Los Pilares de la Tierra (31 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Aliena desvió la mirada reflexionando sobre su contestación. William vio detrás de ella al caballero y al hombre de armas que bajaban las escaleras y salían por la puerta con actitud resuelta. Un momento después un hombre con indumentaria clerical, probablemente secretario del conde, apareció arriba e hizo una seña. Dos de los caballeros se levantaron y subieron. Uno era Ralph de Lyme, ondeante el forro rojo de su capa, y otro hombre calvo de más edad. Era evidente que todos aquellos hombres esperaban en el salón para ver al conde en su cámara, de uno en uno y por parejas. ¿Por qué?

—¿Al cabo de todo este tiempo? —estaba diciendo Aliena. Contenía alguna emoción. Tal vez fuera enfado, pero William tenía la desagradable sensación de que era risa—. ¿Después de tanta preocupación, de tanta rabia, de tanto escándalo, precisamente cuando al fin todo se está olvidando, ahora me dices que me he equivocado?

William se dio cuenta de que tal como lo presentaba ella no parecía plausible.

—No está olvidado ni mucho menos. La gente todavía habla de ello. Mi madre aún está furiosa y mi padre no puede ir con la cabeza alta en público —dijo enojado—. Para nosotros no está olvidado.

—Para vosotros todo es cuestión del honor de la familia, ¿no?

Su voz tenía una inflexión peligrosa, pero William hizo caso omiso. Acababa de darse cuenta de lo que el conde estaba haciendo con todos aquellos caballeros y hombres de armas. Estaba despachando mensajes.

—¿El honor de la familia? Sí —dijo sin pensarlo.

—Sé que tendría que pensar en el honor, en las alianzas entre familias y todo eso —dijo Aliena—. Pero en el matrimonio eso no lo es todo. —reflexionó un momento y luego tomó una decisión—. Tal vez debiera hablarte de mi madre. Aborrecía a mi padre. Mi padre no es malo, en realidad es un gran hombre y yo le quiero, pero es espantosamente solemne y estricto, y jamás comprendió a mi madre. Ella era una persona feliz y alegre, que le gustaba reír y contar historias y tener música, y mi padre la hizo desgraciada. —William se dio cuenta de que Aliena tenía los ojos llenos de lágrimas, aunque su atención estaba centrada en los mensajes—. Por eso murió, porque no la dejaba ser feliz. Lo sé. Y él también lo sabe, ¿comprendes? Por eso prometió que nunca permitiría que me casara con alguien que no me gustara. ¿Comprendes ahora?

Esos mensajes son órdenes,
pensaba William.
Órdenes para los amigos y aliados del conde Bartholomew, advirtiéndoles de que estén preparados para luchar. Y los mensajeros son pruebas.

Se dio cuenta de que Aliena le estaba mirando.

—¿Casarte con alguien que no te guste? —dijo, repitiendo como un eco las palabras de ella—. ¿No te gusto?

—No me estabas escuchando —dijo ella brillándole los ojos por la ira—. Eres tan egocéntrico que no puedes pensar por un solo momento en los sentimientos de otros. ¿Qué hiciste la última vez que viniste aquí? Hablaste sin cesar de ti y no me hiciste una sola pregunta.

Su voz fue subiendo de tono hasta convertirse casi en gritos y cuando calló, William se dio cuenta de que los hombres que se encontraban al otro extremo del salón guardaban silencio y escuchaban. Se sintió violento.

—No hables tan alto —dijo a Aliena.

Ella no le hizo el menor caso.

—¿Quieres saber por qué no me gustas? Muy bien. Voy a decírtelo. No me gustas porque no tienes educación. No me gustas porque casi no sabes leer. No me gustas porque sólo estas interesado en tus perros, en tus caballos y en ti mismo.

Gilbert Catface y Jack Fitz Guillaume reían abiertamente. William se sintió enrojecer. Aquellos hombres eran unos don nadie, eran caballeros y se estaban riendo de él, el hijo de Lord Percy Hamleigh.

Se puso en pie.

—Muy bien —exclamó con tono apremiante, intentando hacer callar a Aliena. Pero de nada le sirvió.

—No me gustas porque eres egoísta, aburrido y estúpido —gritó Aliena. Todos los caballeros reían—. No me gustas, te desprecio, te aborrezco y me resultas insoportable. ¡Y ése es el motivo de que no quiera casarme contigo!

Los caballeros lanzaron vítores y aplaudieron. William se encogió interiormente. Sus risas le hacían sentirse pequeño, indefenso como un chiquillo, y de chiquillo se había pasado todo el tiempo aterrorizado. Se alejó de Aliena, luchando por mantener una expresión impávida y ocultar sus sentimientos. Atravesó el salón lo más deprisa que pudo sin correr, mientras las risas subían de tono. Finalmente alcanzó la puerta, la abrió de golpe y se precipitó afuera. Dio un portazo y bajó corriendo las escaleras, ahogándose de vergüenza, y el sonido lejano de las risas burlonas siguió resonando en sus oídos a través del embarrado patio hasta la puerta.

