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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (159 page)

3

En el barril flotaban las manzanas frescas y maduras, brillando rojas y amarillas mientras el sol reverberaba sobre el agua. Sally, de nueve años, se inclinaba excitada sobre el borde del barril con las manos entrelazadas a la espalda, intentando coger una manzana con los dientes. Al escurrírsele, hundió la cara en el agua. La sacó al punto, escupiendo y muerta de risa. Aliena sonrió un poco y le secó la cara.

Era una tarde cálida de finales de verano. Se celebraba la fiesta de un santo y la mayor parte de la ciudad se encontraba reunida en la pradera al otro lado del río para el juego de la manzana. Esa era una de las ocasiones con las que Aliena siempre disfrutaba. Pero el hecho de que iba a ser su última fiesta de santo en Kingsbridge atormentaba de continuo su mente, haciendo decaer su ánimo; seguía decidida a dejar a Jack, pero desde el mismo instante en que tomó esa determinación, empezó a sentir el dolor de la pérdida.

Tommy merodeaba alrededor del barril y Jack lo llamó.

—¡Vamos, Tommy, inténtalo!

—Todavía no —le contestó.

A los once años, Tommy sabía que era más listo que su hermana, y también pensaba que iba muy por delante de la mayoría de los demás. Estuvo durante un rato observando, dedicado a estudiar la técnica de quienes lograban hacerse con la manzana. Aliena se fijaba en su observación, sentía por el muchacho un cariño especial. Jack tenía más o menos su edad cuando lo conoció, y Tommy era idéntico a él de muchacho. Cuando lo miraba, sentía la nostalgia de la infancia. Jack quería que Tommy fuera constructor, pero, hasta entonces, no había mostrado interés alguno por la construcción, sin embargo había mucho tiempo por delante.

Por fin se detuvo ante el barril. Se inclinó sobre él y fue bajando muy despacio la cabeza, con la boca completamente abierta hundió en el agua la manzana que había elegido y metió toda la cara. Luego, la sacó triunfante con la manzana entre los dientes.

Tommy tendría éxito con todo cuanto se propusiera; había en él algo de su abuelo, el conde Bartholomew. Tenía una voluntad muy fuerte y un sentido algo inflexible acerca del bien y del mal. Era Sally la que había heredado la naturaleza despreocupada de Jack y su desdén por las reglas del hombre. Cuando el padre contaba historias a los niños, Sally siempre simpatizaba con los desheredados, en tanto que Tommy lo más probable era que los enjuiciara. Cada uno de los chiquillos tenía la personalidad de uno de sus progenitores y el físico del otro. La despreocupada Sally tenía las facciones correctas y la maraña de bucles oscuros de su madre, en tanto que el decidido Tommy tenía el pelo color zanahoria de su padre así como su tez blanca y sus ojos azules.

—¡Aquí llega tío Richard! —gritó en ese momento Tommy.

Aliena dio media vuelta y siguió la dirección de su mirada. En efecto, su hermano el conde llegaba cabalgando a la pradera acompañado de unos cuantos caballeros y escuderos. Aliena estaba horrorizada ¿Cómo era posible que tuviera la desfachatez de dejarse ver por allí después de la faena que había hecho a Philip con la cantera?

Se acercó al barril sonriendo a todo el mundo y estrechando manos.

—Intenta pescar una manzana, tío Richard. ¡Puedes hacerlo! —dijo Tommy.

Richard metió la cabeza en el barril y la sacó con una manzana entre los dientes blancos y fuertes y con el pelo rubio chorreando.

Siempre ha sido más hábil en los juegos que en la vida real
, se dijo Aliena.

No iba a permitir que se saliera con la suya, como si nada malo hubiera hecho. Era posible que otros temieran decirle algo porque se trataba del conde. En cambio, para ella era tan sólo su estúpido hermano pequeño.

Se acercó a darle un beso: pero ella le apartó.

—¿Cómo has podido robar la cantera al priorato? —le increpó. Jack, presintiendo que se avecinaba una pelea, cogió de la mano a los niños y se alejó.

