Los Pilares de la Tierra (100 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

—Sí, señor —repuso Enid, una mujer de rostro enrojecido y hombros poderosos.

—¿Y dónde está ahora el molino? —le preguntó Philip.

—Lo arrojé al río, mi señor.

Philip no la creyó, aunque poco podía hacer al respecto.

—Multa de veinticuatro peniques y doce más por tu hijo. ¿Walter Tanner?

Philip prosiguió con su lista, multando a los infractores de acuerdo con la escala de sus operaciones ilegítimas, hasta llegar a la última, la más pobre.

—¿Viuda Goda?

Se adelantó una mujer vieja de rostro flaco.

—El hermano Franciscus te vio moler grano con una piedra.

—No tenía un penique para el molino, señor —contestó la anciana con tono resentido.

—Sin embargo, tuviste un penique para comprar grano —dijo Philip—. Serás multada como todos los demás.

—¿Dejaréis que muera de hambre? —preguntó ella, desafiante.

Philip suspiró. Deseaba que el hermano Franciscus hubiera simulado no darse cuenta de que Goda estaba infringiendo la ley.

—¿Cuándo fue la última vez que alguien murió de hambre en Kingsbridge? —preguntó, mirando en derredor a los presentes—. ¿Recordáis la última vez que alguien muriese de hambre en nuestra ciudad? —calló un momento como a la espera de una respuesta y luego dijo—: Creo que descubriréis que fue anterior a mi época.

—Dick Shorthouse murió el año pasado —manifestó Goda.

Philip recordó al hombre, un mendigo que dormía en pocilgas y establos.

—Dick cayó a media noche en la calle, borracho perdido, y murió de frío bajo la nevada —respondió Philip—. No murió de hambre. Y si hubiera estado lo bastante sobrio para llegar hasta el priorato, tampoco habría muerto de frío. Si tienes hambre, no trates de engañarme, acude a mí para te asista. Y si eres demasiado orgullosa para hacerlo y prefieres quebrantar la ley, debes recibir tu castigo como los demás. ¿Me has oído?

—Sí, señor —murmuró la vieja malhumorada.

—Un cuarto de penique de multa. La sesión ha terminado.

Se puso en pie y salió. Subió las escaleras que conducían de la cripta a la planta baja.

Los trabajos en la nueva catedral avanzaban ahora con una lentitud pasmosa, como ocurría siempre cuando faltaba alrededor de un mes para la Navidad. Los bordes y las partes superiores expuestas del trabajo sin terminar de la piedra, estaban cubiertas con paja y estiércol, que se traía de las camas de las caballerías en las cuadras del priorato para mantener protegida de la escarcha la obra reciente. Los albañiles decían que no podían trabajar en invierno a causa del hielo.

Philip había preguntado por qué no podían descubrir los muros cada mañana y volver a cubrirlos por la noche. Durante el día no solía haber escarcha. Tom había dicho que los muros construidos en invierno se desplomaban. Philip lo había creído. Pero no pensaba que fuera debido a la escarcha. Imaginó que el verdadero motivo fuera acaso que las argamasa necesitara varios meses para fraguar adecuadamente. Y el periodo invernal le permitía endurecerse a conciencia antes de que, en el nuevo año, se reanudaran los trabajos de albañilería en las partes altas. Ello explicaría también la superstición de los albañiles de que traía mala suerte construir más de veinte pies de alto cada año. De superarse esa medida, las hiladas inferiores podrían deformarse por el peso que habrían de soportar antes de que hubiera podido fraguar la argamasa.

Philip quedó sorprendido al ver a todos los albañiles en el exterior, en lo que sería el presbiterio de la iglesia. Se acercó para ver lo que estaban haciendo.

Habían confeccionado un arco de madera, semicircular, y lo sujetaban en alto, sostenido por estacas a ambos lados. Philip sabía que el arco de madera era una pieza de lo que llamaban cimbras, y estaba destinado a sostener el arco de piedra mientras se construía. Sin embargo, en aquel momento, los albañiles estaban ensamblando el arco de piedra a nivel del suelo, sin argamasa, para asegurarse de que las piedras encajaban entre sí a la perfección. Aprendices y peones las levantaban sobre las cimbras mientras los albañiles examinaban la operación con ojo crítico.

—¿Para qué es eso? —preguntó Philip al encontrarse con la mirada de Tom.

—Es un arco para la galería de la tribuna.