El sendero que conducía de Earlcastle a Shiring atravesaba un camino principal, a eso de una milla. Al alcanzar la encrucijada, el viajero podía dirigirse hacia el norte, en dirección a Gloucester y la frontera galesa, o hacia el sur si se dirigía a Winchester y la costa. William y Walter se dirigieron hacia el sur.

La angustia de William se había transformado en ira. Estaba demasiado furioso para hablar. Le hubiera gustado golpear a Aliena y matar a todos aquellos caballeros. Hubiera querido hundir su espada en cada una de aquellas bocas que reían y llegar hasta las gargantas. Y ya había pensado en la manera de vengarse, al menos con uno de ellos. Si daba resultado podría obtener, al mismo tiempo, la prueba que necesitaba. La perspectiva le produjo un consuelo feroz.

Primero tenía que agarrar a uno de ellos. Tan pronto como el camino se adentró por el bosque, William descabalgó y empezó a andar llevando de las riendas a su caballo. Walter le seguía en silencio, respetando su mal humor. William llegó a un trecho de senda angosto y se detuvo.

—¿Quién maneja mejor el cuchillo, tú o yo? —preguntó volviéndose a Walter.

—En la lucha cuerpo a cuerpo yo soy mejor —replicó Walter con cautela—. Pero tu lanzamiento es más certero, Lord.

Cuando estaba furioso le llamaban Lord.

—Supongo que podrás hacer tropezar a un caballo desbocado y derribarlo —dijo William.

—Sí, con una buena estaca.

—Entonces ve a buscar un árbol pequeño, arráncalo y púlelo. Así tendrás una magnífica estaca.

Walter se alejó para hacer lo que le indicaba.

William condujo a los dos caballos a través del bosque hasta un calvero alejado del camino. Les retiró las monturas y quitó algunas de las cuerdas y correas, las suficientes para atar a un hombre de pies y manos con la fuerza necesaria. Su plan era tosco pero no había tiempo para concebir algo más elaborado, de manera que lo único que le quedaba hacer era esperar lo mejor.

Mientras caminaba de vuelta al camino encontró una sólida rama de roble, seca y dura, que haría las veces de cachiporra.

Walter le estaba esperando con su estaca. William eligió el lugar donde el palafrenero había de apostarse, tumbado detrás del ancho tronco de un haya que había cerca del camino.

—No saques la estaca demasiado pronto o espantaras al caballo —le advirtió William—. Pero tampoco te demores demasiado porque no puedes hacer tropezar al caballo con las patas traseras. Lo mejor sería meterle la estaca entre las patas delanteras e hincar el otro extremo en la tierra para que no la aparte de una coz.

—Ya he visto hacerlo antes —dijo Walter con ademán de aquiescencia.

William recorrió unas treinta yardas en dirección a Earlcastle. Su papel consistía en asegurarse de que el caballo se desbocara y corriera tan rápido que no pudiera evitar la estaca de Walter. Se ocultó lo más cerca que pudo del camino. Tarde o temprano pasaría por allí alguno de los mensajeros del conde Bartholomew. William confiaba en que fuera pronto. Estaba ansioso por averiguar si aquello daría resultado y se sentía impaciente por acabar de una vez. Pensó que aquellos caballeros no tenían idea de que mientras se reían de él, él les estaba espiando. Aquello le apaciguó algo. Pero uno de ellos estaba a punto de averiguarlo.
Y entonces lamentará haberse reído. Entonces habrá deseado caer de rodillas y besarle las botas en vez de reír. Tendrá que llorar y suplicar y pedirme que le perdone. Y yo me limitaré a torturarle aún más.

Pero había también otras cosas que le resarcían. Si su plan tenía éxito, quizás finalmente condujera a la caída del conde Bartholomew y la resurrección de los Hamleigh. Entonces todos aquellos que se mofaron al romperse el compromiso temblarán de miedo y algunos sufrirán algo más que terror.

La caída de Bartholomew sería también la de Aliena, y ésa era la mejor parte. Su desmesurado orgullo y sus aires de superioridad habrían de cambiar cuando su padre hubiera sido ahorcado por traidor. Si para entonces quisiera sedas suaves y conos de azúcar, habría de casarse con William para tenerlos. Se la imaginaba humilde y contenta, sirviéndole dulces calientes de la cocina, mirándole con aquellos inmensos ojos oscuros, ansiosa por complacerle, esperando una caricia, su boca suave ligeramente entreabierta suplicando ser besada.

Sus fantasmas se vieron interrumpidas por el ruido de cascos sobre el barro endurecido del camino. Sacó su cuchillo y lo sopesó, recordando su peso y equilibrio. La punta estaba afilada en ambos lados para una mejor penetración. Se mantuvo erguido, con la espalda apoyada contra el árbol que le ocultaba y sujetando el cuchillo por la hoja, y permaneció a la espera sin apenas respirar. Estaba nervioso.

Temía fallar con el cuchillo, o que el caballo no cayera, incluso que el jinete matara a Walter con un golpe de suerte y entonces William tendría que luchar solo. Algo le preocupaba en el resonar de los cascos a medida que se acercaban. Vio a Walter que le miraba a través de la vegetación con expresión preocupada. Él también lo había oído. Y entonces William se dio cuenta de lo que era. Llegaba más de un caballo. Tenía que decidirse con rapidez. ¿Convendría que atacaran a dos caballeros? Sería desde luego una lucha más justa.

