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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (77 page)

Aliena estaba más delgada y fuerte que hacía un año, gracias a las largas caminatas y a levantar pesadas cargas de lana en bruto, pero en aquellos momentos descubrió que todavía podía dolerle la espalda al cavar. Se sintió aliviada cuando el prior Philip hizo sonar la campana para que se tomaran un descanso. Los monjes les llevaron pan caliente de la cocina y sirvieron cerveza ligera. El sol empezaba a calentar con fuerza y algunos hombres se desnudaron hasta la cintura.

Mientras descansaban, un grupo de forasteros entró por la puerta. Aliena les miró esperanzada. Era tan sólo un puñado de gente pero tal vez fueran la avanzadilla de una gran multitud. Se acercaron a la mesa en la que se estaba repartiendo el pan y la cerveza y el prior Philip les dio la bienvenida.

—¿De dónde venís? —preguntó mientras se echaban al coleto agradecidos las jarras de cerveza.

—De Horsted —contestó uno de ellos limpiándose la boca con la manga. Aquello parecía prometedor. Horsted era una aldea de doscientos o trescientos habitantes a pocas millas al oeste de Kingsbridge. Con suerte, podían confiar en que llegara de allí otro centenar de voluntarios.

—Y en total ¿cuántos de vosotros venís? —preguntó Philip.

Al hombre pareció sorprenderle la pregunta.

—Sólo nosotros cuatro —contestó.

Durante la hora siguiente, la gente entraba a cuentagotas por la puerta del priorato hasta que mediada la mañana hubo setenta u ochenta voluntarios trabajando, incluidas las aldeanas. Luego, la afluencia cesó del todo.

No era suficiente.

Philip se encontraba en pie en el extremo este, observando cómo Tom construía un muro. Había construido ya las bases de dos contrafuertes hasta el nivel de la tercera serie de piedras, y en ese momento estaba levantando el muro entre ellos.
Probablemente nunca llegará a terminarse
, se dijo Philip con desánimo.

Lo primero que Tom hacía cuando los peones le llevaban una piedra, era coger un instrumento de hierro en forma de L y utilizarlo para comprobar si los bordes de la piedra eran cuadrados. Luego, con una pala, echaba una capa de argamasa sobre el muro, la distribuía con la punta de la paleta y colocaba encima la nueva piedra, rascando el exceso de argamasa. Para colocar la piedra se guiaba por un cordel tenso sujeto por ambos extremos a cada contrafuerte. Philip observó que la piedra estaba casi tan lisa en la parte superior como en la inferior, donde estaba la argamasa, como si pudiera verse de lado.

Aquello le sorprendió y preguntó a Tom el motivo.

—Una piedra jamás debe tocar las de arriba ni las de abajo —le contestó Tom—. Para eso es precisamente la argamasa.

—¿Por qué no deben tocarse?

—Porque provocarían grietas. —Tom se puso en pie para explicárselo—. Si camina por un tejado de pizarra su pie lo atravesará, pero si pone una tabla a través del tejado podrá andar por él sin dañar la pizarra. La tabla reparte el peso y eso es también lo que hace la argamasa.

A Philip jamás se le había ocurrido aquello. La construcción era algo fascinante, sobre todo con alguien como Tom capaz de explicar lo que estaba haciendo.

La parte más tosca de la piedra era la de detrás. Philip se dijo que con toda seguridad aquella cara sería visible en el interior de la iglesia. Luego recordó que, de hecho, Tom estaba construyendo un muro doble con una cavidad entre ellos de tal manera que la cara de atrás de cada piedra quedaría oculta.

Cuando Tom hubo depositado la piedra sobre su lecho de argamasa, cogió el nivel. Éste consistía en un triángulo de hierro con una correa sujeta a su vértice y unas marcas en la base. La correa tenía incorporado un peso de plomo de manera que siempre colgaba recta.

Colocó la base del instrumento sobre la piedra y comprobó cómo caía la correa. Si se inclinaba hacia un lado u otro del centro, Tom golpeaba sobre la piedra con su martillo hasta dejarla exactamente nivelada. Seguidamente iba corriendo el instrumento hasta colocarlo a caballo entre las dos piedras adyacentes para comprobar si la parte superior de ambas piedras estaba en línea. Por último colocó el instrumento oblicuamente sobre la piedra para asegurarse de que no se inclinaba a un lado ni a otro. Antes de coger una nueva piedra hizo chasquear el cordón tenso para asegurarse de que las caras de las piedras estaban en línea recta. Philip no sabía que fuera tan importante que los muros de piedra quedaran exactamente rectos y nivelados.

Alzó la mirada hacia el resto del enclave de la construcción. Era tan inmenso que ochenta hombres y mujeres y algunos niños parecían perdidos en él. Trabajaban alegremente bajo los rayos del sol, pero eran tan pocos que a Philip le pareció que en sus esfuerzos había un aire de futilidad. Al principio había esperado que acudieran cien personas, pero en esos momentos comprendió que ni siquiera así hubieran sido suficientes.

