Los pájaros de Bangkok (43 page)

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Authors: Manuel Vázquez Montalbán

Tags: #Novela negra

Carvalho se sentó junto a unos monjes budistas, lo más lejos posible de los españoles que esperaban la orden de embarque. Se llevaban el sol del trópico, la ilusión de un verano en las puertas del invierno español, anillos de zafiros, kilómetros de seda, orquídeas y poca cosa más. En cambio, despreciaban todo lo que no entendían y convertían la espera del aeropuerto en una competición de burlas sobre los gestos de las bailarinas thailandesas o la manera de hablar de los guías o las porquerías que comía aquella gente. Ni siquiera se sintieron aludidos cuando por el altavoz sonó el "Concierto de Aranjuez".

El avión se llenó de españoles que volvían a España, de alemanes que volvían a Alemania y quedaron vacíos los sillones que recogerían en Karachi a los pakistaníes que iban a trabajar a Alemania. Entre los españoles había corrido la consigna de tratar de evitar a los indios porque olían mal y comenzaron, desde el momento del despegue, las negociaciones con las azafatas alemanas para que permitieran cerrar filas a los españoles o, en último extremo, a los europeos. Carvalho se entregó a las propuestas sonoras del hilo radiofónico, en su mayor parte ocupadas por música navideña. Estamos en noviembre ya, se anunció Carvalho al tiempo que descubría motivos florales navideños decorando el avión de la Lufthansa. Cuando se abrió la puerta en Karachi, Carvalho se asomó por última vez a Asia, se despidió de su calor propicio, de la verdad elemental de su naturaleza. Tal vez no volvería nunca más. Había entrado en una edad en la que debía empezar a despedirse de algunas cosas, en la que ya sabía más o menos lo que podía esperar. Aunque si alguna vez tenía un golpe de fortuna, le gustaría dar la vuelta al mundo como Phileas Fogg, acompañado de Biscuter e inventándose la supervivencia de la aventura. La película programada era "El salvaje", con Ives Montand y Catherine Deneuve, al servicio de la historia de un perfumista que renuncia a unos laboratorios y a una esposa rica en Manhattan a cambio de una isla tropical y de Catherine Deneuve. Tal vez algún día podría instalarse en Koh Samui, pero no se veía allí con Charo, sino con una muchacha desvaída, por descifrar hasta la nada, como las alcachofas o como Celia Mataix. Agradeció las dosis de té frío con limón que le sirvieron las azafatas y transigió con el alemán que le tocó como compañero de asiento, a partir de Karachi. En cambio, al alemán que viajaba en el asiento delantero, le cayó en suerte una joven madre pakistaní cargada de bultos y con un niño de meses. El alemán tuvo que ayudar a cambiar el pañal a aquel futuro indígena, incluso lo acunó cuando rompió a llorar porque era demasiado el rato que permanecía lejos de los brazos de su madre. La disposición paternoadoptiva de aquel alemán convencional, con aspecto de haberse bebido la mitad de la cosecha cervecera de Dortmund, sorprendía al compañero de Carvalho, no tanto por la indudable habilidad técnica de su compatriota como por su disposición a tratarse con las razas inferiores, hasta el extremo de ayudar a limpiarles el culo. El espectáculo de la ternura y el desconcierto ayudaron a Carvalho a superar la travesía de Irán y Turquía y a esperar la luz del día recuperada al entrar en Europa por Rumania.

Aprovechó la escala en Frankfurt para comprar salmón ahumado, jamón de Westfalia, huevas de bacalao para preparar algo parecido al "taramá" y un hermoso queso de Munster con la blandura necesaria. Enviaría a Biscuter a comprar comino a la especiería de la calle Princesa y se regalaría el tiempo que durara la necesaria blandura de un queso nacido para ser devorado joven. Pero aquellos movimientos que se explicaba en el contexto del exasperante tiempo de un viaje de más de dieciséis horas, en nada negaban el impulso interior de rabia y desquite con el que iba hacia Teresa Marsé, tal vez en evitación de replantearse el conjunto de pequeñas negaciones que le habían impulsado a la huida hacia adelante de aquel viaje a Bangkok. Como un programado buscador de nada, utilizó el primer contacto de uno de sus pies con el aeropuerto del Prat para iniciar el movimiento automático que le permitió recuperar la maleta, coger un taxi, subir los escalones de su despacho de las Ramblas y dejar boquiabierto a Biscuter al preguntarle:

—¿Dónde está la nota de Teresa Marsé?

—Jefe. ¡Qué alegría! Parece increíble. Ayer me hablaba desde tan lejos y hoy ya está aquí.

—La nota, Biscuter.

"Pepe. Siento mucho lo ocurrido, pero te lo agradezco. Ya te contaré. Mi padre está que trina. Me voy con Archit a descansar al mar Menor. No espero sol, pero sí distancia para meditar y amar. Archit se lo merece".

Carvalho arrugó la nota y la tiró a la papelera.

—¿Alguna novedad?

—¿No va a descansar nada, jefe?

—¿Alguna novedad?