Richard pareció dolido.

—Todas las propiedades han sido devueltas a quienes las poseían en...

—No me vengas con ésas —le interrumpió Aliena—. ¡Después de todo lo que Philip ha hecho por ti!

—La cantera forma parte de mi herencia —dijo.

La llevó aparte y empezó a hablar en voz baja para que nadie más pudiera oírles.

—Además —explicó— necesito el dinero que obtengo con la venta de la piedra, Alie.

—Eso es porque no haces otra cosa que ir de caza y practicar la cetrería.

—¿Y qué habría de hacer?

—Lo que debieras hacer es preocuparte de que la tierra produzca riqueza. ¡Hay tanto por hacer! Reparar los daños causados por la guerra y el hambre, introducir nuevos métodos de cultivos, limpiar los bosques y desecar los pantanos. ¡Así es como aumentarías tu riqueza! Y no robando la cantera que el rey Stephen dio al priorato de Kingsbridge.

—Jamás he cogido nada que no fuera mío.

—¡Si no has hecho otra cosa! —le rebatió Aliena.

Estaba ya lo bastante enfadada para decir cosas que era mejor callar.

—Jamás has trabajado para conseguir algo. Cogiste mi dinero para tus estúpidas armas, cogiste el trabajo que te dio Philip, cogiste el Condado cuando yo te lo entregué en bandeja de plata. Y ahora ni siquiera eres capaz de gobernarlo sin coger cosas que no te pertenecen.

Dio media vuelta y se alejó furiosa.

Richard iba a seguirla pero alguien se interpuso inclinándose para saludarle y preguntarle cómo estaba. Aliena le oyó dar una respuesta cortés y entablar luego una conversación. Tanto mejor. Había dicho lo que se proponía y no quería discutir más con él. Llegó al puente y miró hacia atrás. Alguien más hablaba en aquel momento con Richard, el cual le hizo una señal con la mano indicándole que quería seguir hablando con ella pero que en ese momento se hallaba ocupado. Vio a Jack, a Tommy y a Sally que empezaban a jugar con un palo y una pelota. Se quedó mirándolos mientras se divertían juntos al sol.

Comprendió que no podía separarlos.
¿Pero de qué otra manera puedo llevar una vida normal?
, se preguntó:

Cruzó el puente y entró en la ciudad. Quería estar un rato sola.

Había alquilado una casa en Winchester. Era muy grande. Tenía una tienda en la planta baja y, encima, una gran sala de estar y dos dormitorios separados. También había, al final del patio, un enorme almacén, para sus tejidos. Pero cuanto más se acercaba la fecha del traslado, menos deseos tenía de llevarlo a cabo.

Hacía calor en las calles de Kingsbridge, las cuales se hallaban polvorientas. El aire estaba lleno de las moscas que se alimentaban en los incontables estercoleros. Todas las tiendas y casas permanecían cerradas a cal y canto. La ciudad se encontraba desierta. Todo el mundo se había ido a la pradera.

Se dirigió a casa de Jack. Allí era adonde acudirían todos una vez terminado el juego de la manzana. Vio la puerta abierta. Frunció el ceño irritada. ¿Quién la habría dejado así? Demasiada gente tenía la llave. Ella, Jack, Richard y Martha. No había gran cosa que robar. Desde luego Aliena no tenía allí su dinero. Hacía ya años que Philip la dejaba guardarlo en la tesorería del priorato. Pero la casa se estaría llenando de moscas.

Entró. Había una fresca penumbra. Las moscas revoloteaban en el centro de la habitación. Unos moscardones se arrastraban por la mantelería y dos avispas peleaban furiosas alrededor de la tapa del tarro de miel.

Y Alfred estaba sentado sobre la mesa.

Aliena lanzó un leve grito de terror pero se recuperó de inmediato.

—¿Cómo has entrado? —le preguntó.

—Tengo una llave.

La ha guardado durante mucho tiempo
, se dijo Aliena. Se quedó mirándolo. Tenía huesudos los anchos hombros, y la cara demacrada.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó.

