Los ojos amarillos de los cocodrilos (66 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

—Philippe, tenemos que hablar.

Él la miró, la sonrió para detener un instante el tiempo y preguntó:

—¿Estás enamorada, Joséphine?

Desconcertada, balbuceó sí, su mirada se turbó, y añadió:

—¿Se nota?

—Está escrito con letras mayúsculas en tu cara, en tu forma de andar, de sentarte… ¿Le conozco?

—No…

Se miraron un largo momento en silencio y, en la mirada de Joséphine, Philippe pudo leer un cierto desasosiego que le sorprendió y vino a endulzar la pena que había sentido.

—Me siento muy feliz por ti…

—No he venido a hablarte de eso.

—¿Ah? Creía que éramos amigos…

—Precisamente. Porque somos amigos he venido a verte.

Inspiró profundamente y comenzó:

—Philippe. Lo que te voy a decir no te va a gustar y no querría en ningún caso que pensases que quiero perjudicar a Iris.

Dudó de nuevo y Philippe se preguntó si tendría el valor, frente a él, de revelarle la superchería del libro.

—Voy a ayudarte, Jo. Iris no ha escrito
Una reina tan humilde
, lo has escrito tú.

La boca de Jo se abrió y sus cejas se elevaron en una interrogación estupefacta.

—¿Lo sabías?

—Lo sospechaba y mis sospechas se fueron haciendo cada vez más evidentes.

—¡Dios mío! Y yo que pensaba…

—Joséphine, déjame contarte cómo conocí a tu hermana. ¿Quieres que pida que nos traigan algo de beber?

Joséphine tragó saliva y dijo que sí, que era una buena idea. Tenía un nudo en su seca garganta.

Philippe pidió dos cafés con dos grandes vasos de agua. Joséphine asintió. Y después comenzó su relato.

—Hará unos veinte años, yo llevaba muy poco de abogado, había trabajado dos o tres años en Francia y hacía unas prácticas en Dorman and Steller en Nueva York, en el departamento de derechos de autor. Estaba muy orgulloso, te lo puedo asegurar. Un día, recibí una llamada de un director de un estudio de cine americano, del que omitiré el nombre, que tenía un caso bastante incómodo en sus manos y que pensaba que podría interesarme: era referente a una joven francesa. Le pregunté de qué se trataba y esto es lo que me explicó: se había realizado un trabajo colectivo redactado por estudiantes del último año de
creative writing
en la Universidad de Columbia, Departamento de Cine. Un guión escrito entre varios, premiado a final de curso por el claustro de profesores de Columbia como el guión más original, más brillante y mejor acabado de todos los elaborados por estudiantes. Ese guión había sido dirigido después por un tal Gabor Minar. Había realizado un mediometraje de unos treinta minutos, financiado por la Universidad de Columbia, que le valió las felicitaciones de sus profesores y le permitió después ser contratado para proyectos más ambiciosos. Esa película fue, como se hace normalmente, exhibida en el circuito universitario y se llevó todos los premios de ese nivel. Pues daba la casualidad de que Iris era estudiante en el mismo grupo que Gabor y que había participado en la escritura del guión. Hasta ahí, nada que objetar. Es después cuando todo se estropea… Iris retomó el guión, cambió dos o tres detalles en la historia, hizo de ella una versión larga y la presentó a un estudio de Hollywood, el estudio donde trabajaba el hombre que me llamaba, como si fuera un proyecto suyo original. El estudio, encantado con la historia, firmó inmediatamente con ella un contrato de guionista durante siete años. Con muchos, muchos ceros. Era una primicia, un golpe de efecto, y se habló de ello en la prensa especializada.

—Lo recuerdo, no se hablaba más que de eso en casa. Mi madre estaba que no cabía en sí de gozo.

—¡Y con razón! Era la primera vez que una alumna recién salida de la universidad se veía delante de un contrato así. Todo hubiera ido sobre ruedas si una estudiante que había formado parte del grupo de trabajo de Iris no se hubiese enterado del asunto. Consiguió el guión de tu hermana, lo comparó con el guión colectivo original y convenció al estudio de que Iris era una ladrona, una defraudadora, resumiendo, según la ley americana, ¡una criminal! El caso me interesó, quise ocuparme de él, conocí a tu hermana y me enamoré locamente de ella… Hice todo lo posible para sacarla de ese lío. Tuvo que prometer a cambio no volver a trabajar en los Estados Unidos y, durante diez años, ni siquiera pudo poner los pies allí. Había cometido un auténtico crimen según la ley americana, que no bromea con los mentirosos. ¡Allí es el crimen supremo!

