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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Los ojos amarillos de los cocodrilos (69 page)

—¿Es esa Natacha? —atacó ella con determinación—. ¿Es esa perdida la que te ha dado un hijo?

—¡Respuesta incorrecta! —contestó entusiasmado Marcel—. Es Josiane Lambert. Mi futura esposa. La madre de mi hijo. Mi amor, mi calma…

—Con sesenta y seis años, es ridículo.

—Nada es ridículo, mi querida Henriette, cuando es el amor el que habla…

—¡El amor! ¡Llamas amor al interés de una mujer por tu pasta!

—Te vuelves vulgar, Henriette. Lo natural aparece a la vista cuando salta el barniz. En cuanto a la pasta, como tú dices, no te preocupes, no te dejaré en pelotas sobre la acera, donde ciertamente no ganarías nada. Conservarás el piso, y te pasaré una pensión todos los meses, algo con lo que vivir confortablemente hasta el final de tus días…

—¡Una pensión! Puedes quedarte con tu pensión, tengo derecho a la mitad de tu fortuna, mi querido Marcel.

—TENÍAS derecho… Ya no. Has firmado papeles. No has desconfiado, llevaba tanto tiempo dejándome dominar por ti. Estás fuera de mis negocios, Henriette. Tu firma no vale un céntimo. Puedes caligrafiar con ella todos los rollos de papel higiénico que quieras, es todo lo que te queda como lote de consolación. Así que vas a ser buenecita, te vas a contentar con tu cómoda pensión, que te pasaré con gusto, porque si no, nada, no te quedarán más que tus ojos para llorar. Vas a tener que desatascarte el lagrimal, porque debe de estar bastante obstruido.

—¡No te permito que me hables así!

—Tú me has tratado así mucho tiempo. Guardabas las formas, es cierto, elegías las palabras, barnizabas tu desprecio, habías recibido una buena educación, pero tu fondo no era bueno. Apestaba a moho, a desprecio, a humedad de cloaca podrida. Hoy, querida, estoy que exploto de felicidad y tengo un humor fantástico. Aprovéchate porque mañana podría mostrarme menos generoso. Así que vas a cerrar la boca. Si no, será la guerra. Y la guerra es algo que sé hacer muy bien, querida Henriette…

Entonces, como en todas las mentes estrechas y mezquinas, Henriette tuvo un último sobresalto pequeño y mezquino. Gritó:

—¿Y Gilíes? ¿Y el coche? ¿Podré conservarlos?

—Me temo que no… Primero porque no eres santa de su devoción, después porque voy a tener una gran necesidad de él para transportar a mi reina y a mi principito. Me temo que tendrás que volver a aprender el uso de tus zapatos y a poner el culo en el transporte público o en taxis, si prefieres acabar con tus ahorros. He dejado todo eso muy claro con mis abogados. No tienes más que dirigirte a ellos. Te leerán el nuevo modo de empleo. Después vendrá el divorcio. Ni siquiera tendré que ir a buscar mis cosas, ya me he llevado todo a lo que tenía cariño, con el resto te puedes acostar encima o tirarlo a la basura. ¡Tengo un hijo, Henriette! Tengo un hijo y una mujer que me ama. He rehecho mi vida, me ha llevado tiempo librarme del yugo, ¡pero ya está! Camina, da otra vuelta a pie. Ya sé, por Gilíes, que giras en trompo desde hace un buen rato, así que camina hasta que te agotes, hasta que hayas vaciado tu saco de odio y vuelve a casa… ¡Medita sobre fu suerte! Aprende sabiduría y modestia. ¡Es un buen programa para una buena vejez! Considérate afortunada, te dejo un techo, una dirección y dinero para comer todos los días que Dios, en su inmensa bondad, tenga a bien concederte.

—Has bebido, Marcel. ¡Has bebido!

—No te equivocas. ¡Lo estoy celebrando desde esta mañana! Pero tengo la cabeza clara, y ya puedes contratar a todos los abogados del mundo, estás jodida, querida, ¡jodida!

