Los Pilares de la Tierra (35 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Jack había esperado ver más de cerca a Aliena, pero ante su decepción ésta salió del salón una vez hubo terminado la música y subió la escalera. Pensó que debía tener su propio dormitorio en el piso superior.

Los niños y algunos mayores jugaron al ajedrez o a las tablas reales para pasar la velada, y los más laboriosos hacían cinturones, gorras, calcetines, guantes, boles, silbatos, dados, palas y látigos. Jack jugó varias partidas de ajedrez y las ganó todas. Pero un hombre de armas se enfadó de que le ganara un niño, y entonces la madre de Jack le dijo que dejara de jugar; empezó a vagar por el salón escuchando las diferentes conversaciones. Descubrió que algunas personas hablaban con mucho sentido sobre los campos o los animales, o sobre obispos y reyes, mientras que otras sólo bromeaban, fanfarroneaban y contaban historias divertidas. Todas le parecieron fascinantes. Finalmente se consumieron las velas de junco, el conde se retiró y las otras sesenta o setenta personas se envolvieron bien en sus capas y se dispusieron a dormir sobre el suelo cubierto de paja.

Como de costumbre, su madre y Tom yacían juntos bajo la gran capa de éste y ella le abrazaba como hacía con Jack cuando era pequeño. Les observaba con envidia, podía oírles cuchichear y a su madre reír en tono bajo e íntimo. Al cabo de un rato sus cuerpos empezaban a moverse rítmicamente bajo la capa. La primera vez que les vio hacer aquello, Jack se sintió terriblemente preocupado, pensando que aquello debía doler. Pero se besaban mientras lo hacían aunque a veces su madre gimiera, pero se dio cuenta de que eran gemidos de placer. Se sentía reacio a preguntar a su madre sobre aquello, aunque sin saber bien por qué. Sin embargo en aquellos momentos en que los fuegos ardían más bajos vio a otra pareja que hacía lo mismo, y llegó a la conclusión de que debía ser algo normal. No era más que otro misterio, se dijo, y poco después se quedó dormido.

Por la mañana despertaron a los niños muy temprano, pero el desayuno no podía servirse hasta que se hubiera dicho la misa, y la misa no podía decirse hasta que el conde se levantara, de manera que tenían que esperar. Un sirviente madrugador les ordenó que recogieran leña para todo el día. Los adultos empezaron a despertarse con el aire frío de la mañana que entraba por la puerta. Cuando los niños hubieron terminado de recoger leña suficiente, se encontraron con Aliena.

Bajaba las escaleras como había hecho la noche anterior, pero tenía un aspecto muy diferente. Llevaba recogidos detrás sus abundantes bucles con una cinta, descubriendo la línea armoniosa de su mandíbula, las orejas pequeñas y el cuello blanco. Sus inmensos ojos oscuros, que la noche anterior parecieran graves y de mirada adulta, en aquellos momentos chispeaban divertidos y sonreía. La seguía el muchacho que la noche anterior se había sentado con ella y el conde a la cabecera de la mesa; parecía uno o dos años mayor que Jack, pero no estaba tan desarrollado como Alfred. Miró con curiosidad a Jack, Martha y Alfred, pero fue ella quien habló.

—¿Quiénes sois? —preguntó.

Fue Alfred quien contestó

—Mi padre es el cantero que va a hacer las reparaciones en el castillo. Yo soy Alfred. Mi hermana se llama Martha y éste es Jack.

Cuando ella se acercó más, Jack se dio cuenta de que olía a espliego, lo que le dejó desconcertado. ¿Cómo podía una persona oler a flores?

—¿Qué edad tienes? —preguntó a Alfred.

—Catorce años —Jack se dio cuenta de que también Alfred estaba enormemente impresionado. Al cabo de un momento éste preguntó a bocajarro.

—Y tú, ¿qué edad tienes?

—Quince años. ¿Queréis algo de comer?

—Sí.

—Venid conmigo.

Todos salieron del salón detrás de ella, y bajaron los escalones.

—Pero es que no sirven el desayuno antes de la misa...

—Hacen lo que yo les digo —repuso Aliena con un movimiento altivo de cabeza.

Les condujo a través del puente hasta el recinto inferior y entró en la cocina, después de decirles que esperaran fuera. Martha dijo a Jack con un susurro:

—¿Verdad que es bonita?

Él asintió en silencio. Al cabo de unos momentos salió Aliena con una jarra de cerveza y una hogaza de pan de trigo. Dividió el pan en pedazos repartiéndolos entre ellos y luego pasó la jarra en derredor.

—¿Dónde está vuestra madre? —preguntó Martha tímidamente al cabo de un rato.

—Mi madre ha muerto —contestó Aliena rápidamente.

—¿No estás triste? —preguntó de nuevo Martha.

—Lo estuve, pero eso fue hace ya mucho tiempo. —Con un movimiento de cabeza indicó al muchacho que estaba junto a ella—. Richard ni siquiera puede recordarla.

Jack llegó a la conclusión de que Richard debía ser su hermano.

