Los Pilares de la Tierra (69 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

En la tierra de las colinas había muchos minifundios pobres donde los campesinos cultivaban un acre más o menos de avena o centeno y criaban algunos animales entecos. Aliena se detuvo en los aledaños de una aldea, cuando pensó que debían estar cerca de Huntleigh, para preguntar a un campesino que estaba esquilando una oveja en un patio vallado contiguo a una granja baja construida con zarzo y barro. Tenía la cabeza de la oveja sujeta con una cosa de madera semejante a un cepo y la estaba quitando la lana con un cuchillo de hoja larga. Otras dos ovejas esperaban inquietas por allí, y una tercera ya estaba esquilada, pastaba en el campo y parecía desnuda bajo el aire helado.

—Es pronto para esquilar —dijo Aliena.

El campesino la miró y sonrió divertido. Era un hombre joven, pelirrojo y con pecas, y las mangas arremangadas mostraban unos brazos velludos.

—Pero necesito el dinero. Más vale que la oveja tenga frío que yo hambre.

—¿Cuánto te pagan por la lana?

—A penique el vellón. Pero he de ir a Gloucester a venderla, así que pierdo un día en el campo, precisamente cuando es primavera y hay tanto que hacer—. Estaba bastante alegre a pesar de sus quejas.

—¿Qué aldea es ésta? —le preguntó Aliena.

—Los forasteros la llaman Huntleigh —le dijo. Los campesinos nunca llamaban a la aldea por su nombre, era sencillamente “la aldea”—. ¿Quiénes sois vosotros? —preguntó francamente curioso—. ¿Qué os trae por aquí?

—Somos los sobrinos de Simón de Huntleigh —dijo Aliena.

—¿De veras? Bueno, lo encontraréis en la casa grande. Retroceded por este camino unas yardas y luego coged por el sendero a través de los campos.

—Gracias.

La aldea se asentaba en el centro de sus campos arados como un cerdo en un lodazal. Había unas veinte viviendas pequeñas arracimadas alrededor de la casa solariega que no era mucho mayor que la morada de un campesino próspero. Al parecer, la tía Edith y el tío Simón no eran muy ricos. Delante de la casa se encontraba un grupo de hombres con dos caballos. Uno de ellos parecía ser el señor.

Llevaba una casaca escarlata. Aliena le miró con mayor detenimiento. Hacía doce o trece años que no veía a su tío Simón, pero le pareció que era él. Lo recordaba como un hombre grande y ahora parecía más pequeño, pero ello se debería sin duda a que Aliena había crecido. Estaba perdiendo pelo y tenía una papada que ella no recordaba. Entonces le oyó decir:
Este animal está muy débil
, y en seguida reconoció su voz áspera, ligeramente velada.

Empezó a tranquilizarse. En adelante les alimentarían, les vestirían, les cuidarían y protegerían. Ya no más pan bazo y queso curado, ni dormir en los graneros. Ya no volverían a recorrer los caminos con la mano en la daga. Tendría una cama blanda, un traje nuevo y cenaría carne de vaca. Tío Simón se encontró con su mirada.

—Mirad esto —dijo a sus hombres—. Una hermosa muchacha y un joven soldado han venido a visitarnos. —Luego algo más le llamó la atención, y Aliena supo que se había dado cuenta de que no le eran totalmente extraños—. Os conozco, ¿verdad? —dijo.

—Así es, tío Simón. Nos conoces —dijo Aliena.

Se sobresaltó como si algo le hubiera asustado.

—¡Por todos los santos! Esa voz es la de un fantasma.

Aliena no entendió aquello pero luego él se lo explicó. Se acercó a ella y la escudriñó como si estuviera a punto de examinar los dientes a un caballo.

—Tu madre tenía la misma voz —le dijo—, como miel derramándose de una jarra. Y por Dios que también eres tan bella como ella. —Alargó la mano para tocarle la cara y Aliena se puso rápidamente fuera de su alcance—. Pero, como puedo ver, eres tan estirada como tu condenado padre. Supongo que es él quien os ha enviado aquí, ¿no?

Aliena se encrespó. No le gustaba que se refiriera a su padre como “tu condenado padre”. Pero si replicaba, él lo consideraría como una nueva prueba de arrogancia. De manera que se mordió la lengua y contestó sumisa:

—Sí, dijo que tía Edith cuidaría de nosotros.

—Bueno, pues estaba equivocado —dijo tío Simón—. Tía Edith está muerta. Y lo que es más, desde que vuestro padre cayó en desgracia he perdido la mitad de mis tierras con las que se ha quedado ese gordo patán de Percy Hamleigh. Aquí los tiempos son duros. Así que ya podéis dar media vuelta y volveros a Winchester. No podéis quedaros conmigo.

Aliena se sentía acongojada. Parecía muy duro.

—¡Pero somos de tu familia! —exclamó.

Tuvo la decencia de mostrarse algo avergonzado, pese a lo cual su respuesta fue áspera.

—No sois familia mía. Eres la sobrina de mi primera mujer. Pero en vida, Edith nunca vio a su hermana por culpa de ese pomposo asno con el que se casó tu madre.