—He venido a verte.

Aliena notó que estaba temblando; no de miedo sino de ira.

—Pues yo no quiero volver a verte a ti, ni ahora ni nunca —le espetó—. Me trataste como a un perro y luego a Jack le diste lástima y te empleó. Pero traicionaste su confianza y te llevaste a todos los artesanos contigo a Shiring.

—Necesito dinero —dijo con un tono en el que se mezclaban la súplica y el desafío.

—Entonces trabaja.

—En Shiring han suspendido la construcción y aquí en Kingsbridge no puedo encontrar trabajo.

—Pues vete a Londres. O a París.

Insistió con la tozudez de un buey.

—Pensé que tú me ayudarías a salir adelante.

—Aquí no te necesitamos para nada. Más vale que te vayas.

—¿No tienes piedad? —le preguntó.

Su tono ya no era desafiante sino pura súplica. Aliena se apoyó sobre la mesa para mantenerse firme.

—¿Todavía no has comprendido, Alfred, que te aborrezco?

—¿Por qué? —inquirió.

Parecía ofendido, como si aquello fuera una sorpresa para él.
Santo cielo, es realmente estúpido
, se dijo Aliena.
Es cuanto puede decirse de él como excusa.

—Dirígete al monasterio si quieres caridad —respondió cautelosa—. La capacidad para el perdón que tiene el prior Philip es sobrehumana. La mía no.

—Pero eres mi mujer —alegó Alfred.

Eso sí que era bueno.

—No soy tu mujer —dijo apretando los dientes—. Tú no eres mi marido, jamás lo fuiste. Y ahora sal de esta casa.

La cogió por sorpresa y la agarró por el pelo.

—Eres mi mujer —repitió.

La atrajo hacia sí sobre la mesa y con la mano libre le agarró un seno apretándoselo con fuerza.

Aquello desconcertó a Aliena. Era lo último que esperaba de un hombre que durante nueve meses había dormido en la misma habitación con ella sin haber logrado una sola vez realizar el acto sexual.

Empezó a chillar intentando apartarse de él. Pero la tenía fuertemente sujeta por el cabello y la atrajo de nuevo hacia sí.

—Nadie te oirá gritar —le dijo—. Todos están del otro lado del río.

Aliena sintió de súbito auténtico miedo. Estaban solos y Alfred era muy fuerte. ¡Al cabo de tantas millas recorriendo los caminos, de tantos años de arriesgar el cuello viajando, la estaba atacando, en su casa, el hombre con el que se había casado!

—Estás asustada, ¿eh? Más te valdrá ser amable —la coaccionó Alfred viendo el pánico en sus ojos.

Luego, la besó en la boca. Aliena le mordió el labio con toda la fuerza de que era capaz, y él lanzó un rugido de dolor.

Aliena no vio el golpe que se avecinaba. Explotó con tal fuerza contra su mejilla que, al momento, pensó aterrada que le había roto los huesos. Por un instante perdió la visión y el equilibrio. El golpe la apartó de la mesa y sintió que caía. Los junquillos del suelo amortiguaron el impacto. Sacudió la cabeza para aclarársela y trató de sacar la daga que llevaba sujeta al brazo izquierdo. Antes de que pudiera hacerlo, sintió que la agarraban por las muñecas y oyó a Alfred decir

—Sé lo de esa pequeña daga. Te he visto desnudarte, ¿recuerdas?

Le soltó las manos, la golpeó de nuevo en la cara y cogió la daga.

Aliena intentó zafarse. Alfred se sentó sobre sus piernas y, con la mano izquierda, la agarró por la garganta. Ella agitó los brazos desesperada. De repente, la punta de la daga se encontró a una pulgada de su ojo.

—Estate quieta o te sacaré los ojos —la amenazó Alfred.

