Los Pilares de la Tierra (158 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Milius era el nuevo sub-prior. Sin embargo seguía desempeñando el cargo de tesorero con otros tres monjes a sus órdenes en la tesorería.

Desde que Remigius se fue, nadie era capaz de imaginar lo que solía hacer durante todo el día.

Philip se sentía muy satisfecho de trabajar con Jonathan. Disfrutaba explicándole cómo debía gobernarse el monasterio, educándolo acerca de las maneras de regirse que tenía el mundo, mostrándole el mejor modo de tratar con las gentes. Por lo general, el muchacho resultaba simpático; pero a veces podía mostrarse acerbo y provocar la susceptibilidad de las gentes inseguras. Tenía que aprender que quienes le trataban de forma hostil lo hacían debido a su propia debilidad. Jonathan percibía la hostilidad y reaccionaba con enfado, en lugar de observar la debilidad y procurarles la seguridad en sí mismos.

Jonathan tenía una mente ágil y a menudo sorprendía a Philip por la rapidez con que comprendía las cosas. Philip se descubría a veces cometiendo pecado de orgullo al pensar lo parecido que el muchacho era a él.

Ese día lo llevaba consigo para enseñarle cómo actuaba el tribunal del Condado. Philip iba a pedir al sheriff que ordenara a Richard la apertura de la cantera al priorato. Estaba completamente seguro de que Richard estaba equivocadísimo desde el punto de vista legal. La nueva legislación sobre la devolución de la propiedad a quienes la poseían en la época del viejo rey Henry no afectaba en modo alguno los derechos del priorato. Su objeto era permitir al duque Henry la sustitución de los condes de Stephen por los suyos propios, y de esa manera recompensar a quienes le habían ayudado. Era evidente que no podía aplicarse a los monasterios. Philip tenía confianza en ganar el caso pero había que contar con un factor desconocido. El viejo sheriff había muerto y ese mismo día se anunciaría el nombre del sustituto. Nadie sabía quién podría ser. Se barajaban tres o cuatro nombres entre los ciudadanos más destacados de Shiring: David Merchant, el comerciante en sedas; Rees Welsh, un sacerdote que había actuado en el tribunal del rey; Giles Lionhert, un caballero terrateniente con propiedades en los alrededores de la ciudad; o Hugh the Bastard, el hijo clandestino del obispo de Salisbury. Philip esperaba que fuera Rees; no por tratarse de un colega sino porque lo más probable sería que favoreciese a la Iglesia. Pero Philip no estaba demasiado preocupado. Daba casi por hecho que cualquiera iba a sentenciar a su favor.

Entraron cabalgando en el castillo. No estaba demasiado fortificado. Como el conde de Shiring tenía un castillo aparte, fuera de la ciudad, Shiring se había librado de batallas durante varias generaciones. Más que fortaleza, era un centro administrativo, con despachos y viviendas para el sheriff y sus hombres. Y también mazmorras para quienes quebrantaban la ley. En el interior de los muros de piedra no había una verdadera torre del homenaje, sino una serie de edificaciones en madera. Philip y Jonathan acomodaron a sus caballos en la cuadra y se encaminaron hacia el edificio más amplio, el gran salón.

Las mesas de caballete que habitualmente formaban una T, habían sido colocadas de forma distinta. Se había observado la parte superior de la T montándola sobre un estrado que la situaba en un plano superior al del resto del salón. Las otras mesas estaban colocadas a los lados del salón, de manera que los demandantes se sentaran separados, evitando así la tentación de la violencia física.

El salón se encontraba ya repleto. Allí estaba el obispo Waleran, instalado en el estrado, con expresión malévola. Philip observó sorprendido a William Hamleigh sentado junto a él, hablando con el obispo por la comisura de la boca mientras observaban a la gente que iba llegando. ¿Qué hacía William allí? Durante nueve meses se había mantenido inactivo, sin apenas salir de su aldea. Philip, junto con otras muchas gentes del Condado, había albergado la esperanza de que siguiera así para siempre. Pero allí estaba, sentado en el banco como si todavía fuera el conde. El prior se preguntaba qué pequeña trama codiciosa, cruel y mezquina le habría llevado ese día al tribunal del Condado.

Philip y Jonathan se sentaron a un lado de la habitación y esperaron los procedimientos. En el tribunal se respiraba un ambiente activo y optimista. Como la guerra había llegado ya a su fin, la élite del país dirigía de nuevo su atención a los afanes de crear riqueza. Era una tierra fértil, que compensaba rápida sus esfuerzos. Ese año se esperaban cosechas excepcionales. El precio de la lana estaba subiendo. Philip había vuelto a emplear a casi todos los constructores que se fueron durante los momentos más duros de la época del hambre.

Las gentes que habían sobrevivido en todas partes eran las personas más jóvenes, más fuertes y más saludables, las cuales en aquellos momentos, rebosaban de esperanzas. Allí, en el gran salón del Castillo de Shiring, se hacía evidente, por sus cabezas erguidas, por el tono de sus voces, por las botas nuevas de los hombres y la elegante indumentaria de las mujeres; y, además, por el hecho de ser lo bastante prósperos para poseer algo digno de ser disputado ante un tribunal.

