Los Pilares de la Tierra (79 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

William se sintió decepcionado. A punto estuvo de seguirla, pero naturalmente no le era posible en medio de un oficio sagrado, y delante de sus padres, dos obispos, cuarenta monjes y un millar de fieles. De modo que se volvió de nuevo de cara al altar completamente decepcionado. Había perdido la ocasión de averiguar dónde vivía.

Aunque Aliena se hubiera ido, seguía fija en su mente. Se preguntó si sería pecado tener una erección en la iglesia. Observó que su padre parecía agitado.

—¡Mira! —decía a madre—. ¡Mira a esa mujer!

Al principio, William creyó que padre se refería a Aliena. Pero no se la veía por parte alguna y al seguir la mirada de su padre vio a una mujer de unos treinta años, no tan voluptuosa como Aliena, pero con un aspecto ágil e indomable que la hacía interesante. Se encontraba en pie, a cierta distancia, junto a Tom, el maestro constructor, y William pensó que probablemente era su mujer, la mujer que él había intentado comprar un día en el bosque, haría de eso más o menos un año. Pero ¿por qué la conocería su padre?

—¿Es ella? —preguntó padre.

La mujer volvió la cabeza, como si les hubiera oído, y les miró directamente. William vio de nuevo sus ojos dorados, claros y penetrantes.

—Por Dios que es ella —dijo madre con tono sibilante.

La mirada de la mujer conmocionó a padre. Su rostro abotagado palideció, y las manos le temblaron.

—¡Que Jesucristo nos proteja! —dijo—. Creí que había muerto.

Y William se preguntaba:
¿Qué diablos es todo esto?

Jack se lo había estado temiendo. Durante todo un año supo que su madre echaba en falta a Tom Builder. Su mal genio se había atemperado algo, a menudo tenía una expresión lejana, ensoñadora, y por las noches a veces jadeaba como si estuviera soñando o imaginando que hacía el amor con Tom. Durante todo ese tiempo, Jack supo que volvería allí. Y ahora había aceptado quedarse. Y él, Jack, aborrecía la idea.

Los dos habían sido siempre felices. Quería a su madre y ella le quería a él. Y nadie se interponía entre ellos. Bien era verdad que la vida en el bosque resultaba poco interesante. Había echado de menos la atracción del gentío y las ciudades que había visto durante su breve estancia con la familia de Tom. Había notado la falta de Martha. Y lo extraño fue que mitigara su aburrimiento en el bosque soñando despierto con la joven en la que siempre pensaba como la Princesa, aún cuando supiera que se llamaba Aliena. Le hubiera interesado trabajar con Tom y descubrir cómo se construían los edificios. Pero entonces ya no sería libre. La gente le diría lo que tenía que hacer. Hubiera tenido que trabajar, quisiera o no. Y hubiera tenido que compartir a su madre con el resto del mundo.

Mientras se encontraba sentado en el muro cerca de la puerta del priorato, pensando desconsolado en todo ello, quedó sorprendido al ver a la Princesa.

Parpadeó. Se abría camino entre la muchedumbre en dirección a la puerta, con aspecto angustiado. Estaba todavía más bella de lo que él la recordaba. En aquellos días tenía un cuerpo juvenil, voluptuoso y de suaves redondeces que cubría con ricos trajes. Ahora estaba más delgada y parecía más una mujer que una adolescente. Vestía una camisola empapada de sudor que se le ceñía al cuerpo, revelando unos pechos turgentes y las costillas, un vientre liso, caderas estrechas y largas piernas. Tenía la cara sucia de barro y despeinada la hermosa cabellera. Estaba trastornada por algo, con una expresión de temor y desconsuelo. Pero la emoción daba una mayor belleza a su rostro. Jack se quedó cautivado. Sintió una excitación peculiar en las ijadas que nunca había experimentado hasta entonces. La siguió. No fue una decisión consciente. Hacía sólo un momento que se encontraba sentado en el muro, mirándola con la boca abierta, y un instante después cruzaba presuroso la puerta tras ella. La alcanzó ya afuera, en la calle. Desprendía un olor almizclado, como si hubiera estado trabajando duro. Recordó que solía oler a flores.

—¿Algo va mal? —le preguntó.

—No, no pasa nada —repuso ella lacónica, acelerando el paso.

Jack siguió andando junto a ella.

—No te acuerdas de mí. La última vez que nos vimos me explicaste cómo eran concebidos los niños.

—¡Ya está bien! ¡Calla la boca y vete! —le gritó Aliena.

Jack se detuvo y la dejó alejarse. Se sentía decepcionado. Era evidente que había dicho algo incorrecto.

Le había tratado como a un chiquillo irritante. Tenía ya trece años, pero eso a ella le parecería la infancia desde la arrogante altura de sus dieciocho años.

La vio subir hasta una casa, coger una llave que llevaba en una correa colgada al cuello y abrir la puerta.

¡Vivía allí!

Eso hizo que todo le pareciera diferente.

De repente, no consideró tan mala la perspectiva de abandonar el bosque e irse a vivir a Kingsbridge. Vería a la Princesa todos los días. Ello le compensaría de muchas cosas.

