Los ojos amarillos de los cocodrilos (70 page)

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Authors: Katherine Pancol

Tags: #drama

Joséphine se incorporó y su primer pensamiento fue para sus hijas.

—Las niñas no deben saberlo —dijo a Mylène—. Hortense se examina de selectividad dentro de una semana, y Zoé es tan sensible… Se lo diré poco a poco. Primero diré que ha desaparecido, que no se sabe dónde está y, después, un día, les diré la verdad. De todas formas —prosiguió como si hablara consigo misma—, ya no las llamaba. Estaba desapareciendo de sus vidas. No van a pedir noticias suyas inmediatamente… se lo diré después… después… no sé cuándo… primero diré que se ha marchado para hacer un reconocí-miento por otras tierras para fundar otros parques… y después… en fin, ya veré.

De pronto… todo volvió.

El día en que se conocieron. La primera vez que le había visto, él estaba perdido en una calle de París, tenía un plano de la ciudad en la mano y buscaba su camino. Ella le había tomado por un extranjero. Se había acercado y le había preguntado articulando «¿puedo ayudarle?». El la había mirado con alivio y le había explicado: «Tengo una cita importante, una cita de negocios, y tengo miedo de llegar tarde». «No está lejos, le acompañaré», había dicho ella. Hacía buen tiempo, era el primer día de verano en París, ella llevaba un vestido ligero, acababa de conseguir su plaza de profesora de letras. Jo paseaba alegremente. Le había guiado y le había dejado ante una gran puerta de madera barnizada en la avenida de Friedland. El sudaba, se había secado el rostro y había preguntado inquieto: «¿Estoy presentable?». Se había echado a reír y había dicho: «Está usted impecable». Él le había dado las gracias con expresión de perro apaleado. Recordaba muy bien aquella mirada. Ella se había dicho: «Está bien, le he hecho un favor, he servido para algo hoy, tiene un aspecto tan desgraciado ese pobre chico». Sí, esos eran exactamente los términos en los que había pensado de él. Le había invitado a tomar una copa después de su cita, «si me va bien, festejaremos mi nuevo trabajo, si no, me consolará». A ella le había parecido un poco torpe como invitación, pero había aceptado. Recuerdo muy bien haber aceptado porque él no me daba miedo, porque hacía bueno, porque no tenía nada que hacer y tenía ganas de protegerle. No me parecía que estuviese en su sitio en aquella ciudad demasiado grande para él, en ese traje demasiado amplio, con ese plano que no sabía leer y las gotas de sudor que le caían por la cara. Mientras esperaba para volver a verle, había ido a pasearse por los Campos Elíseos y había comprado un helado de vainilla y chocolate, y carmín. Había vuelto a buscarle ante la puerta de madera barnizada. Había encontrado allí a un hombre brillante, seguro de sí, casi autoritario. Se preguntó si lo había idealizado durante su paseo o si lo había valorado mal la primera vez. Lo veía desde un ángulo nuevo: viril, reconfortante, espiritual. «Todo ha ido sobre ruedas —le había dicho—, ¡me han contratado!». La había invitado a cenar. Él había hablado durante toda la cena de su próximo trabajo, haría esto, haría aquello, ella le escuchaba con ganas de dejarse llevar. Más tarde se había preguntado desde cuántos ángulos podía percibirse una misma persona y qué ángulo era el bueno. Y si los sentimientos que se albergaban hacia esa persona variaban según el ángulo… Si él le hubiese invitado a cenar mientras estaba perdido, ansioso, sudoroso, ¿habría ella aceptado? No lo creo, había reconocido honesta. Le habría deseado buena suerte y me habría ido sin mirar atrás… Entonces, ¿en qué se basa el nacimiento de un sentimiento? ¿En una impresión fugaz, fluctuante, cambiante? ¿En un ángulo que se desplaza, dando lugar a una ilusión que proyectamos sobre los demás? El día en que le había pedido casarse con él había sido un día autoritario y viril. Ella había dicho sí. Eso le había atormentado mucho tiempo al principio de su matrimonio, tanto más porque el ángulo en el que aparecía Antoine cambiaba a menudo…

Hoy, ya no hay ángulo. Está muerto. Me queda la imagen de hombre confuso, pero de hombre amable y dulce. Habría necesitado otra mujer, quizás.

