Los pájaros de Bangkok (42 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

—Nos tenía pleocupados. Usted malchal de Chiang Mai sin avisal.

—Una chica, Jacinto, una chica.

—¿Encontló a la mujel peldida?

—No.

—Lo siento.

Jacinto reagrupó a sus ovejas. No eran muchos los que salían del Dusit Thani. Los del Ambassadors o el Narai les esperaban ya en el autocar, y Carvalho se despidió de la isla de lucerío del Dusit, mientras el autocar trataba de enfilar la vía de salida hacia el aeropuerto, por la RamaIv primero y luego ya directamente por la Phayathai Road. Era casi milagroso que Charoen no se hubiera interpuesto en su camino, pero tampoco quería convocar al diablo preguntando a Jacinto si había puesto su desaparición en conocimiento de la policía. Jacinto daba las últimas instrucciones a los españoles, que habían cambiado de color. Los catalanes de Chiang Mai le saludaron desde sus butacas y Carvalho trató de evitarles en adelante para no dar explicaciones, aunque por las sonrisas maliciosas que le dirigieron las mujeres, supuso que ellos ya las habían buscado por su cuenta. Llegaron al aeropuerto y se repitieron las escenas de urgencia por llegar cuanto antes al mostrador, en el temor incontrolable de que no hubiera suficientes plazas para todos. Jacinto cogió por un brazo a Carvalho, le apartó de la riada y le señaló hacia un rincón del "hall" donde le esperaba Charoen.

—Mientlas tanto yo le sacalé la calta de embalque.

—Fumador. Ventanilla. A una distancia suficiente para poder ver la película. Facture la maleta hasta Barcelona.

No esperó el comentario de Jacinto. Avanzó decidido hacia Charoen, que se inclinó respetuosamente cuando llegó a su altura. Charoen empezó a pasear, en el convencimiento de ser secundado por Carvalho.

—¿Lo ha pasado bien?

—No puedo quejarme. De pronto me cansé de todo y me fui al sur, a tomar el sol y a bañarme.

—Hizo usted bien dejando la maleta en el hotel. Es preferible viajar sin equipaje. ¿Y por aquí todo igual?

—Bangkok nunca es igual a sí misma. Hay novedades. El padre de Archit murió al día siguiente de nuestra visita. Fue una muerte natural. En cambio, días después apareció en el río el cadáver de un encargado del embarcadero del Oriental, del que salen las barcas que recorren los canales del viejo Bangkok. Se llamaba Khao Chong. Le habían torturado, luego asesinado y finalmente al río. Khao Chong.

Repitió Charoen como si quisiera que el nombre quedara grabado en la cabeza de Carvalho.

—¿Ha encontrado a los fugitivos?

—No.

Respondió Carvalho aguantando la mirada de Charoen, que se había detenido de repente. El policía sonrió como dándose la razón.

—¿Lo ve? Asia es muy complicada. Pero un día u otro aparecerán. Si se ponen en contacto con usted, dígales que a Charoen pueden escapar, pero a "Jungle Kid" no. Ahora váyase. Van a anunciar el control de pasaportes.

En un cartel de propaganda de la Swissair, unos pájaros se daban el pico sobre un fondo de nubes y un horizonte de paisajes propicios y Carvalho retuvo el saludo de despedida de Charoen para preguntarle:

—Puede parecerle una pregunta estúpida, pero no quiero irme de Bangkok sin respuesta. Se trata del nombre de unos pájaros. De esos miles de pájaros que se ponen sobre los cables, en las grandes avenidas de la capital al anochecer.

Charoen cerró los ojos o buscando una respuesta en su memoria o calculando la posible doble intención o burla subyacentes en la pregunta del extranjero. "Swallow", contestó. Golondrinas, se tradujo mentalmente Carvalho al castellano, al tiempo que una sonrisa de burla hacia sí mismo le asomaba a los labios.

—Golondrinas. Sólo golondrinas.

—Golondrinas chinas. Vienen desde las tierras frías de China cuando llega el invierno y se instalan en el trópico.

—Golondrinas.

Se repitió Carvalho, como si le costara convencerse y le fuera imposible borrar de los ojos de Charoen la reticencia con la que aceptó el definitivo saludo de despedida.

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—Yo también he votado socialistas, porque, ¿a quién iba a votar? Los del PSUC a la greña, el PCE impresentable. Al menos los socialistas podían ganar y han ganado. Pero no me fío de ellos. Ya se vio cuando lo de la LAU. Primero Peces Barba estaba dispuesto a respaldar la solución al problema de los penenes, pero en cuanto él consiguió cátedra, le entró espíritu de cuerpo y cambió de opinión. Los penenes lo vamos a seguir teniendo jodido.

Marta Miguel apartó la bandeja con la comida casi intocada y se desentendió de la conversación dominante en el comedor universitario. Se levantó para acercarse a los ventanales que daban al campus. Prados mustios, arboledas deshojadas, la naturaleza en su esqueleto a la espera del lejano milagro de la primavera.

—Marta.

