Los Pilares de la Tierra (67 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Siempre había sido un hombre delgado pero en aquellos momentos parecía un esqueleto. Estaba terriblemente sucio y vestido con harapos.

—¡Aliena! —exclamó—. ¡Eres tú! —Una sonrisa contrajo su rostro, pero era más bien la mueca de una calavera.

Aliena se echó a llorar. Nadie la había preparado para la conmoción que sufriría al verle transformado hasta aquel punto. Al instante se dio cuenta de que se estaba muriendo. El odioso Odo había dicho la verdad. Pero aún estaba vivo, aún seguía sufriendo y se mostraba penosamente contento de verla. Aliena había decidido conservar la calma pero en aquel momento, perdido todo control, cayó de rodillas frente a él, sacudida por grandes sollozos desgarradores que llegaban de lo más hondo de sí misma.

Bartholomew se inclinó, rodeándola con sus brazos y dándole palmaditas en la espalda como si estuviera consolando a un niño por una herida en la rodilla o un juguete roto.

—No llores —le dijo con cariño—. Sobre todo ahora que has hecho a tu padre tan feliz.

Aliena sintió que le quitaban la vela de la mano.

—¿Y este joven tan alto es mi Richard? —preguntó Bartholomew.

—Sí, padre —repuso Richard con dificultad.

Aliena abrazó a su padre, sintiendo sus huesos como palos dentro de un saco. Se estaba extinguiendo, no quedaba carne debajo de la piel. Quería decirle algo, algunas palabras de cariño o consuelo, pero los sollozos la impedían hablar.

—¡Vaya si has crecido, Richard! —estaba diciendo su padre—. ¿Ya tienes barba?

—Está apuntando, padre, pero es muy rubia.

Aliena se dio cuenta de que Richard estaba a punto de echarse a llorar y que luchaba por mantener la compostura. Se hubiera sentido humillado de venirse abajo delante de su padre y éste probablemente le hubiera dicho que se dominara y fuera un hombre, lo que todavía sería peor. Preocupada por Richard, dejó de llorar. Logró dominarse con gran esfuerzo. Abrazó una vez más el cuerpo espantosamente flaco de su padre. Luego, soltándose, se limpió los ojos y se sonó con la manga.

—¿Estáis los dos bien? —preguntó Bartholomew. Hablaba con más lentitud de lo que solía y de vez en cuando le temblaba la voz—. ¿Cómo os las arregláis? ¿Dónde estáis viviendo? No me han querido decir nada sobre vosotros, ha sido la peor tortura que pudieron imaginar. Pero parece que estáis bien, en buen estado físico, y saludables. ¡Es formidable!

Su referencia a la tortura hizo que Aliena se preguntara si le habrían sometido a torturas físicas, pero no se lo preguntó. Tenía miedo de lo que pudiera decirle. En vez de ello contestó a su pregunta con una mentira.

—Estamos muy bien, padre. —Sabía que la verdad le hubiera resultado devastadora. Hubiera destruido aquel instante de felicidad y hubiera enturbiado los últimos días de su vida con la agonía del remordimiento—. Hemos estado viviendo en el castillo y Matthew ha cuidado de nosotros.

—Pero no podéis seguir viviendo allí —dijo su padre—. El rey ha hecho ahora conde a ese obeso patán de Percy Hamleigh... Es el nuevo señor del castillo.

De modo que lo sabía.

—Todo está bien —le tranquilizó Aliena—. Nos hemos ido.

Su padre le tocó el traje, el viejo vestido de lino que le había dado la mujer del guardabosque.

—¿Qué es esto? —preguntó con brusquedad—. ¿Has vendido tus trajes?

Aliena se dio cuenta de que conservaba su antigua percepción. No resultaría fácil engañarle. Decidió decirle en parte la verdad.

—Dejamos el castillo con mucha prisa y nos quedamos sin ropa.

