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Authors: Henning Mankell

Los perros de Riga (38 page)

Se sumieron en un largo silencio. Wallander notó que Murniers estaba cansado y preocupado.

—¿Qué ocurrirá ahora? —preguntó Wallander.

—Tendré que revisar a fondo los documentos del mayor Liepa —respondió Murniers—. Luego ya veremos.

La respuesta preocupó a Wallander.

—Se darán a conocer, ¿verdad?

Murniers no contestó, y Wallander comprendió que aquello no era tan incuestionable para el coronel: sus intereses no tenían por qué coincidir con los de Baiba Liepa y sus amigos. Para él tal vez era suficiente con que Putnis hubiera sido desenmascarado. Murniers podría tener una opinión distinta sobre la conveniencia política de publicar aquellos papeles. A Wallander le indignaba la idea de que ocultaran el testamento del mayor.

—Me gustaría tener una copia de la investigación del mayor —dijo.

Murniers descubrió sus intenciones de inmediato.

—No sabía que usted leyese letón —respondió.

—No se puede estar informado de todo —replicó Wallander.

Murniers le miró en silencio durante un rato. Wallander fijó la vista en el coronel sin bajarla. Por última vez medía sus fuerzas con las de Murniers, y era de suma importancia que no se dejara vencer. Se lo debía al pequeño y miope mayor Liepa. Murniers tomó de repente una decisión. Llamó al timbre que estaba debajo de la mesa y apareció un hombre que entró y recogió la carpeta azul. Veinte minutos después entregaron a Wallander una copia que nunca sería registrada, una copia cuya responsabilidad Murniers siempre negaría; una copia que Wallander obtuvo sin permiso y en contra de todo deber diplomático entre dos naciones amigas, y que luego entregaría a personas no autorizadas para conocer su contenido. Esta conducta evidenciaba una falta de juicio excepcional, digna de todos los reproches.

Así se explicaría la verdad si es que alguna vez salía a relucir, cosa harto improbable. Wallander nunca supo por qué Murniers le cedió la copia. ¿Fue por el mayor? ¿Por el país? ¿O porque pensaba que Wallander merecía ese regalo de despedida?

La conversación terminó, ya no quedaba nada más que decir.

—El pasaporte que tiene ahora es de una vigencia muy dudosa —dijo Murniers—. Sin embargo, haré que regrese a Suecia sin problemas. ¿Cuándo quiere volver a su país?

—Mañana no, mejor pasado mañana —respondió Wallander.

El coronel Murniers le acompañó hasta el coche que le esperaba en el patio. Wallander se acordó de su Peugeot, que se encontraba en un granero de Alemania, junto a la frontera con Polonia.

—Me pregunto cómo me llevaré el coche —murmuró.

Murniers le miró sin entender. Wallander comprendió que jamás sabría qué grado de relación era el que unía a Murniers con las personas que se consideraban la garantía para un futuro mejor en Letonia. Solo había raspado un poco en la superficie con la que le dejaron ponerse en contacto. Nunca le daría la vuelta a esa piedra. Murniers sencillamente no sabía cómo Wallander había entrado en Letonia.

—Nada, nada —dijo Wallander.

«Ese condenado de Lippman —pensó furioso—. Me pregunto si esas organizaciones letonas del exilio disponen de fondos para compensar a los policías suecos por los coches que nunca volverán a ver. »

Se sintió ofendido, sin saber por qué, y lo atribuyó al enorme cansancio que aún imperaba sobre su mente. No podría confiar en su buen juicio hasta que no hubiese descansado lo suficiente.

Se despidieron ante el coche que iba a llevarle a casa de Baiba Liepa.

—Le acompañaré al aeropuerto —informó Murniers—. Le entregaré dos billetes de avión, uno de Riga a Helsinki, y otro de Helsinki a Estocolmo. Por lo que tengo entendido, no hace falta el pasaporte en los países nórdicos. Nadie sabrá, pues, que ha estado en Riga.

El coche salió del patio de la comisaría. Una ventanilla cerrada le separaba de la nuca del chófer. En la oscuridad pensó en las palabras de Murniers: nadie sabría que había estado en Riga. De pronto decidió que jamás lo explicaría a nadie, ni siquiera a su padre. Sería su secreto, máxime cuando todo lo ocurrido era demasiado inverosímil e increíble. ¿Quién iba a creerle?

Se reclinó en el asiento y cerró los ojos. Lo importante ahora era el encuentro con Baiba. Ya pensaría en el futuro cuando regresara a Suecia.

Pasó dos noches y un día en el apartamento de Baiba Liepa. El momento propicio nunca llegó, a pesar de que estuviera esperándolo, y no le reveló nada sobre los sentimientos encontrados que sentía por ella. Lo más cerca que estuvo de ella fue la segunda noche, cuando sentados en el sofá miraron las fotos de un álbum. Cuando salió del coche que le llevó del despacho de Murniers a casa de Baiba, ella le recibió de manera reservada, como si fuese un extraño. Se quedó desconcertado sin saber por qué. ¿Qué había esperado? Le preparó la cena, un estofado, cuyo ingrediente principal era una gallina dura; tuvo la impresión de que Baiba Liepa no era una cocinera muy inspirada. «No debo olvidar que es una intelectual —pensó—. Una persona que dedica más energía a soñar con una sociedad mejor que a preparar recetas de cocina. Hacen falta tanto soñadores y pensadores como gente práctica; pero no es fácil que ambos convivan bien juntos.»