Se volvió. Ante ella estaba una alumna que le tendía una carpeta.

—Éste es el proyecto de tesina de la que te hablé.

—¿De qué me hablaste?

—De las ideas pedagógicas en Joaquín Costa.

—Ah sí, dámelo. Me lo miraré y te diré algo.

Volvió a la mesa para tomar el café y dejó la carpeta a un lado.

—¿Qué es esto?

Le preguntó Nacho Riells, del Departamento de Historia.

—Un proyecto de tesina de una alumna.


"Las ideas pedagógicas de Joaquín Costa"
. Me suena. Dile a tu alumna que se lea los artículos de Tamames en "Tiempo" y se enterará de las ideas pedagógicas de Joaquín Costa. Tamames se ha ido del marxismo al regeneracionismo sin pasar por Gandhi, lo que tiene su mérito.

Marta respondió con una sonrisa al chiste cultural y pretextó trabajo en su despacho para abandonar la mesa. Su taconeo resonó en los solitarios pasillos de la sobremesa y se metió en el despacho que compartía con dos compañeros de Departamento. Se sentó en su sillón, apoyó los codos sobre la mesa, dejó caer la cabeza en las manos horquillas y se entregó a la angustia de un montón de pensamientos e imágenes rotas y sobre todos ellos la imagen de sí misma, de niña, rodeada de familiares en una sobremesa de fiesta importante, presumiendo de hucha, levantando la hucha para demostrar lo que le costaba alzarla y, de pronto, el empujón de una tía, de la borrica tía Tadea y la hucha que se cae al suelo, se rompe, se desparraman las monedas de diez céntimos con la cara del caudillo o la efigie ecuestre de aquel lancero de níquel y su padre le pega una bofetada.

—Esta niña es una alocada.

Soy una alocada. Eres una alocada, Marta, eres una alocada. No tenía tiempo para la autocontemplación. Tenía que bajar cuanto antes a Barcelona y llegar a tiempo de comprar unas bragas de plástico nuevas y gasas para los orines de su madre. La goma de las viejas bragas había cedido y cada mañana Marta se enfrentaba al espectáculo de una cama untada de mierda verde seca que había rebasado los límites de la contención de la braga. De nuevo, la explicación ante el farmacéutico, han de ser grandes, grandes. No, no son para un niño gordo, son para una persona mayor, pero muy delgada, y las gasas, aquellas cajas llenas de compresas de gasa que ayudaban a prolongar la vida de aquella mujer vegetal sin que se escociera, sin que se llagara, uno y otro día cambiando las gasas, con el ay de que se cansaran las mujeres que la cuidaban por las tardes, con lo difícil que es encontrar gente para estas faenas y a un precio al alcance de penene, adjunto, dedicación exclusiva, contrato por cinco años hasta que llegara la LAU que, de momento, no le había gustado a Peces Barba. Limpiar a su madre, darle la cena, corregir exámenes, repasar aquel proyecto de tesina, mirar el capítulo de Dinasty, del bodrio de Dinasty, retomar sin ganas el último número de
"Cuadernos de Pedagogía"
, para releer su artículo sobre la influencia de las ideas de la Montessori sobre la pedagogía de la IiRepública. Suspiró para animarse a tomar una decisión y se puso en pie para invitarse a sí misma a marcharse. Ya en los pasillos, la marcha era inevitable, inevitable el coche, el recorrido por la ciudad universitaria, la salida del campus en dirección a la autopista de Sabadell. Por un momento se imaginó a sí misma frenando el coche en la puerta de la Jefatura Superior de policía de Vía Layetana, dejando el coche allí, sin cerrar, sin aparcar.

—¡Señorita, eh, adónde va señorita!

Gritaban los guardias, pero ella seguía escaleras arriba y no paraba hasta entrar en el despacho del comisario Contreras y quedarse allí, de pie.

—¿Por fin se ha decidido a confesar? Me preguntaba yo a mí mismo, qué día va a decidirse. Las personas decentes no podemos llevar estas cosas dentro por mucho tiempo.

—Le juro que fue en legítima defensa.

—¿En legítima defensa? ¿Celia Mataix la atacó?

—Me estaba hundiendo. Estaba convirtiéndome en nada, en menos que nada, en un animal sucio al que echaba de su casa.

Demasiado para el comisario Contreras. Era mejor buscar aparcamiento cerca de la farmacia donde había tenido suerte la última vez, repostar bragas de plástico, gasas, rutinas, y luego entrar en una tienda de discos para comprar una casete de romanzas de zarzuela cantadas por Marcos Redondo. A su madre aún le gustaba Marcos Redondo. Abría y cerraba aquellos ojos inagotables cuando ella le ponía una casete de Marcos Redondo en aquella radio casete que le había comprado en Andorra.

—Soy yo, mamá.

Fue directamente a por la reproductora e introdujo la pastilla de música.

El dueño de la venta que salga

tráiganos vino

del más rojo que tenga

del menos fino.

¡Soy arriero!

¡Y por eso el vino tinto de Toro

es el que quiero!

