Los Pilares de la Tierra (119 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

La mujer la miró, y Aliena reconoció a Hilda, la esposa del curtidor.

—Creo que Martha está en el otro lado —respondió Hilda.

Pero entonces el trueno se hizo ensordecedor, y la mujer apartó la vista.

Aliena siguió su mirada. En el centro de la iglesia, todo el mundo tenía los ojos levantados hacia arriba, hacia la parte superior de los muros. La gente que se encontraba en las naves laterales torcía el cuello para escrutar a través de los arcos. Alguien chilló. Aliena pudo ver que en el muro más alejado aparecía una grieta y que ésta iba prolongándose entre dos ventanas vecinas, en el triforio. Mientras miraba, varios grandes trozos de mampostería cayeron desde lo alto sobre el gentío que ocupaba el centro de la iglesia. Se escuchó una cacofonía de alaridos y chillidos, y se inició una desbandada general. Tembló el suelo bajo los pies de Aliena. Incluso mientras intentaba abrirse camino para salir de la iglesia, se dio cuenta de que los altos muros se estaban resquebrajando por la parte superior y de que el tambor de la bóveda se estaba agrietando. Delante de ella, había caído Hilda, la mujer del curtidor. Aliena tropezó con ella y dio también con sus huesos en el suelo. Mientras intentaba levantarse cayó sobre ella una lluvia de piedras pequeñas. Luego, crujió el tejado bajo la nave al desplomarse. Algo le golpeó la cabeza y todo se puso negro.

Philip había comenzado el oficio sintiéndose orgulloso y agradecido. Aunque con el tiempo muy justo, la bóveda quedó terminada en la fecha prevista. En realidad, tan sólo habían quedado abovedados tres de los cuatro intercolumnios del presbiterio, ya que el cuarto no podía hacerse hasta que fuera construida la crujía y quedaran unidos a los cruceros los muros sin terminar del presbiterio. Sin embargo, con tres intercolumnios ya era suficiente. Se había quitado de en medio todo el equipo de los albañiles. Las herramientas, las pilas de piedra y madera, los postes y tablones de los andamios, así como los montones de escombros y porquerías. Se había limpiado a fondo el presbiterio. Los monjes habían enjalbegado la obra en piedra y pintado líneas rojas muy rectas sobre la argamasa haciendo que la obra de mampostería pareciera más pulida. Desde la cripta, habían trasladado el altar y el sitial del obispo. Sin embargo, todavía seguían abajo los huesos del santo conservados en su ataúd de piedra. Cambiarlos requería una ceremonia solemne, denominada traslación, que había de constituir la culminación de los ritos de ese domingo. Al empezar el oficio sagrado, con el obispo instalado en su sitial, los monjes alineados detrás del altar con sus hábitos nuevos, y la gente de la ciudad apiñada en el cuerpo central de la iglesia y agolpándose en las naves laterales, Philip se sintió plenamente colmado, y dio gracias a Dios por haberle llevado con éxito hasta el final de la primera etapa, que era crucial en la construcción de la catedral.

El anuncio que hizo Waleran, referido a William, despertó la ira de Philip. Había sido sincronizado a todas luces para empañar esa ocasión triunfal y recordar a los ciudadanos que seguían a la merced de su bárbaro señor. Philip estaba intentando, de forma desesperada, encontrar respuesta adecuada cuando la nave comenzó a retumbar.

Era como una pesadilla que en ocasiones tenía Philip, en la cual caminaba sobre el andamio, a gran altura, muy tranquilo respecto a su seguridad y, de repente, advertía un nudo suelto en las cuerdas, nada grave, en realidad; pero que cuando se disponía a apretar el nudo el tablón sobre el que se encontraba se ladeaba un poco, al principio no mucho, lo suficiente para hacerle vacilar; pero luego, de pronto, se encontraba cayendo a través del inmenso espacio del presbiterio de la catedral... A una velocidad terrible. Y sabía que estaba a punto de morir.

En un principio el ruido resultó confuso. Por un instante, creyó que se trataba de un trueno. Luego, se escuchó con más fuerza y la gente dejó de cantar. A pesar de ello, Philip siguió suponiendo que se trataba tan sólo de un fenómeno extraño, al que pronto se encontraría una explicación y que, lo más que haría, sería interrumpir el oficio sagrado. Pero entonces miró hacia arriba. En el tercer intercolumnio, donde tan sólo esa misma mañana había quedado instalada la cimbra, estaban apareciendo grietas en la mampostería, en la parte superior de los muros a nivel del triforio. Se formaron de súbito y fueron extendiéndose por el muro desde una ventana del triforio a la contigua, semejantes a agresivas serpientes. La primera reacción de Philip fue de decepción. Le había colmado de felicidad que el presbiterio hubiera quedado terminado; pero ahora habría de emprender reparaciones y toda la gente que había quedado tan impresionada por la rapidez del trabajo de los albañiles diría ahora:
Quien correr se propone a caer se dispone.
Y entonces la parte superior de los muros pareció inclinarse hacia delante, y Philip comprendió, embargado por una sensación espantosa de horror, que aquello no conduciría sencillamente a interrumpir el oficio sagrado, sino que iba a producirse una auténtica catástrofe.