—¿Qué va a hacer usted ahora? —preguntó Joséphine a Mylène.

—Dudo. Quizás me vaya a China. No sé si las niñas se lo han dicho, pero he montado un negocio allí…

—Me lo han contado…

—Creo que voy a ir, podría ganar bastante dinero…

Su mirada había recuperado brillo. Se veía que pensaba en sus proyectos, sus pedidos, sus futuros beneficios.

—Debería intentarlo, en todo caso; cambiaría de aires…

—De todas formas, no tengo elección. Ya no tengo nada, le di todos mis ahorros a Antoine… ¡Oh! ¡Pero no le pido nada! No querría que pensara usted que he venido por eso…

Joséphine había hecho un imperceptible movimiento de repliegue cuando Mylène había hablado de dinero. Se había dicho durante una centésima de segundo: ha venido a pedirme que le devuelva las deudas de Antoine. Ante la mirada dulce y triste de Mylène, se arrepintió de haber pensado eso y buscó compensarlo.

—Mi padrastro tiene negocios con los chinos. Podría usted ir a verle, él le daría consejos…

—Ya utilicé su nombre una vez para conseguir un abogado —se sonrojó Mylène.

Calló un instante y jugó con el asa de su bolso.

—Es cierto que me vendría bien poder concertar una cita con él.

Joséphine le escribió la dirección y el teléfono de Chef sobre un trozo de papel y se lo entregó.

—Puede usted decirle que soy yo quien la envía. Marcel y yo nos queremos mucho…

Se le hacía raro llamarle Marcel. Cambiaba de ángulo, él también, al cambiar de nombre.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un tropel en la escalera, el ruido de una puerta que se abría de par en par, y Zoé apareció, roja, sin aliento, parándose de pronto ante Mylène. Su mirada pasó de su madre a Mylène preguntándose: pero ¿qué hace esta aquí?

—¿Y papá? —preguntó inmediatamente a Mylène sin decir hola ni besarla—. ¿No está contigo?

Se había colocado al lado de su madre y la agarraba por la cintura.

—Mylène estaba precisamente contándome que tu padre ha partido a buscar nuevos emplazamientos en el interior del país. Quiere ampliar sus parques. Por eso no habéis tenido noticias desde hace algún tiempo…

—¿No se ha llevado el ordenador? —preguntó Zoé, que sospechaba.

—¡Un ordenador en la sabana! —exclamó Mylène—. ¿Dónde has visto eso, Zoé? ¿Me das un beso?

Zoé dudó, miró a su madre y, después, se acercó a Mylène y besó prudentemente su mejilla. Mylène la cogió en sus brazos y la estrechó contra ella. La intimidad manifiesta entre Zoé y Mylène chocó primero a Joséphine, pero se repuso inmediatamente. Hortense se mostró tan sorprendida y distante como su hermana. Se han puesto de mi parte, se dijo Joséphine, que no estaba descontenta, es un pensamiento bastante bajo pero me reconforta. Deben de preguntarse qué hace aquí. Repitió lo que había dicho a Zoé. Mylène aprobaba con el mentón mientras hablaba.

Hortense escuchó.

—¿Tampoco tiene teléfono? —preguntó.

—Debe de haberse quedado sin batería…

Hortense no parecía muy convencida.

—¿Y tú, qué has venido a hacer a París?

—A buscar productos y a ver a mi abogado.

—Quería saber si podía llamar a Chef por lo de su negocio en China. Tu padre le dijo que se dirigiese a mí —intervino Joséphine.

—Chef-repitió Hortense con aire de sospecha—. ¿Qué tiene que ver él?

—Trabaja mucho con los chinos… —repitió Joséphine.

—Mmmm… bueno… —dijo Hortense.