—¿Dónde está ahora Matthew? ¿Por qué no va con vosotros?

Aliena había estado temiendo aquella pregunta. Vaciló.

Fue tan sólo una pausa momentánea, pero su padre se dio cuenta.

—¡Vamos! ¡No intentes ocultarme nada! —dijo con algo de su vieja autoridad—. ¿Dónde está Matthew?

—Le mataron los Hamleigh —dijo Aliena—. Pero no nos hicieron daño. —Contuvo el aliento. ¿La creería?

—Pobre Matthew... —dijo tristemente—. Nunca fue un luchador. Espero que haya ido directo al cielo.

Había aceptado su historia. Aliena se sintió aliviada. Cambió de conversación, apartándose así de aquel terreno peligroso.

—Decidimos venir a Winchester para pedir al rey que nos asegure el porvenir de alguna manera, pero ha...

—De nada servirá —la interrumpió enérgico su padre antes de que ella pudiera explicarle por qué no habían visto al rey—. No hará nada por vosotros.

A Aliena le dolió su tono contundente. Había hecho lo mejor que le había sido posible, dadas las circunstancias, y hubiera querido que su padre le dijera “Bien hecho” y no “Eso es una pérdida de tiempo”. Siempre se había mostrado rápido en corregir y lento en alabar.

Debía de estar acostumbrada, se dijo.

—¿Qué debemos hacer ahora, padre? —preguntó sumisa.

Bartholomew intentó acomodarse mejor y se escuchó un tintineo. Aliena descubrió sobresaltada que estaba encadenado.

—Tuve oportunidad de ocultar algún dinero. La ocasión no era muy propicia pero hube de hacerlo. Llevaba cincuenta besantes en un cinturón debajo de la camisa. Di el cinturón a un sacerdote.

—¡Cincuenta! —exclamó Aliena sorprendida.

Un besante era una moneda de oro. No lo acuñaban en Inglaterra sino que llegaba de Bizancio. Jamás había visto más de una a la vez. Un besante valía veinticuatro peniques de plata, así que cincuenta valdrían... No podía imaginárselo.

—¿A qué sacerdote? —preguntó Richard, más práctico.

—Al padre Ralph, de la iglesia de St. Michael, cerca de la puerta norte.

—¿Es un hombre bueno? —preguntó Aliena.

—Espero que sí. En realidad no lo sé. El día que los Hamleigh me trajeron a Winchester, antes de encerrarme aquí, me encontré solo con el padre Ralph durante unos momentos y supe que sería mi única oportunidad. Le di el cinturón y le supliqué que lo guardara para vosotros. Cincuenta besantes tienen el valor de cinco libras de plata.

Cinco libras. Al hacerse una idea de aquella cantidad Aliena se dio cuenta de que aquel dinero podría transformar su existencia. No estarían en la miseria y no tendrían que vivir al día. Podrían comprar pan y un par de botas para sustituir esos zuecos que tanto daño le hacían e incluso un par de ponis baratos si tenían que viajar. No resolverían todos sus problemas, pero servirían para ahuyentar esa aterradora sensación de vivir constantemente al borde de una crisis de vida o muerte. No tendría que estar pensando continuamente en cómo podrían sobrevivir. Y de esa manera podría dedicar su atención a algo constructivo, como por ejemplo sacar a su padre de aquel lugar espantoso.

—¿Qué hemos de hacer cuando tengamos el dinero? Tenemos que lograr tu libertad —dijo.

—No voy a salir de aquí —dijo con aspereza—. Olvidaos de eso. Si no me estuviera muriendo me ahorcarían.

Aliena lanzó una exclamación entrecortada. ¿Cómo podía hablar así?

—¿De qué te asombras? —dijo su padre—. El rey tiene que librarse de mí, pero de esta manera no pesaré sobre su conciencia.

—Mientras el rey se encuentra fuera, este lugar no está bien vigilado, padre —dijo Richard—. Creo que con unos cuantos hombres podríamos sacarte.

