Los Pilares de la Tierra (104 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Jack recordó que, a juicio de Tom, Philip no se mostraría clemente. Pero, en aquel momento, la preocupación principal de su padrastro se había centrado en que la logia tomara una decisión definitiva. Como había prometido a Philip que se mostrarían firmes, no estaba entonces en situación de pedir clemencia. Pero la posición de madre era distinta. Jack empezó a sentirse algo más esperanzado. Tal vez no tuviera que irse, después de todo. Acaso podría quedarse en Kingsbridge, cerca de la catedral y de Aliena. Ya había dejado de esperar que ella pudiera amarle; no obstante, aborrecía la idea de tener que irse y no volver a verla jamás.

—Muy bien —aceptó—. Vayamos a suplicar al prior Philip. No tenemos nada que perder salvo nuestro orgullo.

Madre se puso la capa y salieron juntos, dejando a Martha sola, sentada a la mesa y con aspecto inquieto.

Jack y su madre no solían caminar juntos y, en aquel momento, quedó asombrado al darse cuenta de lo pequeña que era. Él a su lado, parecía un gigante. De repente sintió un gran cariño por ella. Siempre estaba dispuesta a luchar como un gato en su defensa. La rodeó con el brazo apretándola contra sí. Ellen le sonrió como si supiera lo que estaba pensando.

Entraron en el recinto del priorato y se encaminaron hacia la casa del prior. Madre llamó a la puerta y a continuación entró. Tom estaba allí con el prior Philip. Por la expresión de sus rostros Jack supo al punto que Tom no le había dicho que había sido Jack quien prendió fuego a la catedral vieja. Eso ya era un alivio. Probablemente no se lo diría nunca. El secreto estaba a salvo. Tom pareció ansioso, incluso algo atemorizado, al ver a su mujer. Jack recordó lo que le había dicho:
He hecho por ti cuanto he podido. Espero que tu madre lo comprenderá así
. Sin duda recordaba que, a raíz de la última vez que Jack y Alfred se pelearon, madre dejó a Tom, el cual temía que en aquellos momentos ocurriera lo mismo.

A Jack le pareció que Philip ya no estaba enfadado. Tal vez la decisión de la logia le hubiera ablandado. Incluso daba la impresión de que se sentía un poco culpable por su dureza.

—He venido aquí a pediros que os mostréis compasivo, prior Philip —dijo madre.

Tom pareció sentirse al punto aliviado.

—Os proponéis enviar a mi hijo lejos de cuanto ama. Su casa, su familia, su trabajo —siguió diciendo madre.

Y la mujer a la que adora
, pensó Jack.

—¿De veras? Creí que sólo le habían despedido de su trabajo —contestó Philip.

—Nunca ha aprendido a hacer otro tipo de oficio que el de la construcción, y en Kingsbridge no hay otra obra de ese estilo que pueda hacer. Le ha penetrado en la sangre el desafío de esa gran iglesia. Iría allá donde alguien estuviera construyendo una catedral. Marcharía a Jerusalén si allí hubiera una piedra para ser esculpida con ángeles y demonios.

¿Cómo puede saber todo eso?
, se preguntó Jack. Él mismo apenas había pensado en ello; sin embargo era la pura verdad. Ellen añadió:

—Podría no volver a verlo jamás.

Al terminar de hablar, la voz de Ellen acusó un ligero temblor.

Y Jack pensó asombrado en lo mucho que debía quererle. Sabía muy bien que su madre jamás habría suplicado así de haberse tratado de ella.

Philip parecía comprenderla, pero intervino Tom.

—No podemos tener trabajando en el mismo emplazamiento a Jack y a Alfred —argumentó tozudo—. Volverán a pelearse. Tú lo sabes.

—Puede irse Alfred —sugirió ella.

Tom parecía entristecido.

—Alfred es mi hijo.

—¡Pero tiene ya veinte años y es tan mezquino como un oso! —a pesar de que la voz de su madre era firme, las lágrimas le rodaban por las mejillas—. No le importa esta catedral más que a mí, sería felicísimo construyendo casas para carniceros o panaderos en Winchester o en Shiring.

—La logia no puede expulsar a Alfred y retener a Jack —razonó Tom—. Además, ya se ha tomado la decisión.

—¡Pero es una decisión equivocada!

—Es posible que haya otra solución —intervino Philip.

Todos se quedaron mirándolo.

—Puede ser que exista otra manera de que Jack se quede en Kingsbridge, e incluso que se dedique a la catedral, sin el continuo temor de enfrentarse a Alfred.

Jack se preguntaba qué se le vendría encima. Era demasiado bueno para ser verdad.

—Necesito a alguien que trabaje conmigo —siguió diciendo Philip—. Paso demasiado tiempo tomando decisiones de menor importancia sobre la construcción. Me hace falta una especie de ayudante que desempeñe el papel de oficial de las obras. Él se ocuparía de casi todo, dejándome a mí tan sólo las cuestiones más importantes. También administraría el dinero y las materias primas, ocupándose de los pagos a suministradores y carreteros, así como de los salarios. Jack sabe leer y escribir, y también sumar con más rapidez que nadie que yo haya conocido...

