Los Pilares de la Tierra (94 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Philip no pudo evitar un estremecimiento de repulsión. Eso era precisamente William, un toro loco.

—¿Y qué? —replicó Aliena—. Si Maud nos ha dado su permiso, seguiremos adelante. William no puede hacer nada al respecto, ¿verdad?

—Espero que no —exclamó con fervor Philip—. Espero ciertamente que no.

Capítulo Diez
1

El día de san Agustín el trabajo terminaba a mediodía. La mayoría de los constructores recibían con un suspiro de alivio la campana que lo anunciaba. Sin embargo, Jack estaba demasiado absorto en su tarea para oírla. Se sentía hipnotizado ante el desafío de cincelar formas redondeadas y suaves sobre la dura piedra, la cual tenía voluntad propia y, si intentaba hacerle algo que ella no quisiera, solía combatirle haciendo que su cincel resbalara, que esculpiera demasiado hondo estropeando así las formas. Pero, una vez que llegaba a conocer al trozo de roca que tenía ante sí, podía transformarlo a su gusto. Cuanto más difícil era la labor, más fascinado se sentía. Empezaba a tener la sensación de que el cincelado decorativo que quería Tom era demasiado fácil. Las molduras en zigzags, rombos, dientes de perro, espirales o simples volutas habían llegado a aburrirle, e incluso aquellas hojas resultaban rígidas y repetitivas. Quería cincelar follaje de aspecto natural, flexible e irregular, y copiar las distintas formas de hojas auténticas de roble, fresno y abedul. Pero Tom no iba a dejarle. Y, sobre todo, quería cincelar escenas históricas: Adán y Eva, David y Goliat... O bien el Día del Juicio Final, con monstruos, demonios y gentes desnudas. Pero no se atrevía a proponerlo.

Tom hizo que al fin dejara de trabajar.

—Es fiesta, zagal —le dijo—. Además, todavía eres aprendiz mío y quiero que me ayudes a recoger. Todas las herramientas han de quedar guardadas antes del almuerzo.

Jack guardó con sumo cuidado su martillo y sus cinceles y con grandes precauciones depositó, en el cobertizo de Tom, la piedra en la que había estado trabajando. Luego, se encaminó con su padrastro al enclave de la construcción. Los demás aprendices estaban ordenándolo todo y barriendo las esquirlas de piedra, la arena, los pelotones de argamasa seca y las virutas de madera que prácticamente cubrían el suelo. Tom recogió sus compases y su nivel, y lo mismo hizo Jack con sus varas medidoras de una yarda y sus plomadas, y lo llevó todo al cobertizo.

Tom guardaba en ese cobertizo sus poles, largas varas de hierro, cuadradas en la sección transversal y perfectamente rectas, todas ellas de la misma longitud. Se conservaban en una espetera especial de madera herméticamente cerrada. Eran varas de medición lineal. Mientras seguían recorriendo el enclave, recogiendo esparaveles y palas, Jack iba pensando en los poles.

—¿Qué longitud tiene un pole? —preguntó.

Algunos de los albañiles le oyeron y se echaron a reír. A menudo encontraban divertidas las preguntas de Jack.

—Un pole es un pole —contestó Edward Short, un albañil pequeño y viejo de tez apergaminada y nariz torcida. Todos volvieron a reír.

Se divertían embromando a los aprendices, sobre todo si eso les permitía hacer alarde de sus conocimientos superiores. A Jack le fastidiaba en extremo que se rieran de su ignorancia; pero aguantó por mor de su gran curiosidad.

—No lo entiendo —dijo paciente.

—Una pulgada es una pulgada, un pie es un pie y un pole es un pole —contestó Edward. —Así pues, el pole es una unidad de medición.

—¿Cuántos pies tiene un pole?

—¡Ajá! Eso depende. En Lincoln, dieciocho. Dieciséis en Anglia Oriental...

Tom le interrumpió con una respuesta sensata.

—Aquí, un pole tiene quince pies.

—En París no utilizan para nada el pole... Sólo las varas medidoras —dijo una mujer albañil de mediana edad.

—Todo el proyecto de la iglesia se basa en los poles. Ve a buscar uno y te lo mostraré. Ya es hora de que aprendas esas cosas —dijo Tom a Jack al tiempo que le entregaba una llave.

Jack fue hasta el cobertizo y cogió un pole de la ringlera. Era muy pesado. A Tom le gustaba explicar cosas y a Jack le encantaba escuchar. La organización del enclave de la construcción formaba un diseño fascinante, semejante al tejido de un abrigo de brocado y, cuanto más lo iba entendiendo, más le atraía.

Tom se encontraba en pie en la nave lateral, en el extremo abierto del presbiterio a medio construir, donde habría de estar la crujía. Cogió el pole y lo dejó sobre el suelo de manera que cruzaba la nave.

—Desde el muro exterior hasta el centro del pilón de la arcada, es un pole —dijo Tom; movió la vara e invirtió los extremos—. Desde ahí hasta el centro de la nave, es un pole —repitió la operación y alcanzó el centro del pilón opuesto—. La nave tiene un ancho de dos poles.

