Los Pilares de la Tierra (105 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

A Jack no le gustaba Philip, aunque sí trabajar con él. No sentía simpatía por los hombres profesionales de Dios, en lo que coincidía con su madre. Le incomodaba la devoción de Philip, le disgustaba su idea fija de no caer en pecado y desconfiaba de su tendencia a creer que Dios se ocuparía de aquello que Philip no era capaz de solucionar. Pese a todo, trabajar con Philip resultaba muy satisfactorio. Sus órdenes eran claras, dejaba a Jack en libertad para tomar sus propias decisiones y jamás culpaba a sus servidores de sus propios errores.

Sólo hacía tres meses que Jack era novicio, de manera que no se le pediría que pronunciara los votos hasta dentro de otros nueve. Los tres votos eran pobreza, obediencia y castidad. El de pobreza no era lo que parecía. Los monjes no tenían pertenencias personales y tampoco dinero propio, pero vivían más bien como señores que como campesinos. Disfrutaban de buena comida, de ropa caliente y de hermosas casas de piedra para vivir. La castidad no era problema, se dijo Jack con amargura. Había obtenido una cierta satisfacción al decir personalmente y con frialdad a Aliena que entraba en el monasterio. Ella pareció sobresaltarse y sentirse culpable. Y ahora, siempre que sentía esa irritabilidad inquieta que se experimentaba con la falta de compañía femenina, solía pensar en cómo le había tratado Aliena, sus encuentros secretos en el bosque, las veladas en las noches de invierno, las dos veces que la había besado, para recordar luego la repentina transformación de ella en un ser duro y frío como una roca. Al pensar en ello, sentía que nunca querría tener nada que ver con mujeres. Sin embargo, sabía ya de antemano que le resultaría en extremo difícil cumplir con el voto de obediencia. Estaba contento de aceptar las órdenes de Philip, que era inteligente y buen organizador; pero se le hacía muy cuesta arriba obedecer a Remigius, el estúpido sub-prior, al maestro de invitados siempre embriagado, o al pomposo sacristán.

No obstante, estaba pensando en pronunciar votos. No tendría por qué cumplirlos. Lo único que le importaba era levantar la catedral. Los problemas de los suministros, la construcción y la administración le absorbían por completo. Un día podía estar ayudando a Tom a encontrar la manera de comprobar que el número de piedras que llegaban al emplazamiento era el mismo que el que las que salían de la cantera, un problema complejo ya que el tiempo del viaje variaba entre dos y cuatro días, de manera que no era posible establecer sencillamente una cuota diaria. Otro día, los albañiles podían quejarse de que los carpinteros no estaban haciendo las cimbras como correspondía. Y lo que presentaba un mayor desafío eran los problemas de ingeniería, como levantar toneladas de piedra hasta la parte superior de los muros utilizando la maquinaria provisional sujeta a los endebles andamiajes. Tom Builder discutía todas aquellas cosas con Jack en un plan de igualdad. Parecía haber olvidado la furiosa acusación de su hijastro cuando le dijo que nunca había hecho nada por él. Tom se comportaba como si hubiera olvidado la revelación de que fue Jack quien prendió fuego a la vieja catedral. Ambos trabajaban juntos animosos y los días pasaban rápidos. Incluso durante los tediosos oficios, Jack tenía la mente ocupada en alguna cuestión más o menos enrevesada de la construcción o la planificación. Aumentaban con rapidez sus conocimientos. En lugar de pasar años esculpiendo piedras, estaba aprendiendo el diseño de la catedral. No se podía encontrar nada mejor si se quería ser maestro constructor. Para lograrlo, Jack estaba dispuesto a bostezar durante una serie infinita de maitines de medianoche.

