Los Pilares de la Tierra (133 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

—¿El padre de William?

—Sí.

—¡También está muerto!

—Sí.

Jack tuvo la terrible sensación de que iba a resultar que los tres habían muerto y que el secreto habría quedado enterrado con sus huesos.

—¿Quién era el sacerdote? —preguntó apremiante.

—Se llamaba Waleran Bigod. Ahora es el obispo de Kingsbridge.

Jack dio un suspiro de profunda satisfacción.

—Y todavía vive.

En Navidad quedó terminado el castillo del obispo Waleran. Una hermosa mañana a principios del año nuevo, William Hamleigh y su madre fueron a visitarlo. Lo vieron ya a distancia a través del valle. Se encontraba en la cima más alta de las colinas que se alzaban enfrente, dominando de manera imponente los campos que los rodeaban. Al atravesar el valle, pasaron por delante del viejo palacio. Ahora ya se utilizaba como almacén para el vellón. Gran parte de los gastos de construcción del castillo se había pagado con los ingresos de la lana. Subieron al trote la suave pendiente del extremo más alejado del valle y siguieron avanzando a través de un hueco en las murallas de tierra y de un profundo foso seco hasta una entrada con portillo en un muro de piedra. Era un castillo muy seguro, con murallas, foso y muros de piedra, muy superior al del propio William y a muchos de los del rey.

Una torre del homenaje, maciza y cuadrada, de tres niveles, dominaba el patio interior y empequeñecía la iglesia de piedra que se alzaba a su lado. William ayudó a su madre a desmontar. Dejaron a sus caballeros los caballos para que los llevaran a las cuadras y subieran los escalones que conducían al zaguán.

Era mediodía y los servidores de Waleran estaban preparando la mesa. Algunos de sus arcedianos, deanes, empleados y familiares, esperaban para almorzar. William y Regan aguardaron a su vez mientras un mayordomo subía a las habitaciones privadas del obispo para anunciarle su llegada.

William ardía por dentro comido de feroces celos. Aliena estaba enamorada y todo el Condado lo sabía. Había dado a luz a un hijo del amor y su marido la había arrojado de su casa. Con el bebé en brazos había ido en busca del hombre que amaba y lo había encontrado después de recorrer media cristiandad. La historia había corrido de boca en boca por todo el sur de Inglaterra. William se sentía enfermo de odio cada vez que la oía. Pero se le había ocurrido una manera de tomar venganza.

Les hicieron subir las escaleras y los invitaron a pasar a la cámara de Waleran. Lo encontraron sentado ante una mesa con Baldwin, que ya era arcediano. Los dos clérigos estaban contando dinero sobre un mantel a cuadros, colocando los peniques de plata en pilas de doce y moviéndolos de los cuadros negros a los blancos. Baldwin se puso en pie e hizo una inclinación ante Lady Regan. Luego se apresuró a recoger el mantel con las monedas.

Waleran, levantándose a su vez, se dirigió a un sillón que había junto al fuego. Se movía con rapidez, de modo semejante a una araña, y William sintió una vez más la vieja y familiar repugnancia. Pese a todo, decidió mostrarse untuoso. Recientemente había oído hablar de la espantosa muerte del conde de Hereford, que se había peleado con el obispo de Hereford y que había muerto en estado de excomunión. Su cuerpo había sido enterrado en tierra no consagrada. William temblaba aterrado cada vez que se imaginaba su propio cuerpo yaciendo en suelo no bendecido, vulnerable ante todos los diablos y monstruos que poblaban las entrañas de la tierra. Jamás se enfrentaría al obispo.

Waleran estaba tan pálido y flaco como siempre, y los ropajes negros colgaban de su cuerpo como la colada tendida en un árbol. Parecía como si nunca cambiara. William sabía que él sí que había cambiado. La comida y el vino eran sus principales placeres y cada año estaba algo más gordo a pesar de la vida activa que llevaba, de tal manera que la costosa cota de malla que hicieron para él al cumplir los veintiún años, hubo de ser sustituida por dos veces en los siete años siguientes.

Waleran acababa de regresar de York. Había estado fuera casi medio año.

—¿Habéis tenido éxito en vuestro viaje? —le preguntó William con deferencia.

—No —repuso Waleran—. El obispo Henry me envió allí para que tratara de resolver una disputa que ya dura cuatro años sobre quién ha de ser el arzobispo de York. Fracasé. La polémica sigue en pie.

William se dijo que cuanto menos se hablara de ello tanto mejor.

—Mientras habéis estado fuera, aquí ha habido muchos cambios. Especialmente en Kingsbridge —dijo.

—¿En Kingsbridge? —preguntó sorprendido Waleran—. Creí que ese problema había quedado resuelto de una vez por todas.

—Ahora tienen a la Madonna de las Lágrimas.

Waleran parecía irritado.

—¿De qué diablos hablas?