—Por eso Clinton estuvo hundido en el fango mediático…

—El asunto quedó silenciado, Gabor Minar y los otros estudiantes nunca supieron nada, y la estudiante que había descubierto el fraude fue generosamente indemnizada… a cuenta mía. Aceptó retirar la denuncia a cambio de un buen puñado de dólares. Yo tenía dinero, había defendido dos o tres casos importantes muy jugosos, así que pagué…

—Porque estabas enamorado de Iris…

—Sí. La palabra no es lo suficientemente fuerte —dijo sonriendo—. Estaba a sus pies. Embrujado. Ella aceptó el arreglo sin decir nada, pero pienso que se sintió profundamente herida de haber sido cogida en flagrante delito de estafa. Lo hice todo para que olvidara y para que su herida de amor propio cicatrizara. Trabajé como un loco para hacerla feliz, intenté convencerla de que se pusiera a escribir, ella hablaba a menudo de eso pero no lo conseguía… Así que intenté que se interesara por otra cosa, en otra forma de arte. Tu hermana es una artista, una artista frustrada, que es lo peor que hay. Nada podrá nunca satisfacerla. Sueña con tener otra vida, sueña con crear, pero, ya lo sabes, eso no se decide, se hace. Cuando le oí decir que estaba escribiendo, enseguida pensé que había gato encerrado. Cuando oí decir que estaba escribiendo una historia sobre el siglo XII, supe que tendríamos problemas…

—Se encontró con un editor durante una cena y presumió de estar escribiendo, él le prometió firmar un contrato si le llevaba un proyecto, y se encontró presa de su mentira. Yo, en aquella época, tenía problemas de dinero, Antoine se había ido dejándome una enorme deuda, estaba con el agua al cuello, también pienso que tenía ganas de escribir desde hacía mucho tiempo y que no me atrevía, así que dije que sí…

—Y te encontraste inmersa en algo que te sobrepasaba…

—Y ahora quiero dejarlo. Me ha suplicado que escriba otro, pero no quiero, no puedo…

Se miraron sin decir nada. Philippe jugaba con su bolígrafo de plata. Golpeaba la superficie de su mesa con la punta de la tapa, lo hacía rebotar y volvía a empezar. Eso producía un ruido sordo, regular, que daba ritmo a sus pensamientos.

—Hay otro problema, Philippe…

El levantó la cabeza y la observó con la mirada pesada y triste. El bolígrafo cesó su martilleo. La secretaria llamó a la puerta y puso los cafés sobre la mesa. Philippe tendió una taza a Joséphine y después, el azucarero. Ella tomó un azucarillo que se colocó en el paladar y bebió su café. Philippe la miró enternecido.

—Papá hacía eso también —dijo ella tras haber dejado su taza—. Quiero hablarte de otra cosa —retomó Jo—. Es muy importante para mí.

—Te escucho, Jo.

—No quiero que tú pagues los impuestos del libro. Parece ser que voy a ganar mucho dinero, es Iris quien me lo ha dicho. También me ha dicho que tú podías pagarlo, que ni siquiera te darías cuenta, y de eso ni hablar, me sentiría demasiado mal…

El sonrió y su mirada se dulcificó.

—Qué buena eres…

Se irguió y retomó su jueguecito con el bolígrafo.

—Sabes, Jo, en cierto sentido, tiene razón… ese dinero va a dividirse en cinco años, gracias a la Ley Lang para los escritores, y creo que no me daré cuenta. ¡Pago tantos impuestos que me da igual!

—Pero yo no quiero.

El reflexionó y dijo:

—Está bien haberlo pensado y debes saber que te respeto por ello. Pero, Jo, ¿cuál es la alternativa? ¿Que declares derechos de autor? ¿A tu nombre? ¿Que te firmen un cheque, que te hagan una transferencia a tu cuenta? Entonces todo el mundo sabrá que tú eres la autora del libro, y créeme, Jo, Iris no sobreviviría a una humillación pública. Podría incluso hacer una tontería muy gorda, gordísima.

—¿Lo crees de verdad?

El asintió.

—Tú no quieres eso, ¿verdad, Jo?

—No. No quiero eso, seguro…

Ella escuchaba el ruido del bolígrafo golpeando el barniz de la mesa, toe, toe, toe.

—Me gustaría ayudarla… Pero ya no puedo. Incluso siendo mi hermana…

Miró a Philippe a los ojos y repitió «es mi hermana».

—Le estoy agradecida: sin ella, no habría escrito nunca. Eso me ha cambiado, ya no soy la misma. Quiero volver a hacerlo. Sé que el siguiente no irá tan bien como
Una reina tan humilde
porque no haré todo lo que hizo Iris para lanzar el libro, pero me da igual… Escribiré para mí, por mi propio placer. Si funciona, mejor, y si no funciona, no pasa nada.

—Eres una trabajadora, Jo. ¿Quién dijo que el genio es un noventa por ciento de transpiración y un diez por ciento de inspiración?

El bolígrafo martilleó la mesa, cambiando de ritmo, descargando la cólera de Philippe.

—Iris no quiere trabajar, Iris no quiere transpirar… Iris no quiere ver la realidad de frente… Ya se trate del libro, de su hijo, o de su marido.

Relató su viaje a Nueva York, el encuentro con Gabor Minar y el silencio obstinado de Iris desde que volvieron.

—Esa es otra historia, no te concierne, pero pienso que no es el momento de decirle al mundo entero que eres tú quien lo ha escrito. No sé si estás al corriente, pero una treintena de países extranjeros han comprado los derechos del libro, se habla de una adaptación al cine por un director muy conocido, ignoro su nombre porque, mientras no se firme el contrato, el editor no quiere decir nada… ¿Te imaginas las proporciones del escándalo?