Philip lo observó reflexivo. La arcada había quedado terminada el año anterior y la galería superior quedaría acabada ese año. Y entonces sólo faltaría por construir el nivel más alto, el trifolio, antes de que empezaran con el tejado. Ahora que los muros habían sido cubiertos para el invierno, los albañiles estaban preparando las piedras para el trabajo del próximo año. Si el arco resultaba perfecto, las piedras de todos los demás se cortaban exactas. Los aprendices, entre los que se encontraba Jack, el hijastro de Tom, construían el arco, hacia arriba, desde cada lado, con las piedras en forma de cuña llamadas dovelas. A pesar de que el arco iba a ser construido a gran altura en la iglesia, tendría elaboradas molduras decorativas, de tal manera que cada piedra tenía, en la superficie que quedaba visible, una línea de grandes dientes de perro esculpidos, otra de medallones pequeños y, debajo del todo, otra línea de boceles. Cuando se juntaban las piedras, los diversos motivos esculpidos coincidían exactamente y, al prolongarse, formaban tres arcos continuos, uno de dientes de perro, otro de medallones y un tercero de boceles. De esa manera, daba la impresión de que el arco había sido construido por varios aros semicirculares de piedra, uno sobre otro, mientras que, de hecho, estaba formado por cuñas colocadas una junto a otra. Sin embargo, las piedras habían de coincidir entre sí de la manera más exacta, ya que, de lo contrario, los motivos esculpidos no se alinearían de manera bien y el efecto quedaría desbaratado.

Philip se quedó allí mirando mientras Jack bajaba la dovela central para colocarla en su sitio. Ya estaba el arco completo. Cuatro albañiles cogieron mazos y golpearon las cuñas que soportaban las cimbras de madera unas pulgadas sobre el suelo. De repente, cayó el soporte de madera. A pesar de que entre las piedras no había argamasa, el arco siguió en pie. Tom Builder gruñó satisfecho.

Alguien tiró de la manga a Philip. Al volverse, se encontró con un monje joven.

—Tenéis un visitante, padre. Está esperando en vuestra casa.

—Gracias, hijo mío.

Philip se alejó de los constructores. Si los monjes habían hecho pasar al visitante a la casa del prior para que esperara, era que se trataba de alguien importante. Atravesó el recinto y entró en su morada.

El visitante era su hermano Francis. Philip lo abrazó con calor.

Francis parecía muy preocupado.

—¿Te han ofrecido algo de comer? —preguntó Philip—. Pareces fatigado.

—Ya me han dado un poco de pan y carne. Gracias. Me he pasado el otoño cabalgando entre Bristol, donde el rey Stephen estaba prisionero y Rochester, donde estaba el conde Robert.

—Has dicho que estaban.

Francis asintió con la cabeza.

—Me he dedicado a negociar un trueque. Stephen por Robert. Se llevó a cabo el día de Todos Santos. El rey Stephen se halla de nuevo en Winchester.

Philip quedó sorprendido.

—Me da la impresión de que la emperatriz Maud ha salido perdiendo con ese cambio. Ha entregado un rey a cambio de un conde.

Francis meneó la cabeza.

—Sin Robert se encontraba perdida. Nadie le tiene simpatía, nadie se fía de ella. El apoyo que le prestaban se estaba perdiendo. Tenía que recuperar a Robert. La reina Matilda fue inteligente. Se negó en redondo a canjearlo por cualquier otro que no fuera el rey Stephen. Se lo propuso y al final lo consiguió.

Philip se acercó a la ventana y miró afuera. Había empezado a caer una lluvia fría y sesgada, que atravesaba el recinto en construcción, oscureciendo los altos muros de la catedral y goteando por los bajos tejados de barda de las viviendas de los artesanos.

—¿Qué significa eso? —preguntó.

—Significa que Maud vuelve a ser, una vez más, una aspirante al trono. Después de todo, Stephen ha sido realmente coronado, mientras que Maud nunca lo fue. No del todo.

—Pero fue Maud quien autorizó mi mercado.

—Sí, y eso puede ser un problema.

—¿Queda invalidada mi licencia?

—No. Ha sido concedida de manera legal por un gobernante legítimo, al que la Iglesia había dado su aprobación. El hecho de que no fuera coronada no influye para nada. Pero Stephen puede retirarla.

—Con los ingresos del mercado estoy pagando la piedra —dijo Philip inquieto—. Sin ella no podré construir. En verdad que son malas noticias.

—Lo siento.

—¿Y qué hay de mis cien libras?

Francis se encogió de hombros.

—Stephen te dirá que te las devuelva Maud.

Philip se sintió angustiado.

—¡Todo ese dinero! —exclamó—. Era dinero de Dios y lo he perdido.

—Todavía no lo has perdido —lo tranquilizó Francis—. Es posible que Stephen no revoque tu licencia. Nunca ha mostrado demasiado interés por los mercados en ningún sentido.

—El conde William puede ejercer presión sobre él.

—William cambió de bando, ¿recuerdas? Respaldó con todas sus gentes a Maud. Ya no gozará de mucha influencia con Stephen.

—Espero que tengas razón —dijo Philip con fervor—. Espero, por la gracia de Dios, que tengas razón.

