Los Pilares de la Tierra (163 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Su mirada tropezó con Aliena.

Como cada vez que la veía, se le paró por un instante el corazón.

Estaba tan bella como siempre aunque ya debía pasar de los cincuenta. Conservaba su abundante pelo ondulado aunque lo llevaba más corto y parecía de un castaño algo más claro, como si se le hubiera descolorido un poco. Tenía unas atractivas arrugas en las comisuras de los ojos; había entrado ligeramente en años, pero no por ello resultaba menos deseable. Llevaba una capa azul orlada de seda roja y zapatos de piel roja. La rodeaba un grupo de personas deferentes. A pesar de que no fuera condesa sino tan sólo la hermana de un conde, su hermano se había instalado definitivamente en Tierra Santa y todos la trataban como si la condesa fuese ella. Su porte era el de una reina.

Sólo de verla William sintió en el estómago un odio amargo como bilis; había arruinado a su padre, le había violado, tomado su castillo, prendido fuego a su lana, y obligado a su hermano a exiliarse. No obstante, cada vez que creía haberla aplastado resurgía de la derrota con nuevas cotas de poder y de riquezas. Ahora que William estaba envejeciendo, sordo y atormentado por la gota se daba cuenta de que había pasado la vida bajo el influjo de un terrible encantamiento.

Junto a Aliena se encontraba un hombre alto y pelirrojo a quien, en un principio, William confundió con Jack. Sin embargo, al mirarle con mayor atención se fijó en que era demasiado joven y comprendió que debía ser su hijo. El muchacho iba vestido como un caballero y llevaba una espada. El propio Jack se encontraba a su lado. Era una o dos pulgadas más bajo que él y empezaba a clarearle el pelo rojo por las sienes. Cierto que era más joven que Aliena, unos cinco años si la memoria era fiel. Pero también él tenía arrugas alrededor de los ojos.

Hablaba animadamente con una joven que a buen seguro era su hija.

Se parecía a Aliena y era igual de bonita, pero llevaba el pelo severamente peinado hacia atrás y hecho trenzas. Además iba vestida con absoluta sencillez. Si debajo de aquella túnica marrón terroso se ocultaba un cuerpo voluptuoso, no quería que nadie lo supiera.

A William le embargaba un agrio resentimiento al contemplar la familia de Aliena próspera, enaltecida y feliz. Todo cuanto ellos tenían debería ser suyo. Pero todavía no había renunciado a la esperanza de vengarse.

Las voces de centenares de monjes se alzaron en un canto, ahogando las conversaciones y los gritos de los mercachifles. El prior Philip entró en la iglesia abriendo una procesión. Antes no había tantos monjes, pensó William. El priorato crecía al mismo ritmo que la ciudad. Philip, que ya tenía más de sesenta años, estaba casi calvo por completo y había engordado bastante, hasta el punto de que su cara, antaño delgada, era redonda. Como cabía esperar parecía satisfecho de sí mismo. La consagración de aquella catedral había sido el gran objetivo que persiguió desde que llegó a Kingsbridge hacía ya treinta y cuatro años.

Se alzó un murmullo de comentarios con la entrada del obispo Waleran vestido con sus ropas más suntuosas. Su rostro pálido y anguloso se mostraba hierático. Pero William sabía que en el fondo de su ser estaba bramando. Esa catedral era el símbolo triunfal de la victoria de Philip sobre Waleran. William también aborrecía a Philip; no obstante, disfrutaba en secreto viendo humillado, para variar, al altivo obispo Waleran.

Rara vez se le veía por allí. Se había construido al fin una iglesia nueva en Shiring, con una capilla especial dedicada a la memoria de la madre de William, y aunque no fuera ni mucho menos tan grande e impresionante como esa catedral, Waleran había hecho de la iglesia de Shiring una especie de sede general.

Sin embargo, Kingsbridge seguía siendo la iglesia catedral pese a todos los esfuerzos de Waleran. Durante una guerra que se prolongaba ya más de tres décadas, Waleran había hecho cuanto estaba en su mano por destruir a Philip, pero al final fue éste quien triunfó. Era algo semejante a William y Aliena. En ambos casos la debilidad y los escrúpulos habían dado al traste con la fuerza y la crueldad. William nunca podría entenderlo.

Aquel día el obispo se había visto obligado a acudir a la catedral para la ceremonia de consagración. Habría resultado muy extraño que no se encontrara allí para recibir a los invitados de alta alcurnia.

Estaban presentes varios obispos de las diócesis vecinas, así como numerosos abates y priores distinguidos.

Thomas Becket, el arcediano de Canterbury, no estaría presente. Estaba enzarzado en una disputa con su viejo amigo el rey Henry, una disputa tan encarnizada y violenta, que el arcediano se había visto obligado a huir del país y refugiarse en Francia. Estaban enfrentados a causa de una serie de problemas legales; pero el quid de la disputa era muy simple: ¿Podía hacer el rey lo que le viniera en gana o tenía limitaciones? Era la disputa que el propio William había mantenido con el prior Philip. William era de la opinión de que el conde podía hacer cuanto le apeteciera porque para eso era conde. Henry pensaba igual en cuanto a los poderes del rey. Tanto el prior Philip como Thomas Becket estaban empeñados en restringir el poder de los gobernantes.

