Los Pilares de la Tierra (59 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Aminoró la marcha de su caballo al acercarse al castillo. No quería que Aliena fuera advertida de su llegada. Quería causarle una sorpresa repentina, horrible y devastadora.

El conde Percy y la condesa Regan habían regresado a su vieja casa solariega en Hamleigh para preparar el traslado al castillo del tesoro, los mejores caballos y los sirvientes de la casa. William había de ocuparse de contratar a gentes de la zona para limpiar el castillo, encender los fuegos y hacer aquel lugar habitable.

Unas nubes bajas, de un gris acerado, se acumulaban en el cielo, tan cercanas que casi parecían rozar las almenas. Seguro que esa noche llovería. Eso le parecía insuperable. Arrojaría a Aliena del castillo bajo la lluvia.

Él y Walter desmontaron llevando a los caballos de la brida por el puente levadizo de madera.
La última vez que estuve aquí me apoderé de la plaza
, pensaba William orgulloso. La hierba empezaba ya a crecer en el recinto inferior. Ataron a los caballos y los dejaron que pastaran. William dio a su caballo de guerra un puñado de grano. Dejaron sus monturas en la capilla de piedra, ya que no había cuadras. Los caballos bufaban y pataleaban, pero soplaba un fuerte viento que apagaba los sonidos. William y Walter cruzaron el segundo puente hasta el recinto superior.

No había señales de vida. De repente a William se le ocurrió que quizá Aliena se hubiera ido. De ser así, menuda decepción. Él y Walter habrían de pasar una noche espantosa, hambrientos en un castillo frío y sucio. Subieron los peldaños exteriores hasta la puerta del salón vestíbulo.

Empujó la puerta. El inmenso salón estaba vacío y a oscuras y olía como si no lo hubieran utilizado durante meses. Como había esperado, estaban viviendo en el piso alto. William caminó silencioso atravesando el vestíbulo hasta las escaleras. Los juncos secos crujían bajo sus pies. Walter le seguía pisándole los talones.

Subieron las escaleras. No podían oír nada. Los gruesos muros de piedra de la torre del homenaje ahogaban todo sonido. William se detuvo a medio camino y se llevó un dedo a los labios. Salía luz por debajo de la puerta que había al final de las escaleras. Allí había alguien.

Terminaron de subir y se detuvieron ante la puerta. Desde dentro les llegó el sonido de una risa juvenil. William sonrió feliz. Encontró la manecilla, la hizo girar suavemente y luego abrió la puerta de un puntapié. La risa se convirtió en un chillido de terror.

Ante sus ojos apareció una bonita escena. Aliena y su hermano pequeño, Richard, se encontraban sentados a una mesa pequeña cerca del fuego, con un tablero delante de ellos, practicando algún tipo de juego, y Matthew, el mayordomo, estaba en pie detrás de ella, mirando por encima de su hombro. El rostro de Aliena estaba sonrosado por los destellos del fuego y sus bucles oscuros brillaban con reflejos caoba. Llevaba una tenue túnica de hilo. Tenía la vista levantada hacia William, sus labios rojos abiertos por la sorpresa. William la miraba disfrutando de su terror y sin decir palabra. Al cabo de un momento Aliena se recuperó y se puso en pie.

—¿Qué quieres?

William había ensayado esa escena muchas veces en su imaginación. Entró lentamente en la habitación, se acercó al fuego y se calentó las manos.

—Vivo aquí. ¿Qué quieres tú? —dijo finalmente.

Aliena miró por primera vez a William y luego a Walter. Estaba asustada y confusa, aunque su tono era desafiante.

—Este castillo pertenece al conde de Shiring. Di lo que hayas de decir y vete.

William sonrió triunfante.

—El conde de Shiring es mi padre —dijo. El mayordomo emitió un gruñido como si se lo hubiera estado temiendo. Aliena parecía desconcertada. William continuó hablando—: Ayer el rey hizo conde a mi padre en Winchester. Ahora el castillo nos pertenece. Yo soy el dueño hasta que llegue mi padre. —Chasqueó los dedos al mayordomo—. Y tengo hambre, así que traedme pan, carne y vino.

