—Me alegro por ti.

—Cuídate mucho, Jo.

—Tú también, Antoine. Diré a las niñas que te llamen cuando vuelvan.

Antoine colgó. Se secó la frente. Abrió una botella de whisky que encontró en un estante y la terminó durante la noche.

* * *

El 6 de mayo, sobre las seis de la mañana, Josiane sintió una primera contracción. Recordó entonces el curso de preparación al parto y se puso a cronometrar el tiempo entre contracciones. A las siete de la mañana, despertó a Marcel.

—Marcel… ¡Creo que ya está! Ya llega Júnior.

Marcel se incorporó como un boxeador sonado, balbuceó «ya llega, ya llega, estás segura, bomboncito, ¡Dios mío! Ya llega…». Se tropezó al bajar de la cama, se volvió a levantar, extendió los brazos para buscar sus gafas, volcó el vaso de agua sobre la mesita de noche, soltó un taco, se volvió a sentar, soltó otro taco y se volvió hacia ella desamparado.

—Marcel, no te pongas nervioso. Todo está listo. Voy a vestirme, a prepararme, tú coges la maleta, allí, cerca del armario, sacas el coche y yo bajo…

—¡No! ¡No! No bajas sola, yo bajo contigo. Se precipitó bajo la ducha, se cubrió de agua de colonia, se cepilló los dientes, peinó la corona de pelo rojo que bordeaba su cráneo calvo y se quedó de piedra ante una camisa lisa o una camisa azul de rayas finas.

—Tengo que estar guapo, bomboncito, tengo que estar guapo…

Ella le contemplaba, enternecida, y señaló una camisa al azar.

—Tienes razón, ésta es más fresca, más juvenil. Y la corbata, bomboncito, ¡quiero recibirle en corbata!

—Quizás no valga la pena la corbata…

—Sí, sí…

Corrió hacia su ropero y le propuso tres. Ella eligió otra vez al azar y él aprobó.

—No sé cómo haces para conservar tu sangre fía. Creo que me voy a desmayar. ¿Estás bien? ¿Estás contando el tiempo entre contracciones?

—¿Has terminado en el cuarto de baño?

—Sí. Voy a bajar a buscar el coche y subo a buscarte. Tú no te muevas, ¿me lo prometes? No vayamos a tener un accidente.

Se fue una primera vez, volvió a subir porque había olvidado las llaves del coche. Se fue y volvió otra vez: no recordaba dónde lo había aparcado la víspera. Ella le tranquilizó, le calmó, le indicó el sitio donde estaba el coche, y él intentó salir por la cocina.

Ella se echó a reír, él se volvió emocionado.

—Hace treinta años que espero este momento, bomboncito, ¡treinta años! No te burles de mí. Creo que no lo conseguiré…

Llamaron a un taxi. Marcel hizo mil recomendaciones al taxista, que tenía ocho hijos, y miraba al futuro padre, burlón, por el retrovisor.

En el asiento de atrás, Marcel sostenía a Josiane en sus brazos y la enlazaba como un segundo cinturón de seguridad. Repetía «¿estás bien, bomboncito, estás bien?», secándose la frente y jadeando como un perrito.

—Soy yo la que va a dar a luz, Marcel, no tú.

—Me encuentro mal, me encuentro mal. Creo que voy a vomitar.

—¡En mi coche, no! —exclamó el taxista—. Que acabo de empezar mi jornada.

Se detuvieron. Marcel se fue hacia un castaño para recuperarse, y volvieron a partir en dirección a la clínica de la Muette. «Mi hijo nacerá en el Barrio XVI, había decidido Marcel, en la mejor clínica, la más encopetada, la más cara». Había reservado la suite de lujo, en el último piso, con terraza y cuarto de baño grande como un salón de embajada. Llegados delante de la clínica, Marcel dio un billete de cien euros al taxista, que protestó: no tenía cambio.

—¡Pero si no quiero el cambio! Es para usted. ¡El primer viaje en taxi de mi hijo!

