Los Pilares de la Tierra (13 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Tom sacudió con suavidad a Agnes.

—Despierta —dijo—. El pequeño quiere mamar.

—¡Padre! —exclamó Alfred con voz asustada—. ¡Mírale la cara!

Tom tuvo una corazonada. Había sangrado demasiado.

—¡Agnes! —dijo— ¡Despierta!

No hubo respuesta. Agnes estaba inconsciente. Tom se levantó, sosteniéndola por la espalda hasta dejarla tumbada sobre el suelo.

Agnes tenía el rostro lívido.

Temeroso de lo que iba a encontrarse, abrió la capa que le envolvía las piernas.

Había sangre por todas partes.

Alfred lanzó una exclamación entrecortada al tiempo que se volvía de espaldas.

—¡Protégenos, señor! —musitó Tom.

El llanto del bebé despertó a Martha. Al ver la sangre empezó a chillar. Tom, sujetándola, le dio una bofetada. La niña se quedó callada.

—No grites —le dijo Tom con calma mientras la soltaba.

—¿Se está muriendo madre? —preguntó Alfred.

Tom puso la mano bajo el pecho izquierdo de Agnes. El corazón no le latía.

No le latía.

Apretó con más fuerza. Estaba caliente y su pesado pecho descansó sobre la mano de él, pero no respiraba y el corazón no le latía.

Algo como un entumecimiento, como una niebla, invadió a Tom. Agnes se había ido. Le miró el rostro. ¿Cómo era posible que no respirara? Ansiaba que se moviera, que abriera los ojos, que hablara. Seguía manteniendo la mano sobre su pecho. A veces un corazón podía empezar a latir de nuevo, decía la gente... pero Agnes había perdido tanta sangre...

Miró a Alfred.

—Madre ha muerto —musitó.

Alfred le miraba mudo. Martha empezó a llorar. El recién nacido también lloraba.
Tengo que cuidar de ellos
—pensó Tom—.
He de ser fuerte por ellos.

Pero ansiaba llorar, rodear a Agnes con sus brazos y mantener junto a él su cuerpo mientras se enfriaba, y recordarla cuando era una muchacha, riendo y haciendo el amor. Necesitaba sollozar de rabia y agitar el puño frente a los cielos implacables. Endureció su corazón. Tenía que dominarse, tenía que ser fuerte por sus hijos.

Tenía los ojos secos.

¿Qué hago primero?
, se dijo.

Cavar una tumba.

Tengo que cavar un agujero muy hondo para depositarla en el que no se acerquen los lobos, y conservar sus huesos hasta el día del Juicio Final. Luego rezar una oración por su alma. Agnes, Agnes, ¿por qué me has dejado solo?

El recién nacido seguía llorando. Tenía los ojos fuertemente cerrados y abría y cerraba la boca de forma rítmica, como si pudiera recibir sustento del aire. Necesitaba que le alimentaran. Los pechos de Agnes rebosaban de leche tibia. ¿Por qué no?, se dijo Tom. Colocó al bebé frente al pecho de ella. El niño encontró el pezón y empezó a mamar. Tom ciñó la capa de Agnes alrededor del niño.

Martha estaba mirando, con los ojos muy abiertos y chupándose el dedo gordo.

—¿Podrías sostener al bebé así, para que no se caiga? —le preguntó Tom.

La niña asintió arrodillándose junto a la madre muerta y al niño.

Tom cogió la pala. Agnes había elegido aquel lugar para descansar y se había sentado a la sombra del castaño de indias. Así pues, que sea éste el lugar de su reposo definitivo. Tragó saliva con fuerza luchando contra el deseo de sentarse en el suelo y echarse a llorar. Marcó un rectángulo sobre la tierra, a algunos pasos del tronco del árbol, donde no habría raíces cerca de la superficie, y empezó a cavar.

Descubrió que ello le servía de ayuda. Cuando se concentraba para hundir su pala en el duro suelo y sacar la tierra, el resto de su mente quedaba en blanco y era capaz de conservar el dominio de sí mismo. Fue turnándose con Alfred para que también él pudiera beneficiarse de aquel trabajo físico constante. Cavaron con rapidez.

—¿Se ve bastante hondo? —preguntó Alfred en un momento determinado.

Tom se dio cuenta entonces de que se encontraba en pie dentro de un hoyo tan profundo como su altura. No quería que el trabajo acabara, pero se vio obligado a asentir.

—Ya es suficiente —dijo, saliendo del hoyo.

Había amanecido mientras cavaba. Martha había cogido en brazos al bebé y estaba sentada junto al fuego, acunándolo. Tom fue junto a Agnes, arrodillándose. La envolvió fuertemente en su capa dejándole la cara visible. Seguidamente la cogió en brazos. Se acercó a la tumba y la dejó en el borde. Luego bajó al hoyo, y a continuación, levantándola, la depositó con sumo cuidado sobre la tierra; permaneció un buen rato mirándola, arrodillado junto a ella en su fría tumba. La besó suavemente en los labios y luego le cerró los ojos.

Salió de la tumba.

—Venid aquí, niños —les dijo.