—Mi madre también ha muerto —dijo Martha, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

—¿Cuándo murió? —preguntó Aliena.

—La semana pasada.

Jack se dio cuenta de que Aliena no parecía demasiado impresionada por las lágrimas de Martha. A menos que se mostrase insensible para disimular su pena.

—¿Quién es entonces esa mujer que va con vosotros? —preguntó bravamente Aliena.

—Es mi madre —intervino Jack. Estaba impaciente de poder decirle algo.

Aliena se volvió hacia él como si le viera por vez primera.

—¿Y dónde está tu padre?

—No tengo —dijo. Le excitaba el simple hecho de que ella le mirara.

—¿También ha muerto?

—No —dijo Jack—. Nunca he tenido padre.

Quedó por un momento el silencio y luego Aliena, Richard y Alfred se echaron a reír. Jack se quedó asombrado y les miró confundido. Pero a medida que aumentaba la risa empezó a sentirse mortificado. ¿Qué había de divertido en que nunca hubiera tenido padre? Incluso Martha sonreía olvidadas ya sus lágrimas.

—Entonces, si no tienes padre ¿de dónde has venido? —le preguntó Alfred con tono de mofa.

—De mi madre, todos los niños vienen de sus madres —dijo Jack perplejo—. ¿Qué tienen que ver los padres con eso?

Arreciaron las risas; Richard daba saltos muerto de risa señalando con dedo burlón a Jack.

—No sabe una palabra de nada; lo encontramos en el bosque —dijo Alfred a Aliena.

A Jack le ardían las mejillas de vergüenza. Se había sentido tan feliz de estar hablando con Aliena y ahora ella le creía un completo estúpido, un ignorante del bosque. Y lo peor de todo era que aún no sabía qué había dicho de malo; sentía necesidad de llorar, lo que todavía empeoraba las cosas. El pan se le atragantó y le fue imposible tragar. Miró a Aliena, animada su bonita cara por una sonrisa divertida y no pudo soportarlo. Arrojó el pan al suelo y se alejó. Sin importarle a dónde iba, caminó hasta llegar al terraplén de la muralla del castillo, y subió por la empinada cuesta hacia arriba. Allí se sentó sobre la tierra fría con la mirada perdida en la lejanía sintiendo lástima de sí mismo y aborrecimiento hacia Alfred y Richard, e incluso hacia Martha y Aliena. Llegó a la conclusión de que las princesas no tenían corazón.

Sonó la campana llamando a misa. Los oficios divinos eran también un misterio para él. Los sacerdotes, en una lengua que no era la inglesa ni la francesa, cantaban y hablaban a esculturas, pinturas e incluso a seres completamente invisibles. La madre de Jack evitaba asistir a los oficios siempre que podía. Mientras los habitantes del castillo se dirigían a la capilla, Jack se escabulló por la parte superior de la muralla y se sentó lejos de la vista en la parte más alejada.

El castillo estaba rodeado de campos llanos y yermos con bosques a lo lejos. Dos visitantes madrugadores estaban atravesando el nivel inferior en dirección al castillo. El cielo aparecía cubierto por una inmensa nube, baja y grisácea. Jack se preguntó si no iría a nevar.

Ante Jack aparecieron otros dos visitantes madrugadores. Éstos iban a caballo. Cabalgaron rápidos hacia el castillo, dejando rezagada a la primera pareja. Atravesaron el puente de madera en dirección a la casa de guardia. Los cuatro visitantes habrían de esperar hasta que terminara la misa antes de poder ocuparse de los asuntos que les habían llevado hasta allí, cualquiera que fuese su naturaleza, porque todo el mundo asistía a los oficios divinos, salvo los centinelas de guardia.

De repente, le sobresaltó una voz junto a él.

—Así que estás aquí —Era su madre, se volvió hacia ella, que inmediatamente se dio cuenta de que algo le había alterado—. ¿Qué pasa?

Quería que ella le consolara, pero endureció el ánimo.

—¿He tenido alguna vez un padre? —preguntó.

—Sí —repuso Ellen—. Todo el mundo tiene padre.

Se arrodilló junto a él.

Jack volvió la cara. Era ella quien tenía la culpa de la humillación que había sufrido por no haberle hablado de su padre.

—¿Qué fue de él?

—Murió.

—¿Cuando yo era pequeño?

—Antes de que nacieras.

—¿Cómo pudo ser mi padre si murió antes de que yo naciera?

—Los bebés nacen de una semilla. Esa semilla sale de la polla de un hombre que la planta en el coño de una mujer. La semilla crece en su vientre hasta convertirse en un bebé, y cuando ya está preparado sale.

Jack permaneció callado un momento, digiriendo aquella información. Sospechó que aquello estaba relacionado con lo que hacían por la noche.

—¿Va a plantar Tom una semilla en ti? —preguntó.

—Tal vez.

—Entonces tendrás un nuevo bebé.

Ella asintió.

—Un hermano para ti. ¿No te gustaría?

—No me importa —dijo él—. Tom ya te ha alejado de mí. Un hermano no será diferente.