Aliena sabía que tal cosa no ocurriría. Richard carecía de la habilidad o la experiencia para organizar una fuga y era demasiado joven para persuadir a hombres hechos y derechos para que le siguieran. Temía que su padre hiriera a Richard menospreciando su propósito.

—No se te ocurra ni pensarlo. Si irrumpís aquí me negaré a irme contigo —fue cuanto dijo.

Aliena sabía que era inútil discutir con él cuando había tomado una decisión. Pero le rompía el corazón el pensar que su padre hubiera de acabar sus días en aquella apestosa prisión. Sin embargo se le ocurrió que había infinidad de maneras para hacerle más confortable su estancia.

—Bueno, si vas a quedarte aquí, podemos limpiar este lugar y traer juncos frescos. También algunas velas, y pedir prestada una Biblia para que leas. Podemos encender un fuego...

—¡Ya basta! —dijo su padre—. No vais a hacer nada de eso. No permitiré que mis hijos echen a perder su vida rondando una prisión a la espera de que un viejo se muera.

A Aliena se le llenaron de nuevo los ojos de lágrimas.

—¡Pero no podemos dejarte así!

Su padre hizo caso omiso de sus palabras, lo que era su reacción habitual ante la gente que le contradecía.

—Vuestra querida madre tenía una hermana, vuestra tía Edith —dijo—. Vive en la aldea de Huntleigh, en el camino a Gloucester, con su marido que es caballero. Deberéis ir allí.

A Aliena se le ocurrió que aún podrían ver a su padre de vez en cuando, y que acaso permitiría que sus parientes políticos le procuraran una mayor comodidad. Intentó recordar a tía Edith y a tío Simón. No los había visto desde la muerte de su madre. Recordaba vagamente a una mujer delgada y nerviosa como su madre y a un hombre grande y campechano que comía y bebía una barbaridad.

—¿Cuidarán de nosotros? —preguntó dubitativa.

—Desde luego. Son familia.

Aliena se preguntaba si aquél sería motivo suficiente para que la modesta familia de un caballero acogiera con los brazos abiertos en su casa a dos jovenzuelos bien desarrollados y hambrientos. Pero su padre había dicho que todo iría bien y Aliena confiaba plenamente en él.

—¿Qué haremos? —preguntó.

—Richard será el escudero de su tío y aprenderá el arte de la caballería. Tú serás dama de honor de tía Edith hasta que te cases.

Mientras hablaban, Aliena tuvo la sensación de que había estado acarreando un pesado fardo durante millas y no se había dado cuenta de lo que le dolía la espalda hasta haber descargado el fardo. Ahora que su padre se había hecho cargo, le parecía que la responsabilidad durante los últimos días había sido demasiado dura de soportar. Y la autoridad y habilidad de su padre para dominar la situación, incluso estando en la cárcel enfermo, la reconfortaba y embotaba su pesar, porque hacía que no pareciese necesario preocuparse por la persona que tenía delante.

—Antes de que me dejéis quiero que los dos hagáis un juramento —dijo entonces Bartholomew en tono solemne.

Aliena se sobresaltó. Siempre les había aconsejado en contra de los juramentos.
Pronunciar un juramento es poner tu alma en peligro,
solía decir.
Jamás pronunciéis un juramento a menos que prefiráis morir a quebrantarlo.
Y se encontraba allí a causa de un juramento. Los demás barones habían faltado a su juramento, pero su padre se había negado a hacerlo. Preferiría morir a romper su juramento, y allí estaba muriéndose.

—Dame tu espada —añadió dirigiéndose a Richard.

El muchacho desenvainó la espada y se la entregó.

Su padre la cogió y, haciéndola girar, se la tendió por la empuñadura.

—Arrodíllate.

Richard se arrodilló delante de su padre.