Alfred y Martha acudieron y se colocaron a su lado. Martha llevaba en brazos al bebé. Tom puso un brazo alrededor de cada uno de ellos.

Todos permanecieron mirando la tumba.

—Decid:
Dios bendiga a madre
. —dijo Tom.

—Dios bendiga a madre —repitieron ambos.

Martha sollozaba y había lágrimas en los ojos de Alfred. Tom les abrazó a los dos, tragándose las lágrimas.

Luego los soltó y cogió la pala. Martha gritó cuando lanzó la primera palada de tierra a la tumba. Alfred abrazó a su hermana. Tom siguió llenando la tumba. No podía soportar la idea de echar tierra sobre la cara de ella, de manera que primero le cubrió los pies y luego las piernas y el cuerpo. Fue apilando la tierra formando un montículo y cada palada se deslizaba hacia abajo hasta que al fin la tierra le llegó al cuello, luego a la boca que él había besado, finalmente todo el rostro desapareció para no volver a verlo nunca más.

Acabó de llenar la tumba con rapidez.

Cuando hubo terminado esparció por doquier la tierra restante para que no formara montón, ya que los proscritos eran muy capaces de cavar una tumba con la esperanza de que el cuerpo llevara alguna sortija. Permaneció allí en pie, contemplando la tumba.

—Adiós, cariño —susurró—. Fuiste una buena esposa y te quiero.

Hizo un esfuerzo supremo y dio media vuelta.

La capa estaba todavía en el suelo, donde Agnes había yacido para el alumbramiento. Toda la parte de abajo estaba sucia con sangre. Tomó el cuchillo y cortó en dos la capa, arrojando la parte sucia al fuego.

Martha seguía con el bebé en brazos.

—Dámelo —dijo Tom.

La niña le miró con ojos asustados. Tom envolvió al niño en la parte limpia de la capa. El bebé empezó a llorar.

Se volvió hacia los niños que le miraban mudos.

—No tenemos leche para que el bebé pueda vivir, así que ha de quedarse aquí con su madre —dijo.

—¡Pero morirá! —exclamó Martha

—Sí —asintió Tom, esforzándose por controlar la voz—. Hagamos lo que hagamos, morirá.

Hubiera querido que el bebé dejara de llorar.

Recogió sus posesiones, las metió en la olla y luego se la colgó a la espalda tal como siempre la había llevado Agnes.

—Vámonos —dijo.

Martha empezó a sollozar. Alfred estaba pálido. Empezaron a caminar por el camino cuesta abajo bajo la luz gris de una mañana fría. Finalmente se extinguió del todo el llanto del niño.

No era conveniente quedarse junto a la tumba porque los niños no hubieran sido capaces de dormir allí y de nada hubiera servido toda una noche de vigilia; además les haría bien mantenerse en movimiento.

Tom marcó un paso rápido pero ahora sus pensamientos vagaban libremente y no era capaz de controlarlos. No había más remedio que seguir andando. No había que hacer preparativos ni trabajos; no había que organizar nada y no podían ver otra cosa que el oscuro bosque y las sombras oscilando a la luz de las antorchas. Pensaba en Agnes y al seguir el rastro de algún recuerdo sonreía para sí y luego se volvía para contarles lo que acababa de recordar. Entonces al recordar que estaba muerta, el impacto le producía dolor físico. Estaba aturdido como si hubiera ocurrido algo del todo incomprensible, aunque en el mundo, desde luego, fuera muy corriente el que una mujer de su edad muriera de parto y un hombre de la suya se quedara viudo. Pero la sensación de pérdida era como una herida; había oído decir que las personas a las que les habían cortado los dedos de un pie no podían tenerse en pie y se caían constantemente, hasta que volvían a aprender a tenerse en pie. Así se sentía él, como si le hubieran amputado algo de su ser y no pudiera hacerse a la idea de que se había ido para siempre.

Intentó no pensar en ella pero seguía recordando el aspecto que tenía antes de morir. Parecía increíble que hiciera tan sólo unas horas que estaba viva y que ahora ya hubiera muerto. Recordó su rostro mientras se esforzaba por dar a luz y su sonrisa orgullosa mirando al recién nacido. Recordaba lo que después le había dicho:
Espero que construyas tu catedral
, añadiendo luego,
Construye una hermosa catedral para mí.
Habló como si supiera que se estaba muriendo.

A medida que caminaba pensaba más y más en el bebé que había abandonado atrás envuelto en una media capa depositado sobre una tumba reciente. Probablemente todavía seguiría vivo, a menos que lo hubiera olfateado un zorro. Pero moriría antes de la amanecida. Lloraría un rato, luego cerraría los ojos y la vida empezaría a abandonarle a medida que fuera quedándose frío mientras dormía.

A menos que un zorro le olfateara.

Nada podía hacer por el niño. Para sobrevivir necesitaba leche; no la había ni tampoco alguna aldea en la que Tom encontrara a una mujer que amamantara al niño o alguna oveja, cabra o vaca que pudiera sustituirla. Nabos era todo cuanto tenía para darle, que lo matarían, como el zorro.