El sol empezaba a apuntar por el muro este del recinto del priorato. Todo estaba en orden. Los propietarios de los puestos que habían pasado la noche con ellos, empezaban a recoger los trastos de dormir y a sacar su mercancía. Pronto aparecerían los primeros clientes. Una panadera pasó junto a Jack llevando sobre la cabeza una bandeja con hogazas recién horneadas. Al chico se le hizo la boca agua al aspirar el aroma del pan caliente. Dio media vuelta, regresó al monasterio y se dirigió al refectorio donde pronto servirían el desayuno. Los primeros en llegar fueron las familias de los propietarios de puestos y las gentes de la ciudad, todos curiosos por ver la primera Feria del Vellón de Kingsbridge; ninguno iba demasiado interesado en comprar. La gente ahorrativa había llenado los estómagos con pan bazo y gachas antes de salir de casa, por lo que no se sentían tentadas por los manjares fuertemente condimentados y de alegres colores que se ofrecían en algunos puestos de comidas. Los niños pululaban por doquier con mirada asombrada, deslumbrados por tantas cosas deseables. Una prostituta optimista y madrugadora, con los labios muy rojos y rojas botas también, iba de un lado a otro sonriendo esperanzada a los hombres de mediana edad; pero a aquella hora el ambiente no era receptivo.

Aliena lo observaba todo desde su puesto, que era uno de los más grandes. En las últimas semanas le había sido entregada la cosecha completa de algodón de todo el año del priorato de Kingsbridge. Y también, como siempre hacía, había estado comprando a granjeros. Ese año había encontrado más vendedores de lo habitual porque William Hamleigh había prohibido a sus arrendatarios vender en la feria de Kingsbridge, por lo que habían vendido toda su lana a los mercaderes. Y, entre ellos, Aliena era la que había hecho más negocio porque estaba establecida en Kingsbridge, que era donde se celebraba la feria. Hasta tal punto había hecho negocio que se quedó sin dinero de tanto que había comprado y hubo de pedir prestadas a Malachi cuarenta libras para seguir adelante. Ahora, en el almacén instalado en la parte trasera de su puesto, tenía ciento sesenta sacos de vellón, producto de cuarenta mil ovejas, que le habían costado más de doscientas libras; pero que vendería por trescientas, dinero más que suficiente para pagar durante un siglo los salarios de un albañil especializado. El franco florecimiento de su negocio la asombraba a ella misma siempre que pensaba en las cifras.

No esperaba ver a sus compradores antes del mediodía. Sólo acudirían cinco o seis de ellos. Todos se conocían entre sí y ella conocía a casi todos de años anteriores. Ofrecería a cada uno una copa de vino y pasarían un rato sentados hablando. Luego enseñaría su lana al cliente, que pediría que abriera uno o dos sacos, desde luego nunca el primero del montón. El hombre hundiría la mano en el saco y la sacaría con un puñado de lana. Cardaría los mechones para establecer su longitud, los frotaría entre el índice y el pulgar para probar su suavidad y los olisquearía.

Por fin le ofrecería comprarle todas sus existencias por un precio ridículamente bajo y Aliena rechazaría la oferta. Ella, a su vez, le diría el precio que quería y el cliente menearía la cabeza. Luego, tomarían otro vaso de vino.

Aliena practicaría el mismo ritual con otro comprador. Ofrecería almuerzo a cuantos se encontrasen en el puesto a mediodía. Alguno le ofrecería llevarse una gran cantidad de lana a un precio no mucho más alto que el que Aliena había pagado por ello. Le respondería bajando una pizca su precio de venta. A primera hora de la tarde empezaría a cerrar tratos. El primero lo haría a un precio más bien bajo. Los otros mercaderes le pedirían que tratara con ellos al mismo precio pero Aliena se negaría. A lo largo de la tarde, su precio iría subiendo. Si lo hiciera demasiado deprisa, los negocios marcharían lentos y, mientras tanto, los mercaderes calcularían cuanto tiempo les costaría cubrir sus cuotas en otra parte. Solía cerrar los tratos uno por uno, y los sirvientes de sus clientes empezarían a cargar los grandes sacos de lana en las carretas, tiradas por bueyes, con sus enormes ruedas de madera. Mientras Aliena pesaba las bolsas de libra llenas con peniques de plata y florines holandeses.

