Los Pilares de la Tierra (142 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

—Y ahora rezaremos por el alma de la condesa Regan Hamleigh, madre del conde William de Shiring, la cual murió en la noche del viernes.

Hubo un ronroneo de comentarios al escuchar la gente la noticia, pero William miraba horrorizado al obispo. Al fin se había dado cuenta de lo que ella trataba de decirle mientras se moría. Había estado pidiendo un sacerdote... y William no envió a buscarlo. La había visto ir perdiendo fuerzas, la había visto cerrar los ojos, la había oído dejar de respirar y la había dejado morir sin confesión. ¿Cómo pudo haber hecho algo semejante? Desde el viernes por la noche, el alma de ella había estado en el infierno, sufriendo los tormentos que tan gráficamente le describió a menudo, sin oraciones que le dieran el descanso. Pesaba tanto la culpa sobre su corazón que le pareció sentir que sus latidos iban disminuyendo y, por un instante, pensó que también él iba a morir. ¿Cómo había podido dejar que se extinguiera con el alma desfigurada por los pecados al igual que el rostro por los furúnculos, mientras anhelaba la paz del cielo?

—¿Qué voy a hacer? —dijo en voz alta.

La gente que le rodeaba lo miró sorprendida.

Una vez concluida la plegaria y cuando los monjes ya habían salido en procesión, William seguía arrodillado delante del altar. Los restantes fieles fueron saliendo a la luz del sol ignorándole. Todos excepto Walter, que permanecía cerca de él vigilando y esperando. William rezaba con gran fervor. Tenía la imagen de su madre en la mente mientras repetía el Padrenuestro y todos los retazos de oraciones y oficios que era capaz de recordar. Al cabo de un rato, se olvidó de que había otras cosas que podía hacer. Podía encender velas, podía pagar a sacerdotes y monjes para que dijeran misas por ella con regularidad, podía incluso hacer construir una capilla especial en beneficio de su alma. Pero todo cuanto se le ocurría le parecía insuficiente. Era como si pudiese verla, moviendo la cabeza mostrándose dolida y decepcionada por él, al tiempo que decía:
¿Cuánto tiempo dejarás que tu madre sufra?

Sintió que una mano se posaba sobre su hombro y levantó los ojos. El obispo Waleran estaba frente a él, todavía vestido con el magnífico ropaje que se ponía en Pentecostés. Sus ojos negros se clavaron en los de William, el cual sintió que no tenía secretos bajo aquella penetrante mirada.

—¿Por qué lloras? —le preguntó Waleran.

William se dio cuenta entonces de que tenía la cara húmeda por las lágrimas.

—¿Dónde está ella? —preguntó a su vez.

—Ha ido a ser purificada por el fuego.

—¿Sufre?

—Sufre muchísimo. Pero podemos hacer que las almas de nuestros seres queridos atraviesen rápidamente ese lugar terrible.

—¡Haré lo que sea! —sollozó William—. ¡Decidme qué puedo hacer! ¡Por favor!

Los ojos de Waleran brillaban, codiciosos.

—Construye una iglesia —le dijo—. Una igual que ésta. Pero en Shiring.

Aliena se sentía amargada por una ira sorda cada vez que viajaba por las propiedades que fueron parte del Condado de su padre. La sacaban de quicio todas las zanjas bloqueadas, las cercas rotas y vacías, los establos en ruinas. Le entristecían las praderas abandonadas y le rompían el corazón las aldeas desiertas. No se trataba sólo de las malas cosechas. El Condado podía haber alimentado a su gente incluso ese año, si hubiera estado bien administrado. Pero William Hamleigh no tenía idea de cómo manejar sus tierras. Para él, el Condado era sólo un cofre de tesoros particular y no unas propiedades que alimentaban a miles de personas. Cuando sus siervos no tenían alimentos, morían de inanición. Cuando sus arrendatarios no podían pagar las rentas, los echaba a la calle. Desde que William era conde, los acres cultivados se habían reducido de manera increíble, ya que las tierras de algunos arrendatarios expulsados habían vuelto a su estado natural. Y ni siquiera tenía cerebro para darse cuenta de que, a la larga, ello iba en contra de sus propios intereses.