Ellen le pasó un brazo por los hombros abrazándole.

—Nadie me alejará jamás de ti —dijo Ellen.

Aquello le hizo sentirse algo mejor.

Permanecieron un rato sentados allí.

—Aquí hace frío. Entremos a sentarnos junto al fuego hasta la hora del desayuno —dijo Ellen finalmente.

Jack asintió. Volvieron por la muralla del castillo y bajaron corriendo el terraplén hasta el recinto. No había rastro de los cuatro visitantes. Tal vez hubieran entrado en la capilla.

—¿Cómo se llamaba mi padre? —preguntó Jack mientras atravesaba con su madre el puente que conducía al recinto superior.

—Jack, igual que tú —dijo ella—. Le llamaban Jack Shareburg.

—De manera que si hay otro Jack puedo decir a la gente que soy Jack Jackson (Jack, hijo de Jack).

—Claro que puedes decirlo. La gente no siempre te llamará como tú quieras, pero puedes intentarlo.

Jack asintió. Se sentía mejor. Pensaría en sí mismo como Jack Jackson. Ahora ya no estaba avergonzado. Al menos, estaba enterado de lo de los padres y también sabía el nombre del suyo. Jack Shareburg.

Llegaron a la casa de los centinelas del recinto superior. No había nadie. La madre de Jack se detuvo con el ceño fruncido.

—Tengo la extraña sensación de que está pasando algo extraño —dijo. El tono de su voz era tranquilo y natural, pero había un atisbo de miedo que dejó frío a Jack, que tuvo la premonición de un desastre.

Su madre entró en la pequeña garita en la base de la casa de guardia. Un momento después oyó su exclamación entrecortada.

Entró detrás de ella. Se la veía terriblemente sobresaltada, con la mano en la boca y mirando al suelo.

El centinela yacía boca arriba, con los brazos caídos a los costados. Tenía un tajo en la garganta, había un charco de sangre en el suelo, junto a él, y ni que decir tiene que estaba muerto.

3

William Hamleigh y su padre se pusieron en marcha en plena noche, con casi un centenar de caballeros y hombres de armas a caballo, y madre en la retaguardia. Aquel ejército alumbrado con antorchas, las caras prácticamente ocultas contra el helado aire nocturno, debió aterrar a los habitantes de las aldeas que atravesaron con gran estruendo de camino hacia Earlcastle. Llegaron a la bifurcación cuando todavía era noche cerrada. A partir de allí llevaron sus caballos al paso para darles un descanso y apagar lo más posible el ruido.

Cuando ya empezaba a romper el alba se ocultaron en los bosques, detrás de los campos que se extendían delante del castillo del conde Bartholomew.

En realidad William no había contado el número de hombres de armas que había visto en el castillo, omisión por la que madre le había vituperado despiadadamente aunque tal como intentó disculparse él, muchos de los hombres que había visto estaban esperando a ser enviados con mensajes y era posible que hubieran llegado otros después de la partida de William, por lo que un recuento hubiera resultado inútil. Pero mejor un recuento que nada, alegó padre. No obstante calculó que había visto a unos cuarenta hombres. De manera que si no había habido grandes cambios en las pocas horas transcurridas, los Hamleigh tendrían una ventaja superior a dos por uno.

Ya se encontraban lo bastante cerca para un asedio al castillo. Sin embargo habían concebido un plan para tomarlo sin necesidad de asediarlo. El problema residía en que el ejército atacante sería visto desde las atalayas y el castillo quedaría cerrado mucho antes de que ellos llegaran. Lo que interesaba era encontrar una manera de que el castillo se mantuviera abierto durante el tiempo que necesitara el ejército para llegar hasta él desde el lugar donde se ocultaban en los bosques.

Como era de rigor, fue madre quien solucionó el problema.

—Necesitamos algo que les mantenga ocupados —dijo rascándose un divieso en la barbilla—. Algo que siembre el pánico entre ellos de manera que no descubran a nuestras fuerzas hasta que sea demasiado tarde. Por ejemplo, un fuego.

—Si llega un forastero y prende fuego les alertará de todas maneras —dijo padre.

—Puede hacerse con sigilo, sin que nadie se entere —dijo William.

—Claro que puede hacerse —dijo madre impaciente—. Habrás de hacerlo mientras están en misa.

—¿Yo? —exclamó William.

Había sido designado para encabezar la avanzadilla.

El cielo matinal iba aclarándose con tremenda lentitud. William estaba nervioso e impaciente. Durante la noche él, madre y padre habían ido mejorando la idea básica, pero todavía había muchas cosas que podían salir mal: que la avanzadilla no pudiera introducirse en el castillo por alguna razón, o que les vigilaran con recelo impidiéndoles actuar bajo mano. O también podían pillarles antes de que hubieran logrado algo. Incluso si el plan daba resultado, siempre habría que luchar y sería la primera batalla real en la que interviniera William. Habría hombres heridos y muertos y William podía ser uno de los desafortunados. Sintió un hormigueo de miedo en el estómago.

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