Los Pilares de la Tierra (83 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Se encontraba a mitad del recorrido en el pasillo de regreso cuando vio a Aliena.

Tiró bruscamente de las riendas y se quedó mirándola pasmado.

Ya no era aquella joven delgada, tensa y asustada, calzando zuecos que había visto allí mismo, en Pentecostés, hacía ya tres años. Su cara, enflaquecida entonces por la tensión, estaba de nuevo más llena y tenía un aspecto feliz y saludable. Los ojos oscuros le brillaban alegres, y los bucles danzaban alrededor de su rostro cuando movía la cabeza.

Estaba tan hermosa que la cabeza de William era un torbellino de deseo.

Vestía un traje escarlata, con ricos bordados y, en sus expresivas manos, centelleaban sortijas. La acompañaba una mujer de más edad, que permanecía en pie algo separada de ella, como una sirviente.

Mucho dinero, había dicho madre. Así era como Richard había podido convertirse en escudero y unirse al ejército del rey Stephen, equipado con hermosas armas. Maldita sea. Era una joven en la miseria, sin dinero ni poder..., ¿cómo lo había logrado? Se encontraba ante un puesto que vendía agujas de hueso, hilo de seda, dedales de madera y otros artículos para coser, discutiendo alegremente sobre los artículos con el judío de baja estatura y pelo oscuro que los vendía. Su actitud era firme, y se mostraba tranquila y segura de sí misma. Había recuperado las maneras que tuvo como hija del conde.

Parecía mucho mayor. Bueno, es que lo era. William tenía veinticuatro; así que ella debía andar ahora por los veintiuno. Pero representaba más edad aún. Ya no quedaba en ella nada de la niña que él había conocido. Era una mujer.

Aliena levantó la vista y se tropezó con su mirada.

La última vez que eso ocurrió, Aliena, ruborizada de vergüenza, había huido. En esta ocasión, siguió a pie firme sin apartar la vista. William intentó esbozar una sonrisa de complicidad. El rostro de ella expresó un desprecio abrumador.

William sintió que enrojecía. Seguía tan altanera como siempre, y se mofaba de él como lo hizo cinco años atrás. La había humillado y desflorado. Pero ya no se mostraba aterrada por su presencia. Quería hablarle y decirle que podía hacerle lo que ya le había hecho una vez. Pero no estaba dispuesto a gritárselo por encima de las cabezas de la multitud. La impávida mirada de ella le hacía sentirse empequeñecido. Intentó un gesto de desprecio; pero no le fue posible. Se daba cuenta de que estaba haciendo una estúpida mueca. Lleno de una profunda conturbación, dio media vuelta y espoleó a su caballo; pero aún así el gentío le obligó a aminorar la marcha, y la destructiva mirada de Aliena le abrasaba la nuca mientras iba alejándose de ella palmo a palmo.

Cuando al fin logró salir de la plaza del mercado, se encontró frente a frente con el prior Philip.

El pequeño galés se encontraba allí plantado, con los brazos en jarra y el pecho abombado en actitud agresiva. William vio que no estaba tan delgado como tiempo atrás y que el poco pelo que le quedaba se le estaba volviendo prematuramente gris. Tampoco parecía ya demasiado joven para su cargo. En esos momentos sus ojos azules brillaban por la ira.

—Lord William —le llamó en tono desafiante.

William logró apartar de su mente el pensamiento de Aliena y recordó que tenía una acusación que formular contra Philip.

—Me alegro de encontraros, prior.

—Y yo a vos —dijo furioso Philip, a pesar de que fruncía el ceño un poco dubitativo.

—Estáis levantando aquí un mercado —dijo William en tono reprobador.

—¿Y qué?

—No creo que el rey Stephen haya dado licencia para establecer un mercado en Kingsbridge. Ni tampoco ningún otro rey, que yo sepa.

—¿Cómo os atrevéis? —explotó Philip.

—Yo o cualquiera...

—¡Vos! —gritó Philip ahogando su voz—. ¿Cómo os atrevéis a venir aquí y hablar de una licencia..., vos que durante todo el mes pasado habéis recorrido este Condado provocando incendios, cometiendo robos, violaciones y al menos un asesinato?

—Eso no tiene nada que ver con...

—¡Cómo es posible que os atreváis a venir a un monasterio y hablar de licencias! —gritó Philip.

Dio un paso adelante señalando con dedo acusador a William, cuyo caballo le esquivó nervioso. La voz de Philip era más penetrante que la de William, a quien le resultaba imposible decir palabra; empezó a formarse un gentío de monjes, trabajadores voluntarios y clientes del mercado para seguir el altercado. Philip se mostraba imparable.

—Después de todo lo que has hecho sólo hay una cosa que deberías decir:
He pecado, padre.
¡Deberías caer de rodillas en este priorato! Deberías suplicar el perdón si quieres escapar a las llamas del infierno.