Se pusieron en pie al entrar el ayudante del sheriff y el conde Richard. Ambos hombres subieron al estrado y permanecieron en pie. El ayudante leyó el decreto real nombrando al nuevo sheriff.

Mientras comenzaba con la verborrea inicial, Philip miró en derredor en busca de los cuatro presuntos candidatos. Esperaba que el ganador tuviera valor. Lo necesitaba para imponer la ley ante magnates locales tan poderosos como el obispo Waleran, el conde Richard y Lord William. Era posible que el candidato triunfador conociera ya su nombramiento, puesto que no había motivo para mantenerlo secreto. Pero ninguno de los cuatro parecía muy animado. Normalmente, el designado permanecía en pie junto al ayudante mientras éste leía la proclamación. Pero los únicos que estaban allá arriba con él eran Richard, Waleran y William. A Philip se le ocurrió la idea aterradora de que pudieran haber nombrado sheriff a Waleran. Pero de inmediato se sintió mucho más horrorizado al escuchar lo que el ayudante leyó a continuación.

—... designo para el cargo de sheriff de Shiring a mi servidor William de Hamleigh y ordeno a todos los hombres que le ayuden.

Philip miró a Jonathan.

—¡William! —exclamó.

Se oyeron murmullos de sorpresa y desaprobación entre los ciudadanos asistentes.

—¿Cómo habrá podido conseguirlo? —preguntó Jonathan.

—Supongo que pagando.

—¿Y de dónde sacó el dinero?

—Me imagino que habrá obtenido un préstamo.

William se dirigió sonriente hacia el trono de madera instalado en el centro. Philip recordó que un día había sido un joven apuesto. Todavía no había cumplido los cuarenta, estaba rondándolos; pero parecía más viejo. Tenía el cuerpo pesado y la tez congestionada por el vino. Había desaparecido la fuerza dinámica y el optimismo que prestan atractivo a los rostros jóvenes, siendo sustituidos por un aspecto disipado.

Al tiempo que William se sentaba, Philip se puso en pie.

—¿Nos vamos? —musitó Jonathan al tiempo que le imitaba.

—Sígueme —le dijo en voz queda.

Se hizo el silencio en el salón. Todas las miradas les seguían mientras atravesaban la sala del tribunal. El gentío iba abriéndoles paso. Llegaron a la puerta y salieron. Al cerrarse tras ellos, hubo un murmullo general de comentarios.

—No teníamos posibilidad de éxito con William en el cargo —comentó Jonathan.

—Habría sido aún peor —dijo Philip—. Si hubiéramos presentado nuestra demanda es posible que hubiéramos perdido otros derechos.

—La verdad es que nunca pensé en ello.

Philip asintió tristemente.

—Con William de sheriff, Waleran de obispo y el desleal Richard de conde, ya es del todo imposible que el priorato de Kingsbridge obtenga justicia en este Condado. Pueden hacernos cuanto quieran.

Mientras un mozo de cuadra les ensillaba los caballos, siguió exponiendo sus ideas.

—Voy a suplicar al rey que otorgue la condición de municipio a Kingsbridge. De esa manera, tendremos nuestro propio tribunal y pagaremos nuestros impuestos directamente al rey. Estaríamos fuera de la jurisdicción del sheriff.

—En el pasado siempre fuisteis contrario a ello —observó Jonathan.

—Estaba en contra porque concede a la ciudad el mismo poder que al priorato. Pero ahora creo que podemos aceptarlo como precio de la independencia. La alternativa es William.

—¿Nos concederá tal cosa el rey Stephen?

—Es posible por un precio. Pero, si no lo hace él, tal vez lo haga Henry cuando suba al trono.

Montaron sus caballos atravesando con gran desánimo la ciudad.

Traspusieron la puerta y pasaron junto al vaciadero de desperdicios que había en los campos yermos, nada más salir. Algunas gentes decrépitas hurgaban en la basura buscando algo que pudieran comer, ponerse o quemar para calentarse. Philip los miró indiferente al pasar. De repente, uno de ellos le llamó la atención. Una figura alta y familiar se encontraba inclinada sobre un montón de harapos, rebuscando entre ellos los que pudieran servir, Philip detuvo su caballo.

Jonathan lo imitó.

—Mira —dijo Philip.

Jonathan siguió la dirección de su mirada.

—Remigius —murmuró en voz queda al cabo de un minuto.

Philip se quedó observándolo. Era evidente que Waleran y William se habían desentendido de él hacía ya algún tiempo, al agotarse los fondos para la nueva iglesia. Ya no le necesitaban. Remigius había traicionado a Philip, al priorato y a Kingsbridge, todo ello por la esperanza de ser nombrado deán de Shiring. Pero el premio se había reducido a cenizas.

Philip hizo salir a su caballo del camino y atravesar el campo yermo hasta donde se encontraba Remigius. Jonathan le siguió. Se sentía un olor nauseabundo que parecía ascender del suelo semejante a la niebla. Al acercarse, observó que Remigius estaba flaco hasta parecer casi un esqueleto. Llevaba el hábito sucio e iba descalzo.