Wallander sintió una callada melancolía que no exteriorizó, y tuvo que reconocer que él pertenecía al grupo de las personas culinarias que poblaban la Tierra. No era de los soñadores. Un policía no podía dejar que le afectaran los sueños; él miraba hacia la tierra sucia y no hacia un cielo futuro. Sin embargo, no podía negar que había empezado a quererla, y precisamente eso era el origen de su melancolía. Con esa tristeza abandonaría la misión más extraña y peligrosa que jamás había vivido y esto le dolía mucho. Casi no reaccionó cuando le contó que encontraría su coche de vuelta en Estocolmo. Y empezó a sentir compasión de sí mismo.

Le preparó la cama en el sofá. Oía su tranquila respiración en el dormitorio. Pese a estar cansado, no podía dormir. Se levantó una y otra vez, caminó por el suelo frío y contempló la desierta calle en la que el mayor había encontrado la muerte. No había rastro de las sombras, estaban enterradas junto a Putnis. Solo quedaba un gran vacío, triste y doloroso.

El día antes de marcharse fueron a visitar la tumba, sin inscripción alguna, en la que el coronel Putnis hizo enterrar a Inese y a los amigos de Baiba, y lloraron desconsoladamente. Wallander lloró como un niño abandonado, y por primera vez vio el mundo espantoso en el que vivía. Baiba había traído unas rosas heladas que puso encima del montón de tierra.

Wallander le entregó la copia del testamento del mayor, pero ella no quiso leerla mientras él aún estuviera allí.

Nevaba sobre Riga la mañana de su partida.

El propio Murniers le acompañó al aeropuerto. Baiba le abrazó en la puerta, se agarraron como si acabaran de salir de un naufragio, luego él se marchó.

Wallander subió la escalera del avión.

—Buen viaje —le saludó Murniers.

«También él se alegra de perderme de vista —pensó—. No creo que me eche de menos.»

El avión de la compañía Aeroflot hizo un giro a la izquierda sobre Riga. Después el piloto enderezó el curso hacia el golfo de Finlandia.

Kurt Wallander se durmió con la cabeza apoyada en el pecho antes de alcanzar la altura de crucero.

La misma noche del 26 de marzo llegó a Estocolmo.

Los altavoces en la terminal de llegadas lo instaron a dirigirse al mostrador de información.

En un sobre encontró su pasaporte y las llaves del coche, aparcado un poco más allá de la parada de taxis. Para su sorpresa, Wallander vio que estaba recién lavado.

El interior del coche estaba caliente: alguien había estado esperándole dentro.

Condujo hasta Ystad esa misma noche.

Entró en su apartamento de la calle de Mariagatan poco antes de que amaneciera.

Epílogo

Una mañana de principios de mayo, Wallander se encontraba en su despacho; aburrido pero concentrado, rellenaba un boleto de la quiniela cuando Martinson llamó a la puerta y entró. El tiempo todavía era fresco y la primavera aún no había llegado a Escania. Sin embargo, Wallander tenía la ventana abierta, como si tuviese la necesidad de despejar la mente. Absorto, pensaba en las posibilidades de victoria de los distintos equipos de fútbol, mientras escuchaba el canto de un pinzón encaramado a un árbol. Cuando apareció Martinson en la puerta, Wallander apartó el boleto, se levantó y cerró la ventana. Sabía que Martinson siempre temía resfriarse.

—¿Molesto? —preguntó.

Desde la vuelta de Riga, Wallander se había mostrado negativo y arisco con los colegas, incluso algunos lo habían comentado entre ellos: ¿cómo podía ser que hubiese perdido tanto el equilibrio después de una insignificante herida en una mano durante las vacaciones de esquí en los Alpes? Sin embargo, nadie se lo preguntó abiertamente, y todos pensaron que su tristeza y sus caprichos se le disiparían poco a poco.

Wallander se dio cuenta de que se comportaba mal con sus colegas y no quería dificultar su trabajo con su desgana y melancolía, pero no sabía qué hacer para volver a ser el Wallander de siempre, el decidido pero bonachón inspector del distrito de Ystad. Era como si esa persona ya no existiera, y tampoco estaba seguro de que la echara de menos realmente.

No sabía lo que quería hacer con su vida. El supuesto viaje a los Alpes le reveló la falta de autenticidad que llevaba dentro de sí, y comprendió que no se escondía tras las mentiras de forma consciente. No obstante, se preguntaba más que antes si su falta de conocimiento del mundo real no sería una especie de mentira, a pesar de que se justificaba en su gran ignorancia y no lo atribuía a inhibiciones desarrolladas conscientemente.