Permaneció donde estaba, vigilando la puerta, pero Aliena no volvió a salir. Le parecía estar haciendo algo extraño, de pie en la calle con la esperanza de ver a alguien que apenas le conocía. Pero no sentía deseos de alejarse de allí. En su interior sentía una nueva emoción. Ya nada parecía tan importante como la Princesa. Se había convertido para él en una idea fija. Estaba encantado. Estaba poseído.

Estaba enamorado.

Tercera Parte (1140-1142)
Capítulo Ocho
1

La ramera que William eligió no era muy bonita pero tenía grandes senos. Además se sintió atraído por su cabellera abundante y rizosa. Se había acercado a él con paso lento y moviendo las caderas. Se dio cuenta entonces de que tenía algunos años más de los que él imaginó. Tal vez veinticinco o treinta. Aunque su sonrisa era inocente, la mirada se percibía dura y calculadora. Walter fue el siguiente en elegir, y se decidió por una muchacha menuda, de aspecto vulnerable y juvenil, con el pecho liso. Una vez que William y Walter hicieron su selección, les llegó el turno a los otros cuatro caballeros.

William los había llevado al burdel porque necesitaban un poco de expansión. Hacía meses que no participaban en batalla alguna y empezaban a mostrarse descontentos y pendencieros.

La guerra civil que había estallado hacía un año entre el rey Stephen y su rival Maud, la llamada Emperatriz, parecía atravesar momentos de calma. William y sus hombres estuvieron siguiendo a Stephen por todo el suroeste de Inglaterra. La estrategia de éste era enérgica aunque errática. De repente atacaba con enorme entusiasmo una de las plazas fuertes de Maud; pero, de no obtener una victoria rápida, se cansaba pronto del asedio y se retiraba. El jefe militar de los rebeldes no era la propia Maud, sino su medio hermano Robert, conde de Gloucester. Y, hasta ese momento, Stephen no había logrado obligarle a una lucha abierta. Era una guerra indecisa con mucho movimiento y escasa lucha real, y por ello los hombres se mostraban inquietos.

El lupanar se hallaba dividido mediante mamparas, en pequeños cuartos, en cada uno de los cuales había un colchón de paja. William y sus caballeros llevaron a las mujeres elegidas detrás de las mamparas. La puta de William ajustó la mampara para tener algo de intimidad. Luego, se bajó la parte superior de la camisola y dejó los senos al descubierto. Eran grandes, como ya supuso William, pero también lo eran los pezones, y además resultaban visibles las venas de una mujer que hubiera amamantado niños. William se sintió algo decepcionado. Sin embargo, la atrajo hacia sí, le cogió los pechos, los apretó y le pellizcó los pezones.

—Con cuidado —pidió la mujer con tono de ligera protesta.

Lo rodeó con los brazos empujándole hacia delante las caderas y frotándose contra él. Al cabo de unos momentos, metió la mano entre sus dos cuerpos y tanteó en busca de su ingle.

William farfulló un juramento. Su cuerpo no respondía.

—No te preocupes —murmuró la ramera.

Le enfureció su tono condescendiente; pero nada dijo mientras se soltaba de su abrazo, se arrodillaba, levantaba la parte delantera de su túnica y empezaba a trabajar con la boca.

En un principio, a William le resultó grata la sensación y pensó que todo marcharía bien. Pero después de la excitación inicial, perdió de nuevo interés. Se quedó mirando la cara de ella, ya que eso le excitaba en algunas ocasiones. Sin embargo, en aquel momento, sólo le hacía pensar en lo impotente que debía parecerle. Empezó a ponerse furioso, lo que sólo sirvió para que se le encogiera más.

—Intenta tranquilizarte —le aconsejó la mujer deteniéndose.

Al empezar de nuevo, chupó con tal fuerza que le hizo daño. William la apartó con rudeza y los dientes de ella rascaron su delicada piel haciéndole gritar. La abofeteó con el dorso de la mano. La prostituta lanzó un grito entrecortado y cayó de lado.

—Eres una zorra torpe —gruñó William.

La mujer yacía a sus pies, sobre el colchón, mirándolo temerosa.

Le propinó un puntapié al azar, más por irritación que con deseos de hacerle daño. Le dio en el vientre. Fue más fuerte de lo que él pensaba y el dolor la hizo doblarse.

William se dio cuenta de que, al fin, su cuerpo reaccionaba.

Se arrodilló, le hizo ponerse boca arriba y la montó. La mujer lo miraba con una expresión de dolor y miedo. William le levantó la falda del traje hasta la cintura. El vello entre sus piernas era abundante y rizoso. Eso le gustó. Se acariciaba a sí mismo mientras miraba el cuerpo femenino. El miembro de William no estaba lo bastante duro.

Empezaba a desaparecer el miedo de la mirada de ella. A él se le ocurrió que acaso aquella puta estuviera intentando deliberadamente ahogar el deseo de él para no tener que prestarle servicio. Aquella idea le enfureció. Le pegó en la cara con el puño cerrado.

