Los Pilares de la Tierra (63 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Él se la quedó mirando a su vez con una ligera sonrisa.

—¿No hay nada malo en eso, verdad? —dijo.

2

Aliena volvió a sentirse esperanzada mientras atravesaba la West Gate en dirección a la Calle principal de Winchester a la caída de la noche. En el bosque tuvo la impresión de que podrían asesinarla y que nadie llegaría a enterarse jamás de lo ocurrido, pero en aquel momento se encontraba de nuevo en la civilización. Desde luego la ciudad rebosaba de ladrones y asesinos. Pero ellos no podían cometer sus crímenes a plena luz del día y con absoluta impunidad. En la ciudad había leyes y a quienes las infringían se les desterraba, se les mutilaba o se les ahorcaba.

Recordaba haber caminado con su padre por aquella calle haría tan sólo un año. Naturalmente iba a caballo. Su padre montaba un brioso corcel castaño y ella un hermoso palafrén gris. La gente se apartaba a su paso cuando cabalgaban por las anchas calles. Tenían una casa en la parte sur de la ciudad y cuando llegaban a ella les daban la bienvenida ocho o diez sirvientes. Habían limpiado bien la casa, había paja fresca en el suelo y todas las chimeneas estaban encendidas. Durante su estancia en ella, Aliena vestía bonitos trajes todos los días, botas y cinturones de piel de becerro y se adornaba con broches y brazaletes. Su tarea consistía en asegurarse de que siempre fuera bien recibido cualquiera que acudiese a ver al conde, y que nunca faltase carne y vino para los de la clase elevada, pan y cerveza para los más pobres, una sonrisa y un sitio junto el fuego para todos. Su padre era puntilloso en lo de la hospitalidad, pero no se las arreglaba muy bien cuando había de practicarla personalmente. La gente le encontraba frío, distante e incluso dominante. Aliena compensaba aquellas carencias.

Todo el mundo respetaba a su padre y las más altas personalidades acudían a visitarle. El obispo, el prior, el sheriff, el canciller real y los barones de la corte. Se preguntaba cuántos de ellos la reconocerían en esos momentos caminando descalza por el barro y la suciedad de esa misma calle. Aquella idea no consiguió empañar su optimismo. Lo importante era que ya había dejado de sentirse como una víctima. Se encontraba de nuevo en un mundo en el que había reglas y leyes, y tenía una posibilidad de recuperar el control de su vida.

Pasaron por delante de su casa. Estaba vacía y cerrada a cal y canto. Los Hamleigh no habían tomado posesión de ella todavía. Por un instante, Aliena sintió la tentación de intentar entrar en ella. ¡Es mi casa!, se dijo. Pero no lo era, naturalmente, y la idea de pasar la noche allí le hizo recordar cómo había vivido en el castillo, cerrando los ojos a la realidad. Pasó de largo con decisión.

Otra cosa buena de estar en la ciudad era que allí había un monasterio. Los monjes siempre daban cama a cualquiera que se lo pidiere. Richard y ella dormirían aquella noche bajo techo, a salvo y en un lugar seco.

Encontró la catedral y entró en el patio del priorato. Dos monjes se encontraban en pie, ante una mesa de caballete, repartiendo pan bazo y cerveza entre un centenar o más de personas. A Aliena no se le había ocurrido que pudiera haber tanta gente suplicando la hospitalidad de los monjes. Ella y Richard se pusieron a la cola. Era asombroso, se dijo, cómo una gente que habitualmente se empujaría y daría codazos para recibir comida gratis, permanecía de pie en ordenada fila sólo porque un monje les decía que así lo hicieran.

Recibieron su cena y se les condujo a la casa de invitados. Era una gran construcción de madera semejante a un granero, desprovista de todo mobiliario, iluminada débilmente por velas de junco y con olor a humanidad por tanta gente junta. El suelo estaba cubierto de juncos no demasiados frescos. Aliena se preguntó si debería decir a los monjes quién era. Era posible que el prior la recordara. En un priorato tan grande era de suponer que hubiera una casa de invitados especialmente destinada a visitantes de alta alcurnia. Pero se sintió reacia a hacerlo. Tal vez porque temiera que se mostraran desdeñosos con ella o también porque pensara que de nuevo iba a estar a merced de alguien, y aunque nada tenía que temer de un prior, pese a todo se sentía más cómoda permaneciendo en el anonimato e inadvertida.

Los demás invitados eran en su mayoría peregrinos con algún que otro artesano ambulante, reconocibles por las herramientas que llevaban, y unos cuantos buhoneros, hombres que iban por las aldeas vendiendo cosas que los campesinos no podrían hacer por sí mismos, como alfileres, cuchillos, ollas y especias. Algunos de ellos llevaban consigo a su mujer e hijos. Los niños eran ruidosos y estaban excitados, correteando por todas partes, peleándose y cayéndose. De vez en cuando alguno salía disparado contra un adulto, recibía un cachete y se echaba a llorar a moco tendido. Algunos no estaban bien educados y Aliena vio a varios chiquillos orinándose sobre los juncos del suelo. Probablemente esas cosas carecían de importancia en una casa donde el ganado dormía en la misma habitación que la gente, pero en un recinto lleno de gente era más bien repugnante. Todos tendrían que dormir más tarde sobre esos mismos juncos.

