Los Pilares de la Tierra (117 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Así que habría de saber, de manera inevitable, que el bebé no era suyo.

Presa de angustia se quedó mirando las cenizas frías en la chimenea de Richard, preguntándose por qué habría de tener siempre tan mala suerte. Allí estaba ella intentando sacar el mejor partido posible de un matrimonio desastroso y descubriendo de repente que se hallaba encinta de otro hombre como resultado de un único coito.

Era inútil seguir compadeciéndose de sí misma. Tenía que decidir lo que había de hacer.

Se llevó la mano al vientre. Ahora ya sabía por qué había ido engordando, por qué tenía siempre náuseas y por qué se sentía tan fatigada en todo momento. Allí dentro había un personajillo. Sonrió para sí. Sería encantador tener un bebé.

Meneó la cabeza. No sería en modo alguno encantador. Alfred se pondría furioso como un toro. No cabía predecir lo que haría. Tal vez matarla, o arrojarla de la casa, incluso matar al bebé. De repente, tuvo el horrible presentimiento de que acaso intentara hacer daño a la criatura, dándole a ella patadas en el vientre. Se secó la frente. Un sudor frío le recorría el cuerpo.

No se lo diré
, pensó.

¿Podría mantener en secreto su embarazo? Tal vez. Ya se había acostumbrado a vestir ropas holgadas, sin forma. Quizás no se pusiera demasiado gorda. A algunas mujeres casi no se les notaba. Alfred era el peor observador de los hombres. Sin duda las mujeres de más experiencia de la ciudad se darían cuenta; pero confiaba en que guardaran el secreto o que, al menos, no hablaran de ello con los hombres. Llegó a la conclusión de que, en efecto, existía la posibilidad de mantener a Alfred ignorante hasta que el niño hubiera nacido.

¿Y entonces qué?

Bueno. Al menos aquella pizca de criatura habría llegado al mundo sano y salvo. Alfred no habría podido matarla propinando puntapiés a Aliena en el vientre. Pero seguiría sabiendo que no era suya. En lo que no cabía duda era en que iba a aborrecer al pobre bebé. Sería un borrón permanente sobre su virilidad. Sería un infierno.

Aliena se sentía incapaz de pensar hasta tan dilatada fecha. De manera que decidió que lo más seguro sería concentrarse en los próximos seis meses. Entretanto, trataría de meditar qué iba a hacer una vez hubiera nacido la criatura.

Me pregunto qué será, niño o niña
, se dijo. Se puso en pie con la caja de paños limpios para la primera menstruación de Martha.
Me das lástima, Martha
, se dijo fatigada,
tienes ante ti todo esto
.

Philip pasó aquel invierno rumiando sus cuitas.

Se había sentido horrorizado ante la maldición pagana de Ellen, lanzada en el pórtico de una iglesia durante un oficio sagrado. Ahora ya no le cabía la menor duda de que era una bruja. Sólo lamentaba su propia imprudencia al haberle perdonado el insulto que infirió a la Regla de San Benito, hacía ya tantos años. Debería de haber sabido que una mujer capaz de hacer aquello jamás se arrepentiría de veras. Sin embargo, una consecuencia afortunada de todo aquel aterrador asunto, Ellen había vuelto a abandonar Kingsbridge, ya que desde el día de la ceremonia nupcial no se la había vuelto a ver. Philip ansiaba que nunca más reapareciera.

A todas luces, Aliena era desdichada en su matrimonio con Alfred; aunque Philip no creyera que fuese debido a la maldición. Él apenas sabía nada sobre la vida matrimonial; pero cabía suponer que una persona rebosante de vida, con cultura e inteligencia como era Aliena habría de sentirse infeliz viviendo con alguien tan estrecho de miras y con intelecto tan pobre como Alfred, bien fueran marido y mujer o cualquier otra cosa.

Claro que Aliena debería haberse casado con Jack. Ahora ya Philip lo comprendía, y se sentía culpable por haber estado tan absorto en sus propios planes sobre el chico, que no se dio cuenta de lo que en realidad necesitaba el muchacho. Jack no estaba hecho en modo alguno para vivir enclaustrado, y Philip se había equivocado al presionar sobre él. Y ahora Kingsbridge había perdido la inteligencia y la energía de aquel valioso joven.

Parecía como si todo hubiera ido mal desde el desastre de la feria de vellón. El priorato estaba más endeudado que nunca. Philip había prescindido de la mitad de los trabajadores en la obra, porque ya no tenía dinero para pagarles. En consecuencia, la población de la ciudad se había reducido y, a causa de ello, el mercado dominical era también más pequeño en aquellos momentos. Los ingresos de Philip por rentas eran por tanto, menores. Kingsbridge estaba cayendo en vertiginosa espiral.