—Es una estatua de madera de la Virgen que llevan en procesión —contestó la madre de William—. En ciertos momentos, le brota agua de los ojos. La gente cree que es milagrosa.

—Es milagrosa —afirmó William—. ¡Una estatua que llora!

Waleran lo miró desdeñoso.

—Milagrosa o no, en los últimos meses ya la han visitado miles de personas —intervino de nuevo Regan—. Entretanto, el prior Philip ha empezado de nuevo a construir. Están reparando el presbiterio y poniendo un techo nuevo de madera. También han comenzado en el resto de la iglesia. Han cavado los cimientos para el crucero y han llegado de París algunos canteros nuevos.

—¿De París? —inquirió Waleran.

—Ahora están construyendo la iglesia al estilo de Saint-Denis, lo que quiera que eso sea —informó Regan.

Waleran hizo un ademán de asentimiento.

—Arcos ojivales. He oído hablar de ello.

A William le importaba un rábano cuál pudiera ser el estilo de la catedral de Kingsbridge.

—La cuestión es que algunos de los jóvenes que cuidan mis granjas se están yendo a Kingsbridge para trabajar como jornaleros, y que han vuelto a abrir los domingos el mercado de Kingsbridge quitándole negocios al de Shiring. ¡Y se repite la vieja historia! —dijo William mirando incómodo a los otros dos, al tiempo que se preguntaba si alguno de ellos sospecharía que él tuviera un motivo ulterior.

Pero ninguno parecía receloso.

—La peor equivocación que jamás he cometido ha sido la de ayudar a Philip a que fuera nombrado prior —dijo Waleran.

—Sencillamente van a tener que aprender que hay cosas que no pueden hacer —dijo William.

Waleran lo miró pensativo.

—¿Qué te propones?

—Entraré de nuevo a saco en la ciudad.

Y cuando lo haga
, se dijo,
mataré a Aliena y a su amante.
Se quedó con la mirada fija en el fuego para no encontrarse con los ojos de su madre y evitar que leyera sus pensamientos.

—No estoy seguro de que puedas —dijo Waleran.

—Lo he hecho antes. ¿Por qué no habría de hacerlo de nuevo?

—La última vez tenías un buen motivo: la feria del vellón.

—Esta vez es el mercado. Tampoco para él les dio nunca permiso el rey Stephen.

—No es lo mismo. Philip tentó a su suerte al celebrar una feria del vellón y tú atacaste de inmediato. El mercado de los domingos hace ya seis años que se celebra en Kingsbridge y, de cualquier manera, se encuentra a veinte millas de Shiring y por lo tanto puede autorizarse.

William contuvo su ira. Hubiera querido decir a Waleran que dejara de comportarse como una débil vieja. Pero no daría resultado.

Mientras se tragaba su protesta, entró un mayordomo en la sala y permaneció en silencio junto a la puerta.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Waleran.

—Hay un hombre que insiste en veros, mi señor obispo. Su nombre es Jack Jackson. Un constructor de Kingsbridge. ¿Debo despedirle?

A William le latió el corazón con fuerza. Era el amante de Aliena.

¿Cómo aparecía ese hombre allí precisamente en el momento en que William proyectaba matarlo? Acaso tuviera poderes sobrenaturales.

William se sintió embargado por el temor.

—¿De Kingsbridge? —preguntó Waleran interesado.

—Es su nuevo maestro de obras, el que trajo la Madonna de las Lágrimas de España —informó Regan.

—Interesante —comentó Waleran—. Echémosle un vistazo. Hazle pasar —dijo al mayordomo.

William se quedó mirando la puerta con supersticioso terror.

Esperaba ver aparecer a un hombre alto, temible y con una gran capa negra, que le señalaría directamente a él con un dedo acusador. Pero al entrar Jack, William se sintió atónito ante su juventud. Jack no podría tener mucho más de veinte años. Tenía el pelo rojo y unos ojos azules y penetrantes que pasaron indiferentes por William, se detuvieron un instante en Regan, cuyas horribles marcas faciales llamaban la atención de quienquiera que no estuviera familiarizado con ellas y se detuvieron finalmente en Waleran.

—Bien, mozo, ¿qué asuntos tienes conmigo? —preguntó Waleran con voz fría y altanera, habiendo percibido, al igual que William, la actitud rebelde del joven constructor.

—La verdad —respondió Jack—. ¿Cuántos hombres habéis colgado?

William aspiró con fuerza. Era una pregunta ofensiva e insolente.

Miró a los otros. Su madre estaba inclinada hacia delante mirando a Jack con el ceño fruncido, como si le hubiera visto antes e intentara recordar quién era. Waleran se mostraba fríamente divertido.

—¿Se trata acaso de una adivinanza? —preguntó al fin—. He visto más hombres ahorcados de los que tú puedes imaginar, y todavía es posible que haya otro si no te comportas con respeto.

—Hace veintidós años, vos presenciasteis en Shiring el ahorcamiento de un hombre llamado Jack Shareburg.