La mujer chilló e intentó zafarse de debajo de él. William descargó sobre ella todo su peso para inmovilizarla pero la ramera seguía debatiéndose y chillando. Ahora ya lo tenía completamente erecto. Intentó separarle los muslos pero ella se le resistía. Alguien apartó la mampara y Walter entró. Llevaba sólo las botas y la camiseta, y tenía el pene erecto semejante al asta de una bandera. Otros dos caballeros le iban a la zaga, Ugly Gervase y Hugh Axe.

—Sujetádmela, muchachos —les dijo William.

Los tres caballeros se arrodillaron en derredor de la prostituta y la sujetaron hasta inmovilizarla.

William se puso en posición para penetrarla; luego, hizo una pausa disfrutando de antemano.

—¿Qué ha ocurrido, señor? —le preguntó Walter.

—Cambió de idea al ver el tamaño —respondió William con una mueca burlona.

Todos rompieron a reír de forma estrepitosa. William la penetró.

Le gustaba hacerlo mientras alguien miraba. Empezó a moverlo adentro y afuera.

—Me interrumpiste justo cuando yo estaba metiendo la mía —le dijo Walter.

William pudo darse cuenta de que Walter aún no estaba satisfecho.

—Métesela en la boca a esta —le sugirió—. Eso le gusta.

—Lo intentaré.

Walter cambió de posición y agarró a la mujer por el pelo haciéndole levantar la cabeza. La puta estaba demasiado atemorizada para intentar algo, de manera que se sometió sin rechistar. Ya no era necesario que Gervase y Hugh la sujetaran, pero se quedaron allí mirando. Parecían fascinados. Probablemente jamás habían visto que dos hombres gozaran a una mujer al tiempo. William tampoco lo había visto nunca. Lo encontraba curiosamente excitante. Walter parecía sentir lo mismo porque, al cabo de unos momentos empezó a jadear y a moverse de forma convulsiva. Luego, eyaculó. Mirándolo, William hizo lo mismo un segundo o dos después.

Al cabo de un momento se levantaron. William aún seguía excitado.

—¿Por qué no la tomáis vosotros dos? —propuso a Gervase y a Hugh. Le gustaba la idea de ver una repetición del espectáculo.

Sin embargo a ellos no pareció interesarles.

—Yo tengo un encanto que me está esperando —respondió Hugh.

—Y yo también —rubricó Gervase.

La puta se puso en pie y se aseó el traje. La expresión de su rostro era impenetrable.

—No estuvo tan mal, ¿eh? —le comentó William.

La mujer se puso delante de él y se quedó mirándolo un momento. Después se humedeció los labios y escupió. William sintió un fluido pegajoso y caliente sobre la cara. La prostituta había retenido en la boca el semen de Walter. Aquella porquería le empañó la visión. Levantó furioso una mano para golpearla; pero la mujer se escurrió entre las mamparas. Walter y los otros caballeros rompieron a reír. William no pensó que fuera divertido; pero, como no podía perseguirla con toda la cara cubierta de semen, comprendió que la única manera de conservar la dignidad era simular que no le importaba, por lo que se unió a las risas.

—Bien, señor, espero que ahora no vayas a tener un bebé de Walter —bromeó Ugly Gervase, haciendo que arreciaran las risotadas.

Incluso a William le pareció aquello divertido. Salieron juntos del pequeño reservado, apoyándose unos en otros y enjugándose los ojos.

Las demás chicas se quedaron mirándolos con inquietud. Habían escuchado los gritos de la puta de William y temían que hubiera dificultades. Algún que otro cliente atisbó curioso desde su reservado.

—Es la primera vez que he visto que eso lo suelte una mujer —se chanceó Walter, y empezaron de nuevo a reír.

Uno de los caballeros de William se encontraba de pie en la puerta con aire inquieto. Era tan sólo un muchacho y probablemente nunca, hasta entonces, había pisado un burdel. Sonrió nervioso sin saber si debía unirse a las risas.

—¿Qué estás haciendo aquí con esa cara de inquisidor, idiota? —le preguntó William.

—Hay un mensaje para vos, señor —dijo el escudero.

—Bien, no pierdas el tiempo. Dime de qué se trata.

—Lo siento mucho, señor —repuso el zagal. Parecía tan asustado que William pensó que iba a dar media vuelta y a salir corriendo de la casa.

—¿Qué es lo que te pasa, pedazo de ceporro? —rugió William—. ¡Dame el mensaje!

—Vuestro padre ha muerto, señor —respondió el mozo de sopetón al tiempo que rompía a llorar.

William enmudeció y se quedó mirándolo. ¿Muerto? ¿Ha dicho muerto?

—¡Pero si gozaba de excelente salud! —gritó al fin como un estúpido.

Era verdad que su padre ya no se hallaba en condiciones de luchar en los campos de batalla, lo que no era de extrañar en un hombre que rondaba los cincuenta años. El escudero siguió llorando. William recordó el aspecto del padre la última vez que le vio. Corpulento, de rostro encendido, campechano y colérico, tan rebosante de vida como el que más. Y de eso sólo hacía... Entonces se dio cuenta, con cierto asombro, de que llevaba casi un año sin ver a su padre.

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