Los Pilares de la Tierra (115 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

—¿Qué quieres? —le preguntó Alfred.

—Quiero que suspendas la boda.

—¡Vete al cuerno!

Jack comprendió que había empezado mal. Tenía que intentar no convertir aquello en un enfrentamiento. Lo que estaba proponiendo era también en interés de Alfred, tenía que hacérselo comprender.

—No te quiere, Alfred —le dijo con la mayor amabilidad posible.

—Tú no sabes nada de eso, muchacho.

—Sí que lo sé —insistió Jack—. No te quiere. Sólo lo hace por Richard. Es el único a quien este matrimonio hará feliz.

—Vuelve al monasterio —repuso desdeñoso Alfred—. Y, a propósito, ¿dónde está tu hábito?

Jack respiró hondo. No le quedaba otro remedio que decirle la verdad.

—Me quiere a mí, Alfred.

Esperaba que Alfred se enfureciera; pero en su rostro sólo apareció la sombra de una artera sonrisa. Jack quedó estupefacto. ¿Qué significaba aquello? La luz fue haciéndose poco a poco en su mente.

—¡Ya lo sabías! —exclamó incrédulo—. ¿Sabes que me quiere a mí y no te importa? Ambicionas tenerla como sea, te ame o no. Lo único que quieres es conseguirla.

La sonrisa furtiva de Alfred se hizo más visible y maliciosa y Jack supo que cuanto estaba diciendo era la pura verdad. Pero había algo más, aún quedaba por leer algo más en la expresión de Alfred. Una increíble sospecha brotó en la mente de Jack.

—¿Por qué quieres tenerla? —dijo—. ¿Acaso... quieres casarte con ella... sólo para quitármela a mí? —La ira le hizo subir el tono de voz—. ¿Te casas con ella tan sólo por rencor?

En el estúpido rostro de Alfred apareció una expresión de taimado triunfo y Jack supo que había vuelto a dar en el clavo. La idea de que Alfred estaba haciendo todo aquello, no por un comprensible deseo por Aliena sino por ruindad simple y pura era algo imposible de soportar.

—¡Maldito seas! Más te valdrá tratarla bien —vociferó.

Alfred se echó a reír.

La suprema perversidad de los propósitos de Alfred fue como un golpe físico para Jack. Alfred no pensaba tratarla bien. Esa sería la venganza final reservada para Jack. Alfred iba a casarse con Aliena y a hacerla desgraciada.

—Eres pura escoria —dijo con amargura Jack—. Una mierda. Una fea, estúpida, diabólica y repugnante babosa.

Su desprecio hizo mella, al fin, en Alfred que, soltando la toalla, se lanzó sobre Jack con el puño cerrado. Jack le esperaba y se adelantó para golpearle primero. De repente, la madre de Jack apareció entre ellos y, a pesar de ser tan pequeña, los detuvo con una sola frase:

—Ve a bañarte, Alfred.

Alfred se calmó en seguida. Comprendió que había ganado la partida sin necesidad de luchar con Jack y su farisaica mirada reveló sus pensamientos. Salió de la casa.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer, Jack? —le preguntó su madre.

Jack se dio cuenta de que estaba temblando de furia. Respiró hondo varias veces antes de poder hablar. Comprendió que no podía impedir la boda. Pero tampoco podía presenciarla.

—Tengo que irme de Kingsbridge.

Vio la pena reflejada en el rostro de su madre, pese a lo cual se mostró de acuerdo.

—Me temía que dirías eso. Pero creo que tienes razón.

En el priorato empezó a repicar una campana.

—De un momento a otro descubrirán que he escapado —dijo Jack.

—Vete aprisa, pero escóndete junto al río, a la vista del puente. Te llevaré algunas cosas —le dijo su madre.

—Muy bien —asintió Jack dando media vuelta.

Martha se encontraba entre él y la puerta, cayéndole las lágrimas por las mejillas. Jack la abrazó, y ella se aferró con fuerza a él. Su cuerpo de adolescente era liso y huesudo como el de un muchacho.

—Vuelve algún día —le rogó con tono intenso.

Jack le dio un rápido beso y salió.

Para entonces ya había mucha gente por allí, cogiendo agua y disfrutando de la templada mañana otoñal. La mayoría de la gente sabía que era novicio con los monjes, ya que la ciudad era lo bastante pequeña para que todo el mundo estuviera enterado de los asuntos de los demás, así que su indumentaria seglar atrajo muchas miradas sorprendidas. Pero nadie llegó a hacerle pregunta alguna. Descendió deprisa la ladera de la colina, cruzó el puente y caminó por la orilla del río hasta llegar junto a un cañaveral. Se agazapó allí para vigilar el puente, esperando la llegada de su madre.

No tenía idea de a dónde iría. Tal vez empezara a caminar en línea recta hasta llegar a una ciudad donde estuvieran construyendo una catedral y se detendría allí. Era cierto lo que había dicho a Aliena de buscar trabajo. Sabía que era lo bastante bueno para que le ocuparan en cualquier parte. Aunque tuvieran completo el equipo en un enclave, sabía que le bastaría con demostrar al maestro constructor cómo esculpía para que la admitiera. Pero ello no parecía ya conducirle a parte alguna; jamás amaría a otra mujer que a Aliena y sus sentimientos eran muy similares en lo que se refería a la catedral de Kingsbridge. Quería construir allí, no en cualquier otra parte.

