Los Pilares de la Tierra (15 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Tom no supo qué decir. Era difícil de creer que una mujer tan hermosa, con tantos recursos y tan segura de sí misma, pudiera haberse enamorado de él a primera vista. Y todavía más difícil saber cómo se sentía él. Ante todo profundamente desolado por la pérdida de Agnes. Ellen tenía razón al decir que tenía acumulado mucho llanto; sentía el peso de las lágrimas en sus ojos. Pero también se sentía consumido de deseo por Ellen, con su cálido y hermoso cuerpo, sus ojos dorados y su abierta sensualidad. Se sentía terriblemente culpable de desear con tal intensidad a Ellen cuando sólo hacía unas horas que Agnes estaba en la tumba.

Se la quedó mirando, y de nuevo los ojos de ella penetraron hasta el fondo de su corazón.

—No digas nada. No tienes de qué sentirte avergonzado. Sé que la amabas. Y estoy segura que ella también lo sabía. Aún sigues queriéndola..., naturalmente que la quieres. Siempre la querrás.

Ellen le había dicho que no dijera nada, y en cualquier caso nada tenía que decir. Aquella extraordinaria mujer le tenía desconcertado. Parecía como si todo lo enderezara. El hecho de que pareciera saber lo que anidaba en su corazón le hizo sentirse mejor, como si ya no tuviera de qué avergonzarse. Suspiró.

—Eso está mejor —le dijo. Le cogió de la mano y juntos se alejaron de la cueva.

Durante casi una milla estuvieron atravesando el bosque virgen hasta llegar a un camino. Mientras avanzaban por él, Tom no dejaba de mirar el rostro de Ellen a su lado. Recordaba que cuando la vio por primera vez pensó que no llegaba a ser bella por culpa de sus extraños ojos. Pero en aquellos momentos no comprendía cómo pudo haber pensado semejante cosa. Ahora veía aquellos asombrosos ojos como la expresión perfecta de su ser único. Ahora le parecía absolutamente perfecta y lo único que le extrañaba era cómo podía estar con él.

Anduvieron tres o cuatro millas. Tom aún se sentía cansado pero el potaje le había fortalecido y, aunque confiaba totalmente en Ellen, todavía se sentía ansioso por ver al niño con sus propios ojos.

—De momento mantengámonos ocultos a la vista de los monjes —dijo Ellen cuando ya se veía el monasterio a través de los árboles.

—¿Por qué? —preguntó Tom perplejo.

—Abandonaste a un recién nacido. Eso se considera asesinato. Observemos el lugar desde el bosque y veamos qué clase de gente es.

Tom no creía que fuera a encontrarse en dificultades, dadas las circunstancias, pero no estaba mal obrar con cautela, así que asintió con la cabeza y siguió a Ellen a través de arbustos y matorrales. Momentos después se encontraban tumbados junto a la linde del clavero.

Era un monasterio muy pequeño. Tom había construido monasterios y pensó que éste debía de ser lo que llamaban una celda, una rama avanzada de un gran priorato o abadía. Sólo había dos construcciones de piedra, la capilla y el dormitorio. El resto estaba construido en madera y zarzo pintado: cocina, establos y un granero, así como una hilera de construcciones agrícolas, más pequeñas. El lugar estaba limpio, tenía un aspecto aseado, y daba la impresión de que los monjes cultivaban la tierra tanto como rezaban.

—Si hubieras encontrado algo podrías volver aquí y recoger al niño.

El instinto de Tom se rebelaba contra aquella idea.

—¿Y qué pensarán los monjes de mi abandono del bebé?

—Ya saben que lo has hecho —replicó ella con tono impaciente—. Sólo se trata de que lo confieses ahora o más adelante.

—¿Saben los monjes cómo cuidar a los niños?

—Al menos saben tanto como tú.

—Eso lo dudo.

—Bueno, han encontrado la manera de alimentar a un recién nacido que sólo puede chupar.

Tom empezó a darse cuenta de que Ellen tenía razón. Por mucho que anhelara tener en sus brazos aquella pequeña cosa, no podía negar que los monjes estaban en mejores condiciones que él para cuidar del niño.

—Dejarlo otra vez —dijo tristemente—. Supongo que tengo que hacerlo.

Permaneció donde estaba, mirando a través del calvero, a la pequeña figura en el regazo del sacerdote. Tenía el pelo oscuro como el de Agnes. Tom ya había tomado una decisión, pero en aquel momento no lograba apartarse de allí.

Y entonces, por la parte más alejada del calvero, apareció un numeroso grupo de monjes, unos quince o veinte, llevando hachas y sierras, y de repente Tom y Ellen corrieron peligro de ser vistos. Se sumergieron de nuevo entre los arbustos. Tom ya no podía ver al bebé.

Se desviaron entre la maraña de matorrales y en cuanto llegaron al camino echaron a correr. Corrieron trescientas o cuatrocientas yardas cogidos de la mano hasta que Tom se sintió exhausto. Además ya se encontraban fuera del alcance de la vista. Dejaron de nuevo el camino y encontraron un lugar para descansar ocultos.