El mayordomo vaciló por un instante. Miró preocupado a Aliena. Temía dejarla pero no tenía elección. Se dirigió a la puerta.

Aliena dio un paso hacia la puerta como dispuesta a seguirle.

—Quédate aquí —le ordenó William.

Walter permanecía en pie entre la puerta y ella.

—No tienes ningún derecho a darme órdenes —dijo Aliena con un atisbo de su antigua arrogancia.

—Quédate, mi señora. No les enfurezcas. Volveré en seguida —dijo Matthew con voz atemorizada.

Aliena le miró con el entrecejo fruncido, pero permaneció donde estaba. Matthew salió de la habitación.

William se sentó en la silla de Aliena. Ella se acercó a su hermano. William les observaba. Eran muy parecidos, pero toda la fuerza estaba en el rostro de la joven. Richard era un adolescente alto y desmañado, al que aún no había empezado a crecerle la barba. William saboreaba la sensación de tenerlos en su poder.

—¿Qué edad tienes, Richard? —le preguntó.

—Catorce años —dijo el muchacho con hosquedad.

—¿Has matado alguna vez a un hombre?

—No —contestó y añadió con un leve intento de bravuconería—: Todavía no.

También tú sufrirás, pequeño y pomposo estúpido
, se dijo William. Volvió su atención a Aliena.

—Y tú, ¿qué edad tienes?

En un principio pareció como si Aliena no fuera a hablarle, pero luego cambió de idea; quizás recordando lo que Matthew le acabara de decir: no les enfurezcas.

—Diecisiete años —dijo.

—Caramba, caramba. Toda la familia sabe contar —dijo William—. ¿Eres virgen, Aliena?

—Pues claro —dijo ella sulfurada.

De repente William alargó la mano y le cogió un pecho. Colmaba su manaza. Apretó. Lo sentía firme aunque elástico. Aliena retrocedió de un salto y se desprendió de su mano.

Richard se lanzó hacia delante, aunque demasiado tarde, y apartó de un empujón el brazo de William. Nada pudo satisfacer más a William. Se levantó con rapidez de la silla y descargó un fuerte puñetazo en la cara de Richard. Como ya había imaginado Richard era débil; dio un grito y se llevó las manos a la cara.

—¡Dejadle en paz! —le gritó Aliena.

William la miró sorprendido; parecía más preocupada por su hermano que por ella misma. Valía la pena recordarlo.

Matthew volvió con una bandeja de madera en la que había una hogaza de pan, un trozo de jamón y una jarra de vino. Palideció al ver a Richard tapándose la cara con sus manos. Dejando la bandeja sobre la mesa se acercó al muchacho. Apartó con delicadeza las manos del muchacho, y le miró el rostro. Ya tenía el ojo amoratado e hinchado.

—Os dije que no les enfurecierais —musitó, aunque pareció aliviado de que la cosa no fuera peor.

William se sintió decepcionado. Había esperado que el mayordomo se enfureciera. Matthew amenazaba con ser un aguafiestas.

A William se le hizo la boca agua a la vista de la comida. Acercó una silla a la mesa, sacó su cuchillo de comer, y cortó una loncha gruesa de jamón. Walter tomó asiento frente a él.

—Trae algunas copas y escancia el vino —dijo William con la boca llena de pan y jamón. Matthew se dispuso a hacerlo—. Tú no, ella —dijo William. Aliena vaciló. Matthew la miró ansioso e hizo un gesto de aquiescencia. Aliena se acercó a la mesa y cogió la jarra.

Al inclinarse, William metió la mano por el orillo de su túnica deslizando rápidamente los dedos por la pierna de Aliena. Con las yemas de los dedos palpó unas esbeltas pantorrillas con un suave vello, luego los músculos detrás de la rodilla y finalmente, la suave piel de la parte inferior de los muslos. Fue entonces cuando Aliena se apartó de un salto y dando media vuelta arrojó la pesada jarra de vino contra su cabeza.

