Los Pilares de la Tierra (25 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

La iglesia le calmó como siempre le sucedía. Después de su mal comportamiento de aquella mañana los monjes se mantenían quietos y solemnes. Mientras escuchaba las frases familiares del oficio y murmuraba las respuestas como había hecho durante tantos años, se sintió capaz una vez más de pensar con claridad.

¿Quiero ser prior de Kingsbridge?
se preguntó. Y al instante le llegó la respuesta: ¡

! Hacerse cargo de aquella iglesia en ruinas, repararla, pintarla de nuevo, y llenarla con los cantos de un centenar de monjes y las voces de millares de fieles diciendo el padrenuestro. Sólo por ello quería la dignidad. Luego estaban las propiedades del monasterio que habían de ser reorganizadas, dándoles nuevo impulso y haciéndolas de nuevo ricas y productivas. Quería ver una multitud de chiquillos aprendiendo a leer y a escribir en un rincón de los claustros. Quería que la casa de invitados resplandeciera de luz y calor de tal manera que acudieran a visitarles los barones y obispos, concediendo valiosos regalos al priorato antes de irse. Quería disponer de una habitación especial dedicada a biblioteca y llenarla con libros de sabiduría y belleza. Sí, quería ser prior de Kingsbridge.

¿Existen algunas otras razones?
se preguntó.
Cuando me imagino como prior, introduciendo mejoras para la mayor gloria de Dios, ¿albergo orgullo en mi corazón?

Ah, sí.

No podía engañarse a sí mismo en el ambiente frío y sagrado de las iglesias. Su objetivo era la gloria de Dios, pero también le complacía la gloria de Philip. Le gustaba la idea de dar órdenes sin que nadie las rebatiera. Se veía a sí mismo tomando decisiones, dando consejo y aliento, dictando castigos y perdones como le pareciera justo. Se imaginaba a la gente diciendo:
¡Philip de Gwynedd reformó este lugar. Era un desastre hasta que él se hizo cargo y miradlo ahora!

Pero sería bueno, se dijo. Dios me ha dado inteligencia para administrar propiedades y habilidad para dirigir grupos de hombres. Ya lo he demostrado como despensero en Gwynedd y como prior en St-John-in-the-Forest. Y cuando dirijo un lugar los monjes se sienten felices. En mi priorato los ancianos no tienen sabañones y los jóvenes no se sienten frustrados por falta de trabajo. Me preocupo por la gente.

Por otra parte tanto Gwynedd como St-John-in-the-Forest resultan fáciles en comparación con el priorato de Kingsbridge. El monasterio de Gwynedd estaba bien dirigido. La celda en el bosque se encontraba en dificultades cuando él se hizo cargo pero era pequeña y fácil de manejar. Por el contrario, la reforma de Kingsbridge era un trabajo de titanes. Pasarían semanas antes de que se pudiera averiguar cuáles eran sus recursos, cuántas tierras y dónde estaban, y si tenían bosques, pastos, o trigales. Sería un trabajo de años establecer el control sobre todas las propiedades dispersas, averiguar lo que estaba mal y enderezarlo y aunarlo todo formando un conjunto próspero. Todo cuanto Philip había hecho en la celda del bosque había sido poner a trabajar duramente a una docena de hombres jóvenes en los campos y rezar solemnemente en la iglesia.

Muy bien
, admitió Philip,
mis motivos no son del todo puros y mi habilidad está en tela de juicio. Tal vez debiera negarme a participar. Al menos tendría la seguridad de evitar el pecado de orgullo. Pero ¿qué fue lo que dijo Cuthbert? «Un hombre puede frustrar con igual facilidad la voluntad de Dios mediante una excesiva humildad.»

¿Qué quiere Dios?
se preguntó finalmente.
¿Quiere a Remigius? La capacidad de Remigius es inferior a la mía y sus motivos probablemente no serán más puros. ¿Hay otro candidato? De momento no. Hasta que Dios revele una tercera posibilidad debemos asumir que la elección está entre Remigius y yo. Es evidente que Remigius dirigirá el monasterio como lo ha venido haciendo mientras el prior James estuvo enfermo, lo que es como decir que se mostrará ocioso y negligente, y que dejará que continúe su decadencia. ¿Y yo? Estoy lleno de orgullo y todavía no se ha puesto a prueba mi talento, pero intentaré reformar el monasterio y lo lograré si Dios me da fuerzas.