—Estuvo por aquí una mujer que quería verle. Por lo del crimen de la botella de champán. Luego se fue a ver una noche a la señorita Charo. Estaba chalada y la señorita Charo luego me llamó muy enfadada, porque decía que sólo la metía en líos. Estaba muy enfadada.

—¿Ha vuelto esa mujer?

—No. El que ha llamado varias veces ha sido el señor Daurella. Acaba de colgar cuando usted ha entrado. ¿Quiere que le prepare algo? Yo tenía un caldito. Después de un viaje…

Carvalho abrió la maleta y le tendió a Biscuter una corbata de seda y el calendario chino.

—¡Qué chachi, jefe! Me la pondré el domingo.

Carvalho ya estaba llamando a Daurella, cuando Biscuter volvió del lavabo con la corbata anudada y colgante sobre su camiseta de felpa relavada.

—¿Señor Daurella? Soy Carvalho.

—No sabe lo que me alegra oírle. ¿Podríamos vernos?

—¿Qué le pasa? ¿Otro desfalco?

—Peor, Carvalho, peor. Una desgracia que puede hundir a nuestra familia. El "pocavergonya" ese, ese mal nacido, que maldita sea la hora en que entró en esta casa, se ha fugado con mi nuera, la holandesa.

—¿Así, de repente…?

—Se ve que venía de lejos, porque ahora mi Ausiás, mi pobre Ausiás ha ido atando cabos y ha comprendido cosas, situaciones que antes no comprendía.

—¿Se han llevado dinero?

—A primera vista no, pero resulta que mi nuera era la contable y tenía en ella toda mi confianza. Imagine lo que ha podido ir arrinconando.

—¿Qué pinto yo en todo esto?

—Usted me abrió los ojos, Carvalho.

—Es una responsabilidad que no pienso asumir toda la vida.

—Y ahora quiero que usted les encuentre y me lo lisie.

—¿Cómo que lo lisie?

—Que le dé un mal golpe al mal nacido ése y se quede en el sitio o desgraciado para toda la vida.

—Búsquese a otro para eso.

—Hemos de hablar, Carvalho, porque si no hablo con usted reviento.

—¿Y su esposa?

—Llora.

—¿Y la mujer del
"pocavergonya"
?

—También llora.

—Déjelas que lloren unos cuantos días y luego veré qué puedo hacer.

Colgó Carvalho. Guardó los pasaportes en un cajón, revolvió en la maleta para seleccionar una muda completa y el neceser. Lo metió todo en una bolsa de plástico de un supermercado.

—Biscuter, llama a Charo y dile que el asunto aún no ha terminado y que la llamaré en las próximas horas.

—¿Adónde va, jefe?

—Al mar Menor.

Carvalho dejó a Biscuter con la boca abierta y la corbata puesta. Descendió los anchos escalones de dos en dos y salió a la calle, donde se le echaron encima dos individuos.

—¿Es usted Carvalho? ¿José Carvalho Tourón?

Olían a policías, aunque iban disfrazados de vendedores de hamburguesas congeladas.

—El inspector Contreras quiere verle.

—Tengo prisa. Salgo de viaje. Transmítanle mis saludos y denle toda clase de seguridades de que a mi regreso pasaré a saludarle.

—Venga, hombre, déjese ver.

Le empujaban suavemente.

—¿Estoy detenido?

—Es una consulta técnica, pero por favor no dé el espectáculo.

Le metieron en un coche de vendedores de hamburguesas congeladas.

—No he visto sus placas.

Las vio.

68

Contreras tenía muy arraigada la convicción de que Carvalho era un mala sombra y un individuo de cuidado. Por eso el detective no se sorprendió cuando le recibió con el morro amontonado y una mirada que parecía un puñetazo en el hígado.

—¡Qué buen aspecto tiene el señor! ¿Viene de esquiar en los Alpes suizos?

—De tomar el sol en las más reputadas playas del trópico.

—A usted le pasa como a la chica del veintisiete:

De dónde saca pa tanto como destaca.

Casi cantó Contreras el verso del cuplé.

—Le prevengo que esto es una detención ilegal y que estamos en un país socialista y democrático.

—¿Quiere un abogado? ¿Dos? ¿Cinco? ¿Cien? ¿Sabe dónde me meto yo a los abogados? Y me los meto a cientos.

—No pierda la gran oportunidad que se abre ante los policías demócratas. Los socialistas van a necesitar policías profesionales y demócratas.

—Menos guasa. Tampoco me gusta a mí perder tiempo con un huelebraguetas. ¿Qué andaba buscando usted en el asunto del crimen de la botella de champán?

—Me ofrecí como detective privado a una serie de sospechosos.

—¿Por ejemplo?

—Dalmases, Rosa Donato, Marta Miguel.

—Conque Marta Miguel ¿eh?

Contreras miró inteligentemente a sus dos ayudantes y ferozmente a Carvalho.

—¿Cuándo vio a Marta Miguel por última vez?

—Hace unos quince días.

—¿Dónde?

—En su casa. Me invitó a cenar un excelente chorizo de Salamanca.

—Chorizo de Salamanca. Venga conmigo. Le voy a enseñar a usted un buen chorizo de Salamanca.