—Y conoce todos los aspectos de la construcción —intervino Tom—. Yo me he ocupado de que así fuera.

La mente de Jack giraba vertiginosa. ¡Después de todo podía quedarse! No estaría esculpiendo la piedra sino ocupándose de todo el proyecto en nombre de Philip. Era una proposición asombrosa. Se relacionaría con Tom en plan de igualdad. Sabía que era capaz de hacerlo. Y Tom también.

Sólo había un obstáculo y Jack lo expuso sin rebozo.

—No puedo vivir con Alfred por más tiempo.

—De cualquier manera ya es hora de que Alfred tenga casa propia. Tal vez si nos dejara se dedicaría con más ahínco a buscar una esposa —intervino Ellen.

—Siempre encuentras motivos para librarte de Alfred —dijo enfadado Tom—. ¡No voy a echar a mi hijo de casa!

—Ninguno de vosotros me ha entendido —declaró Philip—. No habéis comprendido del todo mi proposición. Jack no vivirá con vosotros.

Hizo una pausa. Jack adivinó lo que se avecinaba y fue el último y mayor sobresalto del día.

—Jack habrá de vivir aquí, en el priorato —explicó el monje.

Se quedó mirándolos con el entrecejo levemente fruncido, como si no entendiera que aún no se hubiesen dado cuenta de lo que quería decir.

Jack le había comprendido muy bien. Recordó a su madre diciendo en la Noche de San Juan del año anterior:
ése astuto prior tiene buena maña para salirse con la suya, a fin de cuentas
. Madre tenía razón. Philip renovaba la proposición que hizo entonces. La oferta que se hacía a Jack era inflexible. Podía irse de Kingsbridge y abandonar cuanto amaba o quedarse y perder su libertad.

—Claro que mi oficial de obras no puede ser un laico —terminó diciendo con el tono de quien expresa algo evidente—. Jack habrá de profesar.

5

Durante la noche anterior a la Feria del vellón de Kingsbridge, Philip permaneció levantado como de costumbre, después de los oficios sagrados de medianoche; pero, en lugar de leer y meditar en su casa, dio una vuelta por el recinto del priorato. Era una cálida noche estival con el cielo despejado. Había luna y podía ver sin necesidad de linterna.

Todo el recinto se encontraba invadido por la feria, salvo los edificios monásticos y los claustros, que eran sagrados. En cada una de las esquinas, habían sido cavados unos grandes pozos para letrinas, con la intención de que el resto del recinto no llegara a estar fétido y, al propio tiempo, se habían cubierto las letrinas, a fin de salvaguardar la sensibilidad de los monjes. Se habían colocado centenares de puestos. Los más sencillos consistían en unos toscos tableros de madera sobre unos caballetes. Pero la mayoría era cosa más elaborada. Tenían un cartel con el nombre del propietario y unos dibujos de sus productos, una mesa aparte para pesar y una especie de alacena o cobertizo para guardar las mercancías. Algunos de los puestos tenían tiendas incorporadas, bien para resguardarse de la lluvia o para llevar a cabo los negocios en privado. Los más refinados eran pequeñas casas, con grandes zonas de almacenamiento, varios mostradores, así como mesas y sillas para que el mercader ofreciera hospitalidad a sus clientes más importantes. Philip había quedado sorprendido cuando, con toda una semana de antelación, llegaron los carpinteros del primero de los mercaderes y pidieron que les enseñaran dónde iba a instalarse el puesto. Tardaron cuatro días en construir todo el complejo y dos en almacenar las mercancías.

En un principio, Philip había proyectado instalar los puestos formando dos anchas avenidas en la parte oeste del recinto, más o menos como los puestos del mercado semanal. Pero pronto se dio cuenta de que no sería suficiente. Esas dos avenidas de puestos habían tenido que prolongarse también a todo lo largo de la parte norte de la iglesia, y luego por todo el extremo este del recinto hasta la casa de Philip. Y todavía había más puestos en el interior de la iglesia sin terminar, las naves, entre los pilones. Ni que decir tiene que los propietarios de los puestos no eran todos mercaderes en lanas. En una feria se vendía de todo, desde pan bazo hasta rubíes.

Philip caminó entre las largas hileras iluminadas por la luna.

Como era natural, ya estaban todas preparadas. No se permitiría la instalación de ningún otro puesto. La mayoría de ellos tenían también almacenados sus artículos. El priorato había cobrado ya más de diez libras por derechos e impuestos. Las únicas cosas que ese día podían llevarse a la feria eran platos recién cocinados, pan, empanadas calientes y manzanas asadas. Incluso los barriles de cerveza se habían llevado el día anterior.

Mientras Philip recorría todo aquello, le observaban docenas de ojos entreabiertos y le saludaban frecuentes gruñidos somnolientos. Los propietarios de los puestos no estaban dispuestos a dejar sin vigilancia sus preciosas mercancías. La mayoría de ellos dormían en sus puestos, y los mercaderes más acaudalados dejaban sirvientes de guardia.