El taxista se volvió y le dijo:

—Oiga… Pues le dejo mi teléfono y me llama cada vez que salga el chaval.

A las doce y media en punto, el pequeño Marcel Júnior soltaba su primer grito. Hubo que sostener al padre, que se desmayaba, y sacarle de la sala de partos. Josiane aguantó su respiración cuando colocaron a su hijo sobre su vientre, mojado, sucio, pegajoso. «¡Qué guapo es! ¡Qué largo! ¡Qué fuerte! ¿Había visto ya un bebé tan guapo, doctor?». El doctor respondió «nunca».

Marcel se recuperó para ir a cortar el cordón umbilical y dio el primer baño a su hijo. Lloraba tanto que ya no sabía cómo sostener al niño y secarse los ojos a la vez, pero no quiso soltarle.

—Soy yo, soy papá, mi bebé. ¿Me reconoces? Has visto, bomboncito, reconoce mi voz, se ha vuelto hacia mí, ha parado de patalear. Mi hijo, mi tesoro, mi gigante, mi amor… Vas a ver qué vida te vamos a dar tu madre y yo. ¡Una vida de jeque árabe! También habrá que trabajar, porque, en este mundo, si no te rompes los riñones, no tienes nada, pero no te preocupes, te enseñaré. Te pagaré los mejores colegios, las carteras más bonitas, los mejores libros encuadernados con oro. Lo tendrás todo, mi hijo, todo… Serás como el Rey Sol. Reinarás sobre el mundo entero, porque la Francia de hoy es pequeñita, acartonada. ¡Nadie como los franceses para creerse los reyes del mundo! Ya verás, hijo mío, tú y yo nos vamos a llevar un buen trozo.

Josiane escuchaba y el ginecólogo sonreía.

—Su hijo trae un buen pan debajo del brazo. ¿Cómo le va a llamar?

—Marcel —rugió Marcel Grobz—. Como yo. Va a hacer oír hablar de ese nombre, ¡ya verá usted!

—No lo dudo.

Subieron a la madre y al niño a la suite de lujo. Marcel no quería marcharse.

—¿Estás segura de que no nos lo van a cambiar?

—Que no… Tiene su brazalete. Y, además, no hay peligro; ¿has visto? ¡Es tu vivo retrato!

Marcel se estiró y fue a contemplar de nuevo al pequeño Marcel en su cunita.

—Tienes que ir a inscribirlo en el Ayuntamiento y tengo que descansar, estoy un poco fatigada…

—¡Oh! Perdón, bomboncito… Me cuesta marcharme, sabes, tengo miedo de no volverlo a encontrar.

—¿Has llamado al trabajo para decírselo?

—He llamado a Ginette y René, te mandan un beso muy fuerte. Han descorchado champán. ¡Me esperan para brindar! Volveré después. Si hay algo, prométeme que me llamarás enseguida, ¿eh, bomboncito?

Hizo algunas fotos de su hijo, guapo, bañado, limpio, que dormía en pijamita blanco, y se fue dándose un golpe en la puerta.

Josiane aprovechó para lloriquear de felicidad. Lloró, lloró mucho tiempo y después se levantó, cogió a su bebé entre sus brazos y se durmió apretada contra él.

Estaban todos reunidos bajo las ramas de la enredadera, decorada de lacitos azules para la ocasión. Ginette había improvisado un bufé, cuando el móvil de Marcel sonó. Lo descolgó y gritó:

—¿Bomboncito?

No era bomboncito. Era Henriette. Estaba en el banco, acababa de consultar sus cuentas y de ponerse al día con su consejera de inversiones.

—No lo entiendo, ¿ahora tenemos dos cuentas separadas? Debe de ser un error…

—No, querida. Dos cuentas separadas y nuestras vidas también separadas. He tenido un hijo esta noche. Un hijo llamado Marcel… Casi cuatro kilos, cincuenta y cinco centímetros, ¡un gigante!

Hubo un largo silencio, después Henriette, con la misma voz cortante, dijo que volvería a llamar, no podía hablar delante de la señora Lelong.