Lo peor de todo era que Aliena se sentía en parte responsable. Se trataba de las propiedades de su padre y, tanto ella como Richard, no habían sido capaces de recuperarlas para la familia. Habían renunciado al ser nombrado William conde y perder Aliena todo su dinero. Pero el fracaso seguía irritándola y no había olvidado la promesa que hizo.

En el camino que iba de Winchester a Shiring, con un cargamento de hilaza y un musculoso carretero con una espada al cinto, recordaba las cabalgadas con su padre por ese mismo camino. Él siempre estaba poniendo nuevas tierras en condiciones de cultivo, despejando zonas de bosque, desecando pantanos o arando laderas de colina. En los años de carestía, tenía reservas suficientes de semillas para cubrir las necesidades de quienes habían sido poco previsores o estaban demasiado hambrientos para conservar las suyas. Jamás obligó a sus arrendatarios a vender sus animales o arados para pagar la renta, porque sabía que, si lo hicieran, al año siguiente se encontrarían imposibilitados de trabajar.

Trataba bien la tierra, conservando su capacidad de producción al igual que un buen granjero cuidaría de una vaca lechera.

Cada vez que pensaba en los viejos tiempos con su rígido, pero inteligente y orgulloso padre junto a ella, sentía como una herida de dolor de la pérdida. La vida había empezado a ir cuesta abajo cuando se lo llevaron. Visto de manera retrospectiva, todo cuanto ella hizo desde entonces parecía no tener sentido. Vivir en el castillo con Matthew en un mundo de ensueño, ir a Winchester con la vana esperanza de ver al rey, incluso luchar por mantener a Richard mientras él combatía en la guerra civil. Había alcanzado lo que otras gentes consideraban un éxito. Se había convertido en una próspera comerciante de lanas. Pero ello sólo le aportó una apariencia de felicidad. Había encontrado una manera de vivir y una posición en la sociedad que le proporcionaba seguridad y estabilidad. Sin embargo, en el fondo de su corazón, continuaba dolida y perdida. Hasta que Jack entró en su vida.

Desde entonces la imposibilidad de casarse con él lo había agostado todo. Llegó a aborrecer al prior Philip, a quien una vez consideró como su salvador y mentor. Hacía años que no mantenía con él una conversación tranquila y amable. Claro que no era culpa suya que no pudieran obtener la anulación del matrimonio, pero fue él quien insistió en que vivieran separados. Aliena no podía por menos que sentirse resentida con él.

Quería a sus hijos, pero se preocupaba por ellos al verlos crecer en un hogar tan poco natural en el que el padre se va de casa a la hora de acostarse. Por fortuna, eso no había tenido hasta el momento efectos negativos. Tommy era un muchacho guapo y fuerte al que le gustaba la pelota, las carreras y jugar a los soldados; y Sally una chiquilla dulce y reflexiva que contaba cuentos a sus muñecas y a la que le encantaba contemplar a Jack en su zona de dibujo. Sus continuas necesidades y su cariño sencillo eran los únicos elementos sólidamente normales en la excéntrica vida de Aliena.

Claro que, además, contaba con su trabajo. Durante la mayor parte de su vida adulta había comerciado con algo. En la actualidad, tenía docenas de hombres y mujeres en aldeas dispersas, hilando y tejiendo para ella en sus hogares. Hacía tan sólo unos años habían sido centenares, pero, al igual que todos, también sentía los efectos de la hambruna y de nada le serviría hacer más tejido del que pudiera vender. Incluso si estuviera casada con Jack seguiría queriendo conservar su trabajo independiente.

El prior Philip decía de continuo que la anulación podía ser concedida cualquier día. Pero hacía ya siete largos años que Aliena y Jack vivían aquella irritante vida, comiendo y criando a sus hijos juntos pero durmiendo separados.