—Trabajaremos —le suplicó Aliena—. Los dos estamos dispuestos a...

—No gastes saliva —le dijo—. No os quiero aquí.

Aliena estaba escandalizada. No admitía discusiones. Estaba claro que de nada serviría discutir con él o suplicarle. Pero eran tantas las decepciones y reveses que había sufrido de ese tipo que sintió más amargura que tristeza. Hacía una semana que una cosa semejante la hubiera hecho llorar. En aquellos momentos sólo tenía ganas de escupirle.

—Recordaré esto cuando Richard sea el conde de nuevo y recuperemos el castillo.

Su tío se echó a reír.

—¿Crees que viviré tanto tiempo?

Aliena decidió no quedarse allí por un momento más, para que la siguiera humillando.

—Vámonos —dijo a Richard—. Ya nos las arreglaremos solos.

Tío Simón había dado ya media vuelta y se ocupaba del caballo. Los hombres que le acompañaban parecían algo incómodos. Aliena y Richard se alejaron.

Una vez que se encontraron fuera del alcance de sus voces, Richard dijo con tono lastimero:

—¿Qué vamos a hacer ahora, Alie?

—Vamos a demostrar a esas gentes inhumanas que somos mejores que ellos —dijo con tono inexorable. Pero no se sentía valiente, tan sólo llena de odio hacia el tío Simón, el padre Ralph, Odo Jailer, los proscritos, el guardabosque y, sobre todo y ante todo, hacia William Hamleigh.

—Menos mal que tenemos algún dinero —dijo Richard.

En efecto. Pero el dinero no duraría siempre.

—No podemos gastarlo —dijo Aliena mientras caminaban por el sendero que conducía al camino principal—. Si nos lo gastamos todo en comida o cosas así, cuando se haya terminado estaremos de nuevo en la miseria. Tenemos que hacer algo con él.

—No veo por qué. Creo que deberíamos comprar un pony.

Aliena se le quedó mirando. ¿Estaba bromeando? Desde luego, no sonreía. Lo único que pasaba era que no comprendía.

—No tenemos posición, título ni tierras —le razonó con paciencia—. El rey no va a ayudarnos. No nos contratarán como braceros... ya lo intentamos en Winchester y nadie quiso admitirnos. Pero hemos de ganarnos la vida como sea y convertirte en un caballero.

—¡Ah! Comprendo —dijo Richard.

Aliena se daba cuenta de que en realidad no comprendía.

—Necesitamos tener alguna ocupación con la que alimentarnos y que nos dé al menos una oportunidad de obtener el dinero suficiente para comprarte un buen caballo.

—¿Quieres decir que deberé convertirme en aprendiz de artesano?

Aliena sacudió negativamente la cabeza.

—Tienes que convertirte en caballero, no en carpintero. ¿Alguna vez hemos conocido a alguien que lleve una vida independiente sin tener alguna habilidad?

—Sí —dijo de repente Richard—. A Meg, en Winchester.

Tenía razón, era comerciante en lana, aunque nunca hubiera sido aprendiza.

—Pero Meg tiene un puesto en el mercado.

Pasaban cerca del campesino pelirrojo que les había indicado las direcciones. Sus cuatro ovejas ya esquiladas pastaban por el campo y él se encontraba haciendo fardos con los vellones, atándolos con cuerdas hechas con juncos. Levantó la cabeza de su trabajo y les saludó con la mano. Eran las gentes como él las que llevaban su lana a las ciudades y se la vendían a los mercaderes. Pero el mercader había de tener un lugar donde desarrollar su negocio...

O tal vez no.

Aliena empezó a concebir una idea.

De repente dio media vuelta.

—¿A dónde vas? —le preguntó Richard.

Pero Aliena estaba demasiado excitada para contestarle.

—¿Cuánto dijiste que te daban por la lana? —preguntó al campesino apoyándose en la valla.

—Un penique por vellón —contestó él.

—Pero tienes que perder todo un día yendo y viniendo de Gloucester.

—Eso es lo malo.

—Imagínate que te compro la lana. Eso te ahorraría el viaje.

—¡Pero nosotros no necesitamos lana, Alie! —exclamó Richard.

—¡Cálmate, Richard! —No quería explicarle en ese momento su idea. Estaba impaciente por ponerla a prueba con el campesino.

—Sería muy de agradecer —dijo el campesino. Pero parecía dubitativo, como si sospechara alguna artimaña.

—Sin embargo, no puedo ofrecerte un penique por vellón.

—¡Ajá! Ya me supuse que habría algún pero.

—Puedo darte dos peniques por cuatro vellones.

—¡Pero si valen un penique cada uno! —protestó vivamente el campesino.

—En Gloucester. Esto es Huntleigh.

El hombre sacudió la cabeza.

—Prefiero recibir cuatro peniques y perder un día en el campo que tener dos peniques y ganar un día.

—Supón que te ofrezco tres peniques por cuatro vellones.

—Pierdo un penique.

—Y te ahorras un día de viaje.

El hombre parecía desconcertado.

—Hasta ahora nunca había oído nada semejante.