Marcel se frotó las manos, entusiasmado. Vuelve a llamar, vuelve a llamar, querida, ¡vas a ver cómo te voy a adornar la noticia! René y Ginette le miraron suspirando, por fin, por fin él derrocaba al tirano.

Como todas las mentes estrechas e insanas, Henriette Grobz tenía por costumbre no renunciar a sus ideas preconcebidas y nunca buscaba en ella la causa de sus desgracias. Prefería echarle la culpa a los demás. Ese día, no hizo una excepción a la regla. Solventó los asuntos corrientes con la señora Lelong y salió del banco despidiendo a Gilíes, que le abría la puerta de la berlina. Le pidió que la esperase, que tenía unas compras que hacer y que no necesitaba coger el coche. Dio la vuelta a la manzana para poner las ideas en su sitio. Era urgente pensar, organizarse. Habituada a la docilidad de su víctima, había firmado papeles, durante la compra del negocio de los hermanos Zang, sin prestar realmente atención. Error, error, martilleó mientras le temblaban las piernas, craso error. Me he adormilado en mi comodidad y he dejado que me tomaran el pelo. Creí que el animal estaba domado y todavía coleaba. Ahora se trata de corregir el tiro. Hablarle amablemente para sacar las castañas del fuego. La palabra amablemente, aunque no fue articulada en voz alta, desencadenó en ella una especie de repulsión, un torrente de odio que le hizo torcer el gesto. ¿Por quién le tomaba ese cerdo baboso, a quien ella había enseñado todo: desde sostener un tenedor hasta decorar los escaparates? Sin ella no sería nada. ¡Nada más que un oscuro tendero! Ella le había dado lustre, educación y distinción. Ella había impreso su marca hasta en el cubilete para lápices más pequeño que él vendía. Su fortuna me la debe a mí, concluyó en su primera vuelta a la manzana. Me la debe a mí. Cuanto más avanzaba, más aumentaba su odio. Aumentaba en proporción a sus esperanzas rotas. Había creído llegar a puerto, estar bien, estar bien protegida, ¡y va el patán y corta la amarra! Ya no encontraba palabras para calificarle y se dejaba caer poco a poco por la pendiente de odio. Un centenar de metros después, se detuvo, golpeada por una evidencia de lo más detestable: ¡ella dependía de él, desgraciadamente! Se sintió, pues, obligada a reprimir las explosiones de amor propio herido y a templar sus deseos de venganza. Cuentas separadas, ahorros perdidos, ¿qué iba a dejarle él? Escupió algunos insultos, dio un golpe a su sombrero, que amenazaba con volarse, y comenzó la segunda vuelta a la manzana esforzándose en razonar. Tenía que pensar a lo grande, no dejarse llevar por pequeñas venganzas, contratar un abogado, dos si era necesario, sacar sus viejos contratos, exigir, vociferar… Se detuvo en la puerta de un garaje y pensó: ¿tendré medios suficientes? Debe de tenerlo todo bien atado, no es un niñato caído de un guindo, está acostumbrado a enfrentarse a rusos corruptos y a chinos hipócritas. Antaño me conformaba con pequeñas humillaciones, le perseguía con suavidad y obstinación, era mi pasatiempo favorito, lo tenía casi aniquilado. Lanzó un suspiro de nostalgia. Tengo que conservar la sangre fría y tomarle el pulso a la bestia antes de decidir cualquier cosa. Consagró una última vuelta a la manzana al remordimiento. Sabía que ya no dormía en casa, su cama nunca estaba deshecha, ¡pensaba que vivía una última aventurilla con una bailarina desnuda y mientras planeaba abandonar el nido! Hay que desconfiar de las aguas tranquilas, sometidas incluso desde hace años. Marcel coleaba aún. ¿De qué me servirá inventar nuevas persecuciones si mis golpes no le afectan? Se apoyó de nuevo contra la puerta de un garaje y marcó el número de Chef.

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