Esta vez subieron a un coche oficial. Contreras renegó por la tardanza del chófer en ponerse al volante, por las colillas que había sobre las esterillas y por lo mal que estaba el tráfico. Los dos vendedores de hamburguesas congeladas arqueaban las cejas y soplaban advirtiendo a Carvalho que el inspector tenía uno de sus peores días. A medida que el coche se acercaba al Instituto Anatómico Forense, Carvalho trató de imaginar quién era el cadáver que iban a ver. No podía tratarse de otra cosa y Carvalho acarició la idea de que fuera Rosa Donato, una víctima más de la capacidad de ira contenida de Marta Miguel.

—¿Está detenida?

—¿Quién?

—Marta Miguel.

—Sería el primer caso.

Estaba preparado para conducir horas y horas en busca de Teresa Marsé y de Archit, pero no para tratar de descifrar los enigmas o las insuficiencias lingüísticas del inspector. La antigua pugna por las excesivas atribuciones que se tomaba Carvalho se había convertido en una retórica que daba sentido al papel de cada cual y eso era todo. Carvalho se predispuso a salir del lance lo antes posible y caminó incluso por delante de los policías a través de los pasillos del Instituto. Llegaron al depósito de cadáveres y Contreras ordenó al encargado que abriera los compartimientos doce y trece. Dos, pensó Carvalho y sumó a Dalmases a la condición de cadáver. Pero los cajones rodantes pusieron a su vista el rostro cuadrado y violeta de Marta Miguel y la cara de pajarillo consumido de su madre, a la que había sido imposible cerrarle los ojos del todo. Carvalho tragó todo el aire que pudo para combatir la congoja que se amontonaba en su pecho y lo expulsó dando la espalda a los cuerpos y la cara a un Contreras que le estaba espiando críticamente.

—Podía habérmelo dicho en su despacho y ahorrarme esta farsa.

—¿Qué me dice usted de esto?

Le tendió una hoja de agenda en la que podía leerse:

"Señor Carvalho, llamé al cielo y no me oyó. Usted lo adivinó y no quiso ayudarme a descargarme. Ahora, muerto el perro se acabó la rabia".

—¿Es todo cuanto dejó?

—Otra nota para el señor juez. Convencional. De novela. Incluso empieza con el "Señor Juez, que no se culpe a nadie"…

—Fue una buena estudiante, pero no sabía expresarse. Les ocurre lo mismo a muchos cerebros privilegiados.

Era tal la seriedad de Carvalho que a Contreras le resultó imposible sospechar la menor intención irónica.

—¿Sabe usted lo que es ocultación de pruebas?

—Lo sé y por eso me sorprende asistir a esta payasada. Yo no he ocultado ninguna prueba. Es cierto que sospeché que ella había matado a Celia, pero lo sospeché porque ella tenía unas ganas inmensas de delatarse.

—En comisaría no y llegó casi a convencernos, aunque nunca la descartamos como sospechosa.

—Le diré toda la verdad, amigo Contreras, ya sé, ya sé que usted no se considera amigo mío, pero aún estoy en condiciones de elegir a mis enemigos. Yo estaba sin ningún caso y leí la noticia del asesinato del champán en el periódico. Por las características del caso y de los inculpados pensé que yo tenía algo que sacar. Son personas que aborrecen las dificultades y que están acostumbradas a pagar intermediarios, siquiatras y abogados, por ejemplo, ¿por qué no un detective privado? Necesitaban una argumentación lógica para defenderse, una manera de pensar, de defender sus coartadas y les ofrecí mis servicios. Dalmases y Donato podían pagarme, la Miguel no. Pero los dos primeros eran tan inocentes como tacaños y no me contrataron. La Miguel no tenía un céntimo. ¿Qué pintaba yo allí? No trabajo por amor al arte. Me desentendí del caso. Apareció otro asuntillo. Ya ni me acordaba de éste y ahora me llena usted el estómago de cadáveres. Acabo de llegar de Asia, tengo el metabolismo hecho polvo, hay seis horas de diferencia horaria y cuando aquí se come allí se duerme, estoy destemplado, he de salir de viaje.

El empleado obedeció la orden de Contreras y devolvió a su nicho refrigerado el cadáver de Marta Miguel. Carvalho quiso lanzar una última mirada al cuerpecillo de la vieja, la madre de Archit, su propia madre, él mismo, el final, el sucio final de la esperanza torturada por la decrepitud. A él le gustaría morir en un sillón relax, con una botella de vino blanco en un cubo lleno de hielo al lado y un canapé de caviar o morteruelo en una mano, entre los árboles, qué árboles no importaba, y en la sospecha de que su conciencia se desligaría del cuerpo y empezaría a subir hacia las ramas para contemplar a vista de pájaro la torpeza insuficiente de su propia muerte. Pero la posibilidad de morir a trozos, despedazado por la enfermedad, autoengañado por el deseo de sobrevivir, le ponía al borde de una locura homicida, homicida de la memoria y del deseo, alcahuetas en la ocultación del rostro verdadero de la muerte.

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