A medida que avanzaba la noche le parecía cada vez más horroroso el haber abandonado al bebé. Sabía bien que era algo corriente.

Unos campesinos con familia numerosa y granjas pequeñas solían dejar a los recién nacidos expuestos al frío, y en ocasiones el sacerdote hacía la vista gorda. Pero Tom no pertenecía a esa clase de gente. Debiera haberle llevado en brazos hasta que muriera y luego enterrarlo. Claro que aquello no serviría de nada, pero de todos modos era lo que debía haber hecho.

Se dio cuenta de que ya era de día.

Se paró de repente.

Los niños se quedaron mirándole muy quietos, esperando. Estaban preparados para cualquier cosa, ya nada era normal.

—No debí haber dejado al bebé —dijo Tom.

—Pero no podíamos darle de comer. Moriría de todas maneras —alegó Alfred.

—Aun así, no debí dejarle —insistió Tom.

—Volvamos a buscarle —dijo Martha.

Tom todavía dudaba. Regresar en aquel momento sería como admitir que había hecho mal abandonando al niño.

Pero era verdad, había hecho mal.

Dio media vuelta.

—Muy bien. Volvamos —dijo.

En aquel momento los peligros que con anterioridad había descartado le parecían de repente más posibles. Para entonces algún zorro habría olfateado con toda seguridad al bebé y le habría arrastrado a su cubil. O quizás un lobo. Los jabalís también eran peligrosos aunque no comieran carne ¿Y qué decir de las lechuzas? Una lechuza podía llevarse al bebé pero no sin antes picotearle los ojos.

Avivó el paso sintiéndose mareado por el cansancio y el hambre. Martha tuvo que correr para seguirle, pero no se quejó.

Tom temía lo que pudiera encontrar al volver junto a la tumba.

Los depredadores eran implacables y sabían cuándo se encontraba indefenso un ser vivo.

No sabía cuánto camino podían haber andado, había perdido sentido del tiempo. El bosque le resultaba poco familiar a ambos lados del camino aunque acabaran de pasar por él. Buscó ansioso el lugar donde se encontraba la tumba. Seguramente el fuego aún no se había apagado, habían hecho una hoguera muy grande. Escudriñó los árboles buscando las hojas peculiares del castaño de Indias. Pasaron junto a un recodo lateral que no recordaba y empezó a pensar desquiciado que quizá ya habían pasado junto a la tumba y no la habían visto. Luego le pareció distinguir delante de ellos un leve centelleo naranja.

Sintió que el corazón le latía con fuerza; apretó el paso y guiñó los ojos. Sí, era un fuego. Echó a correr. Oyó que Martha le gritaba como si creyera que la estaba abandonando, y él les gritó a su vez por encima del hombro:

—¡Lo hemos encontrado! —Y oyó a los niños que corrían tras él.

Llegó a la altura del castaño de Indias con el corazón desbocado. El fuego ardía alegremente; allí estaba el montón de leña y también el sayo manchado de sangre donde se había desangrado Agnes hasta morir. Y allí estaba la tumba, un trozo de tierra removida recientemente bajo la cual yacía ella. Y sobre la tumba estaba... nada. Tom buscó frenético en derredor suyo con la mente confusa. Ni rastro del bebé. Incluso había desaparecido la mitad de la capa en la que le había dejado envuelto. Y, sin embargo, la tumba estaba intacta.

Sobre la tierra blanda no se veían huellas de animales, ni sangre ni señal alguna de que el bebé hubiera sido arrastrado.

Tom tuvo la sensación de que no podía ver con demasiada claridad y que tenía la mente confusa. Ahora ya sabía que había hecho algo terrible abandonando al recién nacido mientras aún vivía. Cuando supiera que estaba muerto podría descansar. Pero era posible que todavía siguiera vivo por allí cerca, en alguna parte; decidió buscar caminando en círculo.

—¿Adónde vas? —le preguntó Alfred.

—Tenemos que buscar al bebé —dijo Tom sin volver la vista.

Anduvo alrededor del límite del pequeño calvero escudriñando debajo de los arbustos; todavía se sentía algo mareado y confuso. No vio nada, ni siquiera el menor indicio de la dirección en la que el lobo se hubiera llevado al niño, porque ya estaba seguro de que había sido un lobo. El cubil del animal debía estar por allí cerca.

—Tenemos que hacer un círculo más grande —dijo a sus hijos.

Abrió de nuevo la marcha alejándose más del fuego, hurgando entre los arbustos y matorrales. Empezaba a sentirse confuso, pero logró mantener la mente fija en una cosa: la imperativa necesidad de encontrar al niño. Ahora ya no era dolor lo que sentía, sino tan sólo una ardiente y compulsiva determinación, y en el fondo de su mente el aterrador convencimiento de que todo aquello había sido culpa suya. Anduvo a ciegas por todo el bosque, escudriñando el suelo, deteniéndose de vez en cuando para escuchar el inconfundible lloriqueo de un recién nacido. Pero cuando él y los niños se quedaron quietos, sobre el bosque planeaba el más absoluto silencio.

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