Tal vez bastara con internarse en el bosque, tumbarse allí y dejarse morir. Le pareció una idea agradable. El tiempo era apacible, los árboles estaban entre verdes y dorados. Tendría un final tranquilo. Tan sólo lamentaría no haber podido saber algo más sobre su padre antes de morir.

Se estaba imaginando a sí mismo tumbado en un lecho de hojas otoñales, en tranquilo tránsito, cuando vio a su madre que cruzaba el puente. Llevaba un caballo de la rienda.

Jack se puso en pie y corrió hacia ella. El caballo era la yegua zaina que siempre montaba Ellen.

—Quiero que te lleves mi yegua —le dijo.

Jack cogió la mano de su madre y se la apretó como muestra de agradecimiento.

A Ellen los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Nunca he cuidado de ti muy bien —dijo—. Primero te crié salvaje en el bosque. Luego, con Tom, casi te dejé morir de hambre. Y además te hice vivir con Alfred.

—Me cuidaste muy bien, madre —le contestó Jack—. Esta mañana hice el amor con Aliena. Ahora ya puedo morir feliz.

—Eres un muchacho demencial —le dijo Ellen—. Eres igual que yo. Si no puedes tener la amante que deseas no tendrás ninguna.

—¿Así eres tú? —le preguntó Jack.

Ella asintió.

—Después de morir tu padre viví sola antes que unirme a otro; jamás necesité de otro hombre hasta que vi a Tom. Y eso fue al cabo de once años. —Se soltó la mano—. Te digo esto por una razón. Es posible que pasen once años; pero llegará un día en que amarás a alguna otra. Te lo aseguro.

Jack negó con la cabeza.

—Eso no parece posible.

—Lo sé —miró nerviosa por encima del hombro hacia la ciudad—. Más vale que te vayas.

Jack se acercó al caballo. Iba cargado con dos abultadas alforjas.

—¿Qué hay en las alforjas? —le preguntó Jack.

—En ésta algo de comida y dinero y un odre lleno —le contestó—. En la otra, las herramientas de Tom.

Jack estaba conmovido. Su madre había insistido en conservar las herramientas de Tom después de su muerte, a modo de recuerdo.

Y ahora se las estaba dando a él. La abrazó.

—Gracias —le dijo.

—¿A dónde iras? —le preguntó Ellen.

Jack pensó de nuevo en su padre.

—¿Dónde narran sus historias los juglares? —preguntó.

—En el camino de peregrinos a Santiago de Compostela.

—¿Crees que los juglares se acordaran de Jack Shareburg?

—Es posible. Diles que eres su vivo retrato.

—¿Dónde está Compostela?

—En España.

—Entonces, voy a España.

—Es un largo camino, Jack.

—Tengo todo el tiempo del mundo.

Ellen le rodeó con sus brazos y le estrechó con fuerza. Jack pensó en las muchas veces que había hecho aquello a lo largo de los últimos dieciocho años, consolándole por una rodilla herida, un juguete perdido, una decepción de adolescente... En esos momentos, lo hacía por una pena prematura de adulto. Pensó en todas las cosas que había hecho su madre, desde criarlo en el bosque hasta sacarlo de la celda de castigo. Siempre había estado dispuesta a pelear como un gato por su hijo. Le dolía tener que dejarla.

Ellen lo soltó. Montó rápido la yegua.

Volvió la mirada hacia Kingsbridge. Cuando llegó allí por primera vez, era un pueblo adormecido, con una catedral vieja y medio derruida. Había prendido fuego a aquella vetusta catedral. Pero nadie lo sabía ya más que él. Ahora Kingsbridge era una ciudad pequeña y arrogante. Bueno, había otras ciudades. Le costaba desgajarse, pero se encontraba al borde de lo desconocido, a punto de embarcarse en una aventura y ello aliviaba en cierto modo el dolor de abandonar cuanto amaba.

—Vuelve algún día, Jack. Por favor —le rogó su madre.

—Volveré.

—¿Lo prometes?

—Lo prometo.

—Si te quedaras sin dinero antes de encontrar trabajo, vende la yegua, no las herramientas —le aconsejó.

—Te quiero, madre —dijo Jack.

A Ellen se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Cuídate mucho, hijo mío.

Jack espoleó el caballo, el cual se puso en marcha. Volviéndose, saludó con la mano. Ellen le devolvió el saludo. Luego, lanzó el caballo al trote y, a partir de ese momento, dejó de mirar hacia atrás.

Richard llegó a casa justo a tiempo para la boda.

A su llegada, dijo que Stephen se había mostrado generoso concediéndole dos días de permiso. Su ejército se encontraba en Oxford, donde tenía montado el asedio al castillo en el que Maud había quedado acorralada, de manera que los caballeros no tenían mucho que hacer.