Aliena sentía la infelicidad de Jack de un modo más profundo que la suya propia. Podía decirse que lo adoraba. Nadie sabía lo mucho que lo quería, salvo tal vez Ellen, su madre, que lo veía todo. Lo quería porque la había devuelto a la vida. Hasta entonces había sido como una larva, y Jack la había sacado de su envoltura mostrándole que era una mariposa. Hubiera pasado toda su vida ajena a los gozos y sufrimientos del amor, si él no hubiera compartido con ella sus historias, y no la hubiera besado con tanta suavidad, despertando luego, lenta y cariñosamente, el amor que yacía dormido en su corazón. Había sido tan impaciente y tolerante pese a su juventud... Sólo por eso lo amaría siempre.

Mientras atravesaba el bosque, se preguntaba si no se encontraría con Ellen, la madre de Jack. La veían de cuando en cuando en la feria de alguna ciudad y, más o menos una vez al año, solía ir a Kingsbridge a la caída del sol para pasar la noche con sus nietos. Aliena se sentía afín a Ellen, ambas eran mujeres fuera de serie, que no encajaban con lo que se esperaba de ellas. Sin embargo, salió finalmente del bosque sin tropezar con Ellen.

Mientras viajaba a través de tierras cultivadas, observaba las mieses madurando en los campos. Se dijo que ese año habría buenas cosechas. El verano no había sido demasiado propicio, porque llovió e hizo frío. Pero no habían sufrido las inundaciones ni las plagas que agitaron las tres anteriores. Aliena se sintió agradecida. Miles de personas vivían casi al borde del hambre, y otro invierno malo acabaría con la mayoría de ellas.

Se detuvo para que sus bueyes bebieran en la fuente que se alzaba en el centro de una aldea llamada Monksfield, la cual formaba parte de las propiedades del conde. Era un lugar bastante grande rodeado de algunas de las mejores tierras del Condado y tenía su propio sacerdote y una iglesia construida con piedra. Sin embargo, tan sólo la mitad más o menos de esos campos habían sido cultivados ese año. Los que lo fueron estaban ya cubiertos de trigales amarillos, mientras que el resto se encontraba invadido por la cizaña.

Otros dos viajeros se habían detenido junto a la fuente para dar de comer a sus caballos. Aliena los observó cautelosa. En ocasiones convenía unirse a otras gentes a fin de protegerse mutuamente. Sin embargo, para una mujer también podía ser peligroso. Aliena había llegado a la conclusión que un hombre como aquel carretero estaba perfectamente dispuesto a hacer cuanto ella le dijera siempre que estuvieran solos, pero si hubiera otros hombres presentes era posible que se mostrara inclinado a la subordinación.

Sin embargo, uno de aquellos dos viajeros que se encontraban en Monksfield era una mujer. Luego de mirarla con atención cambió la palabra “mujer” por la de “joven”. Aliena la reconoció. Había visto a aquella muchacha el domingo en Pentecostés en la catedral de Kingsbridge. Era la condesa Elizabeth, la mujer de William Hamleigh. Parecía desdichada e intimidada. La acompañaba un taciturno hombre de armas, sin duda su guardián.
Esa suerte pude haber corrido yo
, se dijo Aliena,
si me hubiera casado con William. Gracias a Dios me rebelé.

El hombre de armas hizo un breve saludo al carretero, ignorando a Aliena, quien pensó que lo mejor sería prescindir de ellos.

Mientras descansaban, el cielo empezó a encapotarse y sopló un viento frío.

—Tormenta de verano —opinó lacónico el carretero.

Aliena miró ansiosa al cielo. No le importaba mojarse pero la tormenta podría obligarles a marchar más despacio y acaso se encontraran en campo abierto al caer la noche. Cayeron algunas gotas de lluvia. Tendrían que buscar refugio, se dijo reacia.

—Más vale que sigamos aquí un rato —dijo la condesa a su guardián.

—Imposible —repuso con brusquedad el hombre—. Órdenes del amo.