El obispo Waleran era un clérigo que estaba del lado de los gobernantes. Para él el poder estaba para ser utilizado sin cortapisas.

Las derrotas sufridas a lo largo de tres décadas no habían logrado debilitar su firme creencia de considerarse instrumento de la Voluntad de Dios ni su implacable decisión de cumplir con tan sagrado deber, William estaba seguro de que, incluso mientras procedía a la consagración de la catedral de Kingsbridge, estaba concibiendo alguna manera de empañar el instante de gloria de Philip.

William estuvo moviéndose durante todo el oficio. Sus piernas se resistían más estando quieto de pie que andando. Cuando acudía a la iglesia de Shiring, Walter llevaba un asiento consigo. Así podía dormitar de cuando en cuando. Sin embargo, allí había personas con las que hablar y muchos de los fieles aprovechaban la ocasión para hacer negocios. William deambulaba por el templo, congraciándose con los poderosos, intimidando a los débiles y recogiendo información de todos y cada uno. Ya no seguía provocando terror entre la población como en sus buenos viejos tiempos; pero como sheriff aún se le temía y se le evitaba.

El oficio proseguía interminable. Hubo un largo intervalo durante el cual los monjes salieron al exterior y dieron vuelta a la iglesia lanzando a sus muros aspersiones de agua bendita. Ya próximo el final, el prior Philip anunció la designación de un nuevo sub-prior. Era el hermano Jonathan, el huérfano del priorato. Jonathan, que estaba en la treintena y era altísimo, le recordaba a William al viejo Tom Builder, que también había sido una especie de gigante.

Una vez que el oficio llegó a su fin, los invitados distinguidos se dirigieron hacia el crucero sur y la pequeña nobleza del Condado se agolpó para saludarles. William se les unió cojeando. Hubo un tiempo en que trataba a los obispos como iguales. Pero ahora tenía que inclinarse y adularlos junto con los caballeros y los pequeños terratenientes.

—¿Quién es el nuevo sub-prior? —preguntó Waleran a William llevándolo aparte.

—El huérfano del priorato —repuso William.

—Parece muy joven para ocupar ese cargo.

—Es mayor de lo que era Philip cuando lo designaron como prior.

Waleran parecía pensativo.

—El huérfano del priorato. Refréscame la memoria.

—Cuando Philip llegó aquí traía con él una criatura.

La expresión de Waleran se iluminó con el recuerdo.

—¡Por la cruz, eso es! Había olvidado al bebé de Philip. ¿Cómo he podido permitir que eso se haya escabullido de mi memoria?

—Han pasado treinta años. ¿A quién puede importarle?

Waleran dirigió a William aquella mirada desdeñosa que él tanto aborrecía y que parecía decir:
¿No eres capaz, de imaginar algo tan sencillo, pedazo de buey?
Sintió un dolor agudo en el pie y cambió de postura para intentar aliviarlo.

—Bien, ¿de dónde salió el niño? —preguntó Waleran.

William se tragó su resentimiento.

—Si mal no recuerdo, lo encontraron abandonado cerca de su vieja célula del bosque.

—Mejor que mejor —aseguró anheloso Waleran.

William seguía sin saber a lo que se refería.

—¿Y qué? —preguntó malhumorado.

—¿Tú dirías que Philip educó al niño como si fuera su propio hijo?

—Sí.

—Y ahora le nombra sub-prior.

—Es de suponer que lo hayan elegido los monjes. Creo que es muy popular.

—Quien sea sub-prior a los treinta y cinco años debe tener grandes posibilidades de llegar a ser prior.

William no estaba dispuesto a volver a decir: ¿Y qué? Así que se limitó a esperar sintiéndose como un colegial estúpido, a que Waleran se explicara.

—Jonathan es, a todas luces, hijo de Philip.

William se echó a reír. Había esperado una de aquellas profundas ideas y Waleran le salía con algo tan ridículo. Ante la gran satisfacción de William, su risotada hizo enrojecer un poco la tez cerúlea de Waleran.

—Nadie que conozca a Philip creería semejante cosa. Es un viejo sarmiento seco desde que naciera. ¡Vaya idea!

Volvió a estallar en risa. Es posible que Waleran se haya creído siempre muy listo pero esta vez ha perdido el sentido de la realidad.

El obispo mostró una altivez glacial.

—Y yo digo que Philip tenía una amante cuando dirigía aquel pequeño priorato del bosque. Al ser nombrado prior de Kingsbridge hubo de abandonar a la mujer. Ella no quería al bebé si no tenía al padre. De manera que se lo endosó a él. Como Philip es un sentimental se consideró obligado a cuidarse de la criatura de manera que lo hizo pasar por un niño abandonado.