William oyó la exclamación ahogada de su madre.

—Era un juglar —siguió diciendo Jack—. ¿Lo recordáis?

William percibió que, de repente, el ambiente en la sala se había puesto tenso. En Jack Jackson debía haber algo aterradoramente sobrenatural para haber causado semejante efecto sobre su madre y sobre Waleran.

—Creo que tal vez lo recuerde —dijo Waleran.

William percibió en su voz la lucha por mantener el control. ¿Qué estaba pasando allí?

—Imagino que así es —dijo Jack, que se mostraba de nuevo insolente—. El hombre fue condenado por el testimonio de tres personas. Dos de ellas ya han muerto. La tercera sois vos.

Waleran asintió.

—Había robado algo del priorato de Kingsbridge..., un cáliz incrustado con piedras preciosas.

En los ojos azules de Jack apareció una mirada dura.

—No lo hizo.

—Yo mismo le cogí con el cáliz en su poder.

—Mentisteis.

Hubo una pausa. Al hablar Waleran de nuevo, lo hizo con tono tranquilo pero la expresión de su rostro era dura como el acero.

—Tal vez ordene que te arranquen la lengua por esto —dijo.

—Sólo quiero saber por qué lo hicisteis —dijo Jack como si no hubiera oído aquella terrible amenaza—. Ahora podéis hablar con toda franqueza. William no representa amenaza alguna para vos y su madre parece estar ya al tanto de todo.

William miró a su madre. Era verdad, por su actitud parecía estar al corriente del asunto. Ahora ya William estaba absolutamente confundido. Parecía, aunque apenas se atrevía a abrigar aquella esperanza que, en realidad, la visita de Jack no tenía nada que ver con William y sus planes secretos para matar al amante de Aliena.

—¿Estás acusando al obispo de perjurio? —preguntó Regan a Jack.

—No repetiré públicamente la acusación —aseguró Jack con frialdad—. Carezco de pruebas y, de cualquier manera, no estoy interesado en vengarme. Sólo quisiera poder comprender por qué acusasteis a un hombre inocente.

—Sal de aquí —ordenó Waleran con tono glacial.

Jack asintió como si no esperara otra cosa. Aun cuando no hubiera obtenido respuesta a sus preguntas, en su cara campeaba una expresión de satisfacción como si sus sospechas hubieran sido confirmadas.

William seguía desconcertado por todas las cosas que se habían dicho.

—Espera un momento —le dijo.

Jack se volvió, ya ante la puerta, y se quedó mirándolo con aquellos ojos burlones.

—¿Por qué...? —William tragó, logrando dominar la voz—. ¿Por qué te interesa todo eso? ¿Por qué has venido aquí a hacer esas preguntas?

—Porque el hombre al que ahorcaron era mi padre —respondió Jack. Acto seguido abandonó la sala.

Se hizo el silencio en la habitación. De manera que el amante de Aliena, el maestro de obras de Kingsbridge era hijo de un ladrón que había sido ahorcado en Shiring.
Bueno, ¿y qué?
, se dijo William.

Pero madre parecía inquieta y Waleran realmente alterado.

—Esa mujer me ha acosado durante veinte años —dijo finalmente Waleran con amargura.

Habitualmente se mostraba tan cauto que William quedó asombrado al verle dar rienda suelta a sus sentimientos.

—Desapareció al derrumbarse la catedral —añadió Regan—. Pensé que jamás volveríamos a saber de ella.

—Ahora es su hijo quien viene a atormentarnos.

Había auténtico miedo en la voz de Waleran.

—¿Por qué no le enviáis aherrojado a la prisión por haberos acusado de perjurio? —preguntó William.

Waleran lo miró con desprecio.

—Tu hijo es un condenado estúpido, Regan —dijo por último.

William se dio cuenta entonces de que la acusación de perjurio debía ser cierta. Y si él era capaz de comprenderlo, igual podía hacer Jack.

—¿Está enterado alguien más? —preguntó.

—Antes de morir, el prior James confesó su perjurio a su prior, Remigius. Pero éste no representa peligro alguno, siempre ha estado de nuestra parte y en contra de Philip. La madre de Jack sabe algo sobre ello aunque no todo. De lo contrario, hace mucho tiempo que hubiera hecho uso de la información. Pero Jack ha viajado por muchas partes, tal vez haya descubierto algo que su madre no supiera.

A William se le ocurrió que aquella extraña historia del pasado podría utilizarla en provecho propio.

—Entonces matemos a Jack Jackson —dijo sin pensarlo dos veces.

Waleran desdeñoso negó con la cabeza.

—Eso sólo serviría para llamar la atención sobre él y sus acusaciones —dijo Regan.

William quedó decepcionado. Le había parecido casi providencial.

—No es necesario que sea así —dijo.

Se le había ocurrido una nueva idea.

Ambos le miraron escépticos.

—Jack puede resultar muerto sin llamar sobre él la atención —dijo William con empecinamiento.

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