Entró en el recinto otro pequeño grupo y Philip se obligó a ir a darles la bienvenida con una sonrisa. Sus esfuerzos no tenían por qué ser vanos.

Como quiera que fuese, obtendrían el perdón de sus pecados.

Al acercarse a ellos vio que era un grupo numeroso. Contó hasta doce y luego entraron otros dos. Después de todo tal vez llegara a tener un centenar de personas para mediodía, hora en que se esperaba al obispo.

—Dios os bendiga a todos —les dijo. Estaba a punto de decirles dónde podían empezar a cavar cuando le interrumpió una gran voz.

—¡Philip!

Frunció el ceño desaprobador. La voz pertenecía al hermano Milius. Incluso éste debía llamarle "padre" en público. Philip miró hacia donde venía la voz. Milius se balanceaba sobre el muro del priorato en postura no muy digna.

—¡Baja inmediatamente del muro, hermano Milius! —dijo Philip con voz tranquila aunque imperiosa.

Ante su asombro Milius siguió allí.

—¡Ven y mira esto! —le gritó.

Philip se dijo que los recién llegados iban a tener una pobre impresión de la obediencia monástica, pero no podía evitar preguntarse qué sería lo que había excitado de tal forma a Milius para hacerle perder de aquel modo todos sus modales.

—Ven aquí y dime de qué se trata, Milius —dijo con un tono de voz que habitualmente reservaba para los novicios alborotadores.

—¡Tienes que mirar! —gritó Milius.

Philip se dijo ya enfadado que habría de tener una buena razón para aquello. Pero como no quería dar un buen rapapolvo a su más íntimo colaborador delante de todos aquellos forasteros, optó por sonreír y hacer lo que Milius le pedía. Profundamente irritado, atravesó el suelo embarrado frente al establo y saltó al muro bajo.

—¿Qué significa este comportamiento? —dijo en tono acre.

—¡No tienes más que mirar! —dijo Milius señalando con el brazo.

Siguiendo su indicación, Philip miró por encima de los tejados de la aldea, más allá del río, hacia el camino que seguía la subida y bajada del terreno hacia el oeste. Al principio no podía creer lo que veía. Entre los campos de verdes cosechas el ondulante camino estaba repleto de una sólida masa, centenares de personas, todas ellas caminando en dirección a Kingsbridge.

—¿Qué es eso? —preguntó desconcertado—. ¿Un ejército? —Y fue entonces cuando cayó en la cuenta de que se trataba de voluntarios—. ¡Míralos! —gritó—. Deben de ser quinientos... tal vez mil... o más.

—¡Así es! —dijo Milius con aire feliz—. ¡Después de todo han venido!

—Estamos salvados.

Se hallaba tan emocionado que ni siquiera recordó por qué había de dar un rapapolvo a Milius. La multitud ocupaba todo el trecho hasta el puente y la fila atravesaba toda la aldea hasta la puerta del priorato. La gente a la que había saludado era la cabeza de una falange. En aquellos momentos estaban atravesando multitudinariamente la puerta y dirigiéndose hacia el extremo occidental del emplazamiento en construcción, a la espera de que alguien les dijera lo que tenían que hacer.

—¡Aleluya! —exclamó Philip sin poderse contener.

Pero no era suficiente con alegrarse, tenía que utilizar los servicios de aquella gente. Bajó de un salto del muro.

—¡Vamos! —gritó a Milius—. Convoca a todos los monjes y que dejen de trabajar. Vamos a necesitarlos como ayudantes. Dile al cocinero que hornee todo el pan que pueda y que saque algunos barriles más de cerveza. Necesitamos más baldes y palas. Hemos de tener a toda esa gente trabajando antes de que llegue el obispo Henry.

Durante la hora siguiente, Philip mantuvo una actividad frenética.

Al principio, tan sólo para quitar de en medio a la gente, encargó a un centenar o más la tarea de acarrear materiales desde la orilla del río.

Tan pronto como Milius hubo reunido el grupo de monjes que habían de supervisar el trabajo, empezó a enviar a los voluntarios a los cimientos. Pronto les faltaron palas, barriles y baldes. Philip ordenó que se trajeran todas las marmitas de la cocina, e hizo que algunos voluntarios construyeran toscas cajas de madera y bandejas de mimbre para transportar tierra. Tampoco había escalas ni artilugios de alzamiento, por lo que hicieron un largo declive en un extremo de la fosa más grande de los cimientos, de manera que la gente pudiera entrar y salir de ella. Se dio cuenta de que no había reflexionado lo suficiente sobre dónde poner las enormes cantidades de tierra que estaban sacando de los cimientos. Ahora ya era demasiado tarde para perder el tiempo pensando en ello, de manera que ordenó que la tierra se arrojara en un gran trecho de suelo rocoso cerca del río. Tal vez llegara a ser cultivable. Mientras estaba dando esa orden, Bernard Kitchener llegó aterrado diciendo que sólo había hecho provisiones para doscientas personas a lo sumo, y que al menos había un millar.

