Los Pilares de la Tierra (87 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Philip sólo llevaba debajo una larga camiseta.

—Pero... ¿qué me pondré yo, señor?

—Olvidé lo recatados que sois los monjes —Stephen chasqueó los dedos dirigiéndose a un joven caballero.

—Préstame tu túnica, Robert. Rápido.

El caballero, que se encontraba hablando con una joven, se quitó la túnica con un rápido movimiento y se la dio al rey con una reverencia. Luego, hizo un gesto vulgar a la joven. Sus amigos rieron y le vitorearon.

El rey Stephen entregó la túnica a Philip.

El prior se metió en la pequeñísima capilla de San Dunstan y, después de pedir perdón al santo con una apresurada oración, se quitó el hábito y se endosó la corta túnica escarlata del caballero.

Desde luego se sentía muy extraño. Había llevado ropas monásticas desde los seis años, y no se encontraría más raro si se vistiera de mujer. Salió de la capilla y entregó su hábito a Stephen, quien se apresuró a endosárselo por la cabeza. Luego, el rey le dejó asombrado con sus palabras.

—Ven conmigo si quieres. Podrás hablarme de la catedral de Kingsbridge.

Philip quedó desconcertado. Su primer impulso fue negarse; tal vez uno de los centinelas que hacían guardia en las murallas del castillo se sintiera tentado a disparar contra él, al no hallarse protegido por hábitos religiosos. Pero se le estaba ofreciendo la oportunidad de hallarse a solas con el rey y de disfrutar de mucho tiempo para explicarle todo lo referente a la cantera y al mercado. Jamás tendría una ocasión como aquélla.

Stephen cogió su propia capa, que era púrpura con el cuello y todo el reborde de piel blanca.

—Poneos esto —dijo a Philip—. Alejaréis sus disparos de mí.

Los demás cortesanos se quedaron muy quietos, observando y preguntándose qué iba a ocurrir.

El rey expresaba así una opinión. Estaba diciendo que Philip no tenía nada que hacer en un campamento armado y no podía esperar que se le concedieran privilegios a costa de hombres que arriesgaban sus vidas por el rey. En verdad no era injusto. Pero el prior sabía que, si aceptaba ese punto de vista, más le valdría volver a casa y renunciar a toda esperanza de disponer de nuevo de la cantera o de reabrir el mercado. Tenía que aceptar el desafío.

—Acaso sea la voluntad de Dios que yo muera para salvar al rey —dijo después de respirar hondo.

Cogió la capa púrpura y se la puso.

Un murmullo de sorpresa corrió entre aquel gentío, y el propio rey Stephen pareció sorprendido. Todo el mundo esperaba que Philip se negara. Casi al punto deseó haberlo hecho. Pero ya se había comprometido.

Stephen dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta norte. Philip lo siguió. Varios cortesanos iniciaron un movimiento en pos de ellos; pero Stephen les hizo retroceder con un gesto de la mano.

—Hasta un monje puede despertar sospechas si va acompañado de toda la corte real —dijo.

Se cubrió la cabeza con la capucha del hábito del prior y salieron al cementerio.

La suntuosa capa que Philip llevaba atrajo miradas curiosas mientras se abrían camino a través del campamento. Los hombres que daban por sentado que era un barón, se extrañaban de no reconocerlo. Aquellas miradas le hicieron sentirse culpable, como si fuera un impostor. Nadie miraba a Stephen.

No fueron derechos a la puerta principal del castillo sino que caminaron a través de un laberinto de angostos senderos para salir junto a la iglesia de San Pablo, a través de la esquina noreste del castillo, cuyas murallas estaban construidas sobre grandes terraplenes rodeados de un foso seco. Había una franja de espacio abierto de cincuenta yardas de ancho entre el borde del foso y los edificios más cercanos. Stephen anduvo sobre la hierba y se encaminó hacia el oeste; estudió el muro norte del castillo, manteniéndose pegado a la parte trasera de las casas en el borde exterior de la zona despejada.

Philip fue con él. El rey le hizo caminar a su izquierda, entre él y el castillo. Huelga decir que aquel espacio abierto tenía como objeto permitir que los arqueros hicieran un buen disparo sobre cualquiera que se acercara a los muros. Philip no tenía miedo a morir, aunque sí al dolor, y el pensamiento que ocupaba su mente era hasta qué punto podía doler que te clavaran una flecha.

—¿Asustado, Philip? —le preguntó Stephen.

—Aterrado —respondió el monje con candidez. Y luego, sintiéndose audaz por el propio miedo, añadió con desenvoltura—: ¿Y qué me decís vos?

El rey se echó a reír ante su atrevimiento.

—Algo —admitió.

Philip consideró que ésa era su oportunidad para hablar de la catedral. Pero no lograba concentrarse cuando su vida corría semejante peligro. El castillo le obsesionaba y no cesaba de escrutar las murallas por si hubiera algún hombre con un arco.

La fortaleza ocupaba todo el lado suroeste de la ciudad interior, y el muro oeste formaba parte de la muralla de la ciudad. Stephen llevó a Philip a través de la puerta oeste y entraron en el suburbio llamado Newland. Allí las casas eran como cabañas de campesinos, construidas con cañas y barro, pero tenían grandes jardines al igual que las casas de la ciudad. Un viento glacial azotaba a través de los campos abiertos, más allá de las casas. Stephen torció hacia el sur bordeando siempre el castillo. Señaló una pequeña puerta en el muro.