—Sí —dijo Jack—. Y cada intercolumnio ha de tener la longitud de un pole.

—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó Tom un poquito fastidiado.

—Nadie. Los intercolumnios de las naves laterales son cuadrados, de manera que si tienen un pole de ancho han de tener otro de largo. Y desde luego los intercolumnios de la nave central son de la misma longitud que los de las laterales.

—Desde luego —asintió Tom—. Deberías ser un filósofo.

En el tono de su voz había una mezcla de orgullo e irritación. Se sentía complacido de que Jack captara las cosas con tanta rapidez e irritado al comprobar que un simple muchacho captara con tal facilidad los misterios de la albañilería.

Jack, por su parte, se sentía demasiado cautivado ante la lógica de todo aquello para prestar atención a los puntos sensibles de Tom.

—Entonces, el presbiterio tiene una longitud de cuatro poles —dijo—. Y cuando toda la iglesia quede terminada será de doce poles. —En ese momento, se le ocurrió otra idea—. ¿Qué altura tendrá?

—Seis poles de alto. Tres para la arcada, uno para la galería y dos para el trifolio.

—¿Y por qué ha de medirse todo con poles? ¿Por qué no construir al buen tuntún igual que se hace con las casas?

—En primer lugar, porque así resulta más barato. Todos los arcos de la arcada son idénticos, de manera que podemos volver a utilizar las cimbras. Cuantos menos sean los tamaños y formas de piedra que necesitemos, menos serán los gálibos que hay que hacer. Y así sucesivamente. En segundo lugar, simplifica cada uno de los aspectos de lo que estamos haciendo. Desde el trazado original, ya que todo él está basado en un pole cuadrado, hasta la pintura de los muros pues resulta más fácil calcular cuánta lechada necesitaremos. Y cuanto más sencillas son las cosas, menos errores se cometen. La parte más costosa de un edificio son los errores. Y, en tercer lugar, cuando todo se basa en la medición con pole, el aspecto de la iglesia es perfecto. La proporción es la clave de la belleza.

Jack asintió encantado. La lucha por controlar una operación tan ambiciosa e intrincada como la construcción de una catedral era, en todo momento fascinante. La idea de que los principios de regularidad y repetición pudieran simplificar la construcción y se obtuviese como resultado un edificio armonioso, era en verdad seductora. Pero no se hallaba muy convencido de que la proporción fuera la clave de la belleza. Él tenía debilidad por las cosas agrestes, esparcidas, alborotadas, como las altas montañas, los viejos robles y el pelo de Aliena.

Estaba hambriento y devoró el almuerzo con rapidez. Luego, salió de la aldea y se encaminó hacia el norte. Era un día cálido de principios de verano e iba descalzo. Desde que su madre y él fueron a vivir a Kingsbridge de manera definitiva y se convirtió en un trabajador, había disfrutado volviendo al bosque de cuando en cuando. Al principio, pasaba el tiempo desahogando energías acumuladas, corriendo y saltando, trepando a los árboles y disparando su honda contra los patos. Eso ocurrió cuando empezaba a acostumbrarse a su nuevo cuerpo, más alto y fuerte. Pero la novedad dejó de serlo, y ya pensaba en cosas mientras deambulaba por el bosque. En por qué la proporción había de ser hermosa, en cómo los edificios se mantenían en pie y en qué sentiría acariciando los senos de Aliena. Durante años, la había adorado a distancia. La más constante imagen de ella en su pensamiento era la de la primera vez que la vio bajando las escaleras en el salón de Earlcastle y se dijo que debía de ser la princesa de un cuento. Pero siguió siendo una figura remota.

Hablaba con el prior Philip, con Tom Builder y con Malachi el judío y también con otras personas acaudaladas y poderosas de Kingsbridge. Pero Jack jamás tuvo ocasión de dirigirse a ella. Se limitaba a mirarla, rezando en la iglesia o cabalgando en su palafrén por el puente, y también tomando el sol delante de su casa, envuelta en costosas pieles en invierno y vistiendo hermosos trajes de lino en verano, con el pelo alborotado enmarcándole el bello rostro. Antes de dormirse cada noche, solía pensar en lo maravilloso que sería quitarle aquellos ropajes, verla desnuda y besar acariciador sus suaves labios.

Durante las últimas semanas, se había sentido desazonado y deprimido a causa de esas ensoñaciones despierto. Ya no le bastaba con verla a distancia y escuchar sus conversaciones con otras gentes e imaginar que le hacía el amor. Necesitaba que fuera algo real.