Aparecieron grietas en la curvatura de la bóveda. Una piedra enorme se desprendió del entretejido de albañilería y fue descendiendo por el aire. La gente empezó a gritar y a intentar apartarse de su trayectoria. Antes de que Philip pudiera ver si alguien había resultado herido de gravedad, empezaron a caer más piedras. A los fieles les entró el pánico y empezaron a empujarse, a darse codazos y pisotearse unos a otros al tratar de evitar las piedras que caían. Philip tuvo la descabellada idea de que aquél era otro ataque, de algún tipo, de William Hamleigh. Pero de pronto vio al propio William, justo delante de los allí congregados, golpeando a la gente que le rodeaba en un aterrado intento por escapar. Entonces comprendió que el desastre no podía ser obra de William en perjuicio de sí mismo.

La mayoría de la gente intentaba alejarse del altar para salir de la catedral por el extremo oeste, que aún seguía descubierto. Pero lo que se estaba hundiendo era precisamente ese espacio abierto, la zona más occidental de la edificación. El problema residía en el tercer intercolumnio. En el segundo, que era donde se encontraba Philip, la bóveda parecía resistir y, detrás de él, el primer intercolumnio, donde se encontraban alineados los monjes, conservaba su solidez. En aquella parte, la fachada este mantenía juntos los muros.

Vio al pequeño Jonathan y a Johnny Eightpence, ambos acurrucados en el extremo más alejado de la nave norte. Philip llegó a la conclusión de que allí se encontraban más seguros que en cualquier otra parte. Entonces se dio cuenta de que debía intentar poner a salvo al resto de su rebaño.

—¡Venid todos hacia aquí! —les gritó—. ¡Todo el mundo! ¡Venid hacia aquí!

Le oyeran o no, no siguieron su consejo.

En el tercer intercolumnio, se derrumbó la parte superior de los muros desplomándose, hacia fuera, y toda la bóveda se vino abajo.

Cayeron piedras grandes y pequeñas, como una granizada letal, sobre la histérica muchedumbre de fieles. Philip, precipitándose hacia delante, agarró a un ciudadano.

—¡Retroceded! —gritó, empujándolo hacia el extremo oriental.

El hombre, sobresaltado, vio a los monjes acurrucados contra el muro más alejado y corrió a reunirse con ellos. Philip repitió el gesto con dos mujeres. Las gentes que estaban en su entorno se dieron cuenta de la intención del prior y se dirigieron hacia el este sin necesidad de que les empujara. Otros empezaron a captar la idea y se inició un movimiento general en aquella dirección de quienes formaban la parte delantera de la congregación. Al levantar Philip la vista por un instante, comprobó aterrado que el segundo intercolumnio seguía el mismo camino del tercero. Las mismas grietas empezaban a extenderse a través del trifolio, produciendo daños en la bóveda justo sobre su cabeza. Prosiguió llevando a la gente a la seguridad del extremo oriental, consciente de que cada persona que enviaba allí era acaso una vida salvada. Sobre la afeitada cabeza le cayó una lluvia de argamasa, y luego empezaron a venir las piedras. La gente se estaba dispersando. Algunos habían buscado refugio en la protección de las naves laterales; otros se apelotonaban contra el muro este, entre ellos el obispo Waleran. Y había quienes seguían intentando alejarse del extremo oeste, arrastrándose sobre los escombros y los cuerpos en el tercer intercolumnio. Una piedra golpeó en el hombro a Philip. Le dio de refilón pero le causó dolor. Se llevó las manos a la cabeza para protegérsela y miró desconcertado en torno suyo. Se encontraba solo en el centro del intercolumnio. Todo el mundo se había refugiado en los límites de la zona de peligro. Había hecho cuanto le había sido posible. Corrió hacia el extremo oriental.

Una vez allí, se volvió a mirar hacia arriba. En aquellos momentos, se estaba viniendo abajo el triforio del segundo intercolumnio y la bóveda se desplomaba dentro del presbiterio como réplica exacta de lo ocurrido en el intercolumnio tercero. Sin embargo, hubo pocas víctimas, ya que la gente había tenido la oportunidad de quitarse de en medio y, además, parecía que los tejados de las naves laterales resistían; en tanto que en el tercer intercolumnio se habían desfondado. La multitud que logró alcanzar el extremo este retrocedió aún más, apretándose contra el muro, y todos los ojos estaban clavados en la bóveda para comprobar si el hundimiento se propagaría al primer intercolumnio. El estruendo por el derrumbe de la obra de albañilería perdió fuerza, aun cuando en el aire flotaba una oleada de polvo y piedras pequeñas que, durante unos momentos, no permitió ver nada. Philip contuvo el aliento. Finalmente, se asentó la polvareda y pudo contemplar de nuevo la bóveda. Se había desplomado hasta el mismo borde del primer intercolumnio; pero, por el momento, parecía resistir.