Henriette colgó furiosa. Y divisó el coche conducido por Gilíes girar al final de la calle, abandonándola a su nueva soledad.

* * *

El día en el que el pequeño Marcel Grobz entró en su hogar, el día en que, en los brazos de su madre, todo cubierto de azul como el azul de sus ojos y el azul de los ojos de su padre, penetró en el suntuoso edificio que sería a partir de entonces su residencia, le esperaba una sorpresa. Un inmenso dosel de percal blanco había sido instalado en la entrada del inmueble y formaba una arcada impecable, majestuosa, bajo la que pasó mientras que, disimulados detrás de los pliegues a modo de olas blancas y tirando puñados de arroz, Ginette, René y todos los empleados de la casa Grobz se pusieron a cantar al unísono: «Si yo fuera carpintero y tú te llamaras María, ¿querrías ser mi mujer y alumbrar a nuestro hijo?».

Johnny, el gran Johnny Hallyday, no había podido desplazarse, pero Ginette, con su bella voz de corista, cantó todas las estrofas mientras que Josiane derramaba lágrimas sobre el bonete de encaje de su hijo y Marcel agradecía al cielo tanta felicidad e informaba a los curiosos que se preguntaban si aquello era una boda, un nacimiento o un entierro.

—¡Es todo a la vez! —decía alegremente Marcel—. Tengo una mujer, un hijo y entierro los años de infelicidad; ¡a partir de ahora voy a lanzar peladillas hasta el mismo cielo!

* * *

—¿En qué piensa usted, Joséphine?

—Pienso que va a hacer seis meses que duermo en sus brazos casi todas las tardes…

—¿El tiempo le parece largo?

—El tiempo me parece ligero como una pluma…

Se volvió contra Luca, quien, apoyado sobre un codo, la miraba y recorría su hombro desnudo con un dedo. Ella retiró su mechón de pelo y le besó.

—Voy a tener que irme —suspiró—, y querría no marcharme nunca…

El tiempo vuela como una pluma, pensó más tarde al volante de su coche. No he dicho eso por nada. Todo pasa tan rápido. Gary tenía razón: cuando terminaron las vacaciones, los niños volvieron de Mosquito bronceados como granos de café y la vida siguió su curso. No se volvió a hablar del artículo.

Un día, había ido a comer con Iris. Philippe y Alexandre estaban en Londres. Iban allí cada vez más a menudo. ¿Había decidido Philippe instalarse allí? Lo ignoraba. Ya no se hablaban, ya no se veían. Es mejor así, se decía para consolarse cada vez que pensaba en él. Habían comido las dos en el despacho de Iris, servidas por Carmen.

—¿Por qué hiciste eso, Iris, por qué?

—Pensaba que era un juego. Quería que se hablase de mí y… ¡Me lo cargué todo! Philippe me evita, tuve que explicarle a Alexandre que se trataba de una broma pesada, me miró con tanto asco en los ojos que evité su mirada.

—¿Fuiste tú la que envió las fotos?

—Sí.

¿Para qué hablar de eso?, pensó Iris, cansada. ¿Para qué reflexionar sobre ello? Otra vez me he comportado como una torpe y me han pillado. Nunca he sido capaz de comprender lo que pasa dentro de mí, no tengo la fuerza y, si la tuviera, ¿me interesaría realmente? No lo creo. No soy capaz de comprenderme, no soy capaz de comprender a los demás. Me abandono y los demás me abandonan a mí. No sé confiarme ni confiar. Nunca encuentro a nadie con quien hablar, no tengo auténticos amigos. Hasta ahora me ha ido bien así. Avanzaba sin pensar, la vida era fácil y dulce, un poco empalagosa a veces, pero tan fácil. Jugaba con ella a los dados y los dados me sonreían. De golpe, los dados dejaron de sonreír. Sintió un escalofrío y se tumbó en su gran sofá. La vida huye de mí y yo huyo de la vida. Mucha gente es como yo, no soy la única en tender la mano hacia algo que se escapa. Ni siquiera sé ponerle nombre a eso. No sé…

