Los Pilares de la Tierra (60 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

La tormenta continuó durante casi toda la noche, y finalmente se detuvo hacia la madrugada. El repentino silencio despertó a Tom Builder. Mientras yacía en la oscuridad escuchando junto a él la pesada respiración de Alfred y la más tranquila de Martha a su otro lado, calculó que posiblemente sería una mañana clara, lo que significaba que podía ver la salida del sol por vez primera en dos o tres semanas de cielo cubierto. Lo había estado esperando.

Se levantó y abrió la puerta. Todavía estaba oscuro, había mucho tiempo. Dio a su hijo con el pie.

—¡Alfred! ¡Despierta! Vamos a ver salir el sol.

Alfred se incorporó gruñendo. Martha dio media vuelta sin despertarse. Tom se acercó a la mesa y quitó la tapadera a una vasija de barro. Sacó la mitad de una hogaza y cortó dos gruesas rebanadas, una para Alfred y la otra para él. Se sentaron en el banco y tomaron el desayuno. Había una jarra de cerveza. Tom bebió un largo trago y se la pasó a Alfred. Agnes les hubiera hecho usar tazas, y también Ellen, pero ya no había mujer en la casa. Cuando Alfred hubo bebido salieron de la casa.

El cielo fue pasando del negro al gris mientras atravesaban el recinto del priorato. Tom tenía pensado ir a casa del prior y despertar a Philip. Sin embargo los pensamientos de éste habían seguido la misma línea y ya se encontraba en las ruinas de la catedral, envuelto en una gruesa capa, arrodillado en el suelo mojado y diciendo sus oraciones.

Su tarea consistía en establecer una línea exacta este-oeste que formaría el eje alrededor del que habría de construirse la nueva catedral.

Tom lo había preparado todo hacía ya algún tiempo. En el extremo oriental había plantado en el suelo un hierro largo y delgado con un pequeño hueco en el extremo superior semejante al ojo de una aguja. El hierro era casi tan alto como Tom, de tal manera que su «ojo» quedaba a la altura de los ojos de Tom. Éste lo había afirmado en su sitio con una mezcla de escombros y argamasa para que no se moviera accidentalmente. Esa mañana plantaría otro hierro semejante, exactamente al oeste del primero, en el extremo opuesto del emplazamiento.

—Mezcla algo de argamasa, Alfred —dijo.

Alfred se alejó en busca de arena y cal. Tom se dirigió al cobertizo de sus herramientas, cerca del claustro, y cogió un pequeño mazo y otro hierro. Luego se encaminó al extremo occidental del emplazamiento y permaneció en pie esperando a que saliera el sol. Philip se reunió con él una vez terminados sus rezos, mientras Alfred mezclaba en un esparavel, la arena y la cal con agua.

El cielo iba iluminándose. Los tres hombres se pusieron tensos. Los tres tenían la mirada fija en el muro oriental del recinto del priorato. Al final, el disco rojo del sol surgió por detrás del extremo superior del muro.

Tom fue cambiando de posición hasta poder ver la circunferencia del sol a través del pequeño agujero en el hierro hincado en tierra, al otro extremo. Luego, mientras Philip empezaba a rezar en voz alta en latín, Tom colocó el segundo hierro delante de él de manera que le impidiera ver el sol. Seguidamente lo fue bajando con firmeza hacia el suelo, hundió en la tierra mojada su extremo puntiagudo, y manteniéndolo siempre con toda exactitud entre su ojo y el sol, cogió el mazo que colgaba de su cinturón y golpeó con todo cuidado al hierro hundiéndolo en la tierra hasta que su «ojo» se encontró a nivel de los suyos. Ahora, si hubiera llevado a cabo la tarea con absoluto rigor, el sol debería brillar a través de los ojos de los dos hierros.

Cerrando un ojo miró a través del hierro que tenía más cerca al del otro extremo. Vio que el sol seguía brillando a través de los ojos de los dos hierros. Así pues se encontraban en la línea perfecta este-oeste. Esa línea daría la orientación de la nueva catedral.

Se lo explicó a Philip y luego se apartó dejando que el propio prior mirara a través de los ojos de los hierros para comprobarlo.

—Perfecto —dijo Philip.

—Lo es —asintió Tom.

—¿Sabes qué día es hoy? —le preguntó Philip.

—Viernes.

—También es el aniversario del martirio de san Adolphus. Dios nos ha enviado una salida de sol para que podamos orientar la iglesia en el día de nuestro patrón. ¿No es acaso una buena señal?

Tom sonrió. De acuerdo con su experiencia era más importante un buen trabajo de especialista que los buenos presagios. Pero estaba contento con Philip.

—Sí, desde luego. Es una señal muy buena —dijo.

Capítulo Seis
1

Aliena estaba decidida a no pensar en aquello.

Pasó toda la noche sentada en el frío suelo de piedra de la capilla, con la espalda contra el muro y la mirada fija en la oscuridad. Al principio no podía pensar en otra cosa que en la infernal escena por la que había tenido que pasar, pero el dolor se fue aliviando algo de forma gradual y fue capaz de concentrar la mente en los ruidos de la tormenta, la lluvia cayendo sobre el tejado de la capilla y el viento aullando alrededor de las murallas del castillo desierto.

