Los Pilares de la Tierra (99 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Aliena llegó a la conclusión de que Jack la había besado sin darse cuenta. Sólo formaba parte de la historia.
Ni siquiera se ha enterado de lo que ha hecho. Lo daré por olvidado.

—El rey se negó. El escudero quedó con el corazón destrozado. Todos los cortesanos rieron. Aquel mismo día, el escudero abandonó el país montado en su pony. Pero juró que un día volvería y que ese día se casaría con la hermosa princesa.

Jack calló y soltó la mano de Aliena.

—¿Y qué ocurrió entonces? —le preguntó ella.

—No lo sé —le contestó Jack—. Todavía no lo he pensado.

Todas las personas importantes de Kingsbridge entraron a formar parte de la comunidad parroquial. Para la mayoría, la idea era nueva; pero les gustaba pensar que Kingsbridge era ya una ciudad, no un pueblo, y sintieron halagada su vanidad por el hecho de que recurrieran a ellas, como ciudadanos principales, para construir una iglesia de piedra.

Aliena y Alfred reclutaron a los miembros y organizaron la primera comida de la comunidad, mediado ya septiembre. Los principales ausentes fueron el prior Philip que, en cierto modo, se mostraba hostil a la empresa aunque no lo suficiente como para prohibirla, Tom Builder, que declinó su asistencia por respeto a los sentimientos de Philip, y Malachi que quedaba excluido por su religión.

Entretanto, Ellen había tejido una bala de tela con el remanente de lana de Aliena. Era áspera y descolorida; pero lo bastante buena para el hábito de los monjes, por lo que Cuthbert Whitehead, el cillerero del priorato, la había comprado. El precio era bajo, pero así y todo, duplicaba el costo de la lana original, por lo que, después de pagar a Ellen un penique diario, le quedó a Aliena media libra de beneficio. Cuthbert estaba interesado en adquirir más tela a ese precio, así que Aliena compró a Philip el exceso de lana que le había quedado para incorporarlo a sus propias existencias, y buscó una docena más de personas, en su mayoría mujeres, para tejerla. Ellen estuvo de acuerdo en hacer otra bala, aunque no en enfurtirla, porque decía que era un trabajo demasiado pesado. Las demás mujeres estuvieron de acuerdo.

Y Aliena también. Abatanar o enfurtir era un trabajo duro. Recordaba cuando Richard y ella fueron a ver a aquel maestro abatanador en Winchester para pedirle que les diera trabajo. El abatanador tenía a dos hombres golpeando el lienzo con bates en una cavidad, mientras una mujer lo rociaba con agua. La mujer había mostrado a Aliena sus manos enrojecidas y agrietadas y cuando los hombres le pusieron a Richard una bala de lienzo mojado sobre el hombro, su hermano cayó de rodillas. Algunas gentes se las arreglaban para enfurtir una pequeña cantidad de lienzo, la suficiente para hacer trajes para ellas mismas y sus familias. Pero tan sólo hombres más fuertes podían hacerlo durante todo el día. Aliena se mostró conforme con sus tejedoras en que se limitaran a tejer la lana y ella contrataría hombres para que la abatanaran, o bien vendería el lienzo a un maestro abatanador de Winchester.

La comida de la comunidad tuvo lugar en la iglesia de madera.

Aliena organizó los platos que tenían que cocinar entre los miembros, la mayoría de los cuales poseían un sirviente doméstico. Alfred y sus hombres construyeron una mesa larga con caballetes y tablas. Compraron cerveza fuerte y un barril de vino.

Se sentaron a ambos lados de la mesa sin que nadie ocupara las cabeceras, ya que dentro de la comunidad todos eran iguales. Aliena vestía un traje de seda de un rojo fuerte adornado con un broche de oro y rubíes y una casaca gris oscuro con elegantes mangas amplias.

El párroco bendijo la mesa. El sacerdote se hallaba muy complacido con la idea de la comunidad parroquial, ya que una iglesia nueva contribuiría a aumentar su prestigio y multiplicaría sus ingresos. Alfred presentó un presupuesto y un programa de fechas para la construcción de la nueva iglesia. Se expresó como si todo ello fuera fruto de su trabajo; pero Aliena sabía que la mayor parte era obra de Tom. La construcción duraría dos años y su costo sería de noventa libras. Alfred propuso que cada uno de los cuarenta miembros de la comunidad pagara seis peniques a la semana. Aliena pudo adivinar por sus expresiones que la cuota era algo superior a la que algunos de ellos habían supuesto. Todos se mostraron de acuerdo en pagarla. No obstante, Aliena pensó que la comunidad debería prever que uno o dos de ellos fallaran.

Por su parte, podía muy bien pagarla. Miró en derredor de la mesa, llegó a la conclusión de que ella era, probablemente, la persona más rica. Pertenecía a una reducida minoría de mujeres. Las otras eran: una cervecera reputada por hacer una buena cerveza fuerte; una modista que empleaba a dos costureras y algunas aprendizas, y la viuda de un zapatero que se ocupaba del negocio que su marido le había dejado. Aliena era la más joven de ellas, y también más joven que cualquiera de los hombres, salvo Alfred que tenía uno o dos años menos.