Miró a su hermana. El rostro grave de su hermana. Ella sí que sabe. No sé cómo lo hace. Mi hermana pequeña, que se ha hecho tan grande…

Acabar con todos esos pensamientos. El verano va a llegar, iremos a nuestra casa en Deauville. Alexandre crecerá. Philippe se ocupa de él ahora. No tengo de qué preocuparme. Sonrió en su interior. Nunca me he preocupado, sólo me preocupo de mí. Eres ridícula, querida, cuando intentas pensar, tus pensamientos no se sostienen, no van muy lejos, vacilan, se derrumban… Acabaré como mi señora madre. Sólo intentaré escupir algo menos de veneno. Guardar un poco de dignidad en esa infelicidad que he tejido punto por punto. Creí, al principio de mi vida, que sería ligera y dulce; todo me llevaba a creerlo. Me dejé llevar por los lazos de la vida y han terminado por tejer un nudo mortal alrededor de mí.

—¿No te planteaste que ibas a hacer daño a tu alrededor?

Las palabras empleadas por Joséphine sonaron desagradables a sus oídos. ¿Por qué emplear palabras tan terribles? ¿El aburrimiento no bastaba para explicarlo todo? ¡Había que ponerle palabras, además! ¿Acabar de una vez por todas? Lo había pensado mirando la ventana de su despacho. Acabar con lo de levantarse por las mañanas, acabar con lo de decirse: ¿qué voy a hacer hoy? Acabar con lo de vestirse, peinarse, simular que habla a su hijo, a Carmen, a Babette, a Philippe… Acabar con la rutina, la sombría cantinela de la rutina. Sólo le quedaba un adorno: ese libro que no había escrito, pero cuya gloria y éxito brillaban aún. ¿Por cuánto tiempo? No lo sabía. Después… Después, ya vería. Después, será otro día, otra noche. Los afrontaría uno por uno y los endulzaría tanto como pudiese. No tenía fuerzas para pensar en ello. Se decía también que, quizás, un día, la antigua Iris, la mujer triunfante y segura, volvería y la tomaría de la mano, diciéndole al oído: «Todo eso no importa, ponte guapa y vente… Disimula, aprende a disimular». El problema, suspiró, es que todavía pienso… Estoy débil pero todavía pienso, debería dejar de pensar del todo. Como Bérengère. Todavía quiero, todavía deseo, me lanzo aún llena de esperanza, de deseo, hacia otra vida que no tengo la fuerza de construir ni siquiera de imaginar. Tener la sabiduría de replegarme y contar mis pobres fuerzas, de decirme: bueno, tengo tres céntimos de fuerza y no más, a ver qué hacemos… Pero seguramente es demasiado pronto, no estoy dispuesta a renunciar. Sintió una sacudida. Detestaba esa palabra, renunciar. ¡Qué horror!

Su mirada se fijó en su hermana. Tenía menos talento que yo al nacer, y le va muy bien. La vida no es generosa. Es como si reclamara la cuenta, hiciese el cálculo de lo que había dado, de lo que había recibido y presentase factura.

—Ni siquiera Hortense quiere verme más —soltó en un último sobresalto que todavía mostraba su interés por la vida—. Sin embargo, nos llevábamos bien… ¡También le debo de dar asco!

—Está preparando la selectividad, Iris. Trabaja como una loca. Quiere sacar matrícula, ha encontrado una escuela de moda en Londres para el año próximo…

—¡Ah! Así que quiere trabajar de verdad… Creía que decía eso por decir.

—Ha cambiado mucho, sabes. Ya no me manda al cuerno como antes. Se ha dulcificado…

—¿Y tú, qué tal? Ya no te veo mucho a ti tampoco.

—Estoy trabajando. Trabajamos todos en casa. Se respira una atmósfera de mucho estudio en mi casa.

Se le escapó una risita traviesa que terminó en una sonrisa confiada, tierna. Iris adivinó una ligereza de mujer alegre, feliz, y deseó más que nada estar en su lugar. Sintió ganas por un instante de preguntarle «cómo lo haces, Joséphine», pero no tenía ganas de conocer la respuesta.