La clave del problema estaba en la moral de las gentes. A pesar de que habían reconstruido sus casas y reanudado sus pequeños negocios, no tenían confianza alguna en el futuro. Cualesquiera que fueran sus planes, todo aquello que pudieran construir resultaría barrido en un día por William Hamleigh, si se le ocurría atacar de nuevo. Esa corriente subterránea de inseguridad inhibía a la gente y llegaba a paralizar todo tipo de empresa.

Philip acabó comprendiendo que tenía que hacer algo para detener la caída. Necesitaba realizar algo espectacular para decir al mundo en general, y a sus ciudadanos en particular, que Kingsbridge luchaba por la supervivencia. Pasaba muchas horas rezando y dedicado a la meditación para ver si lograba decidir cuál habría de ser la proeza.

Lo que en realidad necesitaba era un milagro. Si los huesos de San Adolfo curaran de una plaga a una princesa, hicieran que un pozo de agua salobre la diera potable, la gente acudiría en peregrinaje a Kingsbridge. Pero el santo hacía ya años que no realizaba milagros. A veces Philip se preguntaba si sus métodos prácticos y regulares de gobernar el priorato no desagradarían al santo, ya que los milagros parecían ocurrir con más frecuencia en aquellos lugares donde el Gobierno era menos sensato y en su atmósfera se respiraba un intenso fervor religioso, cuando no auténtica histeria. Pero a Philip le habían enseñado en una escuela más a ras de tierra. El padre Peter, abad en su primer monasterio solía decir:
Reza para que se realicen milagros, pero planta berzas.

La catedral era el símbolo de la vida y el vigor de Kingsbridge. ¡Si al menos pudiera acabarse gracias a un milagro! En cierta ocasión había rezado durante toda la noche para que se produjera. No obstante, por la mañana el presbiterio seguía sin tejado y abierto a todos los vientos y sus altos muros continuaban sin terminar allí donde habían de unirse con las paredes del crucero.

Philip no había contratado a un nuevo maestro constructor. Se había sentido escandalizado al conocer los salarios tan altos que pedían. Nunca llegó a darse cuenta de lo barato que era Tom. Como quiera que fuese, Alfred dirigía a los reducidos efectivos de trabajadores sin grandes dificultades. Desde que se casó se mostraba más bien malhumorado, como un hombre que hubiera vencido a muchos rivales para convertirse en rey y que, a la fin y a la postre, encontrara el reinado una pesada carga. Sin embargo, era autoritario y contundente, y los demás hombres lo respetaban.

Pero Tom había dejado un hueco imposible de llenar. Philip notaba mucho su falta, no sólo como maestro de obras, sino también en el terreno personal. A Tom le había interesado saber por qué las iglesias tenían que construirlas de una manera en lugar de hacerse de otra, y Philip había disfrutado especulando con él sobre el hecho de que algunas construcciones se mantenían en pie mientras otras se derrumbaban. Tom no había sido un hombre demasiado devoto; pero, de cuando en cuando, hacía preguntas a Philip sobre teología, lo que demostraba que dedicaba tanta inteligencia a su religión como a su trabajo. El intelecto de Tom era más o menos equiparable al de Philip, quien había podido conversar con él sin tener que descender a un nivel inferior. En la vida de Philip no podía decirse que abundara ese tipo de personas. Jack había sido una de ellas, pese a su juventud, y también Aliena. Pero ésta había desaparecido, sumergida en su lamentable matrimonio. Cuthbert Whitehead se estaba ya haciendo viejo y Milius Bursar se hallaba casi siempre lejos del priorato, recorriendo las granjas de ovejas, contando acres, corderos y sacos de lana. En su día, un priorato rebosante de vida y de trabajo, en una próspera ciudad catedralicia, atraería eruditos de la misma manera que un ejército victorioso atraía luchadores. Philip esperaba con ansia ese momento. Pero jamás llegaría, a menos que encontrara una manera de insuflar energía a Kingsbridge.

—Ha sido un invierno benigno —comentó Alfred una mañana, poco después de Navidad—. Podemos empezar antes que de costumbre.

Aquello indujo a pensar a Philip. Ese verano construirían la bóveda. Una vez acabada, el presbiterio estaría en condiciones de ser utilizado, y Kingsbridge dejaría de ser una ciudad catedralicia sin catedral. El presbiterio y el coro eran la parte más importante de la iglesia. El altar elevado y las reliquias sagradas se mantenían en el extremo oriental más alejado, llamado propiamente presbiterio, y la mayoría de los oficios sagrados se celebraban en el coro, donde se sentaban los monjes. El resto de una iglesia tan sólo se utilizaba los domingos y fiestas de guardar. Una vez consagrado el presbiterio, lo que hasta entonces había sido un enclave en construcción, se convertía en iglesia aunque todavía incompleta.

Era una lástima tener que esperar casi un año antes de que eso tuviera lugar. Alfred había prometido terminar la bóveda para finales de la temporada de construcción de ese año, que por lo general terminaba en noviembre, dependiendo del tiempo. Pero, al decir Alfred que podría empezar antes, Philip empezó a preguntarse si no podría terminar también antes. Todo el mundo quedaría asombrado si la iglesia pudiera abrirse ya ese verano. Era el tipo de acontecimiento que había estado esperando. Algo que sorprendiera a todo el Condado y lanzara el mensaje de que a Kingsbridge no se la podía arrumbar por mucho tiempo.