Jo asintió con la cabeza, confundida.

—Ni siquiera debe saber que lo sé —continuó Philippe—. Le ha cogido gusto al éxito, no soportaría la vergüenza de un rechazo público. Vive como una sonámbula en este momento, es importante no despertarla. El libro es su última ilusión. Siempre podrá pretender después que ella era mujer de un solo libro. No sería la única y, al menos, diciendo eso, se despediría con todos los honores. ¡Incluso la felicitarían por su lucidez!

El bolígrafo ya no golpeaba la superficie de la mesa. Philippe había llegado a una conclusión, Joséphine asintió.

—Entonces —añadió ella después de verle reflexionar—, déjame al menos hacerte un inmenso regalo. Llévame un día a una sala de subastas donde se encuentre un cuadro o un objeto que desees y te lo regalaré.

—Será un placer. ¿Te gustan las obras de arte?

—Soy más fuerte en literatura e historia. Pero aprenderé…

El sonrió, ella dio la vuelta a la mesa y se inclinó sobre él para besarle y darle las gracias.

El volvió la cabeza hacia ella, su boca encontró la suya. Intercambiaron un beso furtivo y se separaron enseguida. Joséphine le acarició el pelo con un gesto muy dulce, muy tierno. Él le atrapó la muñeca y posó sus labios sobre las venas murmurando «siempre estaré aquí, Jo, siempre estaré a tu lado, no lo olvides».

Ella murmuró «lo sé, lo sé muy bien…».

Dios mío, se dijo en la calle, la vida se va a complicar mucho si me pasan cosas así. ¡Y yo que creía haber llegado a un equilibrio! La vida se ha puesto a bailar de nuevo…

De pronto se sintió muy feliz y llamó a un taxi para regresar a casa.

* * *

La sesión de fotos terminaba. Iris estaba sentada sobre un cubo blanco en medio de un largo rollo de papel blanco que subía y tapizaba el muro de ladrillo del estudio. Llevaba una chaqueta sastre rosa pálido, muy escotada, con grandes solapas de satén, que envolvía su torso filiforme. Cerraban la chaqueta tres grandes botones en forma de rosa, con hombreras pero con la cintura rodeada de nido de abeja. Una boina de satén rosa ancha como una gran torta escondía su pelo corto y destacaba sus grandes ojos azules, sombreándolos con un malva delicado que hizo estremecerse de placer a la periodista.

—¡Está usted magnífica, Iris! Me pregunto si no podríamos hacer una portada.

Iris sonrió con aire modesto.

—¡No bromee!

—Hablo en serio. ¿No es cierto, Paolo? —preguntó al fotógrafo.

Él levantó el pulgar en señal de aprobación e Iris se sonrojó. Una maquilladora vino a retocarla, pues el calor de los focos la hacía transpirar y un ligero sudor perlaba su nariz y sus pómulos.

—Y esa idea de llevar esa chaqueta Armani sobre unos vaqueros rotos y botas de goma altas ¡es genial!

—Fue mi sobrina la que tuvo la idea. Preséntate, Hortense.

Hortense salió de la sombra y vino a hablar con la redactora de moda.

—¿Te interesa la moda?

—Mucho…

—¿Quieres venir a ver otras sesiones de fotos?

—¡Me encantaría!

—Pues bien, déjame tu móvil y te llamaré…

—¿Puede darme usted también el suyo por si acaso pierde el mío?

La mujer la miró, sorprendida por su arrojo, y dijo «¿por qué no? ¡Vas a llegar lejos!».

—Venga, hacemos un último rollo, y lo dejamos, estoy agotada. Tenemos todo lo que hace falta, de verdad que es sólo para asegurarnos.

El fotógrafo terminó el rollo pero, antes de que guardara su equipo, Iris le pidió si podía hacerle fotos con Hortense.

Hortense vino a ponerse a su lado y posó con ella.

—¿Y Gary también? —preguntó Hortense.

—Vamos, Gary, ven… —gritó la redactora—. ¡Pero qué guapo es este chico! ¿No querrías hacerte fotos?

—No, no me interesa, preferiría ser fotógrafo…

—Ponedles un poco de maquillaje en la nariz a los dos, pidió la redactora haciendo una señal a la maquilladora.

—Son para mí, no para hacer fotos de moda —indicó Iris.

—¡Pero son tan guapos! Nunca se sabe, si él cambia de opinión.

Iris se hizo una serie de fotos con Hortense y, después, otra junto a Gary. La redactora insistió en hacer algunas seductoras, los dos abrazados, para ver qué salía, y después declaró terminada la sesión y dio las gracias a todo el mundo.

—No se olvide de enviármelas —le recordó Iris antes de ir a cambiarse.

Se encontraron los tres en el gran camerino de Iris.

—¡Uf! Es agotador hacer de modelo —suspiró Hortense—. ¡Lo que hay que esperar! ¿Te das cuenta? Hace cinco horas que estás ahí. Cinco horas sonriendo, posando, inmaculada. ¡Nunca podría dedicarme a eso!

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