Se asentó el polvo. Todo quedó en silencio. Philip contempló estupefacto las ruinas de su iglesia. Tan sólo el primer intercolumnio permanecía intacto. En el segundo, los muros habían quedado al nivel de la galería; en el tercero y el cuarto, tan sólo quedaban las naves laterales aunque con graves daños. El suelo de la iglesia estaba cubierto de escombros y, entre ellos, se veían los cuerpos inmóviles de los muertos y los agitados por débiles espasmos de los heridos.

Siete años de trabajo y centenares de libras habían quedado destruidos, por no hablar de lo más importante, de las docenas de personas que habían resultado muertas, acaso centenares, en tan sólo unos terribles momentos. Philip se sentía embargado por un inmenso dolor por todo el trabajo desperdiciado, por la gente perdida, por las viudas y huérfanos que quedaban atrás. Los ojos se le llenaron de lágrimas amargas.

—¡Esto es el resultado de tu condenada arrogancia, Philip! —le dijo al oído una voz dura.

Al volverse, se encontró con el obispo Waleran, con los negros ropajes cubiertos de polvo y una maliciosa expresión triunfal en los ojos. Se le rompía el corazón al contemplar aquella tragedia; pero que encima le culparan de ella era algo que no podía soportar.

Hubiera querido decir:
¡Sólo traté de hacerlo lo mejor que podía!
Pero le fue imposible articular palabra. Parecía tener la garganta atenazada, y se sentía incapaz de hablar.

Se le iluminó la mirada al ver a Johnny Eightpence salir con Jonathan del cobijo que les prestaba la nave. De repente, recordó sus responsabilidades. Tendría mucho tiempo por delante para torturarse sobre quién era el culpable. En aquellos momentos había montones de heridos y muchos atrapados entre los escombros. Su deber era organizar la operación de salvamento.

—¡Apártate de mi camino! —exclamó tajante mirando furibundo al obispo Waleran.

Sobresaltado, el obispo se hizo a un lado y Philip se precipitó hacia el altar.

—¡Escuchadme! —dijo con toda la potencia de su voz—. Tenemos que ocuparnos de los heridos, sacar a quienes se encuentran sepultados bajo los escombros y, luego, enterrar a los muertos y rezar por sus almas. Nombraré a tres responsables para que organicen todo esto.

Pasó revista a las caras que lo rodeaban para descubrir, a primera vista, quiénes seguían vivos y bien. Localizó a Alfred.

—Alfred Builder se encargará de apartar los escombros y de rescatar a las personas que se encuentren atrapadas, y quiero que todos los albañiles y artesanos trabajen con él.

Miró a los monjes y sintió un gran alivio al comprobar que Milius, su más estrecho confidente, se encontraba sano y salvo.

—Milius Bursar se ocupará de sacar de la iglesia a los muertos y heridos y necesitará ayudantes jóvenes y fuertes. Randolph Infirmaryr tendrá a su cargo a los heridos, una vez que se encuentren fuera de toda esta horrible confusión, y los de más edad pueden ayudarle, en especial las mujeres. Muy bien..., pongamos manos a la obra.

Bajó de un salto del altar. Se produjo cierta batahola al empezar la gente a dar órdenes y a hacer preguntas.

Philip se acercó a Alfred, que parecía conmocionado y asustado. Si hubiera que culpar a alguien de aquel desastre era a él, en su calidad de maestro de obras, pero no era el momento de recriminaciones.

—Divide a tu gente en equipos y señálales las distintas zonas en las que han de trabajar —le dijo.

Por un instante, Alfred le miró con expresión vacua, pero al instante pareció reaccionar.

—Sí. De acuerdo. Empezaremos por el extremo oeste para sacar los escombros.

—Bien.

Philip se puso de nuevo en marcha abriéndose camino entre la gente para llegar junto a Milius, a quien oyó decir:

—Llevaos a los heridos bien lejos de la iglesia y dejadles sobre la hierba. Luego sacad a los muertos y trasladadlos a la parte norte.

Philip se alejó seguro, como siempre, de que Milius haría las cosas bien. Vio a Randolph Infirmaryr caminar sorteando los escombros y le siguió presuroso. Los dos fueron abriéndose camino entre los montones de piedra trabajada que había quedado inútil. Fuera de la iglesia, en la parte oeste, se hallaban muchísimas personas que lograron escapar antes del derrumbamiento final y estaban ilesas.

—Utiliza a esa gente —dijo Philip a Randolph—. Envía a alguien a la enfermería para que traiga tu equipo y suministros. Haz que algunos vayan a la cocina a buscar agua caliente. Pide al racionero vino fuerte para aquellos a quienes haya que reanimar. Asegúrate de depositar afuera a los muertos y a los heridos, perfectamente alineados con un espacio entre ellos, a fin de que tus ayudantes no tropiecen con los cuerpos.

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