—No podía estar ausente el día de la boda de mi hermana —dijo Richard.

Aliena pensaba mientras con acritud:
Lo que tú quieres es asegurarte que se lleva a cabo para poder obtener de Alfred lo que te propones
; a pesar de todo, se sentía contenta de que estuviera allí para conducirla a la iglesia y la entregara. De lo contrario, no hubiera tenido a nadie...

Se puso una camisola nueva de lino y un vestido blanco, siguiendo la última moda. Poco podía hacer con el pelo que le ardiera el día del incendio; pero se trenzó las partes más largas, sujetándolas con elegantes lazos de seda blanca. Un vecino le prestó un espejo. Estaba pálida y sus ojos revelaban que había pasado la noche en blanco. A ese respecto nada podía hacer. Richard la observaba. Tenía un aspecto un poco cohibido, como si se sintiera culpable, y se agitaba inquieto. Tal vez temiera que su hermana diera al traste con todo en el último momento.

Había momentos en que se sentía tentadísima de hacerlo. Se imaginaba cogida de la mano de Jack, alejándose de Kingsbridge para empezar una nueva vida en otra parte cualquiera, una vida sencilla de trabajo honrado, libres de las cadenas de viejos juramentos y padres muertos. Pero era su sueño demencial. Jamás podría ser feliz si abandonaba a su hermano.

Una vez hubo llegado a esa conclusión, se imaginó bajando al río y arrojándose a él. Vio su cuerpo inerte con su traje de boda empapado, arrastrada por la corriente, boca arriba, el pelo flotándole alrededor de la cabeza. Y entonces comprendió que el matrimonio con Alfred era algo mejor que aquello, con lo que retornó al punto de partida y consideró que el matrimonio era la mejor solución a su alcance para la mayor parte de sus problemas. Jack habría encontrado despreciable esa manera de pensar.

Repicó la campana de la iglesia.

Aliena se puso en pie.

Jamás se había imaginado que iba a ser así el día de su boda. Cuando de adolescente había pensado en ello se veía del brazo de su padre, yendo desde la torre del homenaje a través del puente levadizo, hasta la capilla en el patio inferior, con los caballeros y hombres de armas, servidores y arrendatarios agolpados en el recinto del castillo para vitorearla y desearle buena suerte. En sus ensoñaciones despierta, el joven que la esperaba en la capilla siempre había sido una imagen difusa; pero sabía que la adoraba y la hacía reír. Y ella pensaba que era maravilloso. Bien. En su vida nada le había salido como esperaba. Richard sostenía abierta la puerta de la única habitación de la pequeña casa y Aliena salió a la calle.

Ante su sorpresa, halló que varios vecinos se encontraban esperando fuera de sus casas para verla. Algunos le gritaron al salir "¡Dios te bendiga!" y "¡Buena suerte!" Sintió una inmensa gratitud hacia ellos. Mientras subía por la calle le arrojaron maíz, que significaba fertilidad. Tendría niños y ellos la querrían.

La iglesia parroquial se encontraba en la parte más alejada de la ciudad, en el barrio de la gente rica, donde viviría a partir de esa misma noche. Dejaron atrás el monasterio. En aquel momento, los monjes estarían celebrando la santa misa en la cripta; pero el prior Philip había prometido asistir al festín de bodas y bendecir a la feliz pareja. Aliena esperaba que así lo hiciera. Había representado una fuerza importante en su vida desde aquel día, hacía ya seis años, en que le compró toda su lana en Winchester.

Llegaron a la nueva iglesia construida por Alfred con la ayuda de Tom. Ya había allí un gran gentío. La boda sería en el porche, en inglés, y luego se celebraría una misa en latín en el interior de la iglesia. Allí se encontraban todos los que trabajaban para Alfred y también la mayoría de la gente que había tejido para Aliena en los viejos tiempos. Al llegar la novia, todos la vitorearon. Alfred estaba esperando con su hermana Martha y Dan, uno de los albañiles. Vestía una túnica nueva color escarlata, y botas limpias. Llevaba largo el pelo oscuro y brillante, semejante al de Ellen. Entonces Aliena se dio cuenta de que ésta no se encontraba allí. Se disponía a preguntar a Martha dónde estaba su madrastra cuando apareció el sacerdote y empezó el servicio.

Aliena reflexionaba sobre la nueva dirección que tomó su vida seis años atrás, cuando hizo un juramento a su padre, y que en aquellos momentos empezaba otra nueva era, también con un juramento a un hombre. Rara vez hizo algo por sí misma. Aquella mañana había hecho una terrible excepción con Jack. Cuando lo recordaba apenas podía creerlo. Parecía una ensoñación o una de las imaginativas historias de Jack, algo que no tenía relación alguna con la vida real. Jamás se lo contaría a alma viviente. Sería un delicioso secreto que guardaría celosa para sí, recordándolo de cuando en cuando, para disfrutar al igual que un avaro que cuenta en plena noche su tesoro escondido bajo una tabla.

Estaban llegando a los votos. Aliena repitió las palabras del sacerdote:

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