Cada vez que alguien entraba por la puerta, le atenazaba la mala conciencia. No hacía otra cosa que aparentar normalidad.

—No me molestas —le dijo a Martinson con una amabilidad forzada—. Siéntate.

Martinson se dejó caer en la silla para las visitas, que era muy incómoda y tenía los muelles rotos.

—Quiero contarte una historia extraña —empezó Martinson—. Mejor dicho, tengo dos historias que relatarte. Me parece que nos han visitado unos espectros del pasado.

A Wallander no le gustaba la manera de expresarse de Martinson. La cruda realidad que manejaban no podía expresarse en giros poéticos. Sin embargo, no dijo nada, y aguardó a que prosiguiera.

—¿Te acuerdas del hombre aquel que llamó y nos contó que había un bote que estaba a punto de llegar a la costa sueca? —continuó Martinson—. ¿Un hombre que nunca encontramos y que tampoco volvió a llamar?

—Fueron dos hombres —objetó Wallander.

Martinson asintió con la cabeza.

—Empecemos con el primero de ellos —insistió—. Hace unas semanas, Anette Brolin consideró la posibilidad de detener a ese hombre como sospechoso de una agresión particularmente cruel, pero como no estaba fichado, lo dejó marchar.

Wallander escuchaba con especial interés.

—Se llama Holmgren —prosiguió Martinson—. Por casualidad vi el informe sobre la agresión encima de la mesa de Svedberg. Vi que estaba registrado como el propietario de un pesquero llamado Byron, y entonces empezaron a sonar las campanas en mi cabeza, y más aún cuando descubrí que el tal Holmgren había golpeado a uno de sus más íntimos amigos, un tal Jakobson, que solía trabajar como tripulante del barco.

Wallander recordaba la noche en el puerto de Brantevik.

Martinson tenía razón, les habían visitado fantasmas del pasado. Estaba ansioso por oír la continuación.

—Lo más curioso es que Jakobson no quiso denunciar la agresión, a pesar de que había sido grave y sin causa aparente —informó Martinson.

—¿Quién puso la denuncia? —preguntó Wallander sorprendido.

—Holmgren se había abalanzado sobre Jakobson con la manivela de un cabrestante en el puerto de Brantevik. Alguien los vio y llamó a la policía. Jakobson estuvo ingresado en el hospital durante tres semanas. Estaba hecho trizas, pero aun así no quiso denunciar a Holmgren. Svedberg no pudo averiguar lo que se escondía tras la pelea. Sin embargo, me pregunto si no tendría relación con el bote. ¿Te acuerdas de que ninguno de los dos quiso admitir que se habían puesto en contacto con nosotros? Por lo menos, eso era lo que creíamos.

—Me acuerdo perfectamente —respondió Wallander.

—Pensé que tenía que hablar con el tal Holmgren —continuó Martinson—. Por cierto, vivía en la misma calle que tú, en Mariagatan.

—¿Vivía?

—Eso es. Cuando llegué, ya se había marchado, lejos, además. Se había ido a Portugal. En el registro aparecía como emigrante. Había dado una curiosa dirección en las Azores. El Byron fue vendido a un pescador danés por una suma irrisoria.

Martinson se calló y Wallander le miró pensativo.

—Es una historia rara, ¿verdad? —preguntó Martinson—. ¿Crees que debemos enviar esta información a la policía de Riga?

—No —contestó Wallander—. No creo que sea necesario, pero gracias por contármelo.

—No he acabado aún —continuó Martinson—. Ahora viene la segunda parte de la historia. ¿Leíste los periódicos de ayer por la tarde?

Hacía mucho tiempo que Wallander había dejado de comprar los periódicos, salvo cuando estaba involucrado en algún caso al que los periodistas dedicaban especial interés.

Negó con la cabeza, y Martinson prosiguió.

—Deberías haberlo hecho. Los aduaneros de Gotemburgo recogieron un bote salvavidas, que luego resultó pertenecer a un pesquero ruso. Lo encontraron a la deriva en las proximidades de Vinga, lo que les extrañó, ya que reinaba calma chicha ese día. El patrón del buque pesquero dijo que tenían que entrar en un astillero para reparar un desperfecto de la hélice. Habían estado pescando cerca de los bancos de Dogger. Alegaron que habían perdido el bote sin darse cuenta. Un perro antidroga se acercó al bote por casualidad y mostró un interés repentino. La aduana encontró dentro del bote un par de kilos de anfetaminas de gran pureza que provenía de unos laboratorios polacos de estupefacientes. Tal vez nos dé la clave que nos faltaba, que el bote que sustrajeron de nuestro sótano contenía algo que debíamos haber encontrado nosotros.

Wallander pensó que sus últimas palabras eran un ataque al grave error que cometió. No cabía duda de que Martinson tenía razón al decir que fue una negligencia imperdonable. Sintió la repentina tentación de confiarse a Martinson, de contar a alguien la verdadera historia de lo que ocurrió en lugar de las supuestas vacaciones en los Alpes. Sin embargo, no dijo nada porque no podía.

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