—Enciende un fuego en el patio de la cocina y haz sopa en una tina de hierro —le dijo Philip—. Pon agua a la cerveza. Utiliza cuanto haya en el almacén. Haz que algunos aldeanos preparen comida en sus propios hogares. ¡Improvisa!

Dio media vuelta y siguió organizando a los voluntarios.

Mientras se encontraba todavía dando órdenes, alguien le dio unos golpecitos en el hombro al tiempo que decía en francés:

—¿Podéis prestarme vuestra atención por un momento, prior Philip? —Era el deán Baldwin, el ayudante de Waleran Bigod.

Al volverse, Philip se encontró con el grupo visitante al completo, todos ellos a caballo y con lujosa indumentaria, contemplando atónitos la escena que les rodeaba. Allí estaba el obispo Henry, hombre bajo y fornido, de gesto belicoso, contrastando su corte de pelo de fraile con la capa púrpura bordada. Junto a él se encontraba el obispo Waleran, vestido como siempre de negro, sin que su habitual mirada de desdén glacial lograra disimular del todo su consternación. También les acompañaba el obeso Percy Hamleigh, su fornido hijo William y Regan, su horrenda mujer. Percy y William lo miraban todo boquiabiertos, pero Regan comprendió al instante lo que Philip había hecho y estaba furiosa.

Philip volvió de nuevo su atención al obispo Henry y quedó sorprendido al ver que éste le estaba mirando con gran interés. Philip le devolvió la mirada con toda franqueza. La expresión del obispo Henry era de sorpresa, curiosidad y una especie de respeto divertido.

Al cabo de un instante Philip se acercó al obispo, contuvo la cabeza de su caballo y besó el anillo en la mano que le alargaba Henry.

Henry desmontó con movimiento suave y ágil y el resto del grupo le imitó. Philip llamó a un par de monjes para que condujeran los caballos a la cuadra. Henry era más o menos de la edad de Philip, pero su tez rojiza y su bien cubierta osamenta le hacían parecer más viejo.

—Bueno, padre Philip —le dijo—. He venido a comprobar unos informes según los cuales no eras capaz de construir una nueva catedral aquí, en Kingsbridge. —Hizo una pausa, miró en derredor a los centenares de trabajadores y luego volvió la vista a Philip—. A lo que parece me informaron mal.

Philip sintió como si se le parara el corazón. Henry lo había dicho con toda claridad. Philip había ganado.

Philip se volvió hacia el obispo Waleran. La cara de éste era una máscara de furia contenida. Sabía que había sido derrotado de nuevo.

Philip se arrodilló e inclinando la cabeza para disimular la expresión de triunfal deleite, besó la mano de Waleran.

Tom estaba disfrutando con la construcción del muro. Hacía tanto tiempo desde que lo había hecho por última vez, que había olvidado la profunda tranquilidad que le embargaba al colocar una piedra sobre otra en líneas perfectamente rectas y al ver cómo iba elevándose la construcción.

Cuando los voluntarios empezaron a llegar a centenares y se dio cuenta de que el plan de Philip iba a dar resultado, se sintió todavía más contento. Aquellas piedras formarían parte de la catedral de Tom y el muro que en aquel momento tan sólo tenía un pie de alto, finalmente se alzaría en busca del cielo. Tom sintió que se encontraba en los comienzos del resto de su vida. Supo de la llegada del obispo Henry. Como una piedra lanzada en un estanque, el obispo provocó ondas entre la masa de trabajadores, al detenerse la gente por un instante para contemplar aquellas figuras suntuosamente vestidas abriéndose camino con esmerado cuidado por el barro. Tom siguió colocando piedras. El obispo debió quedar admirado a la vista de los millares de voluntarios trabajando alegres y entusiastas para construir su nueva catedral. Ahora Tom necesitaba causar también una buena impresión. Nunca se había sentido a gusto con gentes bien vestidas, pero necesitaba mostrarse competente y prudente, tranquilo y seguro de sí mismo, el tipo de hombre en quien se puede confiar las preocupantes complejidades de un gran y costoso proyecto de construcción.

Se mantuvo alerta a la espera de la llegada de los visitantes y cuando vio acercarse al grupo dejó la paleta. El prior Philip condujo al obispo Henry hasta donde se encontraba Tom y éste, arrodillándose, besó la mano del obispo.

—Tom es nuestro constructor. Nos lo envió Dios el mismo día que ardió la iglesia.

Tom se arrodilló de nuevo ante el obispo Waleran y luego miró al resto del grupo. Se obligó a recordar que era el maestro constructor y que no debería mostrarse servil. Reconoció a Percy Hamleigh para quien un día había construido media casa.

—Mi señor Percy —dijo con una leve inclinación. Vio a la horrorosa mujer de Percy—. Mi señora Regan. —Finalmente descubrió al hijo. Recordó a William arrollando casi a Martha con su enorme caballo de guerra y también cómo había intentado comprar a Ellen en el bosque. Aquel joven era un tipo desagradable. Pero la expresión de Tom era cortés—. Y el joven Lord William. Saludos.

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