—Es como si yo fuera un carretero y tú me pagaras un penique por llevarte la lana al mercado. —A Aliena su lentitud le parecía exasperante— La cuestión es si un día extra en los campos compensa o no el pago de un penique.

—Depende de lo que haga durante el día —dijo pensativo.

—¿Qué vamos a hacer nosotros con cuatro vellones, Alie? —preguntó Richard.

—Vendárselos a Meg —repuso ella impaciente—. Por un penique cada uno. De esa manera nos ganamos un penique.

—¡Pero tendremos que hacer todo el camino hasta Winchester por un penique!

—No, tonto Compramos lana a cincuenta campesinos y nos la llevamos toda a Winchester. ¿No lo comprendes? Podemos ganar cincuenta peniques. Así comeremos y ahorraremos dinero para un buen caballo para ti

Se volvió hacia el campesino. Había desaparecido su alegre sonrisa y se rascaba su pelirroja cabeza. Aliena sentía haberle desconcertado, pero quería que aceptara su oferta. Si lo hacía sabría que le sería posible cumplir el juramento que hiciera a su padre. Pero los campesinos eran testarudos. Sentía ganas de cogerle por el cuello y sacudirle. En su lugar metió la mano dentro de su capa y hurgó en su bolsa

Habían cambiado los besantes de oro por peniques de plata en la casa del orfebre, en Winchester. Sacó tres peniques y se los enseñó al campesino

—¿Los ves? —dijo—. Ahora la decisión es tuya. Cógelos o déjalos.

Aquellas monedas de plata ayudaron al campesino a decidirse.

—Hecho —dijo, y cogió el dinero.

Aquella noche utilizó un fardo de vellones a modo de almohada.

El olor a oveja le recordó la casa de Meg.

Al despertarse aquella mañana descubrió que no estaba encinta; parecía que las cosas iban arreglándose.

Cuatro semanas después de Pascua, Aliena y Richard entraron en Winchester con un viejo caballo tirando de un carro de construcción casera en la que llevaban un gran saco que contenía doscientos cuarenta vellones, el número exacto que constituía un saco estándar de lana.

Y fue entonces cuando descubrieron los impuestos.

Anteriormente siempre habían entrado en la ciudad sin atraer la atención, pero en esa ocasión aprendieron por qué las puertas de la ciudad eran estrechas y estaban vigiladas constantemente por funcionarios de Aduanas. Había que pagar un portazgo de un penique por cada carro cargado de mercancías que entraba en Winchester. Afortunadamente aún les quedaban algunos peniques y pudieron pagar, de lo contrario no les hubieran permitido la entrada.

La mayoría de los vellones les habían costado entre medio y tres cuartos de penique cada uno; habían pagado seis chelines por el viejo caballo y el destartalado carro se lo habían dado por añadidura. Casi todo el resto del dinero se lo habían gastado en comida. Pero esa noche tendrían una libra de plata y un caballo con el carro.

El plan de Aliena era volver a salir y comprar otro saco de vellones, repitiendo la operación una y otra vez hasta que todas las ovejas hubieran sido esquiladas. Para finales de verano quería tener el dinero necesario para comprar un caballo fuerte y un nuevo carro.

Se sentía excitada mientras conducía al viejo rocín por las calles en dirección a casa de Meg. Para cuando terminara el día, habría demostrado que era capaz de cuidar de su hermano y de sí misma sin ayuda de nadie. Le hacía sentirse muy madura e independiente, dueña de su propio destino. No había recibido nada del rey, no necesitaba parientes ni malditas ganas de tener un marido.

Estaba ansiosa por ver a Meg, que había sido su inspiración. Meg era por sí misma inspiración. Meg era una de las pocas personas que habían ayudado a Aliena sin tratar de robarle, violarla o explotarla. Aliena tenía un montón de preguntas para hacerle sobre los negocios en general y el comercio de la lana en particular.

Era día de mercado de manera que necesitó algún tiempo para conducir su carro hasta la calle de Meg a través de la atestada ciudad.

Por fin llegaron a su casa. Aliena entró en el vestíbulo; allí se encontraba en pie una mujer a la que nunca había visto antes.

—¡Ah! —exclamó Aliena deteniéndose en seco.

—¿Qué pasa? —preguntó la mujer.

—Soy amiga de Meg.

—Ya no vive aquí —dijo la mujer con tono tajante.

—¡Caramba! —Aliena pensó que no era necesario que se mostrara tan brusca— ¿A dónde se ha trasladado?

—Se ha ido con su marido que abandonó la ciudad desacreditado —dijo la mujer.

Aliena se sintió decepcionada y asustada. Había contado con Meg para que le facilitara la venta de la lana.

—¡Es una noticia terrible!

—Era un comerciante deshonesto y si yo fuera tú, no iría por ahí alardeando de ser amiga de ella. Y ahora vete.

A Aliena le escandalizó el hecho de que alguien pudiera hablar mal de Meg.

—No me importa lo que su marido pueda haber hecho. Meg era una gran mujer y muy superior a los ladrones y rameras que habitan en esta apestosa ciudad —dijo, saliendo de inmediato de la casa antes de que la mujer pudiera pensar siquiera en una réplica.

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