No cabía duda alguna de que ese día iba a recoger más dinero del que jamás obtuvo antes. Tenía el doble para vender y los precios de la lana se hallaban en alza. Pensaba comprar de nuevo por anticipado la cosecha de un año de Philip, y tenía el secreto propósito de construirse una casa de piedra, con sótanos espaciosos para almacenar lana, un salón elegante y confortable y, en la parte de arriba, un bonito dormitorio para ella. Tenía su futuro asegurado y confiaba en ser capaz de mantener a Richard el tiempo que él la necesitara. Todo era perfecto. Por eso mismo era tan extraño que se sintiera tan desgraciada.

Hacía casi cuatro años que Ellen regresó a Kingsbridge, y habían sido los mejores cuatro años de la vida de Tom. El dolor por la muerte de Agnes se había ido amortiguando en una pena lejana y sorda. No le había abandonado pero ya no tenía aquella embarazosa sensación de estar a punto de romper a llorar de cuando en cuando sin motivo aparente. Todavía seguía manteniendo conversaciones imaginarias con ella, en las que le hablaba de los hijos, del prior Philip y de la catedral. Pero estas conversaciones eran ya menos frecuentes. Su recuerdo agridulce no empañaba su amor por Ellen.

Era capaz de vivir en el presente. Ver a Ellen y tocarla, hablar con ella y dormir con ella era un gozo permanente.

El día de la pelea entre Jack y Alfred se había sentido muy herido cuando Jack le dijo que jamás se había ocupado de él. Esa acusación había llegado incluso a relegar la aterradora revelación de que había sido Jack quien prendió fuego a la vieja catedral. Durante semanas, le había estado agobiando aquella acusación pero había llegado al fin a la conclusión de que Jack estaba equivocado. Tom lo había hecho lo mejor que pudo y supo y ningún otro hombre habría podido hacer más. Tras llegar a esa certeza, dejó de preocuparse.

La construcción de la catedral de Kingsbridge era el trabajo más satisfactorio que jamás había hecho. Él era el responsable del diseño y de su ejecución. Nadie se interfería en su tarea y tampoco cabría culpar a nadie si las cosas fueran mal. A medida que se alzaban los potentes muros, con sus arcos rítmicos, sus elegantes molduras y sus cinceladuras individuales, podía mirar en derredor suyo y pensar: Esto lo hice yo y lo hice bien.

Parecía muy lejana aquella pesadilla suya de que un día podía volver a encontrarse en los caminos sin trabajo, sin dinero y sin posibilidad de alimentar a sus hijos, ya que ahora tenía un pesado cofre lleno de peniques de plata hasta reventar oculto bajo la paja de su cocina. Aún se estremecía al recordar aquella noche glacial cuando Agnes dio a luz a Jonathan y murió. Pero estaba seguro de que nada parecido volvería a suceder. A veces se preguntaba por qué Ellen y él no tenían hijos. Ambos habían demostrado ser fértiles en el pasado y eran más que frecuentes las oportunidades de que ella se quedara encinta ya que, al cabo de cuatro años, seguían haciendo el amor casi cada noche. Sin embargo, ello no era motivo de pesar para él. El pequeño Jonathan era la niña de sus ojos.

Por antigua experiencia, sabía que la mejor manera de disfrutar de una feria era con un niño pequeño; de manera que, alrededor del mediodía, al empezar la gran afluencia de la gente, buscó a Jonathan, el cual era ya casi una atracción de por sí, vestido con su hábito en miniatura. Hacía poco, quiso que le afeitaran la cabeza y Philip, que sentía tanto cariño por el niño como Tom, lo había permitido, con el resultado de que ahora parecía más que nunca un diminuto monje. Entre la gente, había varios enanos auténticos, haciendo trucos y mendigando. Jonathan se sintió fascinado con ellos. Tom se apresuró a alejarlo, ya que uno de ellos estaba atrayendo a buen número de mirones al exhibir su pene de tamaño nada enano. Había titiriteros, acróbatas y músicos que actuaban y luego pasaban el sombrero. Adivinos, sacamuelas y prostitutas en busca de cándidos. Y también pruebas de fuerza, concursos de lucha y juegos de azar. Las gentes vestían sus ropas de colores más llamativos y quienes podían permitírselo se empapaban de aromas y se abrillantaban el pelo. Todos parecían tener dinero para gastar y se oía sin cesar el tintineo de la plata.