A Aliena le ofendió oír a aquel hombre hablar de esa manera a la joven.

—¡No seas estúpido! —le dijo—. ¡Tu obligación es velar por tu ama!

El guardián la miró sorprendido.

—¿A ti qué te importa? —le replicó en tono grosero.

—Va a estallar una tormenta, idiota —le contestó Aliena con su tono más aristocrático—. No puedes pretender que una dama viaje con este tiempo. Tu amo te azotará por tu estupidez.

Aliena se volvió hacia la condesa Elizabeth. La joven la miraba ansiosa, a todas luces complacida de que alguien plantara cara a ese fanfarrón de su guardián. Empezaba a arreciar la lluvia. Aliena tomó una rápida decisión:

—Venid conmigo —dijo a Elizabeth.

Antes de que el guardián pudiera intervenir, había cogido de la mano a la joven y se había alejado. La condesa Elizabeth la siguió gustosa, sonriendo como una niña a la que sacaran de la escuela. Aliena pensó que acaso el guardián fuera detrás de ella y se llevara a la joven; pero en aquel momento hubo un relámpago y la lluvia se convirtió en un aguacero. Aliena echó a correr arrastrando consigo a Elizabeth y, después de cruzar el cementerio, llegaron ante una casa de madera que se alzaba junto a la iglesia.

La puerta se hallaba abierta. Entraron corriendo. Aliena había supuesto que era la casa del párroco y había acertado. Un hombre de aspecto malhumorado vistiendo una sotana negra y con una pequeña cruz colgada del cuello con una cadena, se puso en pie al entrar ellas.

Aliena sabía que la obligación de hospitalidad representaba un pesado fardo para muchos párrocos, y de modo muy especial en aquellos tiempos de hambruna.

—Mis acompañantes y yo necesitamos refugio —dijo anticipándose a una posible resistencia.

—Sois bienvenidos —contestó el párroco entre dientes.

Era una casa de dos habitaciones con un cobertizo contiguo para los animales. Aquello no estaba muy limpio a pesar de que a los animales se les mantenía afuera. Sobre la mesa había un barrilete de vino.

Al tomar asiento, un perrillo les ladró agresivo.

Elizabeth apretó el brazo a Aliena.

—Muchísimas gracias —dijo con los ojos humedecidos por la gratitud—. Ranulf me hubiera hecho seguir adelante, nunca me escucha.

—No tiene importancia —le contestó Aliena—. Esos hombres grandes y fuertes son todos unos cobardes.

Observó a Elizabeth y se dio cuenta de que la pobre muchacha poseía un gran parecido con ella. Ya tenía bastante con ser la mujer de William; pero ser su segunda elección debía ser un auténtico infierno en la tierra.

—Soy Elizabeth de Shiring. ¿Quién sois vos? —dijo Elizabeth.

—Me llamo Aliena. Soy de Kingsbridge.

Contuvo el aliento preguntándose si Elizabeth reconocería el nombre y se daría cuenta de que era la mujer que rechazó a William Hamleigh. Pero era demasiado joven para recordar aquel escándalo.

—Es un nombre poco corriente —fue cuanto dijo.

Del cuarto trasero salió una mujer desaliñada de rostro vulgar y gruesos brazos desnudos, en actitud desafiante, que les ofreció un vaso de vino. Aliena supuso que se trataba de la mujer del párroco. Él diría que era su ama de llaves, ya que en teoría el matrimonio estaba prohibido entre los curas. Las mujeres de los sacerdotes provocaban dificultades sin fin. Era cruel obligar al hombre a que la echara y por lo general resultaba afrentoso para la Iglesia. Aunque la mayoría de la gente decía que los sacerdotes debían mantenerse castos, solían adoptar una actitud condescendiente en ciertos casos, porque se conocía a la mujer. De manera que la Iglesia seguía haciéndose la sorda ante relaciones como aquélla.
Puedes estar agradecida, mujer
, se dijo Aliena;
tú al menos vives con tu hombre.

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