Empezó a tener la sensación de que la gente la miraba como si supiera que la habían desflorado. Claro que era ridículo, pero la sensación persistía. Comprobó si sangraba, pero no. Sin embargo cada vez que se movía se encontraba con alguien que tenía una mirada fija y penetrante en ella. Tan pronto como sus ojos se encontraban volvían la vista a otro lado, pero poco después sorprendía a alguien haciendo lo mismo. Se decía continuamente que aquello era una tontería, que no la miraban a ella sino que paseaban curiosos la vista por toda la gente que les rodeaba. De cualquier manera no había nada digno de mirar, no era diferente de los demás. Estaba tan sucia, tan mal vestida y tan cansada como todos. Pero la sensación persistía y empezó a irritarse contra su voluntad; había un hombre cuya mirada encontraba siempre, un peregrino de mediana edad con una familia numerosa. Finalmente Aliena perdió la paciencia.

—¿Qué es lo que miras? ¡Deja ya de mirarme! —le gritó.

El hombre se sintió violento y apartó los ojos sin decir palabra.

—¿Por qué has hecho eso, Alie? —le preguntó Richard en voz baja.

Aliena le dijo que cerrara la boca y así lo hizo.

Poco después los monjes se dieron una vuelta por allí y se llevaron las velas. Preferían que la gente se fuera pronto a dormir, manteniéndoles así alejados por la noche de las cervecerías y los prostíbulos de la ciudad, y por la mañana les resultaba más fácil a los monjes hacer que los visitantes se fueran temprano. Varios hombres solteros salieron del recinto cuando se hubieron apagado las luces, sin duda encaminándose a los burdeles, pero la mayor parte de la gente se acurrucó, envolviéndose bien en sus capas.

Hacía muchos años que Aliena no dormía en un lugar como ése. De pequeña siempre había envidiado a la gente que dormía abajo, unos al lado de otros, frente a un rescoldo, en una habitación llena de humo y olor a comida, con los perros para protegerles. En aquel recinto reinaba una sensación de intima unión, que no existía en las espaciosas y vacías cámaras de la familia del Lord. Por aquellos días había abandonado a veces su cama y bajado de puntillas la escalera para dormir junto a una de sus sirvientas favoritas, Madge, la lavandera, o la vieja Joan.

El sueño le llegó con el olor de su infancia en el recuerdo y soñó con su madre. Normalmente le resultaba difícil recordar el aspecto de su madre, pero en aquellos momentos descubrió sorprendida que podía recordar con toda claridad el rostro de mamá, hasta en su más mínimo detalle. Los rasgos pequeños, la sonrisa tímida, la constitución frágil, la mirada de ansiedad en sus ojos. Vio la manera de andar de su madre, inclinada ligeramente a un lado, como si siempre estuviera tratando de pegarse a la pared, con el brazo contrario algo extendido en busca de equilibrio. Podía oír la voz de su madre, una voz contralto sorprendentemente sonora, siempre dispuesta a cantar o a reír, temerosa de hacerlo. En su sueño, Aliena supo algo que jamás había visto claro estando despierta, que su padre atemorizó a su madre de tal manera, ahogando su sentido del gozo de la vida, que se había mustiado muriendo como una flor bajo la sequía. Todo aquello acudía a la mente de Aliena como algo muy familiar, algo que había sabido desde siempre. Lo espantoso de todo aquello es que, en el sueño, ella estaba encinta. Su madre parecía contenta. Estaban sentadas juntas en un dormitorio y Aliena tenía un vientre tan grande que debía sentarse con las piernas ligeramente separadas y las manos cruzadas sobre aquel bulto. Entonces William Hamleigh irrumpía en la habitación con una daga de larga hoja en la mano y Aliena supo que iba a apuñalarla en el vientre de la misma manera en que ella apuñaló al proscrito en el bosque. Empezó a chillar con tal fuerza que de repente se sentó erguida y entonces se dio cuenta de que William no estaba allí y que ella ni siquiera había gritado. El ruido sólo había estado en su cabeza.

Después de aquello permaneció despierta, preguntándose si en realidad estaría encinta.

Aquella idea no se le había ocurrido antes y en esos momentos se sentía aterrada. Sería repugnante tener un hijo de William Hamleigh. Y además podía no ser suyo, podía ser de su escudero. Nunca podría saberlo. ¿Cómo podía querer a aquel bebé? Cada vez que le mirara le recordaría aquella noche espantosa. Prometió que tendría al bebé en secreto y lo dejaría morir de frío tan pronto como hubiera nacido, como los campesinos hacían cuando tenían demasiados hijos. Tan pronto como hubo tomado aquella decisión se sumió de nuevo en el sueño.

Apenas despuntado el día los monjes llevaron el desayuno. El ruido despertó a Aliena. La mayoría de los demás huéspedes estaban ya despiertos, al haberse dormido tan temprano, pero Aliena había llegado prácticamente exhausta.