Estaba a punto de empezar el espectáculo de acosar al oso. Jonathan nunca había visto un animal semejante y estaba como hipnotizado. La capa del animal, de un marrón grisáceo, mostraba cicatrices en varias partes, señal de que había sobrevivido al menos a una prueba anterior. Alrededor del cuerpo, llevaba una pesada cadena que estaba sujeta a un poste muy bien clavado en el suelo. El oso daba vueltas a cuatro patas hasta donde le alcanzaba la cadena, mirando furibundo al gentío que esperaba. Tom tuvo la impresión de que en los ojillos del animal se había encendido una mirada aviesa. Si fuera jugador habría apostado por el oso.

A un lado, había un gran cofre cerrado del que llegaban unos ladridos frenéticos. Allí se encontraban los perros y podían oler a su enemigo. De cuando en cuando, el oso dejaba de moverse, miraba hacia el cofre y gruñía. Entonces los ladridos se volvían histéricos. El propietario de los animales estaba recogiendo apuestas. Jonathan empezaba a impacientarse y Tom se hallaba a punto de alejarse cuando, al fin, el guardián del oso quitó el cerrojo al cofre. El oso se puso de manos con la cadena tensa y gruñó. El guardián gritó algo y abrió el cofre.

De él saltaron cinco lebreles. Eran ligeros y rápidos de movimientos y sus hocicos abiertos mostraban unos dientes pequeños y agudos. Todos se lanzaron sobre el oso, el cual les sacudió con sus macizas patas. Alcanzó a uno de los perros y lo lanzó al aire. Entonces los otros retrocedieron.

El gentío se acercó más. Tom vigiló a Jonathan. Vio que estaba en primera fila; pero, aún así, muy lejos del alcance del oso. Éste fue lo bastante listo para retroceder hasta la estaca dejando la cadena floja, de manera que, si se lanzaba hacia delante, no hubiera de pararse en seco. Pero los perros también hicieron gala de su inteligencia. Después de su desbordado ataque inicial, se reagruparon y se colocaron en círculo. El oso se movió de un lado a otro con agitación, intentando captar todos los canes a la vez.

Uno de los perros se lanzó contra él ladrando con fiereza. El oso le salió al encuentro e intentó fustigarle. El perro retrocedió rápido y quedó fuera de su alcance. Los otros cuatro se lanzaron desde todas direcciones. El oso iba de un lado a otro tratando de barrerlos. El gentío vitoreó cuando tres de los perros hincaron los dientes en las ancas del oso, que se levantó sobre las patas traseras lanzando un alarido de dolor y sacudiéndoselos. Los perros se pusieron rápidamente fuera de su alcance.

Intentaron poner en práctica una vez más la misma táctica. Tom pensó que el oso iba a caer de nuevo en la trampa. El primer perro se lanzó rápido poniéndose a su alcance, el oso avanzó hacia él y entonces el can retrocedió. Pero, al precipitarse los demás, el oso ya estaba en guardia, se volvió rápido y se lanzó hacia el más cercano y le alcanzó en un costado con su zarpa. La multitud vitoreó tanto al oso como lo había hecho con el perro. Las afiladas garras del oso desgarraron la sedosa piel dejando tres surcos profundos y ensangrentados. El perro aulló lastimero y se retiró de la lucha para lamerse las heridas. El gentío se mofó y abucheó.

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