Los Pilares de la Tierra (146 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

—Puedo traer conmigo a todos los trabajadores de Kingsbridge —dijo Alfred bajando la voz.

Captó de inmediato la atención de los tres oyentes.

—Repite eso —le pidió Waleran.

—Si me contratan como maestro de obras, traeré conmigo a todos los artesanos de Kingsbridge.

—¿Cómo sabremos que dices la verdad? —le preguntó Waleran cauteloso.

—No os pido que confiéis en mí —dijo Alfred—. Dadme el trabajo condicionado. Si no cumplo lo que prometo, me iré sin cobrar.

Por motivos diferentes, los tres hombres que le escuchaban odiaban al prior Philip, y al momento se sintieron excitados por la perspectiva de asestarle semejante golpe.

—La mayoría de los albañiles trabajaron en Saint-Denis —añadió Alfred.

—¿Pero cómo es posible que puedas traerlos contigo? —preguntó Waleran.

—¿Acaso importa eso? Digamos que me prefieren antes que a Jack.

William pensó que Alfred mentía a ese respecto, y Waleran parecía ser de la misma opinión, porque ladeó la cabeza y dirigió una larga mirada a Alfred por encima de su afilada nariz. Sin embargo, un momento antes, Alfred parecía decir la verdad. Cualquiera que fuese el verdadero motivo, daba la impresión de hallarse convencido de poder llevar consigo a los artesanos de Kingsbridge.

—Si todos te siguen hasta aquí, el trabajo quedará paralizado en Kingsbridge —dijo William.

—Sí —asintió Alfred—. Así será.

William miró a Waleran y a Peter.

—Necesitamos seguir hablando acerca de todo esto. Más vale que coma con nosotros.

Waleran asintió con la cabeza.

—Síguenos a mi casa. Está al otro extremo de la plaza del mercado.

—Lo sé —respondió Alfred—. La construí yo.

Durante dos días, el prior Philip se negó a discutir acerca de sus decisiones. Estaba mudo de ira y cada vez que veía a Jack se limitaba a dar media vuelta y a caminar en dirección contraria.

Al segundo día, llegaron tres carretas cargadas de harina procedentes de uno de los molinos que había alrededor del priorato. Las carretas iban custodiadas por hombres de armas, ya que por aquel entonces la harina era más valiosa que el oro. Comprobaba el cargamento el hermano Jonathan, que era ayudante racionero a las órdenes del viejo Cuthbert Whitehead. Jack observaba cómo Jonathan contaba los sacos. Notaba que había algo familiar en el rostro del joven monje, como si se pareciera a alguien a quien Jack conociera bien. Jonathan era alto y desgarbado, y tenía el pelo castaño claro.

Nada parecido a Philip, que era bajo, delgado y de pelo negro. Pero, aparte de los rasgos físicos, Jonathan era exactamente como el hombre que hizo para él las veces de padre. El muchacho era apasionado, de altos principios, decidido y ambicioso. A la gente le resultaba simpático, pese a su actitud un tanto rígida en cuanto a moralidad, que era más o menos el sentimiento que también prevalecía en Philip.

Ya que el prior se negaba a hablar, lo mejor sería cambiar unas palabras con Jonathan.

Jack permanecía a la espera mientras Jonathan pagaba a los hombres de armas y a los carreteros. Se comportaba con una eficiencia tranquila. Cuando los carreteros le pidieron más dinero del que les correspondía, como siempre solían hacer, rechazó su exigencia con calma; pero también con firmeza. Jack pensó que una educación monástica era una buena preparación para el liderazgo.

Liderazgo. Las carencias de Jack al respecto se habían hecho claramente patentes. Habla permitido que un problema derivara en crisis por su torpe actitud frente a sus hombres. Cada vez que pensaba en aquella reunión maldecía su ineptitud. Estaba decidido a encontrar una manera de enderezar las cosas.

En cuanto los carreteros se alejaron murmurando, Jack se acercó a Jonathan y le dijo:

—El prior está muy enfadado por el paro de los artesanos y albañiles.

Por un instante, pareció como si Jonathan fuera a decir algo desagradable, ya que era evidente que él mismo estaba enfadado. Pero el rostro se le serenó al fin.

—Parece enfadado, pero en el fondo está herido.

Jack asintió.

—Lo ha tomado como un agravio personal.

—Sí. Tiene la sensación de que los artesanos le han fallado en un momento de necesidad.

—En cierto modo, entiendo que así ha sido —reconoció Jack—. Pero Philip cometió un importante error al tratar de alterar las prácticas de trabajo.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —le replicó Jonathan.

—Podía haber discutido primero con ellos la crisis. Acaso hubieran podido sugerirle algunas economías ellos mismos. Pero no estoy en situación de culpar a Philip porque yo he cometido la misma equivocación.

Aquello despertó la curiosidad de Jonathan.

—¿Cómo?

—Comuniqué a los hombres la serie de medidas restrictivas con la misma brusquedad y falta de tacto que lo hizo Philip conmigo.