—Pon tu mano sobre la empuñadura —le indicó Bartholomew. Hizo una pausa, al cabo de la cual su voz adquirió renovadas fuerzas—. Jura por Dios Todopoderoso y por Jesucristo y todos los santos que no descansarás hasta que seas conde de Shiring y señor de todas las tierras que yo gobernaba.

Aliena estaba sorprendida y en cierto modo deslumbrada. Esperaba que su padre les pidiera una promesa general, como la de decir siempre la verdad y tener temor de Dios. Pero no, estaba encomendando a Richard una tarea muy específica, una tarea que podría llevarle toda una vida.

Richard tomó aliento y habló con voz ligeramente temblorosa.

—Juro por Dios Todopoderoso, por Jesucristo y todos los santos que no descansaré hasta ser conde de Shiring y señor de todas las tierras que tú gobernaste.

El padre suspiró como si hubiera cumplido con un deber oneroso. Luego sorprendió de nuevo a Aliena. Volviéndose, alargó hacia ella la empuñadura.

—Jura por Dios Todopoderoso y por Jesucristo y todos los santos que cuidarás de tu hermano Richard hasta que haya cumplido su promesa.

Aliena se sintió abrumada por una sensación de condena. De manera que ése sería su sino. Richard vengaría a su padre y ella cuidaría de Richard. Para ella sería también una misión de venganza, ya que, si Richard llegara a ser conde, William Hamleigh perdería su herencia. Por su mente pasó la idea fugaz de que nadie le había preguntado a ella cómo quería que fuera su vida. Pero aquel pensamiento absurdo se esfumó al momento. Ése era su destino y era como debía ser. No es que se mostrara poco dispuesta, pero sabía que aquél era un momento decisivo y tenía la impresión de que detrás de ella se iban cerrando puertas y que se estaba fijando de manera irrevocable el sendero de su vida. Puso la mano sobre la empuñadura y prestó juramento. Ella misma se sorprendió por la fortaleza y resolución de su voz.

—Juro por Dios Todopoderoso, por Jesucristo y todos los santos que cuidaré de mi hermano Richard hasta que haya cumplido su promesa. —Se santiguó.
He prestado juramento,
se dijo,
y moriré antes de quebrantar mi palabra.
Aquella idea le dio una especie de furiosa satisfacción.

—Así sea —dijo su padre con una voz que parecía haberse debilitado de nuevo—. Y ahora, jamás deberéis volver a este lugar.

Aliena no podía creer lo que acababa de oír.

—El tío Simón puede traernos a verte de vez en cuando y podremos asegurarnos de que estás caliente y bien alim...

—No —dijo el padre con severidad—. Tenéis una tarea que cumplir. No debéis malgastar vuestras energías visitando una prisión.

Aliena volvió a sentir en su voz aquel tono que daba por terminada toda discusión, pero le fue imposible no protestar de nuevo ante la dureza de su decisión.

—Entonces déjanos volver aunque sólo sea una vez para traerte algunas cosas que te hagan sentir mejor.

—No necesito comodidades.

—Por favor.

—Nunca.

Aliena desistió. Siempre se había mostrado consigo mismo al menos tan duro como con los demás.

—De acuerdo —dijo con un sollozo.

—Y ahora más vale que os vayáis —dijo.

—¿Ya?

—Sí. Éste es un lugar de desesperanza, corrupción y muerte. Ahora que os he visto, que sé que estáis bien y que tengo vuestra promesa de reconstruir lo que hemos perdido, estoy contento. Lo único que destruiría mi felicidad sería el veros malgastando el tiempo visitando una prisión. Ahora, marchaos.

—¡No, padre! —exclamó Aliena, aunque sabía que de nada serviría.

—Escuchad —dijo Bartholomew, y al fin su voz se hizo más tierna—. He vivido una vida honorable y ahora voy a morir. He confesado mis pecados y estoy preparado para la eternidad. Rezad por mi alma. Iros.

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