Se sentaron en un ribazo herboso entre sol y sombra. Tom miró a Ellen tumbada boca arriba, jadeante, con las mejillas arreboladas, los labios sonriéndole. Se le había abierto el cuello de la túnica dejando al descubierto la garganta y la curva de un pecho. De súbito sintió la necesidad de contemplar de nuevo su desnudez y el deseo fue mucho más fuerte que el remordimiento que sentía. Se echó sobre ella para besarla, aunque luego vaciló. Mirarla era un verdadero placer. Habló impremeditadamente y sus propias palabras le cogieron por sorpresa.

—¿Quieres ser mi mujer, Ellen? —le dijo.

Capítulo Dos
1

Peter de Wareham era un perturbador nato.

Le habían trasladado a la pequeña celda en el bosque desde la casa matriz en Kingsbridge, y era fácil comprender por qué el prior de Kingsbridge estaba tan ansioso por librarse de él. Era un hombre alto y fuerte, cerca de los treinta, de poderoso intelecto y modales desdeñosos, que vivía en un estado permanente de justificada indignación.

Al llegar por primera vez y empezar a trabajar en los campos estableció un ritmo enloquecido y luego acusó a los demás de perezosos. Sin embargo, y ante su propia sorpresa, la mayoría de los monjes habían mantenido su ritmo de trabajo e incluso los más jóvenes llegaron a cansarle. Entonces buscó otro pecado que no fuera la ociosidad decidiéndose en segundo lugar por la gula.

Empezó por comer sólo la mitad de su pan y nada de carne.

Durante el día bebía agua de los arroyos y cerveza aguada, y rechazaba el vino. Dio una reprimenda a un saludable monje por haber pedido más gachas, e hizo llorar a un muchacho que en broma se había bebido el vino de otro.

Los monjes no mostraban indicios de gula, reflexionaba el prior Philip mientras regresaban desde lo alto de la colina al monasterio, a la hora del almuerzo. Los más jóvenes eran delgados y musculosos, y los mayores nervudos, quemados por el sol. Ninguno de ellos tenía esas características redondeces pálidas y blandas de quienes comen mucho y no hacen nada. Philip pensaba que todos los monjes debían estar delgados. Los monjes gordos provocaban la envidia y el aborrecimiento del hombre pobre hacia los servidores de Dios.

Como era característico en él, Peter había encubierto su acusación con una confesión.

—He cometido el pecado de gula —había dicho aquella misma mañana cuando estaban tomando un respiro sentados en los tocones de los árboles que acababan de talar, comiendo pan de centeno y bebiendo cerveza— He desobedecido la regla de san Benito que dice que los monjes no deben comer carne ni beber vino —Miró a los otros en derredor suyo, con la cabeza alta y brillándole orgullosa la mirada, que finalmente se detuvo en Philip— Y cada uno de los que están aquí es culpable del mismo pecado —acabó diciendo.

En realidad era muy triste que Peter fuera así
, pensó Philip. El hombre estaba consagrado al trabajo de Dios y tenía una mente excelente y una gran fortaleza de propósito. Parecía tener una necesidad compulsiva de sentirse especial y que en todo momento se tuviera en cuenta su presencia, lo cual le inducía a provocar escenas.

Era auténticamente pesado, pero Philip le quería como a todos los demás, porque detrás de toda aquella arrogancia y desdén, Philip podía descubrir un alma turbada, que en realidad no creía posible que nadie se interesara por él.

—Esto nos da oportunidad de recordar lo que decía san Benito sobre el tema ¿Recuerdas las palabras exactas, Peter? —había dicho Philip.

—Dijo:
Todos, salvo los enfermos, deberían abstenerse de comer carne
. Y además,
El vino no es en modo alguno una bebida de monjes
—contestó Peter.

Philip asintió. Como había sospechado, Peter no conocía la regla tan bien como él.

—Casi es correcto, Peter —dijo— El santo no se refería a la carne en general sino a
la carne de animales de cuatro patas
, y aún así hacía la excepción no sólo de los enfermos sino también de los débiles. ¿A qué se refería con lo de
los débiles
? Aquí, en nuestra pequeña comunidad, somos de la opinión que el hombre que ha quedado debilitado por un trabajo agotador en los campos, es posible que necesite comer carne de vaca para, de esa manera, conservar su fortaleza.

Peter había estado escuchando con silencio taciturno, fruncido el ceño desaprobador, juntas las negras y espesas cejas sobre el puente de su gran nariz curva, y una expresión de desafío contenido en el rostro.

—En cuanto al tema del vino, el santo dice:
Leemos que el vino no es en modo alguno bebida de monjes
—siguió diciendo Philip—. La utilización de la palabra
leemos
da a entender que no respalda de manera absoluta la proscripción. Y también dice que una pinta de vino al día debería ser suficiente para cualquiera. Y nos advierte del peligro de beber hasta la saciedad. Creo que está claro que no espera que los monjes se abstengan por completo, ¿no crees?