—¿Sabes quién canta, mamá?

La vieja dijo que sí con los ojos, forzó los labios y dibujó el nombre de Marcos Redondo.

—Sí. Marcos Redondo. "La rosa del azafrán".

La vieja negó con la cabeza.

—¿No es
"La rosa del azafrán"
, madre?

La vieja volvió a negar con la cabeza y marcó con los labios el título de la zarzuela.


"El cantar del arriero"
, claro que sí. Lo que se le escape a usted.

Marta retiró la manta que cubría las piernecillas, desabrochó el jersey, olisqueó.

—¿Va sucia, madre?

No, dijo otra vez la cabeza y los ojos reflejaban el contento hacia sí misma.

—Así me gusta. Avise siempre que pueda, madre. Aguántese y avise siempre que pueda.

Volvió a poner la manta en su sitio. Sacó de la nevera las verduras y el pescado cocido, lo introdujo todo en el turmix, lo trituró y, cuando se conformó una papilla, vertió el contenido en un cazo de aluminio. Venció la llave del gas y escuchó el ruido del fluido al salir, mientras encendía una cerilla. Pero no la aplicó inmediatamente para provocar la llama. Dejó que se le apagara entre los dedos y luego cortó bruscamente el paso del gas. Se quedó de pie ante los fogones sin saber qué hacer a continuación. Por fin volvió a abrir el paso, encendió una cerilla, aplicó la llama, la flor amarilla y azulada brotó en la porcelana blanca del fogón y sobre la flor puso el cazo. Volvió al living. Empujó la silla de ruedas hacia la cocina y dejó a su madre ante la mesa, para que ella misma manejara el viaje de la cuchara directamente del pote hasta la boca.

—Algo ha de hacer usted, madre, de lo contrario acabaría sin poder ni moverse.

Tenía dolor de cabeza. Del botiquín del cuarto de baño sacó dos cápsulas de aspirinas efervescentes, pero en sus manos quedó también un tubo de somníferos y las pastillas que debía pulverizar para que su madre las tomara con el puré de frutas. Metió las pastillas de su madre en el mortero y empezó a machacarlas. Pero se detuvo y se quedó con todo el cuerpo apoyado sobre la mano del mortero, mientras reflexionaba pendiente de la gota de agua que caía regularmente del grifo mal cerrado. Tiró el polvo resultante de las pastillas y vertió en el mortero cuatro somníferos que machacó con una cierta desgana, como si el brazo se negara a secundar su voluntad. Echó los somníferos restantes en un vaso vacío. Luego lo pensó mejor y volcó el contenido del vaso en la palma de una mano, mientras con la otra llenaba el vaso de agua bajo el grifo. Se fue tragando los somníferos uno detrás de otro, trago de agua detrás de otro. Vertió el polvo en la tacita de puré de fruta, que colocó ante su madre, después de retirarle el pote apurado con hambre, y, al pasar junto a la cocina, abrió la llave del gas en un gesto que parecía maquinal, como si apagara o encendiera la luz a la salida o a la entrada de una habitación. Rebuscó en su bolso y sacó de él una agenda y un bolígrafo. Se sentó al lado de su madre, que estaba acabando con la papilla de frutas y repartía miradas entre lo que su hija escribía en dos hojitas arrancadas a la agenda y lo que le faltaba para acabarse el postre. Marta escribió primero sobre una hoja, luego sobre la otra. Las apartó y las dispuso la una al lado de la otra, lejos del alcance de los inmensos ojos de su madre, atrapadas por el peso de un endulzador para diabéticos. El olor del gas empezaba a parecer una sustancia sólida que se apoderaba de su nariz. La vieja abrió los ojos y gruñó alarmada señalando con la cabeza la cocina. Con los labios dibujaba el mensaje de que se había dejado el gas abierto.

—No se preocupe madre, no es nada.

Marta cogió una mano de la vieja, un resto de huesecillos con piel que conservaban un tenue calor de vida.

—No se preocupe madre, vamos a dormir y mañana no le hará daño nada, ni nadie.

La vieja asentía cerrando los ojos, entre la confianza hacia su hija y la alarma que le llenaba la nariz de olor de muerte. Los somníferos hacían parpadear a Marta Miguel y llevó una mano hacia los ojos interrogadores de su madre para tratar de cerrarlos.

—Duerma, madre.

La vieja decía algo con los labios.

—¿La tele? Deje la tele. Ya la pondré después. De momento, duerma.

La vieja se encogió de hombros, como si no le importara la tele y secundó la caricia de su hija atrapándole la mano. Marta Miguel dejó caer la cabeza sobre el tablero de formica y le pareció que allí el gas le llegaba con más fuerza, ayudado a deslizarse por la pulimentada superficie de la mesa. Las dos manos siguieron unidas y acariciándose con progresiva debilidad, como en la agonía de dos palomas, y la vieja dirigió una última mirada a las bocas del fogón, de donde le llegaba la muerte, pensando que su hija se despabilaría de un momento a otro, la limpiaría, la perfumaría, pondría la tele y cerraría el gas.

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