William palideció. Siempre que se mencionaba el infierno le embargaba un terror incontrolable. Trató desesperadamente de interrumpir el torrente de palabras de Philip.

—Pero ¿qué me dice de su mercado? ¿Qué hay de su mercado? —insistió en preguntar.

Philip apenas le oyó. Se hallaba poseído de una fortísima indignación.

—¡Suplica el perdón por las terribles cosas que has hecho! —gritó—. ¡De rodillas! ¡De rodillas o arderás en el infierno!

William estaba tan aterrado que ya no dudaba de que iba a sufrir el fuego del infierno si no se arrodillaba y rezaba en ese mismo instante delante de Philip. Sabía que tenía que confesarse porque había matado a muchos hombres en la guerra, además de los pecados cometidos durante su recorrido por el Condado. ¿Qué pasaría si muriera antes de haber confesado? Se sentía demasiado sobrecogido ante la idea de las llamas eternas y los demonios con sus afilados cuchillos.

Philip se dirigió hacia él con el dedo enhiesto y le gritó.

—¡De rodillas!

William hizo retroceder a su caballo. Miró desesperado en torno suyo. La gente le cercaba por todas partes. Sus caballeros estaban detrás de él con aspecto confundido. No sabían qué hacer frente a aquella amenaza espiritual lanzada por un monje desarmado. William se sintió incapaz de soportar más humillaciones; después de lo de Aliena aquello era demasiado. Tiró de las riendas haciendo que su poderoso caballo de guerra anduviera hacia atrás de forma grosera. La multitud se dividió ante sus potentes cascos. Cuando sus patas delanteras golpearon de nuevo el suelo, William le espoleó con dureza y el animal se lanzó hacia delante. Los mirones se dispersaron; volvió a espolearlo y el caballo avanzó a medio galope. Descompuesto por la vergüenza atravesó veloz la puerta del priorato seguido de sus caballeros. Asemejaban una jauría de perros rabiosos ahuyentados por una vieja con una escoba.

William confesó sus pecados, tembloroso y abrumado por el miedo, sobre el suelo frío de la pequeña capilla del palacio episcopal. El obispo Waleran escuchaba en silencio, y su rostro era una máscara de aversión mientras William enumeraba todas las muertes, palizas y violaciones de que era culpable. William, incluso mientras se confesaba, sentía la más profunda repugnancia hacia aquel obispo arrogante con sus manos limpias y blancas cruzadas sobre el corazón y un leve palpitar en las traslucidas aletas de la nariz, como si olfateara mal olor en el aire polvoriento. A William le atormentaba tener que suplicar a Waleran la absolución pero sus pecados eran de tal categoría que ningún sacerdote corriente podría perdonarlos. Así que se arrodilló, poseído por el temor, cuando Waleran le ordenó que encendiera una vela a perpetuidad en la capilla de Earlcastle. Luego, le dijo que había quedado absuelto de sus pecados.

El miedo, como si de niebla se tratara, se fue levantando poco a poco.

Salieron de la capilla al ambiente cargado de humo del gran salón y se sentaron junto al fuego. El otoño se disponía a dar paso al invierno, y hacía frío en la inmensa casa de piedra. Un pinche de cocina les llevó pan caliente especiado, hecho con miel y jengibre. Al fin William empezaba a sentirse a gusto. Entonces recordó sus otros problemas: Richard, el hijo de Bartholomew, estaba tratando de hacer valer su derecho al Condado, y William era demasiado pobre para reunir un ejército lo bastante grande como para que impresionara al rey. Durante el mes anterior había rastrillado considerables sumas de dinero, pero seguían sin ser suficientes.

—Ese condenado monje le está chupando la sangre al Condado de Shiring —comentó con un suspiro.

Waleran cogió pan con una mano pálida de dedos largos como una garra.

—Me he estado preguntando cuánto tiempo ibas a tardar en llegar a esa conclusión.

Claro que a Waleran se le habría ocurrido aquello mucho antes.

Se mostraba tan superior. William hubiera preferido no hablar con él, pero necesitaba la opinión del obispo sobre un punto legal.

—El rey nunca concedió licencia para establecer un mercado en Kingsbridge, ¿verdad?

—Que yo sepa, no.

—Entonces Philip está quebrantando la ley.

Waleran encogió sus huesudos hombros cubiertos de negro.

—Sí, hasta donde yo tengo conocimiento.

Waleran se mostraba muy poco interesado, pero William siguió hurgando.

—¡Hay que impedírselo!

Waleran sonrió con suficiencia.

—No podéis tratarlo del mismo modo que a un siervo que ha casado a su hija sin vuestro permiso.

William enrojeció. Waleran se refería a uno de los pecados que acababa de confesar.

—Entonces, ¿cómo hay que tratarlo?

Waleran reflexionó.

—Los mercados son prerrogativa del rey. En tiempo de mayor tranquilidad, tal vez él mismo se ocupara de ello.

William rió burlón. Pese a toda su inteligencia, Waleran no conocía al rey como él.