Philip no sabía con exactitud el dinero que podría obtener con la feria; pero estaba garantizado que sería un éxito y tenía esperanzas de que su rendimiento superaría en mucho su cálculo inicial en veinticinco libras. Durante los últimos meses, hubo momentos en los que había temido que la feria nunca llegara a celebrarse. La guerra civil se prolongaba sin que Stephen o Maud lograran imponerse. Pero su licencia no había sido revocada. William Hamleigh había recurrido a diversas tretas para sabotear la feria. Había dicho al sheriff que la prohibiera, y éste había pedido autorización para hacerlo a uno de los dos monarcas rivales. Pero no lo había logrado. William había prohibido a sus arrendatarios que vendieran lana en Kingsbridge. Sin embargo como quiera que la mayoría de éstos estaban acostumbrados a venderla a mercaderes como Aliena y no a comercializarla por sí mismos, el resultado de la prohibición fue un aumento en los negocios de la joven. Por último, anunció que reducía los derechos e impuestos de la Feria del Vellón de Shiring al mismo nivel que los que cobraba Philip. Pero la comunicación llegó muy tarde, pues los compradores y vendedores importantes habían hecho ya sus planes.

Ahora ya, en el cielo que se veía ya iluminarse por oriente en la mañana del gran día, William no podía poner en práctica ninguna de sus argucias. Los vendedores se encontraban instalados con sus mercancías y dentro de poco empezarían a llegar los compradores. Philip pensó que William acabaría descubriendo que la Feria del Vellón de Kingsbridge había perjudicado a la de Shiring menos de lo que él había temido. Parecía que las ventas de lana aumentaban cada año sin interrupción. Y había negocio suficiente para dos ferias.

Recorrió todo el recinto hasta la esquina suroeste, donde se encontraban los molinos y el vivero. Permaneció allí un rato viendo el agua fluir entre los dos molinos silenciosos. En la actualidad, uno de ellos se utilizaba exclusivamente para abatanar el paño, lo cual producía un buen dinero. Eso se lo debían al joven Jack. Tenía un gran ingenio. Sería una buena baza para el priorato. Parecía haberse adaptado bien al noviciado aún cuando mostrara tendencia a considerar los oficios sagrados como consecuencia de la construcción de la catedral, cuando en realidad era lo contrario. Sin embargo ya aprendería. La vida monástica ejercía una influencia santificadora. Philip creía que Dios tenía un propósito para Jack. En lo más recóndito de su mente, alimentaba una esperanza secreta a largo plazo, la de que un día Jack llegase a ocupar su puesto como prior de Kingsbridge.

Jack se levantó con el alba y salió del dormitorio antes del oficio de prima para hacer un último recorrido de inspección al enclave de la construcción. El aire de la mañana era fresco y claro, como las aguas puras de un manantial. Sería un día cálido y soleado, bueno para los negocios y bueno para el priorato. Caminó alrededor de los muros de la catedral, asegurándose de que todas las herramientas y trabajos en marcha estuvieran bien guardados y a salvo en las logias.

Tom había construido unas ligeras vallas alrededor de la madera y la piedra almacenadas, a fin de proteger las materias primas contra los daños accidentales por parte de visitantes descuidados o embriagados. Tampoco querían que alborotador alguno trepara por la estructura, por lo que las escalas habían sido guardadas, las escaleras de caracol adosadas a los muros fueron cerradas con puertas provisionales, y los planos inclinados de las paredes construidas en parte, fueron obstaculizados con grandes bloques de madera. Algunos de los maestros artesanos patrullarían por el recinto a lo largo del día para asegurarse de que no tenía lugar accidente alguno.

Jack siempre se las arreglaba, de una manera o de otra, para pasar por alto muchos de los oficios sagrados. No sentía la aversión de su madre por la religión católica; pero se mostraba un tanto indiferente a ella. No le entusiasmaba en modo alguno, aunque se hallaba dispuesto a tomar parte en cuanto a ella se refería, si eso servía a sus propósitos. Se aseguraba de asistir todos los días al menos a un oficio, por lo general a alguno celebrado por el prior Philip o por el maestro de novicios, que eran los dos monjes con más probabilidades de percatarse de su presencia o de su ausencia. No hubiera podido soportarlo de haber tenido que asistir a todos ellos. Ser monje era el estilo de vida más extraño y perverso que cabía imaginar. Se pasaban la mitad de su vida sometiéndose a dolores e incomodidades que podían evitarse con facilidad, y la otra mitad farfullando galimatías sin sentido, en iglesias vacías, a todas las horas del día y la noche. Rehuían de forma deliberada todo cuanto fuera agradable: chicas, deportes, fiestas y vida familiar. Sin embargo, Jack había observado que, entre ellos, los monjes que parecían más felices habían encontrado, por lo general, algo que les producía una profunda satisfacción. Ilustrar manuscritos, escribir historia, cocinar, estudiar filosofía o, como Philip, convertir a Kingsbridge de una aldea somnolienta en una ciudad con catedral rebosante de vida.

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