Había varias jóvenes de su edad que podrían darle cuanto ansiaba de manera tangible. Entre los aprendices, se hablaba mucho de las muchachas de Kingsbridge y, sobre todo, de las turbulentas. Se decía con toda claridad lo que cada una de ellas dejaba que le hiciera un chico. La mayoría estaban decididas a seguir siendo vírgenes hasta que se casaran, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia. Pero había algunas cosas que podían hacer sin dejar de ser vírgenes o, al menos, eso era lo que explicaban los aprendices. Todas las jóvenes pensaban que Jack era algo raro. Él pensó que probablemente tenían razón. Pero una o dos de ellas encontraban atractiva esa rareza. Un domingo, después de misa, había entablado conversación con Edith, hermana de un compañero aprendiz. Pero cuando Jack empezó a hablar de lo mucho que le gustaba cincelar la piedra, rompió a reír como una tonta. El domingo siguiente había ido a pasear por el campo con Ann, la rubia hija del sastre. Jack no había hablado demasiado; pero la besó y luego sugirió que se tumbaran en un campo verde de cebada. Allí volvió a besarla tocándole los senos. Ella lo besó a su vez con entusiasmo; pero, al cabo de un rato, se apartó de él y le preguntó:
¿Quién es ella?
Jack que, en ese preciso momento, había estado pensando en Aliena, quedó anonadado. Intentó dar de lado la pregunta y volver a besarla. Pero ella apartó la cara diciendo:
Quienquiera que sea, es una chica afortunada
. Volvieron juntos a Kingsbridge y, al despedirse, Ann le había dicho:
No pierdas el tiempo intentando olvidarla. No lo conseguirás. Ella es la que tú quieres, así que más vale que lo intentes y lo logres.
Le había sonreído con afecto al tiempo que añadía:
Tienes un rostro atractivo. Acaso no sea tan difícil como crees.

Su amabilidad le hizo sentirse incómodo, tanto más al ver una de las zagalas a las que los aprendices calificaban de fáciles, y él había dicho a todos que iba a intentar palparla. Ahora ya le parecía tan juvenil aquella manera de hablar que le daba repeluzno. Pero si hubiera dicho a Ann el nombre de la mujer que llenaba su mente, es posible que no se hubiera mostrado tan alentadora. Jack y Aliena formaban la pareja menos adecuada que podía imaginarse. Ella tenía veintidós años y él diecisiete; era hija de un conde, y él un bastardo; era una acaudalada mujer de negocios de lana, y él un aprendiz sin un penique. Y lo que era aún peor, había adquirido fama por el número de pretendientes a quienes había rechazado. Todo señor joven y presentable del Condado, así como los hijos primogénitos de todos los mercaderes prósperos, habían acudido a Kingsbridge para cortejarla; y todos ellos se habían ido decepcionados. ¿Qué oportunidad podía tener Jack, que no tenía nada que ofrecerle, salvo "un rostro atractivo"?

Aliena y él sólo tenían una cosa en común. A ambos les gustaba el bosque. Era una peculiaridad de los dos. La mayoría de las gentes preferían la seguridad de los campos y las aldeas y se mantenían alejados del bosque. Pero Aliena paseaba a menudo por las florestas cercanas a Kingsbridge, y había un lugar especial, bastante apartado, donde gustaba detenerse y sentarse. Jack la había visto allí una o dos veces; aunque la joven no se había percatado de su presencia, pues andaba sigiloso como había aprendido a hacerlo en su infancia, cuando tenía que encontrar su comida en el bosque.

Se encaminaba hacia el calvero de Aliena sin tener la menor idea de lo que haría si llegase a encontrarla allí. Sabía muy bien, eso sí, lo que le gustaría hacer. Tumbarse a su lado y acariciarle el cuerpo. Podía hablar con ella pero ¿qué podría decirle? Le resultaba fácil conversar con las jóvenes de su misma edad. Había bromeado con Edith diciéndole:
No creo todas esas cosas terribles que tu hermano cuenta de ti
. Y, como era de esperar, la muchacha quiso saber cuáles eran esas terribles cosas. Con Ann había ido directamente al grano:
¿Te gustaría ir a pasear conmigo al campo esta tarde?
Pero cuando intentaba imaginar la forma de abordar a Aliena, su mente se quedaba en blanco. No podía evitar pensar en ella como perteneciente a la generación mayor. Se mostraba tan grave y responsable. Jack sabía que no siempre había sido así. A los diecisiete años, era una joven bulliciosa. Desde entonces, debió de haber sufrido penalidades atroces. Sin embargo, la muchacha alegre debía encontrarse todavía en alguna parte de aquella mujer solemne. Eso la hacía aún más fascinante para Jack.

Se estaba acercando al lugar preferido de Aliena. El bosque se hallaba silencioso bajo el bochorno del día. Jack se movía con sigilo entre los matorrales. Quería verla antes de que ella pudiera descubrirle. Todavía no estaba seguro de si tendría el valor de abordarla.

Ante todo, temía indisponer su voluntad. Había hablado con ella el primer día de su regreso a Kingsbridge, aquel domingo de Pentecostés en que acudieron todos los voluntarios para trabajar en la catedral. Pero sus palabras no fueron acertadas, con el resultado de que apenas habían cruzado algunas breves frases durante cuatro años. No quería volver a dar un resbalón semejante. Momentos después, atisbó por detrás del tronco de una haya y la vio.

Había elegido un lugar de extraordinaria belleza. Una pequeña cascada caía en una lagunilla profunda rodeada de piedras cubiertas de musgo. El sol brillaba en las orillas de la laguna; pero un poco más atrás las hayas daban su sombra. Aliena estaba sentada entre sol y sombra, leyendo un libro.

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