William evitó el golpe con la mano izquierda y la abofeteó con la derecha. Concentró toda su fuerza en la bofetada; sintió un agradable dolor en la mano. Aliena lanzó un chillido. Por el rabillo del ojo, William vio moverse a Richard. Era lo que estaba esperando. Apartó de un empujón a Aliena, que cayó al suelo de golpe. Richard se lanzó sobre William como un ciervo cargando contra el cazador. William evitó el primer golpe y luego le dio un puñetazo en el estómago. Al inclinarse el muchacho William le golpeó repetidas veces en los ojos y la nariz. Era excitante, pero no tanto como golpear a Aliena. Segundos después Richard tenía la cara cubierta de sangre.

De repente Walter lanzó un grito de alerta y se puso en pie mirando por encima del hombro de William. Éste dio media vuelta y vio a Matthew abalanzarse hacia él enarbolando un cuchillo, dispuesto a atacar. Aquello cogió a William por sorpresa. No se esperaba valentía en un mayordomo afeminado. Walter no podía alcanzarle a tiempo de evitar el golpe. Todo cuanto William podía hacer era mantener en alto los dos brazos para protegerse y por un horrible instante pensó que le iban a matar en su momento de triunfo. Un atacante más fuerte hubiera apartado de un golpe los brazos de William, pero Matthew era de constitución débil, debilitada además por la vida en el interior, y el cuchillo no llegó a alcanzar del todo el cuello de William. Se sintió de repente aliviado pero todavía no estaba del todo a salvo. Matthew alzó el brazo para asestar un nuevo golpe. William retrocedió un paso e intentó sacar su espada. Y entonces Walter dio vuelta a la mesa con una larga y afilada daga en la mano, y apuñaló a Matthew por la espalda.

En el rostro de Matthew se dibujó una expresión de terror. William vio aparecer en el pecho de Matthew la punta de la daga de Walter, rasgándole la túnica. A Matthew se le cayó el cuchillo de la mano, rebotando sobre las planchas de madera del suelo. Intentó aspirar, jadeando, pero de su garganta salió un gorgoteo, y parecía incapaz de respirar. Se encogió, empezó a brotar la sangre por la boca, cerró los ojos y se desplomó. Mientras el cuerpo caía al suelo, Walter retiró su larga daga. Por un instante brotó de la herida un chorro de sangre, pero casi al instante quedó reducido a un hilo.

Todos se quedaron mirando el cuerpo caído en el suelo. Walter, William, Aliena y Richard. William se sentía excitado ante lo cerca que había estado de la muerte. Alargando el brazo agarró el cuello de la túnica de Aliena. Tenía la sensación de que podía hacer cualquier cosa. El lino era suave al tacto y hermoso, un tejido costoso. Dio un fuerte tirón. La túnica se rasgó. Siguió tirando hasta rasgarla hasta abajo. En la mano se le quedó una tira de un pie de ancho. Aliena lanzó un grito. Luego intentó unir los dos bordes de delante, aunque sin lograrlo. A William se le quedó la garganta seca. La repentina vulnerabilidad de ella le resultaba excitante, mucho más que en las ocasiones en las que la había visto lavándose, porque en aquel momento Aliena sabía que la estaba mirando, se sentía avergonzada y esa misma vergüenza le excitaba aún más. Aliena se cubría los pechos con un brazo y con el otro el triángulo. William soltó el trozo de tela y la agarró por el pelo. La atrajo violentamente hacia él, haciéndole dar media vuelta, y le rasgó el resto de la túnica por detrás.

Aliena tenía unos delicados hombros blancos, y unas caderas sorprendentemente llenas. La apretó contra él frotando sus caderas contra las nalgas de ella. Bajó la cabeza y la mordió con fuerza el cuello hasta que sintió el sabor de la sangre y ella volvió a gritar. Vio que Richard se movía.