Se quedó rígida. Le aterraba la idea de quedarse ciega. Había visto hombres a los que a modo de castigo habían dejado ciegos. Recorrían las calles pidiendo limosnas con sus cuencas vacías clavadas de un modo horrible en el transeúnte. Los chiquillos los atormentaban pellizcándoles y poniéndoles la zancadilla hasta lograr enfurecerlos, en su vano intento de pescar a alguno de sus atormentadores, lo que hacía el juego más divertido. Por lo general morían al cabo de uno o dos años.

—Pensé que esto te calmaría —dijo Alfred.

¿Por qué hacía aquello? Jamás le demostró sentir el menor deseo. ¿Sería porque estaba vencido y furioso y ella era vulnerable? ¿Acaso representaba el mundo que le había rechazado?

Alfred se inclinó hacia delante sujetándola con una rodilla a cada lado de las caderas, sin apartar la daga de su ojo. Una vez más, acercó su cara a la de ella.

—Ahora muéstrate cariñosa —le aconsejó, besándola otra vez.

La barba sin afeitar le rascaba la cara. El aliento le olía a cerveza y cebolla. Aliena apretó con fuerza la boca.

—No eres muy cariñosa —le reprochó—. Bésame tú.

Volvió a besarla al tiempo que le acercaba más la punta de la daga.

Cuando le rozó el párpado Aliena movió los labios. El sabor de su boca le produjo náuseas. Alfred metió su áspera lengua entre los labios de ella, que sintió como si fuera a vomitar e intentó desesperadamente contenerse por miedo a que la matara. Él se apartó de nuevo, aunque manteniendo la daga junto a su cara.

—Ahora toca esto —le dijo.

Le cogió la mano y la metió por debajo de su túnica. Aliena rozó su órgano.

—Cógelo —le dijo.

Ella obedeció.

—Ahora frótalo suavemente.

Así lo hizo Aliena. Pensó que, si le daba placer total, tal vez evitaría de esa manera el que la penetrara. Lo miró a la cara con terror. Estaba congestionado y tenía los ojos cargados. Se lo frotó hasta el final, recordando que eso enloquecía a Jack. Mucho se temía que nunca iba a volver a disfrutar con aquello, y los ojos se le llenaron de lágrimas.

Alfred hizo con la daga un movimiento peligroso.

—¡No tan fuerte! —le gritó.

Aliena se concentró.

Y entonces se abrió la puerta.

El corazón de Aliena saltó esperanzado. Por una rendija, entró en la habitación un brillante rayo de sol que la deslumbró a través de las lágrimas. Alfred se quedó rígido. Ella apartó la mano.

Los dos miraron hacia la puerta. ¿Quién era? Aliena no podía ver.
Que no sea uno de los niños, por favor, Dios mío
, suplicó.
Me sentiría tan avergonzada.
Se escuchó un rugido de ira. Era la voz de un hombre. Parpadeó intentando ver y reconoció a su hermano. El pobre Richard. Era casi peor que si se hubiera tratado de Tommy. Richard, que en la oreja izquierda, en lugar del lóbulo, tenía una cicatriz que le recordaba siempre la terrible escena que le obligaron a presenciar cuando sólo tenía catorce años. Y ahora estaba presenciando otra. ¿Cómo podría soportarlo?

Alfred empezaba a ponerse en pie. Pero Richard fue demasiado rápido para él. Aliena tuvo una visión borrosa de su hermano atravesando la pequeña habitación y levantando el pie calzado con la bota, el cual alcanzó con un golpe tremendo la mandíbula de Alfred, que se estrelló contra la mesa. Richard se lanzó sobre él, pisando a Aliena sin darse siquiera cuenta, y le atacó con los puños y los pies. Ella se quitó de en medio a duras penas. El rostro de Richard era una máscara de furia indómita. No miró a Aliena. Ella se dio cuenta de que no le importaba. Estaba enfurecido, no por lo que Alfred le hubiera hecho en esos momentos, sino por lo que William y Walter le hicieran a él, Richard, dieciocho años antes. Entonces era joven, débil e indefenso; pero se había convertido ya en un hombre alto y fuerte, en un luchador experimentado, y al fin encontraba un blanco para la ira enloquecedora que alimentó durante todos esos años.

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