Aliena echaba de menos a Jack. Aún no conocía la segunda parte de la historia del joven escudero. Ese día era fiesta y le hubiera gustado reunirse con él en el claro. Tal vez pudiera hacerlo más tarde.

Alrededor de la mesa, las conversaciones se centraban en la guerra civil. La reina Matilda había presentado más batalla de la que nadie se esperaba. En fecha reciente, había tomado la ciudad de Winchester, y capturado a Robert de Gloucester. Robert era hermano de la emperatriz Maud y comandante en jefe de sus fuerzas militares. Alguna gente aseguraba que Maud no era más que un figurín y que el auténtico jefe de la rebelión era Robert. Como quiera que fuese, la captura era casi tan mala para Maud como lo fue la de Stephen para los realistas y todo el mundo opinaba acerca de cómo iba a desarrollarse la inminente guerra.

En aquel festín, la bebida era más fuerte que la que daba el prior Philip y, a medida que avanzaba, las discusiones se hacían más broncas. El párroco no supo ejercer una influencia moderadora, tal vez porque estaba bebiendo tanto como los demás. Alfred, que se hallaba sentado junto a Aliena, parecía preocupado, a pesar de que también a él empezaba a enrojecérsele la cara. Aliena no era aficionada a las bebidas fuertes, y con la comida había tomado una copa de sidra.

Cuando ya se había terminado casi la comida, alguien propuso un brindis por Alfred y Aliena. Alfred lo agradeció desbordante de placer. En seguida empezaron a cantar y Aliena comenzó a preguntarse cuándo podría irse sin que lo notaran.

—Lo hemos hecho bien los dos juntos —le dijo Alfred.

Aliena asintió.

—Esperemos a ver cuántos son los que siguen pagando seis peniques semanales, el próximo año por estas fechas.

Alfred no quería oír hablar ese día de dudas o reparos.

—Lo hemos hecho bien los dos juntos —repitió—. Formamos un buen equipo —alzó su copa por ella y bebió—. ¿No crees que somos un buen equipo?

—Desde luego —dijo Aliena siguiéndole la corriente.

—Yo he disfrutado de veras —siguió diciendo Alfred— haciendo esto contigo... Me refiero a la comunidad parroquial.

—Yo también he disfrutado —convino ella amablemente.

—¿De veras? Eso me hace muy feliz.

Aliena lo miró con más atención. ¿Por qué insistía tanto en eso?

Pronunciaba con claridad y precisión y no mostraba indicios de hallarse borracho.

—Ha estado bien —admitió la joven con tono neutro.

Alfred le puso la mano en el hombro. Aliena aborrecía que la tocaran; pero se había acostumbrado a dominarse porque los hombres se ofendían sobremanera.

—Dime una cosa —dijo Alfred bajando la voz hasta un tono de intimidad—. ¿Cómo ha de ser el marido que quieres?

Espero que no vaya a pedirme que me case con él
, pensó Aliena alarmada. Le contestó como era habitual en ella.

—No necesito un marido... Ya tengo suficientes preocupaciones con mi hermano.

—Pero a ti te hace falta amor —insistió él.

Aliena gimió en su fuero interno.

Estaba a punto de contestarle cuando Alfred levantó una mano indicándole que callara, una costumbre masculina que Aliena encontraba especialmente desagradable.

—No me digas que no necesitas amor —porfió Alfred—. Todo el mundo lo necesita.

Aliena se quedó mirándolo sin apartar la vista. Sabía que ella era algo peculiar. La mayoría de las mujeres anhelaban casarse y si, como en su caso, todavía seguían solteras a los veintidós años, se sentían no ya anhelantes, sino desesperadas.
¿Qué me pasa a mí?
se dijo.
Alfred es joven, tiene buena presencia y goza de prosperidad. La mitad de las jóvenes de Kingsbridge querrían casarse con él
. Por un instante, jugueteó con la idea de decirle que sí. Pero entonces pensó en lo que sería la vida con Alfred, cenando con él todas las noches, yendo a misa con él, trayendo al mundo a sus hijos... Y le pareció aterrador. Movió negativamente la cabeza.

—Olvídalo, Alfred —le respondió con firmeza—. No necesito un marido, ni por amor ni por nada.

Alfred no parecía dispuesto a rendirse.

—Te quiero, Aliena —le confesó—. Me he sentido de veras feliz trabajando contigo. Te necesito. ¿Deseas ser mi mujer?

Ya lo había soltado. Aliena lo lamentó porque aquello significaba que había de rechazarlo en serio. Había aprendido que era inútil intentar hacerlo con amabilidad. Una negativa amable era tomada como indecisión, e insistían con un mayor ahínco.

—No, no lo deseo —le contestó—. No te quiero, no he disfrutado mucho trabajando a tu lado, y no me casaría contigo aunque fueras el único hombre sobre la tierra.