—Sujeta al chico —dijo Walter.

Walter agarró a Richard y lo mantuvo inmóvil con fuerza férrea.

Sujetó a Aliena fuertemente contra él con un brazo y exploró con la otra mano su cuerpo. Palpó sus pechos, sopesándolos y estrujándolos, pellizcando sus pequeños pezones. Luego, pasándole la mano por el estómago, llegó al triángulo de vello entre las piernas, frondoso y rizado como el pelo de la cabeza. Tanteó toscamente con los dedos. Aliena empezó a llorar. Su verga estaba rígida, a punto de estallar.

Se apartó de ella y la empujó hacia atrás sobre su pierna extendida. Aliena cayó de espaldas con estrépito. Se quedó sin aliento y luchó por respirar.

William no había planeado aquello y tampoco estaba del todo seguro de cómo había ocurrido, pero ahora ya nada en el mundo era capaz de detenerle.

Se levantó la túnica y enseñó a Aliena su verga. Pareció quedarse horrorizada, probablemente nunca había visto una tan rígida. Era de veras virgen. Tanto mejor.

—Trae al muchacho aquí —dijo William a Walter—. Quiero que lo vea todo.

Por alguna razón la idea de hacerlo delante de Richard le parecía enormemente excitante.

Walter empujó a Richard hacia delante, obligándole a ponerse de rodillas.

William se arrodilló en el suelo tratando de separar las piernas de Aliena. Ella empezó a forcejear. William se dejó caer sobre ella, intentando someterla por la fuerza, pero Aliena seguía resistiéndose y no podía penetrarla. William estaba irritado, aquello iba a estropearlo todo. Se incorporó sobre un codo y la golpeó en la cara con el puño. Ella gritó y la mejilla empezó a adquirir un tono rojo intenso, pero tan pronto como intentó penetrarla empezó de nuevo a resistirse.

Walter hubiera podido inmovilizarla, pero estaba sujetando al chico. De repente a William se le ocurrió una idea.

—Córtale la oreja al chico, Walter.

Aliena se quedó inmóvil.

—¡No! —gritó con voz sorda—. Dejadle en paz, no le hagáis más daño.

—Entonces abre las piernas —dijo William.

Aliena se le quedó mirando con los ojos desorbitados por el horror ante la espantosa decisión a que la obligaban. William estaba disfrutando con su angustia. Walter, practicando el juego a la perfección, sacó su cuchillo y lo aplicó a la oreja derecha de Richard. Vaciló, y luego con un movimiento casi tierno le cortó al muchacho el lóbulo de la oreja.

Richard se puso a gritar. La sangre brotó de la pequeña herida. El trocito de carne cayó sobre el pecho palpitante de Aliena.

—¡Quietos! —chilló—. Muy bien, lo haré.

Abrió las piernas.

William se escupió en la mano, luego frotó las palmas entre las piernas de ella. Le metió los dedos. Aliena gritó de dolor. Aquello le excitó todavía más. Luego se bajó sobre ella, que permanecía inmóvil, tensa, con los ojos cerrados. Tenía el cuerpo resbaladizo por el sudor del forcejeo, pero empezó a tiritar. William ajustó su posición, luego se detuvo disfrutando con la expectación y el terror de ella. Miró a los otros. Richard les miraba horrorizado, Walter con expresión salaz.

—Ya te llegará el turno, Walter —dijo William.

Aliena gimió, perdida toda esperanza.

De repente, William la penetró groseramente, empujando con toda la fuerza y tan hondo como pudo. Sintió la resistencia del himen de ella, una auténtica virgen, y volvió a empujar brutalmente. Le dolió, pero a ella todavía más. Aliena gritó. Empujó una vez más, todavía con más fuerza y lo sintió romperse. Aliena se quedó lívida, con la cabeza caída a un lado y se desmayó. Y entonces, por fin, William, con un esfuerzo supremo introdujo su semilla dentro de ella, riendo sin cesar de triunfo y placer, hasta quedar completamente exhausto.

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