Jonathan intentaba mostrarse tan ofendido como el prior y culpar del paro a la malevolencia de los hombres. Pero se estaba dando cuenta, reacio, de la otra cara de la moneda. Jack decidió dejarlo así.

Había plantado una semilla.

Se separó de Jonathan y volvió a la zona del suelo donde se encontraban los dibujos. Mientras cogía sus instrumentos, pensaba que la dificultad estribaba en que era Philip quien dirimía las cuestiones en la ciudad. Habitualmente, era el juez para los malhechores y el árbitro de las disputas. Hallaba desconcertante encontrar a Philip como parte activa en una querella, furioso, amargado e implacable. En esta ocasión, habría de restablecer la paz alguna otra persona. Y la única que se le ocurría a Jack era él mismo. En su calidad de maestro de obras, era el mediador capaz de dirigirse a ambas partes. Sus motivos eran indiscutibles. Quería seguir construyendo la catedral.

Pasó el resto del día reflexionando acerca de cómo llevar a cabo esa tarea y se preguntaba una y mil veces qué haría Philip.

Al día siguiente, estaba preparado para habérselas con el prior. Era un día frío y húmedo. Jack vagaba a primera hora de la tarde por el desierto enclave en construcción, con la capucha de su capa echada sobre la cabeza para protegerse de la humedad, simulando estudiar las grietas en el trifolio, problema que aún no estaba resuelto. Se mantuvo a la espera hasta que vio a Philip dirigirse presuroso hacia su casa desde los claustros. Una vez que Philip hubo entrado, Jack le siguió.

La puerta del prior siempre estaba abierta. Jack llamó con los nudillos y entró. El monje estaba arrodillado delante del pequeño altar situado en un rincón. A Jack le pareció que ya había rezado lo suficiente en la iglesia, la mayor parte del día y la mitad de la noche, para tener que seguir haciéndolo también en casa. No ardía el fuego. Estaba economizando. Jack esperó en silencio hasta que Philip se levantó y se volvió hacia él.

—Esto tiene que acabar —dijo Jack.

El rostro habitualmente amable de Philip tenía una expresión dura.

—No veo que haya dificultad alguna —respondió con frialdad—. Si quieren, pueden volver al trabajo tan pronto como les parezca.

—Acatando vuestras condiciones.

Philip se limitó a mirarlo.

—No volverán si han de acatarlas —dijo Jack—. Y tampoco esperarán eternamente a que vos os mostréis razonable. —Y añadió presuroso—: Lo que ellos consideran razonable.

—¿No esperarán eternamente? —preguntó Philip—. ¿Y adónde irán cuando se cansen de esperar? No van a encontrar trabajo en parte alguna. ¿Acaso creen que éste es el único lugar donde se sufre hambre? La hay en toda Inglaterra. Todos los enclaves en construcción se han visto obligados a hacer recortes.

—De manera que estáis dispuesto a esperar a que vuelvan arrastrándose ante vos pidiendo el perdón —dedujo Jack.

Philip apartó los ojos.

—Yo no obligo a nadie a que se arrastre —replicó—. Y no creo haberte dado nunca motivo para que esperes semejante comportamiento por mi parte.

—No. Y ésa es precisamente la razón de que haya venido a veros —contestó Jack—. Sé que, en realidad, no queréis humillar a esos hombres, no es propio de vos. Y además, si volvieran sintiéndose vencidos y resentidos, su trabajo sería desastroso en los años venideros. Así que, a mi juicio y también al vuestro, hemos de dejarles guardar las apariencias. Y ello significa hacer concesiones.

Durante un prolongado momento, Philip mantuvo los ojos clavados en Jack, el cual pudo darse cuenta, por la expresión del prior, de la lucha que estaba librando entre la razón y los sentimientos. Por último sus rasgos se suavizaron.

—Más vale que nos sentemos —dijo.

Jack contuvo un suspiro de alivio y tomó asiento. Tenía planeado lo que iba a decir. No estaba dispuesto a repetir frases espontáneas y faltas de tacto como hizo ante los constructores.

—No es necesario que modifiquéis la congelación en la compra de suministros —empezó a decir—. Y también puede mantenerse la moratoria de nuevos contratos. Nadie se opone a ello. Creo que podríamos convencerles de que no haya trabajo en las fiestas de los santos si obtienen concesiones en otras áreas.

Hizo una pausa para dejar que aquello calara. Hasta el momento estaba cediendo en todo sin pedir nada.

Philip hizo un ademán de asentimiento.

—Muy bien. ¿Qué concesiones?

Jack respiró hondo.

—Están ofendidísimos por la propuesta de suprimir los ascensos. Creen que estáis tratando de usurpar las tradicionales prerrogativas de la logia.

—Ya te he explicado que mi intención no es ésa —respondió Philip con tono exasperado.

—Lo sé, lo sé —se apresuró a decir Jack—. Claro que lo hicisteis. Y yo os creí, pero ellos no.