—Increíble. Tratándose de otro, sí. Pero Philip de ninguna manera.

—Si la criatura fue abandonada ¿cómo podría demostrar de dónde procedía? —insistió Waleran.

—No puede —admitió William, y miró a través del crucero sur donde Philip y Jonathan hablaban con el obispo de Hereford—. Pero si ni siquiera se parecen.

—Tampoco tú te pareces a tu madre —adujo Waleran—. Dios sea alabado.

—Y ¿de qué sirve todo ello? —preguntó William—. ¿Qué va hacer al respecto?

—Denunciarlo ante un tribunal eclesiástico —afirmó Waleran.

Eso era diferente. Nadie que conociera a Philip creería por un solo instante la acusación de Waleran, pero un juez ajeno a Kingsbridge podría encontrarlo aceptable. William comprobó reacio que, después de todo, la idea de Waleran no era tan descabellada. Como siempre, era más astuto que William. Y además fariseo y provocador. Pero William estaba entusiasmado con la idea de hacer morder el polvo a Philip.

—¡Por Dios! —exclamó ansioso—. ¿Creéis que pueda hacerse?

—Depende de quién sea el juez. Pero es posible que yo consiga algo al respecto. Me pregunto...

William miró a través del crucero a Philip, triunfante y sonriente con su alto protegido al lado. Los amplios vitrales de las ventanas arrojaban sobre ellos una luz fascinante que les hacía parecer figuras de una ensoñación.

—Fornicación y nepotismo —exclamó William jubiloso—. ¡Dios mío!

—Si logramos hacer que se lo traguen será el fin de ese condenado prior —exclamó Waleran con fruición.

No era posible que ningún juez racional encontrara a Philip culpable.

La verdad era que nunca hubo de resistirse demasiado a la tentación de fornicar. Sabía, a través de la confesión, que algunos monjes luchaban desesperadamente contra los deseos carnales. Él no era de ésos. Hubo un tiempo, a los dieciocho años más o menos, que había sufrido sueños impuros, pero aquella fase no había durado mucho. Durante toda su vida le había resultado muy fácil la castidad. Nunca realizó el acto carnal y, probablemente, ya era demasiado viejo para esas cosas.

Sin embargo, la Iglesia estaba tomando muy en serio la acusación.

Un tribunal eclesiástico había de juzgar a Philip. Estaría presente un arcediano de Canterbury. Waleran quería que el juicio se celebrara en Shiring. Pero Philip luchó con éxito contra aquella idea y, en consecuencia, se celebraría en Kingsbridge, que en definitiva era la ciudad catedralicia. En aquellos momentos, Philip se encontraba retirando sus efectos personales de la casa del prior para dejar sitio al arcediano que se alojaría en ella.

Sabía que era inocente de fornicación de lo que se deducía, con toda lógica, que también lo era de nepotismo, ya que no se puede hablar de trato privilegiado de un pariente cuando se beneficia a alguien con quien no se tiene parentesco alguno. Sin embargo, escudriñaba en el fondo de su corazón para comprobar si había hecho mal al elevar a Jonathan. Al igual que los pensamientos impuros eran una especie de sombra de pecado mortal, acaso el favoritismo hacia un huérfano, por el que sentía un afecto inmenso, tuviera un levísimo matiz de nepotismo. Se esperaba de los monjes que renunciaran al consuelo de la vida familiar; no obstante, Jonathan había sido como un hijo para Philip. Lo había hecho cillerero cuando todavía era muy joven y ahora le había promovido a sub-prior.
¿Lo hice por mi propio orgullo y satisfacción?
, se preguntó.

Sí, en efecto
, se respondió.

Había obtenido una satisfacción inmensa enseñando a Jonathan, viéndole crecer y observándole cómo aprendía a dirigir los asuntos del priorato. Pero ocurría que, aunque todas esas cosas no hubieran producido una satisfacción enorme a Philip, Jonathan seguiría siendo el administrador joven más capaz del priorato. Era inteligente, devoto, imaginativo y concienzudo. Al haber crecido en el monasterio no conocía otra vida y jamás había ansiado la libertad. El propio Philip se crió en una abadía.

Nosotros, los huérfanos monacales, somos los mejores monjes
, se dijo.

Metió un libro en una bolsa. El Evangelio según San Lucas. Tan sabio. Había tratado a Jonathan como a un hijo, pero no había cometido pecado alguno merecedor de ser llevado ante un tribunal eclesiástico. La acusación era absurda.

Por desgracia, la mera acusación resultaría perniciosa. Reduciría su autoridad moral. Habría gentes que la recordarían y, en cambio, olvidarían el veredicto. La próxima vez que Philip se levantara y dijera:
Los mandamientos dicen: No desearás la mujer de tu prójimo
, algunos de los fieles estarían pensando:
Pero tú te divertiste de lo lindo cuando eras joven.

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