Decidió dejarles que se fueran y esperar a un jinete solitario. Resultaba decepcionante, pero era lo más prudente. Hizo un ademán con la mano a Walter indicándole que se mantuviera quieto. Walter asintió comprensivo y volvió a ocultarse.

Un instante después aparecieron dos caballos. William percibió seda roja que ondeaba. Ralph de Lyme. Luego vio la cabeza calva del compañero de Ralph. Ambos hombres pasaron al trote, desapareciendo de la vista.

Pese a la decepción, William se vio recompensado porque se confirmaba su teoría de que el conde estaba enviando a aquellos hombres con mensajes. Sin embargo, se preguntaba inquieto si Bartholomew tendría la costumbre de enviarlos por parejas. Sería una precaución natural. A ser posible, todo el mundo viajaba en grupos para una mayor segundad. Por otra parte, Bartholomew tenía un montón de mensajes que enviar y un número limitado de hombres, y era posible que considerara excesivo recurrir a dos caballeros para un solo mensaje. Además los caballeros eran hombres violentos de los que se podía esperar que presentaran dura batalla al duro proscrito, pelea en la que éste tendría poco que ganar, porque un caballero no solía tener cosas que valiera la pena robar, salvo su espada, que era difícil de vender sin tener que responder a preguntas comprometedoras, y su caballo, que era muy posible que quedara lisiado durante la emboscada. Un caballero estaba más seguro en el bosque que la mayoría de la gente. William se rascó la cabeza con la empuñadura de su cuchillo; podía suceder cualquiera de las dos cosas.

Se acomodó para esperar. El bosque estaba silencioso; apareció un débil sol invernal, brillando un rato a través de la densa vegetación para desaparecer finalmente. Su estómago recordó a William que había pasado la hora de la comida. A unas yardas de distancia un ciervo atravesó tranquilo el sendero sin saber que le observaba un hombre hambriento. William empezó a impacientarse.

Decidió que si aparecía otro par de jinetes tendría que atacar. Era arriesgado, pero contaba con la ventaja de la sorpresa, y además tenía a Walter, que era un magnífico luchador. Además podía ser su última oportunidad. Sabía que podían matarle y tenía miedo, pero quizás fuera mejor que vivir en constante humillación. Por otra parte, sucumbir luchando era una forma honorable de morir.

Se dijo que lo mejor de todo sería que fuera Aliena la que llegase sola, montando un pony blanco. Saldría despedida del caballo, hiriéndose brazos y piernas y cayendo en un zarzal. Las espinas desgarrarían su piel suave haciéndola sangrar. William saltaría sobre ella inmovilizándola en el suelo. Se sentiría profundamente mortificada.

Fantaseó con la idea, imaginándose sus heridas, gozando con su respiración anhelante mientras él permanecía a horcajadas sobre ella, e imaginándose la expresión de horror abyecto en el rostro de Aliena cuando se diera cuenta de que estaba a su absoluta merced. Y entonces volvió a oír el ruido de los cascos.

Esta vez sólo era un caballo.

Se enderezó, sacó el cuchillo, se apoyó contra el árbol y volvió a escuchar.

Era un caballo bueno y rápido, no uno de guerra sino un poderoso corcel. Llevaba un peso moderado como un hombre sin armadura, y marcaba un trote tranquilo sin jadear siquiera. William encontró la mirada de Walter y asintió. Era ése; ahí tenía la prueba. Levantó el brazo derecho sujetando el cuchillo por la punta de la hoja.

Desde lejos llegó el relincho del caballo de William. El sonido atravesó con toda claridad el bosque silencioso y fue perfectamente audible por encima del ligero repique del caballo que se acercaba. Éste también lo oyó y rompió el ritmo de su tranco. El jinete dijo ¡
So
! y lo puso al paso. William juró entre dientes. Ahora el jinete se mostraría cauteloso, lo cual pondría las cosas más difíciles. William pensó, demasiado tarde, que hubiera debido dejar su caballo aún más lejos.

Ahora que el caballo que se acercaba iba al paso, William no podría decir a qué distancia se encontraba. Todo estaba saliendo mal; resistió la tentación de mirar desde detrás del árbol. Prestó oído atento, rígido por la tensión. De repente, oyó al caballo bufar, asombrosamente cerca, y finalmente apareció a una yarda de distancia de donde él se encontraba. El animal le vio un instante antes de que William le viera a él. Dio un respingo y el jinete lanzó un gruñido de sorpresa.

William lanzó un juramento. Se dio cuenta inmediatamente de que el caballo podía volverse y desbocarse en dirección contraria. Se ocultó de nuevo detrás del árbol y salió por el otro lado, detrás del caballo, con el brazo levantado. Vio al jinete, barbudo y con el ceño fruncido, mientras tiraba de las riendas. Era el viejo y curtido Gilbert Catface. William lanzó el cuchillo.

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