No se dijeron nada más.

Joséphine se había ido con la promesa de volver a verla. Es como una flor cortada, se dijo al marcharse. Habría que volverla a plantar… Que Iris echara raíces. No pensamos en las raíces cuando somos jóvenes. Es hacia la cuarentena cuando ellas se acuerdan de nosotros. Cuando no se puede contar ya con el impulso y la fogosidad de la juventud, cuando la energía empieza a faltar y la belleza se borra imperceptiblemente, cuando echamos cuentas de lo que hemos hecho y de lo que hemos dejado pasar, entonces nos volvemos hacia las raíces y tomamos de ellas, inconscientemente, nuevas fuerzas. No lo sabemos, pero nos sostenemos en pie gracias a ellas. Siempre he contado conmigo, con mi trabajo de hormiguita laboriosa; en los peores momentos, tenía mi tesis, mi informe de habilitación que realizar, mi investigación, mis conferencias, mi querido siglo XII, que estaba allí y que me decía: «Mantente firme»… Leonor me inspiraba y me tendía la mano.

Aparcó delante de su edificio y descargó las compras que había hecho antes de pasar por casa de Luca. Tenía mucho tiempo para preparar la cena, Gary, Hortense y Zoé no volverían hasta una hora más tarde. Cogió el ascensor, los brazos cargados de paquetes, se reprochó el no haber previsto sacar las llaves, voy a tener que dejar todas las bolsas por el suelo. Avanzó a oscuras buscando el interruptor de la luz.

Una mujer estaba allí, esperándola. Hizo un esfuerzo por saber a quién le recordaba, y entonces apareció un triángulo, rojo: ¡Mylène! La manicura del salón de belleza, la mujer que se había marchado con su marido, la mujer del codo rojo. Le pareció que había pasado un siglo desde que había coloreado con rabia el triángulo rojo que sobresalía de la ventanilla del coche.

—¿Mylène? —preguntó con voz insegura.

La mujer asintió, la siguió, le ayudó a recoger los paquetes que se deshacían mientras Joséphine buscaba sus llaves. Se instalaron en la cocina.

—Tengo que preparar la cena para los niños. Van a volver pronto…

Mylène hizo el gesto de marcharse, pero Joséphine la retuvo.

—Tenemos tiempo, sabe, no volverán hasta dentro de una hora. ¿Quiere beber algo?

Mylène negó y Joséphine le hizo una señal de que no se moviera mientras guardaba las compras.

—¿Es Antoine, verdad? ¿Le ha pasado algo?

Mylène asintió, sus hombros se pusieron a temblar.

Joséphine le cogió las manos y Mylène estalló en lágrimas contra su hombro. Joséphine la arrulló un largo instante. «Ha muerto, ¿verdad?». Mylène dejó escapar un sí sacudido por las lágrimas y Joséphine la estrechó contra ella. Antoine, muerto, no podía ser… lloró también, y las dos siguieron sollozando la una en brazos de la otra.

—¿Qué pasó? —preguntó Joséphine reponiéndose y secándose los ojos.

Mylène se lo contó. La granja, los cocodrilos, míster Wei, Pong, Ming, Bambi. El trabajo cada vez más difícil, los cocodrilos que no querían reproducirse, que devoraban a aquel que se les acercara, los obreros que ya no querían trabajar, las reservas de pollos que desvalijaban.

—Durante ese tiempo, Antoine se alejaba con sus pensamientos. Estaba allí sin estar. Por la noche, se iba a hablar con los cocodrilos. Decía eso todas las noches: voy a ir a hablar con los cocodrilos, tienen que escucharme, ¡cómo si los cocodrilos pudiesen escuchar! Una noche, había salido a pasear como tantas otras, y se metió en el agua de un estanque. Pong le había mostrado cómo hacerlo, cómo situarse a su lado sin que le atacasen. ¡Se lo comieron vivo!

Estalló en sollozos y sacó un pañuelo de su bolso.

—No encontramos casi nada de él. Sólo el reloj de submarinismo, que le había regalado en Navidad, y sus zapatos…

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