Se retiró a su habitación, abrió sus libros y cuadernos, empezó a estudiar, pero la extrañeza de la situación, su madre en la cocina con Mylène, sus rostros arrugados y sus ojos enrojecidos no presagiaban nada bueno. Le ha pasado algo a papá y mamá no me lo dice. Le ha pasado algo a papá, estoy segura. Sacó la cabeza al pasillo y llamó a su madre.

Joséphine entró en su habitación.

—Le ha pasado algo a papá y no me lo dices…

—Escucha, cariño…

—Mamá, ya no soy un bebé. No soy Zoé, prefiero saberlo.

Había pronunciado esas palabras con un tono tan frío, tan determinado que Joséphine quiso cogerla en sus brazos para prepararla. Hortense se soltó con un gesto seco y violento.

—¡Déjate de melindres! Ha muerto, ¿verdad?

—Hortense, ¿cómo puedes decir eso?

—Porque es verdad, ¿eh? Dime que es verdad.

Mostraba una expresión cerrada, hostil hacia su madre, provocando su cólera. Tenía los brazos pegados al cuerpo y toda su actitud la rechazaba.

—Está muerto y tienes miedo de decírmelo. Está muerto y estás cagada de miedo. Pero ¿de qué sirve mentirnos? ¡Tendremos que enterarnos algún día! Y yo prefiero saberlo ahora… ¡Odio las mentiras, los secretos, la gente que disimula!

—Ha muerto, Hortense. Devorado por un cocodrilo.

—Ha muerto —repitió Hortense—. Ha muerto.

Repitió esas palabras varias veces, sus ojos permanecieron secos. Joséphine intentó acercarse de nuevo, pasar su brazo alrededor de sus hombros, pero Hortense la rechazó violentamente y Joséphine cayó sobre la cama.

—¡No me toques! —gritó—. ¡No me toques!

—Pero ¿qué te he hecho yo, Hortense? ¿Qué te he hecho para que seas tan dura conmigo?

—No te soporto, mamá. ¡Me vuelves loca! Me pareces, me pareces…

Le faltaban palabras y suspiró, exasperada, como si todo el horror que le inspiraba su madre fuese demasiado grande para expresarse con palabras. Joséphine se encogió de hombros y esperó. Comprendía el dolor de su hija, comprendía su violencia, no comprendía por qué ese dolor y esa violencia se volvían contra ella. Hortense se dejó caer sobre la cama, a su lado, manteniendo una distancia con el fin de que Joséphine no la tocara.

—Cuando papá se quedó en el paro… Cuando iba de un lado a otro por la casa… tú ponías tu cara de monjita, tu cara dulce, para hacernos creer que todo iba muy bien, que papá estaba «buscando empleo», que no importaba, que la vida iba a volver a ser como antes. Nunca volvió a ser como antes… Tú intentaste hacérnoslo creer, intentaste hacérselo creer.

—¿Qué querías que hiciese? ¿Que le echase a la calle?

—Había que sacudirle, ponerle la realidad delante de las narices, ¡no alimentar sus ilusiones! Pero tú estabas allí, siempre con tu lalalá… ¡diciendo tonterías sin parar! Siempre intentando que todo se arreglase a base de mentiras.

—¿Es a mí a quien odias, Hortense?

—Sí. Te odio por tus aires bondadosos, dulces, ¡no te enteras de nada! Tu estúpida generosidad, tu gentileza idiota. Te odio, mamá, ¡no tienes ni idea de cómo te odio! La vida es tan dura, tan dura, y tú estás aquí pretendiendo lo contrario, intentando que todo el mundo se quiera, que todo el mundo comparta, que todo el mundo se escuche. ¡Y todo eso no son más que gilipolleces! ¡La gente se devora, no se quiere! ¡O te quieren cuando les das algo que comer! Tú no has entendido nada. Te quedas ahí como una idiota, llorando sobre el balcón, hablando con las estrellas. ¿Crees que no te he oído hablar con las estrellas? Tenía ganas de tirarte por el balcón. Debían de reírse bastante las estrellas escuchándote desvariar, de rodillas, las manos cruzadas. Con tu chándal asqueroso, tu delantal, tu pelo liso y caído. Y tú, lloriqueabas, pedías ayuda, creías que un ángel de la guarda iba a bajar del cielo a resolver tus problemas. Sentía piedad de ti y al mismo tiempo te detestaba. Entonces me iba a acostar y me inventaba una madre orgullosa, recta, sin piedad, una madre valiente, guapa, guapa, me decía: esa que está arrodillada en el balcón no es mi madre, esa madre que se sonroja, que lloriquea, que tiembla por tonterías…

Joséphine sonrió y la miró con ternura.