Al principio había quedado desnuda. Después de que los dos hombres hubieron... Cuando hubieron terminado habían vuelto a la mesa, dejándola caída en el suelo y a Richard sangrando junto a ella.

Los hombres habían comenzado a comer y a beber como si se hubieran olvidado de ella y luego ella y Richard probaron suerte y huyeron de la habitación. Para entonces había estallado la tormenta y hubieron de atravesar el puente bajo una lluvia torrencial para poder refugiarse en la capilla. Richard había vuelto casi de inmediato a la torre del homenaje. Entró en la habitación donde se encontraban los hombres, cogiendo su capa y la de Aliena del clavo que había junto a la puerta, y luego salió corriendo antes de que William y su caballerizo tuvieran tiempo de reaccionar.

Pero Richard aún seguía sin hablar con ella. Le había dado su capa, envolviéndose él en la suya y luego se había sentado en el suelo a una yarda de distancia de ella y con la espalda apoyada también contra el mismo muro. Deseaba que alguien que la quisiera la rodeara con sus brazos y la consolara, pero Richard se comportaba como si ella hubiera hecho algo terriblemente vergonzoso. Y lo peor de todo era que ella pensaba lo mismo. Se sentía culpable como si ella hubiese cometido un pecado. Comprendía perfectamente que Richard no quisiera consolarla, no quisiera tocarla.

Se alegraba de que hiciera frío. La ayudaba a sentirse apartada del mundo, aislada. No dormía, pero en algún momento de la noche ambos cayeron en una especie de trance y durante mucho tiempo permanecieron allí sentados tan inmóviles como la propia muerte.

El repentino cese de la tormenta rompió el trance. Aliena se dio cuenta de que podía ver las ventanas de la capilla, pequeñas manchas grises en lo que antes había sido negror impenetrable. Richard se puso en pie y se dirigió a la puerta. Aliena le siguió con la mirada, sintiéndose irritada por la perturbación. Quería seguir allí sentada, recostada contra el muro hasta que muriera de frío o de hambre, porque no se le ocurría nada más atrayente que caer tranquilamente en una inconsciencia permanente. Luego Richard abrió la puerta y la débil luz del alba le iluminó la cara.

Aquello sobresaltó a Aliena y la sacó de su trance. Richard apenas estaba reconocible. Tenía el rostro deformado, cubierto de sangre seca y heridas. Hacía que Aliena sintiera deseos de llorar. Richard siempre había hecho alarde de una falsa bravuconería. De pequeño siempre corría por el castillo montando un caballo imaginario y pretendiendo atravesar a la gente con una lanza imaginaria. Los caballeros de su padre siempre le habían alentado, simulando sentirse atemorizados por su espada de madera. En realidad a Richard le asustaría un gato maullando. Pero la noche anterior había hecho lo mejor que pudo y por ello le habían golpeado sin misericordia. Ahora ella tenía que cuidar de su hermano.

Se puso lentamente en pie. Sentía dolor en todo el cuerpo, aunque no tan terrible como la noche anterior. Reflexionó sobre lo que podía estar ocurriendo en la torre del homenaje. En algún momento de la noche William y su escudero habrían dado fin a la jarra de vino y entonces se habrían quedado dormidos. Probablemente se despertarían con la salida del sol.

Pero para entonces ella y Richard tenían que haberse ido.

Se encaminó hacia el otro extremo de la capilla, hacia el altar. Era una sencilla caja de madera pintada de blanco y desprovista de todo ornamento. Aliena se apoyó en ella y luego la apartó con un súbito empujón.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Richard con voz atemorizada.

—Éste era el escondrijo secreto de padre. Me habló de él antes de irse —le explicó Aliena.

En el suelo, donde había estado el altar, había un envoltorio de tela. Al desenvolverlo apareció una espada de tamaño corriente, una vaina, un cinto y una daga de un pie de largo, de aspecto terrorífico.

Richard se acercó a mirar. Tenía escasa habilidad con la espada.

Hacía un año que estaba recibiendo lecciones pero todavía se mostraba torpe. Sin embargo, Aliena no podía llevarla, de modo que se la entregó a él. Richard se ciñó el cinto.

Aliena se quedó mirando la daga. Nunca había llevado arma alguna. Toda su vida había tenido a alguien que la protegiera. Comprendió que necesitaba de aquella arma mortal para su propia protección y se sintió del todo abandonada. No estaba segura de poder usarla jamás. He clavado una lanza de madera en un cerdo salvaje, pensó. ¿Por qué no podría clavar esto en un hombre... en alguien como William Hamleigh? Se estremeció sólo de pensarlo.

La daga tenía una vaina de cuero con una gaza para colgarla de un cinturón. Sin embargo, ésta era lo bastante grande para que Aliena pudiera colgarse la daga de su delgada muñeca. Se la colocó en la mano izquierda, ocultando la daga en la manga. Era larga... casi le sobrepasaba el codo. Incluso si no fuera capaz de apuñalar a alguien, tal vez podría utilizarla para asustar a la gente.