El rostro de Philip mostró una expresión agraviada. ¿Cómo era posible que alguien no le creyera? Jack siguió hablando deprisa:

—Pero eso fue en el pasado. Voy a proponer una avenencia que no os costará nada.

El prior pareció interesado.

—Les dejaremos que sigan aprobando solicitudes de ascensos; pero aplazando por un año el consiguiente aumento en el salario —siguió diciendo Jack, al tiempo que añadía para sus adentros:
A ver si puedes encontrar alguna objeción a esto
.

—¿Lo aceptarán? —preguntó Philip escéptico.

—Vale la pena intentarlo.

—¿Y qué pasará si al cabo del año sigo sin poder permitirme pagar aumentos de salario?

—Habrá que cruzar ese puente cuando se llegue a él.

—¿Quieres decir que habrá que volver a negociar de aquí a un año?

Jack se encogió de hombros.

—Si fuera necesario.

—Comprendo —dijo Philip sin comprometerse—. ¿Algo más?

—El mayor inconveniente con el que tropezamos es el despido inmediato de los trabajadores estivales.

A ese respecto, Jack se mostró absolutamente franco. Se trataba de un problema que no podía soslayarse ni dulcificarse.

—Jamás se ha permitido el despido inmediato en enclave de construcción alguno en toda la cristiandad —dijo—. Lo más pronto es al término de la semana. —Para evitar que Philip se sintiera como un estúpido, Jack añadió—: Debí de haberos advertido de ello.

—Así que cuanto he de hacer es emplearlos durante otros dos días.

—Ahora ya no creo que eso sea suficiente —opinó Jack—. Si desde el principio lo hubiéramos enfocado de otra manera podríamos haberlo logrado, pero ahora querrán una mayor obligación.

—Sin duda estás pensando en algo específico.

Así era, en efecto, y se trataba de la única concesión auténtica que Jack tenía que pedir.

—Ahora estamos a principios de octubre. Habitualmente prescindimos de los trabajadores estivales a primeros de diciembre. Podemos llegar a un convenio con los hombres, ceder un poco y hacerlo cada una de las partes a principios de noviembre.

—Con eso sólo obtengo la mitad de lo que necesito.

—Obtiene más de la mitad. Se beneficia de la paralización de las existencias, del aplazamiento en los aumentos de salario por ascensos y de las fiestas de los santos.

—Eso sólo son cosas accesorias.

Jack se echó hacia atrás desalentado. Había hecho cuanto estaba a su alcance. No tenía más argumentos que exponer a Philip, ni más recursos para la persuasión; nada le quedaba por decir. Había lanzado su flecha. Y Philip seguía resistiéndose. Jack estaba preparado para admitir la derrota. Miró el rostro pétreo del prior y esperó. Durante un largo rato de silencio, Philip miró hacia el altar que había en el rincón. Luego, volvió los ojos de nuevo a Jack.

—Habré de llevar esto a capítulo —dijo al fin.

Jack sintió un profundo alivio. No era una victoria pero le andaba muy cerca. Philip no pediría a los monjes que consideraran nada que él mismo no aprobara y casi siempre hacían lo que el prior quería.

—Espero que acepten —dijo Jack prácticamente sin fuerzas.

Philip se puso en pie y dejó caer la mano sobre el hombro de Jack.

Sonrió por primera vez.

—Lo harán si les presento el caso de manera tan persuasiva como lo has hecho tú —dijo.

Jack estaba sorprendido por aquel repentino cambio de humor.

—Cuanto antes haya terminado esto, menor será el efecto que pueda tener a largo plazo.

—Lo sé. He estado muy enfadado pero no quiero pelearme contigo.

Sin que él lo esperase, le alargó la mano.

Jack se la estrechó y se sintió contento.

—¿Debo decir a los constructores que acudan por la mañana a la logia para escuchar el veredicto del capítulo?

—Sí, por favor.

—Lo haré ahora mismo.

Se levantó dispuesto a marcharse.

—Jack —dijo Philip.

—Decidme.

—Gracias.

Jack contestó con un movimiento afirmativo de cabeza y salió.

Caminó bajo la lluvia sin ponerse la capucha. Se sentía feliz.

Aquella tarde fue a casa de cada uno de los artesanos y les comunicó que habría una reunión por la mañana. A los que no estaban en su vivienda, la mayoría solteros y trabajadores estivales, los encontró en una cervecería. Pero se hallaban serenos, ya que el precio de la cerveza andaba por las nubes, como todo, y nadie se podía permitir emborracharse. El único artesano al que no pudo encontrar fue a Alfred, al que hacía un par de días que no se le había visto. Por fin apareció a la anochecida. Entró en la cervecería con una extraña expresión triunfal en su bovino rostro. No dijo dónde había estado y Jack tampoco se lo preguntó. Le dejó bebiendo con otros hombres y se fue a cenar con Aliena y los niños.

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