Cuando hizo demasiado frío para sentarse en el claro, Aliena tomó la costumbre de visitar la casa de Tom Builder en los atardeceres. Alfred frecuentaba por lo general la cervecería, de manera que el grupo familiar estaba formado por Tom, Ellen, Jack y Martha. Como Tom estaba prosperando tanto, tenían asientos confortables, un buen fuego y muchas velas. Ellen y Aliena solían dedicarse a tejer. Tom trazaba planos y diagramas, grabando los dibujos con una piedra afilada sobre trozos pulidos de pizarra. Jack simulaba estar haciendo un cinto, afilando cuchillos o construyendo un cesto; aunque la mayor parte del tiempo se la pasara mirando furtivamente la cara de Aliena a la luz de la vela, observando sus labios mientras hablaba, o bien contemplando su blanca garganta cuando bebía un vaso de cerveza. Aquel invierno rieron muchísimo. A Jack le gustaba hacer reír a Aliena. Por regla general, se mostraba tan reservada y dueña de sí misma, que era una gozada verla explayarse, era casi tan maravilloso como verla desnuda por un fugaz instante. Jack siempre estaba pensando en decir cosas que pudieran divertirla. Solía referirse a los artesanos que trabajaban en la construcción, imitando el acento de un albañil parisiense o los andares estevados de un herrero. En cierta ocasión, inventó un relato cómico de la vida de los monjes, endosando a cada uno de ellos un pecado plausible. El orgullo de Remigius, la glotonería de Bernard Kitchener, la afición a la bebida del maestro de invitados y la lascivia de Fierre Circuitor. A menudo Martha se desternillaba de risa e incluso el taciturno Tom esbozaba una sonrisa.

Durante una de aquellas veladas Aliena dijo:

—No sé si podré vender todo este lienzo.

Todos se quedaron boquiabiertos.

—¿Entonces por qué seguimos tejiendo? —preguntó Ellen.

—Aún no he perdido las esperanzas —respondió Aliena—. Sólo que me encuentro con un problema.

Tom levantó la vista de su pizarra.

—Creí que el priorato estaba ansioso por comprarlo todo.

—Ése no es el problema. No encuentro gente para que lo abatane, y el priorato no quiere el tejido flojo. En realidad, no lo quiere nadie.

—Abatanar es un trabajo demoledor, capaz de romperte la espalda. No me sorprende que nadie quiera hacerlo —comentó Ellen.

—¿No puedes encontrar hombres para esa tarea? —sugirió Tom.

—Desde luego no en la próspera Kingsbridge. Todos los hombres tienen trabajo más que suficiente. En las grandes ciudades, hay abatanadores profesionales; pero la mayoría de ellos trabajan para los tejedores, los cuales les prohíben abatanar para los competidores de sus patrones. De cualquier manera, llevar y traer el lienzo desde Winchester resultaría demasiado caro.

—Es un verdadero problema —reconoció Tom, y volvió a sus dibujos.

A Jack se le ocurrió una idea.

—Es una lástima que no podamos lograr que lo hagan los bueyes.

Todos se echaron a reír.

—Sería como pretender enseñar a un buey a construir una catedral —dijo Tom.

—O con un molino —insistió Jack impertérrito—. Por lo general, hay maneras fáciles de hacer los trabajos más duros.

—Quiere abatanar el lienzo, no molerlo —le replicó Tom.

Jack no le escuchaba.

—Utilizamos mecanismos para levantar pesos, y ruedas giratorias para elevar piedras hasta los andamios más altos...

—Sería maravilloso que hubiese algún mecanismo ingenioso para poder abatanar este lienzo —dijo Aliena.

Jack imaginó lo complacida que se sentiría si él lograra resolver ese problema. Está decidido a encontrar alguna manera.

—He oído decir que se ha utilizado un molino de agua para hacer funcionar fuelles en una herrería... Pero nunca lo he visto —explicó Tom pensativo.

—¿De veras? —exclamó Jack excitado—. Eso lo demuestra.

—Una rueda de molino gira y gira y una piedra de molino gira y gira —dijo Tom—, de tal manera que una piedra impulsa a la otra. Pero el bate de un abatanador va de arriba abajo. Nunca lograrás que una rueda de molino de agua haga subir y bajar un bate.

—Un fuelle también va de arriba abajo.

—Claro, claro. Pero yo nunca vi esa herrería. Sólo he oído hablar de ella.

Jack intentó formarse una idea de la maquinaria de un molino. La fuerza del agua hacía girar la rueda. El astil de ésta estaba conectado con otra rueda dentro del molino. La rueda interior se hallaba colocada en sentido vertical, de tal forma que sus dientes se encajaban en los dientes de otra rueda horizontal. Esta última era la que hacía girar la piedra molar.

—Una rueda en pie puede poner en marcha a otra tumbada —musitó Jack pensando en voz alta.

Martha se echó a reír.

—¡No te esfuerces, Jack! —le dijo—. Si los molinos pudieran abatanar lienzos, ya se les habría ocurrido a las gentes listas.

Jack no le hizo caso.

—Los bates de abatanar podrían fijarse al astil de la rueda del molino —continuó—. El lienzo podría colocarse plano donde los bates cayeran.

—Sí; pero los bates golpearían sólo una vez, y luego se quedarían atascados, con lo que la rueda se pararía. Ya te lo he dicho... Las ruedas giran y giran pero los bates van de arriba abajo —alegó Tom.

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