—Vayámonos de aquí. Deprisa —dijo Richard.

Aliena asintió, pero cuando se dirigía a la puerta se detuvo en seco. El día se iba aclarando rápidamente y pudo ver en el suelo de la capilla dos bultos difusos de los que no se habían dado cuenta antes. Al acercarse descubrió que eran monturas, una de tamaño corriente y la otra realmente enorme. Se imaginó a William y a su escudero, llegando la noche anterior, ebrios por su triunfo en Winchester y cansados por el viaje, quitando despreocupadamente las monturas a sus caballos y dejándolas caer allí antes de dirigirse presurosos hacia la torre del homenaje. No imaginaron por un instante que alguien tuviera el atrevimiento de robárselos. Pero la gente desesperada siempre hace acopio de valor.

Aliena se acercó a la puerta y miró afuera. La luz era clara aunque todavía débil, y aún no había colores. El viento había cesado y el cielo estaba completamente despejado. Durante la noche habían caído del tejado de la capilla varias ripias de madera. El recinto aparecía vacío salvo por los dos caballos que pastaban en la hierba. Ambos se quedaron mirando a Aliena y luego bajaron de nuevo la cabeza. Uno de ellos era un enorme caballo de guerra, lo que explicaba aquella desmesurada montura. El otro era un robusto semental, no era bonito aunque sí compacto y sólido. Aliena los observó, luego miró las monturas y de nuevo a los caballos.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó ansioso Richard.

Aliena tomó la decisión.

—Nos llevamos sus caballos —dijo con firmeza.

—Nos matarán. —Richard parecía asustado.

—No podrán alcanzarnos. En cambio, si no nos llevamos sus caballos saldrán en nuestra persecución y nos matarán.

—¿Y qué pasará si nos cogen antes de que podamos escapar?

—Debemos darnos prisa. —Aliena no se sentía tan confiada como parecía, pero tenía que animar a Richard—. Ensillemos primero el corcel... Parece más manso. Trae la montura pequeña.

Atravesó presurosa el recinto. Los dos caballos estaban atados con largas cuerdas a los tocones de los edificios quemados. Aliena cogió la cuerda del corcel y lo atrajo suavemente. Éste debía ser el caballo del escudero. Aliena hubiera preferido otro más pequeño y más tímido, pero pensó que podría manejarle. Richard habría de montar el caballo de guerra.

El corcel miró desconfiado a Aliena echando hacia atrás las orejas. Aliena se sentía desesperadamente impaciente, pero se obligó a hablarle con cariño y a tirar con suavidad de la cuerda, y el caballo se calmó. Le sujetó la cabeza y le frotó el hocico. Entonces Richard le deslizó la brida y le ajustó el bocado. Aliena se sintió aliviada. Richard puso la más pequeña de las dos monturas sobre el caballo y la aseguró con movimientos rápidos y firmes. Los dos habían estado manejando caballos prácticamente desde su infancia. Había dos bolsas atadas a ambos lados de la silla del escudero.

Aliena esperaba que contuvieran algo útil, un pedernal, algo de comida, un poco de grano para los caballos, pero no había tiempo de averiguarlo. Miró nerviosa hacia el otro lado del recinto, al puente que conducía a la torre del homenaje. No había nadie.

El caballo de guerra había estado viendo cómo ensillaban al corcel, y sabía lo que se le venía encima, pero no estaba dispuesto a cooperar con extraños. Bufó, resistiéndose al tirón de la cuerda.

—¡Calla! —le musitó Aliena.

Sujetó la cuerda con fuerza, tirando sin cesar, y el caballo avanzó reacio. Pero era muy fuerte y si se decidía a hacer un decidido esfuerzo de resistencia, habría dificultades. Aliena se preguntaba si el corcel podría soportarlos, a Richard y a ella. Pero entonces William podría perseguirlos sobre el caballo de guerra.

Cuando tuvo cerca al caballo, hizo una lazada con la cuerda alrededor del tocón para impedir que se alejara. Pero cuando Richard intentó colocarle la brida, el caballo levantó la cabeza evitándola.

—Trata de poner antes la silla —dijo Aliena.

Empezó a hablar al animal y a darle palmadas en su poderoso cuello mientras Richard levantaba la maciza montura y la ataba. El caballo empezó a aparecer en cierto modo dominado.

—¡Vamos, sé bueno! —dijo Aliena con tono firme, pero no engañó al caballo. Se dio cuenta de que en el fondo sentía pánico. Richard se acercó con la brida y el caballo lanzó un bufido intentando alejarse.

—Tengo algo para ti —dijo Aliena y se metió la mano en el bolsillo vacío de su capa. Esa vez sí que engañó al caballo. Sacó la mano con un puñado de nada, pero el caballo bajó la cabeza y hocicó en su mano buscando comida. Aliena sintió en la mano la piel rugosa de su lengua. Mientras estaba con la cabeza baja y la boca abierta Richard le deslizó la brida.

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