—¿Podrías terminar para Pascua de Pentecostés? —preguntó impulsivo Philip.

Alfred tomó aire con los dientes apretados y pareció dubitativo.

—El abovedado es el trabajo más delicado de todos —respondió—. No debe hacerse de forma apresurada, y tampoco se puede dejar que lo hagan los aprendices.

Philip se dijo irritado que su padre hubiera contestado tajante sí o no.

—Supongamos que puedo proporcionarte trabajadores extra... Monjes. ¿Representaría eso una ayuda razonable?

—Un poco. Lo que realmente necesitamos son albañiles.

—Podría costear uno o dos más —se comprometió Philip con temeridad.

Un invierno templado suponía un adelanto del esquileo, así que existía la posibilidad de empezar a vender la lana más pronto de lo habitual.

—No sé.

Alfred parecía seguir siendo pesimista.

—Supongamos que ofrezco una bonificación a los albañiles —planteó Philip—. Un salario extra de una semana si la bóveda queda lista para Pascua de Pentecostés.

—Nunca oí hablar de nada semejante —repuso Alfred.

Parecía como si le hubieran hecho una sugerencia inadecuada.

—Bien, siempre es tiempo de empezar —aseguró Philip malhumorado, pues la cautela de Alfred empezaba a ponerle nervioso—. ¿Qué me dices?

—No respondo que sí ni que no —alegó Alfred impasible—. Se lo diré a los hombres.

—¿Hoy? —inquirió Philip con impaciencia.

—Hoy.

Philip hubo de contentarse con ello.

William Hamleigh y sus caballeros llegaron al palacio del obispo Waleran, siguiendo a una carreta de bueyes cargada al máximo con sacos de lana. Había comenzado la nueva temporada de esquileo.

Waleran, al igual que William, estaba comprando lana a los granjeros a los precios del último año. Esperaban venderla por bastante más dinero. Ninguno de los dos encontraban serias dificultades para obligar a sus arrendatarios a venderles la lana. Algunos campesinos que desafiaron la regla fueron expulsados e incendiadas sus granjas, con lo cual ya no hubo más rebeldes.

Al atravesar William la puerta, levantó la mirada hacia la colina.

Durante siete años habían permanecido allí las inconclusas murallas del castillo que el obispo nunca llegó a construir, recordatorio permanente de cómo el prior Philip había ganado por la mano a Waleran. Tan pronto como este último empezara a cosechar los beneficios de su negocio de lana, lo más probable era que empezara de nuevo a construir. En los tiempos del viejo rey Henry, un obispo no tenía necesidad de más defensas que una deleznable valla construida con postes de madera, detrás de un pequeño foso que rodeaba el palacio.

Sin embargo, al cabo de cinco años de guerra civil, hombres que no eran siquiera condes ni obispos se construían castillos formidables.

Las cosas le iban bien a Waleran, se decía con acritud William, mientras desmontaba en las cuadras. Había permanecido leal al obispo Henry de Winchester a través de todos los cambios en la lealtad de éste, y el resultado era que se había convertido en uno de los aliados más fieles de Henry. A lo largo de los años Waleran había ido enriqueciéndose con una corriente constante de adquisición de propiedades, habiendo visitado por dos veces Roma.

William no había sido tan afortunado, y de ahí su acritud. A pesar de haber seguido a Waleran en todos sus cambios de lealtad y no obstante haber aportado numerosos ejércitos a las dos partes contendientes en la guerra civil, todavía no le había sido confirmado el Condado de Shiring. Había estado rumiando sobre aquello durante una tregua en la lucha y había llegado a sentirse tan furioso que decidió enfrentarse a Waleran.

Subió los escalones hasta la entrada del salón, seguido de Walter y sus otros caballeros. El mayordomo que se hallaba de guardia en la parte interior de la puerta estaba armado, un indicio más de cómo eran los tiempos. El obispo Waleran se encontraba sentado en un gran sillón en el centro de la habitación, como siempre, con sus huesudos brazos y piernas en distintas direcciones, como si le hubieran dejado caer allí con desgana. Baldwin, ahora ya arcediano, se encontraba en pie junto a él, sugiriendo su actitud que estaba a la espera de recibir instrucciones. Waleran tenía los ojos clavados en el fuego, sumido en sus pensamientos, aunque al acercarse William levantara la cabeza, con gesto vivo.

William experimentó su habitual repugnancia mientras saludaba a Waleran y tomaba asiento. Las manos delgadas y suaves del prelado, su lacio pelo negro, su tez lívida y aquellos ojos claros y malignos le ponían la piel de gallina. Representaba cuanto él aborrecía. Tortuoso, físicamente débil, arrogante e inteligente.

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