—Ni siquiera en tiempo de paz, le parecería bien que le presentara una queja respecto a un mercado que carece de licencia.

—Bien, entonces su delegado para los asuntos locales es el sheriff de Shiring.

—¿Qué puede hacer?

—Puede presentar una denuncia contra el priorato ante el tribunal de justicia del Condado.

William negó con la cabeza.

—Eso es lo que menos me interesa. El tribunal le impondría una multa, el priorato la pagaría y el mercado continuaría prosperando. Es casi como si se le concediera la licencia.

—Lo malo es que, en realidad, no existen motivos para impedir que Kingsbridge tenga un mercado.

—¡Sí que los hay! —exclamó indignado William—. Reduce el comercio en el mercado de Shiring.

—Shiring está a un día entero de viaje desde Kingsbridge.

—La gente recorre largos caminos.

Waleran volvió a encogerse de hombros. William se había dado cuenta de que hacía ese gesto cuando no se hallaba conforme con algo.

—De acuerdo con la tradición, un hombre pasará una tercera parte del día caminando hacia el mercado, otra tercera parte del día en el mercado y la última tercera parte del día regresando a casa. Por lo tanto, un mercado da servicio a la gente durante una tercera parte del día del viaje, que se calcula son siete millas. Si dos mercados se encuentran separados por más de catorce millas, entonces las zonas de captación no se superponen. Shiring está a veinte millas de Kingsbridge. De acuerdo con la regla, Kingsbridge tiene derecho a un mercado, y el rey debería concedérselo.

—El rey hace lo que quiere —replicó William jactancioso.

Pero se quedó preocupado. No sabía nada de la regla. Con ella se fortalecía la posición del prior Philip.

—De cualquier modo, no estamos tratando con el rey sino con el sheriff —apuntó Waleran; frunció el entrecejo y añadió—: El sheriff puede ordenar al priorato que desista de crear un mercado sin licencia.

—Eso es una pérdida de tiempo —objetó William desdeñoso—. ¿Quién hace caso de una orden que no está respaldada por una amenaza?

—Es posible que Philip.

William no creyó semejante cosa.

—¿Por qué habría de hacerlo?

Los labios exangües de Waleran esbozaron una sonrisa burlona.

—No sé si seré capaz de explicároslo bien. Philip cree que la ley debe cumplirse, que ha de imperar.

—Una idea estúpida —respondió con impaciencia William—. El rey es el rey.

—Os dije que no os lo haría entender.

El aire de suficiencia de Waleran enfureció a William, que se puso en pie y se acercó a la ventana. Al mirar por ella, vio, en la cima de la colina cercana, los terraplenes donde Waleran, cuatro años atrás, empezó a construirse un castillo, confiando en sufragar los gastos con los ingresos del Condado de Shiring. Philip había hecho fracasar sus planes; y ahora la hierba había vuelto a crecer sobre los montículos de tierra, y el seco foso estaba lleno de zarzas. William recordó que Waleran había esperado edificar con la piedra procedente de la cantera del Condado de Shiring. Y ahora era Philip quien la poseía.

—Si fuera otra vez dueño de la cantera, podría utilizarla como garantía y pedir dinero prestado para reunir un ejército —musitó.

—¿Por qué no la recuperáis? —le pregunto Waleran.

William meneó la cabeza.

—Lo intenté en una ocasión.

—Y Philip os ganó por la mano. Pero ahora ya no hay allí monjes. Podéis enviar una partida de hombres para expulsar a los canteros.

—¿Pero cómo impediría que Philip volviera a tomar posesión al igual que hizo la última vez?

—Construid una cerca alta alrededor de la cantera y mantened vigilancia permanente.

Era posible
, pensó William con avidez. Y resolvería su problema de una vez por todas. No obstante se detuvo a meditar: ¿Qué motivo impulsaba a Waleran a sugerir aquello? Madre le había advertido que anduviera con ojos con aquel obispo poco escrupuloso.
Lo único que necesitas saber de Waleran Bigod
, le había dicho,
es que cuanto hace lo ha calculado antes con minucioso cuidado. En él no hay nada espontáneo, nada improvisado, nada casual, nada superfluo. Y, sobre todo, nada generoso.

Pero Waleran odiaba a Philip y había jurado que le impediría construir su catedral. Ése era motivo suficiente.

William lo miró pensativo. Su carrera se encontraba atascada.

Había llegado a obispo muy joven; pero Kingsbridge era una diócesis insignificante y empobrecida y, con toda seguridad, Waleran la había considerado tan sólo un peldaño para dignidades más altas. Sin embargo, era el prior, y no el obispo, quien estaba adquiriendo riquezas y fama. Waleran se apagaba, ensombrecido por Philip, al igual que William. Ambos tenían motivo para querer destruirlo.

William decidió una vez más sobreponerse a la repugnancia que le inspiraba Waleran, en beneficio de sus propios intereses a largo plazo.

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