Así que, muy bien,
dijo a Dios tan pronto como terminó el oficio.
Muy bien. Aceptaré la designación y lucharé con todas mis fuerzas para ganar la elección. Y si Tú no me quieres a mí por alguna razón que hayas preferido no revelarme, bueno, entonces sabrás de detenerme por todos los medios posibles.

Aunque Philip había pasado veintidós años en monasterios, sus priores habían gozado de larga vida y, por tanto, nunca tuvo ocasión de conocer unas elecciones. Se trataba de un acontecimiento único en la vida monástica ya que los hermanos no estaban obligados a la obediencia cuando votaban. De repente, todos eran iguales.

Hubo un tiempo, si las leyendas decían verdad, que los monjes habían sido iguales en todo. Un grupo de hombres habían decidido volver la espalda al mundo de la lujuria y construir un santuario en la soledad, donde poder vivir en adoración y negación de sí mismos.

Y se harían con un trecho de tierra yerma, limpiando el bosque y secando el pantano. Y cultivarían la tierra y construirían juntos su iglesia. En aquellos días fueron realmente como hermanos. El prior era, como daba a entender su título, tan sólo el primero entre iguales. Y juraron obediencia a la regla de san Benito, no a dignatarios monásticos. Pero todo cuanto quedaba ya de aquella democracia primitiva era la elección del prior y del abad.

Algunos monjes se sentían incómodos con su poder. Querían que se les dijera a quién habían de votar o sugerían que la decisión fuera delegada en un comité de monjes mayores. Otros abusaban del privilegio y se mostraban insolentes o pedían favores a cambio de su apoyo. La mayoría se mostraban sencillamente ansiosos por tomar la decisión acertada.

Aquella tarde Philip habló en los claustros con casi todos ellos, por separado o en pequeños grupos, y les dijo con toda franqueza que quería el puesto y que tenía la convicción de hacerlo mejor que Remigius pese a su juventud. Contestó a sus preguntas, que por lo general se referían a raciones de comida o bebida. Acababa cada conversación diciendo:
Si cada uno de nosotros toma una decisión bien meditada y acompañada de la oración, Dios bendecirá sin la menor duda el resultado.
Era una frase prudente, pero sobre todo él la decía con la más absoluta convicción.

—Estamos ganando —dijo el cocinero Milius a la mañana siguiente cuando él y Philip tomaban el desayuno de pan bazo y una pequeña cerveza mientras los pinches de cocina alimentaban los hogares.

Philip dio un mordisco al duro pan moreno y tomó un buen sorbo de cerveza para ablandarlo. Milius era un joven entusiasta y vivo de ingenio, protegido de Cuthbert y admirador de Philip. Tenía el pelo oscuro y liso y una cara pequeña de facciones regulares. Al igual que Cuthbert se sentía feliz sirviendo a Dios de manera práctica y faltaba a la mayoría de los servicios. A Philip su optimismo le pareció excesivo.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión? —le preguntó escéptico.

—Todos los que en el monasterio están de parte de Cuthbert te apoyan, el chambelán, el enfermero, el maestro de novicios, yo mismo, porque sabemos que eres un buen proveedor y las provisiones constituyen el gran problema en el régimen actual. Muchos monjes votarán por ti por una razón similar. Creen que administrarás mejor las riquezas del priorato y que ello dará como resultado una mayor comodidad y una mejor comida.

Philip frunció el entrecejo.

—No quisiera que nadie se llamara a engaño. Mi primera preocupación será la reparación de la iglesia y mejorar los oficios. Tienen prioridad frente a la comida.