De desayuno les dieron gachas con sal. Aliena y Richard se lo comieron con avidez y les hubiera gustado que estuvieran acompañadas de pan. Mientras desayunaban, Aliena reflexionó sobre lo que diría al rey Stephen. Estaba segura de que habría olvidado que el antiguo conde Shiring tenía dos hijos. Tan pronto como se presentaran y se lo recordaran tomaría medidas en favor de ellos. Al menos eso creía. Pero por si fuera necesario convencerle, habría de llevar preparado algo. Llegó a la conclusión de que no insistiría en la inocencia de su padre, ya que ello significaría poner en tela de juicio el parecer del rey, con lo que sólo lograría ofenderle. Tampoco protestaría que a Percy Hamleigh le hubiera hecho conde. Los hombres de Estado aborrecían que se discutieran sus decisiones. «Para el bien o para el mal, la cuestión está zanjada», solía decir su padre. No, se limitaría a decir que su hermano y ella eran inocentes y a pedir al rey que les diera una propiedad de caballero para poder atender modestamente sus necesidades y para que Richard pudiera prepararse y llegar a ser, dentro de unos años, uno de los guerreros del rey. Una pequeña propiedad permitiría a Aliena cuidar de su padre cuando el rey tuviere a bien ponerle en libertad. Había dejado de ser una amenaza. Sin título, sin seguidores, sin dinero, recordaría al rey que su padre había servido con toda lealtad al viejo rey, Henry, que había sido tío de Stephen. No se mostraría imperiosa, tan sólo humildemente firme, franca y sencilla.

Después del desayuno preguntó a un monje dónde podría lavarse la cara. La miró sobresaltado. Era evidente que no era una pregunta habitual. Sin embargo los monjes estaban a favor de la limpieza y éste la condujo hasta un conducto abierto por donde un agua fría y clara desembocaba en los terrenos del priorato, y le advirtió que no se lavara, «indecentemente», por si acaso alguno de los hermanos la viera por accidente y de esa manera empañara su alma. Los monjes hacían mucho bien, pero sus actitudes a veces resultaban irritantes.

Una vez que ella y Richard se hubieren quitado de la cara el polvo del camino abandonaron el priorato y se encaminaron colina arriba, a lo largo de la calle principal, al castillo que se alzaba a un lado de la puerta Oeste. Si llegaban temprano, Aliena pensaba que se atraería la voluntad o cautivaría a quien estuviese encargado de admitir a los solicitantes, y así no quedaría olvidada entre la multitud de gente importante que llegaría más tarde. Sin embargo el ambiente tras los muros del castillo estaba aún más tranquilo de lo que ella esperara. ¿Había estado el rey Stephen allí tanto tiempo que eran ya pocas las personas que necesitaban verle? No estaba segura de cuándo podía haber llegado. Por lo general, el rey permanecía en Winchester durante todo el tiempo de Cuaresma, pero Aliena no estaba segura de cuándo pudo haber empezado la Cuaresma, porque viviendo en el castillo con Richard y Matthew, sin sacerdote alguno, había perdido la noción del tiempo.

Había un corpulento centinela montando guardia junto a los escalones de la torre del homenaje. Aliena se dispuso a pasar junto a él como cuando acudía allí con su padre, pero el guardia le cortó el camino bajando la lanza y poniéndola atravesada.

Aliena le miró con gesto imperioso.

—¿Qué sucede? —dijo.

—¿Adónde crees que vas, muchacha? —replicó el centinela.

Aliena se dio cuenta con desaliento que era de ese tipo de personas a quienes les gustaba ser guardias porque les daba la oportunidad de impedir que la gente fuera a donde quisiera.

—Estamos aquí para presentar una petición al rey —dijo con tono glacial—. Déjanos pasar.

—¿Tú? —dijo el guardia desdeñoso—. ¿Con un par de zuecos de los que mi mujer se avergonzaría? ¡Largo de aquí!

—Apártate de mi camino, centinela —dijo Aliena—. Todo ciudadano tiene derecho a presentar peticiones al rey.

—Sí, pero los de tu clase, los pobres, no son lo bastante locos para intentar ejercer ese derecho...

—¡Yo no soy de esa clase! —dijo Aliena con firmeza—. Soy la hija del conde de Shiring y mi hermano es su hijo, así que déjanos pasar o acabarás pudriéndote en una mazmorra.

El guardia pareció algo menos desdeñoso.

—No puedes presentar una petición al rey porque no está aquí —dijo a pesar de todo con aire de suficiencia—. Está en Westminster como deberías saber si en realidad eres quien dices ser.

Aliena quedó estupefacta.

—Pero, ¿por qué se ha ido a Westminster? ¡Tendría que estar aquí por Pascua Florida!

El centinela comprendió entonces que no eran unos golfillos callejeros.

—La corte de Pascua está en Westminster. Parece que no va a hacer las cosas exactamente como las hacía el viejo rey. ¿Y por qué habría de hacerlas?

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