—Venga, vacíate toda, Hortense…

—Te detesté cuando papá se quedó en el paro. ¡Te de-tes-té! Siempre amortiguando, apagando fuegos; anda, ¡empezaste a engordar para amortiguar mejor! Te hacías cada vez más fea, más blanda, más… nada de nada, y él intentaba salir adelante, intentaba continuar, se ponía sus trajes, se lavaba, se vestía, lo intentaba, pero tú, tú le contaminabas con tu dulzura repugnante, tu dulzura pastosa, pegajosa…

—Sabes, no es fácil vivir con un hombre que no trabaja, que está todo el día en casa…

—¡No tenías que haberle tratado como a un niño! ¡Tenías que haberle hecho sentir que todavía valía! Tú le reblandecías con tu dulzura. No me extraña que fuese a buscar a Mylène. Con ella, de golpe, volvía a sentirse un hombre. Te detesté, mamá, ¡si supieras cuánto te detesté!

—Lo sé… Sólo me preguntaba por qué.

—Y tus grandes sermones sobre el dinero, sobre los valores de la vida, ¡tenía ganas de vomitar! Hoy no existe más que un valor, mamá, abre bien los ojos y trágate eso de una vez, no hay más que el dinero, si lo tienes eres alguien, si no lo tienes entonces… ¡Buena suerte! Y tú no has entendido nada, ¡nada de nada! Cuando papá se fue, ni siquiera sabías conducir el coche, te pasabas las noches haciendo cuentas, contando los céntimos, no tenías nada… Fue Philippe el que te ayudó con las traducciones, Philippe, que tiene dinero, relaciones. Si no hubiese estado ahí, ¿dónde habríamos acabado, eh? ¿Puedes decírmelo?

—Hay más cosas que el dinero en la vida, Hortense, pero eres demasiado joven.

—¡Dime ahora que soy joven! Porque yo he comprendido muchas cosas que tú, no. Y también te odiaba por eso, me decía: pero ¿adónde vamos con ella? No me sentía segura contigo y me decía: es demasiado pronto, pero un día yo tendré mi vida y me largaré de este sitio. Sólo pensaba en eso. Y todavía lo pienso, de hecho, comprendí perfectamente que sólo podía contar conmigo misma… Papá, si yo hubiese sido su mujer…

—¡Ya hemos llegado!

—¡Exactamente! Yo le hubiese puesto los puntos sobre las íes, le hubiera dicho: deja de soñar y toma lo que te ofrecen. Cualquier cosa, pero empieza por algo. ¡Le quise tanto a papá! Me parecía tan guapo, tan elegante, tan orgulloso… y tan débil a la vez. Lo veía pasearse por esta casa con sus ridículas ocupaciones, las plantas en el balcón, su partida de ajedrez, su flirteo con Mylène. Y tú no veías nada. ¡NADA! Me parecías tonta, tan tonta… Y, al mismo tiempo, no podía hacer gran cosa. ¡Me volvía loca de verle así! Cuando encontró ese trabajo en el Croco Park, me dije que iba a salir adelante. Que había encontrado un sitio donde poder realizar sus sueños de grandeza. Los cocodrilos acabaron con él. Le quería tanto… Fue él el que me enseñó a mantenerme recta, a ser guapa, diferente, fue él el que me llevaba a las tiendas y me vestía tan bien, después íbamos a un bar de un hotel de lujo en París y bebíamos una copa de champán escuchando una orquesta de jazz. Con él yo era única, era magnífica… Me dio ese pequeño algo de más, esa fuerza que él no tenía. Me la dio a mí, pero no supo dársela a sí mismo. Papá no tenía fuerzas. Era débil, frágil, un niño pequeño, pero para mí ¡era mágico!

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