—Claro, claro. Y ellos lo saben —dijo Milius con cierto apresuramiento—. Ése es el motivo de que el maestro de invitados y uno o dos de los otros sigan pensando en votar a Remigius. Prefieren un régimen de inactividad y una vida tranquila. Los demás que le apoyan son todos seguidores suyos que esperan disfrutar de privilegios especiales cuando él esté al frente: el sacristán, el postulante, el tesorero y así sucesivamente. El cantor es amigo del sacristán, pero creo que podríamos ganarlo para nosotros, sobre todo si le prometes nombrar un bibliotecario.

Philip asintió. El cantor tenía a su cargo la música y estaba convencido de que no le competía a él ocuparse de los libros además de todas sus obligaciones.

—En todo caso es una buena idea —dijo Philip—. Necesitamos un bibliotecario para que forme nuestra propia colección de libros.

Milius se levantó del taburete y empezó a afilar un cuchillo de cocina. Rebosaba energía y siempre tenía que estar haciendo algo con las manos, precisó Philip.

—Hay cuarenta y cuatro monjes con derecho a voto —dijo Milius. Habían sido cuarenta y cinco pero uno de ellos acababa de morir—. Calculo que dieciocho están a favor nuestro y diez con Remigius. Los dieciséis restantes están indecisos. Necesitamos veintitrés para alcanzar la mayoría. Ello significa que habrás de ganarte cinco indecisos.

—Planteado de esa manera parece fácil —dijo Philip—. ¿De cuánto tiempo disponemos?

—No lo sé. Los hermanos convocan la elección pero si lo hacemos demasiado pronto el obispo puede negarse a confirmar al que hayamos elegido. Y si la retrasamos demasiado puede ordenarnos que la convoquemos. También tiene derecho a nombrar un candidato. En estos momentos es posible que ni siquiera esté enterado de que el prior ha muerto.

—Entonces puede pasar mucho tiempo.

—Sí. Y tan pronto como estemos seguros de alcanzar la mayoría, deberás volver a tu celda y quedarte allí hasta que todo haya terminado.

—¿Por qué? —Philip estaba desconcertado ante aquella propuesta.

—La familiaridad engendra desprestigio. —Milius agitó con entusiasmo el cuchillo recién afilado—. Perdóname si parezco irrespetuoso pero fuiste tú quien preguntó. En este momento te rodea un aura. Eres una figura lejana, santificada, especialmente para nosotros, los monjes más jóvenes. Hiciste un milagro con esa pequeña celda, reformándola y convirtiéndola en autosuficiente. Eres un ordenancista duro pero alimentas bien a tus monjes. Eres un líder nato pero puedes inclinar la cabeza y aceptar una reprimenda como el más joven de los novicios. Conoces las Escrituras y haces el mejor queso del país.

—Y tú exageras.

—No demasiado.

—No creo que la gente piense así de mí..., no es natural.

—Claro que no lo es. —Milius mostró su asentimiento con otro leve encogimiento de hombros—. Y no durará en cuanto lleguen a conocerte. Si te quedaras aquí perderías esa aura. Te verían hurgarte los dientes y rascarte el trasero, te oirían roncar y echarte cuescos, descubrirían cómo eres cuando estás de mal humor, han herido tu orgullo o te duele la cabeza. No queremos que eso suceda. Déjales que vean a Remigius cometer errores y chapucerías un día tras otro, mientras que tu imagen permanece radiante y perfecta en sus mentes.

—Esto no me gusta —dijo Philip con tono preocupado—. Parece falso.

—No hay nada deshonesto en ello —protestó Milius—. Es el reflejo auténtico de lo bien que servirías a Dios y al monasterio si fueras prior y lo detestable que sería el gobierno de Remigius.

Philip sacudió la cabeza.

—Me niego a parecer un ángel. Muy bien, no me quedaré aquí; en cualquier caso he de volver al bosque. Pero hemos de ser sinceros con los hermanos. Les estamos pidiendo que elijan a un hombre falible e imperfecto que necesitará de su ayuda y sus oraciones.

—¡Diles eso! —exclamó con entusiasmo Milius—. Es perfecto, les encantará.

Es incorregible
, pensó Philip. Cambió de tema.

—¿Cuál es tu impresión sobre los indecisos, los hermanos que todavía no tienen decidido el voto?