Se mostró dolido. Debió haber pensado que tenía grandes probabilidades de escuchar una cosa así. Aliena estaba segura de que nada había hecho para alentarle. Le había tratado como a un igual, escuchándolo cuando hablaba, hablándole a su vez de manera directa y franca, cumpliendo con sus responsabilidades como esperaba que él cumpliera con las suyas. Pero algunos hombres pensaban que todo eso estaba destinado a brindarles estímulo.

—¿Cómo puedes decir eso? —farfulló Alfred.

Aliena suspiró. Se sentía herido y a ella le daba lástima. Dentro de un instante, reaccionaría indignado, comportándose como si ella le hubiera acusado injustamente. Al final, llegaría a convencerse de que ella le había insultado de manera gratuita y se mostraría ofensivo. No todos los pretendientes se comportaban de ese modo, tan sólo los de un cierto tipo, y Alfred encajaba en él. Aliena pensó que tenía que irse.

Se puso en pie.

—Respeto tu proposición y te doy gracias por el honor que me haces —le dijo—. Respeta tú mi negativa y no vuelvas a pedírmelo.

—Supongo que te irás corriendo en busca del mocoso de mi hermanastro —le espetó Alfred con tono desagradable—. No imagino que pueda darte satisfacción.

Aliena se sonrojó incómoda. Así que la gente empezaba a darse cuenta de su amistad con Jack. Y nadie mejor que Alfred para interpretarla de un modo indecente. Pues bien, se iba corriendo a ver a Jack y no permitiría que Alfred la detuviera. Inclinándose acercó su cara a la de él hasta casi tocarla. Alfred se sobresaltó.

—Vete al infierno —dijo en tono bajo e intencionado. Luego dio media vuelta y se alejó.

El prior Philip celebraba juicios una vez al mes en la cripta. En los viejos tiempos, lo hacía una vez al año e incluso entonces rara vez se necesitó todo un día para solventar la cuestión. Pero, al triplicarse la población, el quebrantamiento de las leyes se había multiplicado por diez.

Asimismo había cambiado la naturaleza de los delitos. Antes, la mayoría de ellos estaban relacionados con la tierra, las cosechas y el ganado. Un campesino avaricioso que había intentado cambiar subrepticiamente las lindes de un campo a fin de ampliar sus tierras a expensas de su vecino; un labrador que robaba un saco de grano a la viuda para la que trabajaba; una pobre mujer con demasiados hijos que ordeñaba una vaca que no era suya. Pero, en la actualidad, casi todos los casos tenían relación con el dinero. Philip pensaba esto mientras tomaba asiento en su tribunal el día primero de diciembre.

Los aprendices robaban dinero a sus patronos, un marido cogía los ahorros de su suegra; había mercaderes que pasaban dinero defectuoso y mujeres acaudaladas que pagaban una miseria a sirvientes sencillos que apenas sí podían contar su salario semanal. Hacía cinco años esos delitos no existían en Kingsbridge porque por entonces nadie tenía tales cantidades de dinero.

Philip castigaba casi todos los delitos con una multa. También podía sentenciar a la gente a ser azotada, al cepo o a que la encarcelaran en la celda que había debajo del dormitorio de los monjes. Pero muy rara vez aplicaba tales castigos, los cuales estaban reservados ante todo a los delitos con violencia. También tenía derecho a ahorcar a los ladrones, y el priorato poseía un sólido patíbulo de madera.

Pero jamás lo había utilizado. Y, al menos de momento, todavía abrigaba en el fondo de su corazón la secreta esperanza de no tener que hacerlo nunca. Los crímenes más graves, el asesinato, la muerte de los venados del rey y los asaltos con robo en los caminos, eran remitidos al tribunal del rey en Shiring, presidido por el sheriff. Y los ahorcamientos del sheriff Eustace eran ya más que suficientes.

Ese día Philip tenía siete casos de molienda de grano sin autorización. Los dejó para lo último y se ocupó de ellos en grupo. El priorato había construido un nuevo molino de agua junto al antiguo, pues Kingsbridge necesitaba ya dos. Pero había que pagar el nuevo, lo que significaba que todo el mundo tenía que llevar el grano a moler al priorato. Ésa había sido siempre la ley, al igual que en cualquier otro feudo del país. A los campesinos no se les permitía moler el grano en casa; tenían que pagar al señor para que lo hiciera por ellos. En años recientes, al ir creciendo la ciudad y empezar a averiarse con excesiva frecuencia el antiguo molino de agua, Philip, benévolo, dejó pasar el creciente aumento de molienda ilícita. Pero había llegado el momento de poner fin a aquello.

Tenía garrapateados en una pizarra los nombres de los infractores y los leyó en voz alta, uno a uno, empezando por el más rico.

—Richard Longacre. El hermano Franciscus dice que tienes una gran amoladera a la que dan vueltas dos hombres.

Franciscus era el molinero del priorato.

Se adelantó un hacendado de aspecto próspero.

—Sí, mi señor prior. Pero ahora la he roto.

—Paga sesenta peniques. Enid Brewster, en tu cervecería tienes un molino manual. Se ha visto a Eric Eridson utilizándolo, así que también está acusado.

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