Tenía sesenta años y había pasado toda su vida de adulto en el priorato de Kingsbridge. Nadie le enseñó jamás a vivir en la miseria. Philip le vio sacar de aquella basura un par de zapatos de cuero. Tenían grandes agujeros en las suelas pero Remigius los miró con la expresión de un hombre que acabara de encontrar un tesoro oculto.

Cuando se disponía a probárselos, vio a Philip. Se enderezó. En su rostro podía verse la lucha que mantenían sus sentimientos de vergüenza y de desafío.

—Bien, ¿has venido a deleitarte con mi situación? —preguntó al cabo de un momento.

—No —contestó Philip con voz tranquila.

Su viejo enemigo ofrecía una imagen tan lamentable que Philip sólo sentía compasión por él. Desmontó y sacó un frasco de sus alforjas.

—He venido a ofrecerte un trago de vino.

Remigius no hubiera querido aceptar pero estaba demasiado necesitado para andarse con remilgos. Vaciló tan sólo un instante y le arrebató el frasco. Olfateó el vino con suspicacia y se llevó el frasco a la boca. Una vez que hubo empezado a beber no veía la manera de parar. Sólo quedaba media pinta y la apuró en cuestión de segundos.

Cuando apartó el frasco, se tambaleó un poco.

Philip le cogió el recipiente vacío y volvió a meterlo en las alforjas.

—Más vale que comas también algo —dijo al tiempo que sacaba una pequeña hogaza.

Remigius cogió el pan que le tendía y empezó a zampárselo. Era evidente que hacía días que no había comido y, probablemente, no había tenido una comida decente durante semanas.
Puede morirse pronto
, se dijo con tristeza Philip.
Si no de hambre, es muy posible que de vergüenza.

El pan desapareció como por encanto.

—¿Quieres volver? —le preguntó Philip.

Oyó a Jonathan emitir una exclamación entrecortada. Al igual que muchos monjes, Jonathan esperaba no ver jamás a Remigius. Debió pensar que Philip se había vuelto loco al ofrecerle regresar al monasterio.

—¿Volver? ¿En calidad de qué? —dijo, recuperando por un instante los resabios del viejo Remigius.

Philip movió la cabeza pesaroso.

—En mi priorato nunca volverás a ocupar cargo alguno, Remigius. Vuelve sencillamente como un humilde monje. Pide a Dios que te perdone tus pecados y vive el resto de tu vida en oración y contemplación, preparando tu alma para el cielo.

Remigius echó la cabeza hacia atrás y Philip esperó recibir una negativa desdeñosa. Pero nunca llegó. Remigius abrió la boca para hablar; a continuación volvió a cerrarla y bajó la mirada. Philip permaneció inmóvil y callado, observando, preguntándose qué iría a pasar. Se hizo el silencio durante largo rato. Philip contenía el aliento. Al alzar de nuevo Remigius el rostro lo tenía húmedo por las lágrimas.

—Sí, padre, por favor —dijo—. Quiero volver a casa.

Philip se sintió embargado por un ardiente gozo.

—Entonces pongámonos en marcha —decidió—. Monta mi caballo.

Remigius quedó pasmado.

—¿Qué estáis haciendo, padre? —preguntó Jonathan.

—Vamos, haz lo que te digo —insistió Philip a Remigius.

Jonathan se hallaba horrorizado.

—¿Pero cómo viajaréis, padre?

—Iré andando —contestó Philip con expresión feliz—. Uno de nosotros ha de hacerlo.

—¡Que sea Remigius! —protestó Jonathan con tono ultrajado.

—Dejémoslo que cabalgue —dijo a su vez Philip.— Hoy ha complacido a Dios.

—¿Y que me decís de vos? ¿No habéis complacido a Dios más que Remigius?

—Jesús dijo que hay más gozo en el cielo por un pecador arrepentido que por noventa y nueve justos —replicó Philip— ¿Acaso no recuerdas la parábola del hijo prodigo? Cuando volvió a casa, su padre mató el becerro bien cebado. Los ángeles se regocijan con las lágrimas de Remigius. Lo menos que puedo hacer yo es darle mi caballo.

Cogió las riendas del animal y lo condujo a través del campo yermo hasta el camino. Jonathan le siguió.

—Por favor padre, coged mi caballo y dejad que camine yo —pidió Jonathan desmontando cuando hubieron llegado al camino.

Philip se volvió hacia él y le habló con cierta severidad.

—Monta de nuevo tu caballo y deja de polemizar conmigo. Limítate a reflexionar acerca de lo que se está haciendo y por qué.

Jonathan pareció perplejo, pero volvió a montar y quedó callado.

Tomaron el camino de regreso a Kingsbridge. Se encontraba a veinte millas de distancia. Philip empezó a caminar. Se sentía feliz. El retorno de Remigius compensaba con creces la cantera.
He perdido en el tribunal,
se dijo,
pero no eran más que piedras. Lo que he ganado es algo infinitamente más valioso. Hoy he ganado el alma de un hombre.

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