—Pero dice que en todo ha de mantenerse la frugalidad —arguyó Peter.

—¿Y tú piensas que aquí no somos frugales? —le preguntó Philip.

—Así es —dijo con voz estridente.

—Deja que aquellos a quienes Dios les da el don de la abstinencia sepan que recibirán su adecuada recompensa —citó Philip—. Si crees que aquí el alimento es demasiado abundante, puedes comer menos. Pero recuerda lo que dice el santo: Cita la Epístola I a los Corintios en la que San Pablo dice:
Cada uno ha recibido su propio don de Dios, uno éste, el otro, aquél
. Y luego el santo nos dice:
Por esa razón la cantidad de comida de otra gente no puede determinarse sin cierta duda
. Peter, recuerda esto mientras ayunas y meditas sobre el pecado de la gula.

Luego habían vuelto al trabajo, Peter con aires de mártir. Philip se dio cuenta de que no podría acallarle con facilidad. De los tres votos hechos por los monjes —pobreza, castidad y obediencia—, este último era el que creaba más dificultades a Peter.

Naturalmente había maneras de tratar a los monjes desobedientes. Confinamiento en solitario, a pan y agua, flagelación y, como recurso extremo, la excomunión y expulsión del convento. Habitualmente Philip no vacilaba en aplicar tales correctivos, especialmente cuando un monje estaba poniendo en tela de juicio su autoridad. En consecuencia estaba considerado como un ordenancista duro. Pero de hecho aborrecía tener que recurrir a correctivos, quebraba la armonía de la hermandad monástica y hacía que todos se sintieran desgraciados. De cualquier forma, en el caso de Peter, el correctivo no serviría de nada. En realidad sólo se lograría que el hombre se mostrara más orgulloso e implacable. Philip tenía que encontrar una forma de controlar a Peter y al mismo tiempo hacerle más receptivo.

No sería tarea fácil. Aunque por otra parte pensó que si todo resultara fácil, el hombre no necesitaría la guía de Dios.

Llegaron al calvero del bosque en el que estaba el monasterio.

Mientras cruzaban el espacio abierto, Philip vio al hermano John agitando enérgicamente los brazos en dirección a ellos desde el redil de las cabras. Le llamaban Johnny Eightpence ("Ochopeniques") y estaba algo mal de la cabeza. Philip se preguntó qué sería lo que le tenía tan inquieto. Con Johnny se encontraba un hombre con hábitos de sacerdote. Su aspecto le resultaba vagamente familiar y Philip se acercó presuroso.

El sacerdote era un hombre bajo y fornido, de unos veinticinco años, con el pelo negro cortado casi al rape y unos brillantes ojos azules que revelaban una inteligencia despierta. El mirarle fue para Philip como verse en un espejo. Descubrió sobresaltado que era Francis, su hermano pequeño.

Y Francis sostenía a un recién nacido.

Philip no sabía qué era más sorprendente, si la presencia de Francis o la del bebé. Los monjes se arremolinaron alrededor de ellos. Francis se puso en pie y entregó el niño a Johnny. Entonces Philip le abrazó.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Philip encantado—. ¿Y por qué llevas contigo un bebé?

—Luego te contaré por qué estoy aquí —dijo Francis— En cuanto al bebé, lo he encontrado en el bosque, completamente solo, junto a una gran hoguera.

—Y... —le alentó a seguir Philip.

Francis se encogió de hombros.

—No puedo decirte nada más porque es todo cuanto sé. Confiaba en llegar aquí anoche, pero no me fue posible, así que he dormido en la cabaña de un guarda forestal. Al alba emprendí de nuevo la marcha. Y cuando cabalgaba por el camino oí el llanto de un niño. Lo recogí y lo traje aquí. Esa es toda la historia.

Philip miró incrédulo al diminuto bulto en brazos de Johnny.

Alargó la mano y levantó una esquina de la manta. Vio una carita rosada y arrugada, una boca abierta sin dientes y una cabecita calva, la viva imagen en miniatura de un monje anciano. Levantó algo más la manta y vio unos hombros pequeños y frágiles, unos brazos que se agitaban y unos puños cerrados. Observó más de cerca el trozo del cordón umbilical que colgaba del ombligo del niño. Era ligeramente repugnante. Se preguntó si eso sería natural. Tenía el aspecto de una herida que estuviese cicatrizando bien, por lo que lo mejor sería dejarla tal como estaba. Separó aún más la manta.

—Es un chico —dijo con un carraspeo incómodo, al tiempo que volvía a taparle con la manta. Uno de los novicios rió entre dientes.

De repente, Philip se sintió incapaz.
¿Qué puedo hacer con él?
, se preguntó.
¿Alimentarlo?

El niño se echó a llorar y aquel sonido resonó en su corazón como un himno entrañable.

—Tiene hambre —dijo, y en su fuero interno pensó:
¿Cómo lo he sabido?

—No podemos alimentarlo —dijo uno de los monjes

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