—Son conservadores —afirmó Milius sin vacilar—. Ven en Remigius el hombre de más edad, el que introducirá menos cambios y cuyas decisiones son predecibles. El hombre que en estos momentos está eficazmente al frente.

Philip asintió.

—Y se muestran cautelosos ante mí, como si fuera un perro extraño que pudiera morder.

La campana llamó a capítulo. Milius se bebió de un trago la cerveza que le quedaba.

—Ahora habrá algún ataque contra ti, Philip. No puedo saber qué forma adoptará, pero seguro que intentarán presentarte como demasiado joven, inexperto, impetuoso y poco seguro. Debes mostrarte tranquilo, cauteloso y sensato, pero dejándonos a Cuthbert y a mí tu defensa.

Philip empezó a sentirse inquieto. Aquello de sopesar cada uno de sus movimientos y calcular cómo lo interpretarían y juzgarían los demás, era una forma nueva de pensar.

—Habitualmente sólo pienso en cómo juzgará Dios mi comportamiento —dijo con un ligero tono de desaprobación.

—Lo sé, lo sé —dijo Milius impaciente—. Pero no es pecado ayudar a la gente sencilla para que vea tus acciones a la verdadera luz.

Philip frunció el entrecejo. Los alegatos de Milius eran desoladoramente plausibles.

Salieron de la cocina, atravesaron el refectorio y se dirigieron a los claustros. Philip se sentía tremendamente inquieto. ¿Ataque? ¿Qué significaba un ataque? ¿Dirían falsedades sobre él? ¿Cuál debería ser su reacción? Si la gente decía embustes sobre él, se pondría furioso, ¿debería contener su ira para dar la impresión de ser una persona tranquila, moderada y todo eso? Pero de hacerlo así, ¿no creerían los hermanos que aquellas mentiras eran verdaderas? Llegó a la conclusión de que se mostraría tal como era. Quizás con algo más de gravedad y dignidad.

La sala capitular era una construcción pequeña y redonda adosada a la parte este de los claustros. Tenía bancos colocados en círculos concéntricos. No había fuego y hacía frío en contraste con la temperatura de la cocina. La luz entraba a través de unas ventanas altas colocadas por encima del nivel de la mirada, de manera que en todo el salón no había nada que ver salvo a los otros monjes.

Eso fue exactamente lo que hizo Philip. Estaba presente casi todo el monasterio en pleno. Los había de todas las edades, desde los diecisiete años a los setenta. Altos y bajos, morenos y rubios, todos ellos vestidos con el áspero hábito de lana sin blanquear, tejida en casa, y calzados con sandalias de cuero; allí estaba el maestro de invitados, con su oronda barriga y su nariz roja reveladores de sus vicios, vicios que quizás fueran perdonables, pensó Philip, si es que alguna vez tuvo un invitado; allí estaba el chambelán que obligaba a los monjes a cambiarse de ropa y a afeitarse en Navidad y Pentecostés (se recomendaba al mismo tiempo un baño aunque no obligatorio). Recostado contra la pared más alejada se encontraba el hermano de más edad, un anciano frágil, pensativo e imperturbable, con el pelo todavía gris en lugar de blanco, un hombre que rara vez hablaba pero que cuando lo hacía era de una manera efectiva, un hombre que probablemente debió de haber sido prior de no haberse mostrado tan humilde; allí estaba el hermano Simón con su mirada furtiva y sus manos inquietas, un hombre que confesaba pecados de impureza con tal frecuencia, según le cuchicheó Milius a Philip, que parecía disfrutar más con la confesión que con el pecado. También estaba presente William Beauvis, comportándose como es sabido, el hermano Paul, cojeando ligeramente, Cuthbert Whitehead, al parecer muy seguro de sí mismo; John Small, el pequeño tesorero, y Fierre, el admonitor, el hombre de palabra mezquina que el día anterior le había negado la cena a Philip. Cuando éste miró en derredor, se dio cuenta de que todos los ojos estaban fijos en él, lo que le hizo bajar incómodo los suyos.

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