—Supongo que fue por ahí por donde Ranulf de Chester logró huir —dijo.

Philip se sentía allí menos asustado. En el sendero había otras personas y las murallas tenían menos vigilancia por aquel lado, ya que los ocupantes del castillo temían un ataque desde la ciudad y no desde el campo. Philip respiró hondo y luego lo soltó.

—Si me matan, ¿daréis a Kingsbridge un mercado y haréis que William Hamleigh devuelva la cantera?

Stephen no contestó de inmediato. Descendieron por la colina hasta la esquina suroeste del castillo y alzaron la vista hacia la torre del homenaje. Desde el lugar en que ellos se encontraban parecía inexpugnable. Al dar la vuelta, encontraron otro paso justo debajo de aquella esquina. Entraron entonces en la ciudad baja para caminar a lo largo del costado sur del castillo. Philip sintió de nuevo el peligro. No resultaría difícil para alguien que se encontrara dentro de la fortaleza, llegar a la conclusión de que los dos hombres que estaban haciendo un recorrido a lo largo de los muros debían de andar de exploración y, por lo tanto, serían buena presa, sobre todo el de la capa púrpura. Para distraer su miedo, se dedicó a observar la torre del homenaje. Había en el muro unos pequeños agujeros que eran las salidas de las letrinas. Todos los excrementos y porquería que se expulsa descendían por la pared de piedra, se iban terraplén abajo, y allí se quedaban hasta pudrirse. No era de extrañar que apestara. Philip intentó contener la respiración. Apresuraron el paso.

Había otra torre más pequeña en la esquina sureste. El monje y el rey habían contorneado ya tres lados del cuadrado. Philip se preguntaba si Stephen habría olvidado la pregunta. Pero no se animaba a formularla de nuevo. Podía pensar que le estaba presionando y ofenderse.

Llegaron a la calle mayor, que atravesaba el centro de la ciudad, y torcieron de nuevo; pero, antes de que Philip tuviera tiempo de sentirse aliviado, cruzaron otra puerta que les condujo a la ciudad interior. Instantes después se hallaban en lo que era tierra de nadie, entre la catedral y el castillo. Philip vio, horrorizado, que el rey se detenía allí.

Stephen se volvió a hablar a Philip, colocándose de manera que pudiese observar el castillo por encima del hombro del monje, cuya vulnerable espalda cubierta de púrpura y armiño quedaba expuesta ante la garita de guardia por la que pululaban centinelas y arqueros. El prior se quedó rígido como una estatua pensando que, en cualquier momento, iban a dispararle por detrás una flecha o un venablo. Empezó a sudar a pesar del gélido viento.

—Os di la cantera hace años, ¿no es así? —dijo el rey Stephen.

—No fue así exactamente —contestó Philip apretando los dientes—. Nos concedisteis el derecho a sacar piedra para la catedral. Pero la cantera se la disteis a Percy Hamleigh. Ahora, William, el hijo de Percy, ha expulsado a mis canteros, matando a cinco personas, entre ellas a una mujer y una niña, y nos niega el acceso.

—No debería hacer tales cosas, sobre todo si quiere que le nombre conde de Shiring —dijo Stephen pensativo.

Philip se sintió alentado. Pero, un momento después, el rey dijo:

—Ya me gustaría encontrar el modo de entrar en ese castillo.

—Haced que William abra de nuevo la cantera. Por favor —pidió Philip—. Os está desafiando a vos y robando a Dios.

Stephen pareció no oír.

—No creo que tengan ahí muchos hombres —volvió a musitar—. Supongo que casi todos ellos están en las murallas para dar impresión de fuerza. ¿Qué era eso de un mercado?

Philip llegó a la conclusión de que todo aquello formaba parte de la prueba. Hacerle permanecer en pie en zona descubierta dando la espalda a un montón de arqueros. Se limpió el sudor de la frente con el borde de piel de la capa del rey.

—Mi rey y señor —empezó diciendo—, todos los domingos la gente acude desde todo el Condado para rezar en Kingsbridge y trabajar, sin percibir un penique, en la construcción de la catedral. Durante los comienzos, algunos hombres y mujeres emprendedores solían acudir y vendían empanadas de carne, vino, sombreros y cuchillos a los trabajadores voluntarios. Y así, poco a poco fue creciendo un mercado. Y ahora os estoy pidiendo que le concedáis licencia.

—¿Pagaríais por vuestra licencia?

Philip sabía que un pago era normal. Pero también estaba al corriente de que acostumbraban a liberar de él a las instituciones religiosas.

—Sí, señor. Pagaré. A menos que vos queráis darme la licencia sin tener que pagarla, a la mayor gloria de Dios.

Por primera vez Stephen miró a Philip a los ojos.

—Eres un hombre valiente, permaneciendo ahí, con el enemigo detrás de ti mientras intentas convencerme.

El prior le devolvió la mirada con tono de franqueza.

—Si Dios decide que mi vida ha llegado a su fin, nada me salvará —respondió aparentando más valentía de la que sentía en realidad—. Pero si Dios quiere que viva y construya la catedral de Kingsbridge, ni diez mil arqueros podrán derribarme.

—¡Bien dicho! —aprobó Stephen y, dando una palmada en el hombro a Philip, se volvió en dirección a la catedral. El monje caminó junto a él, las piernas flojas por el alivio, sintiéndose mejor a cada paso que le alejaba del castillo. Al parecer, había pasado con éxito la prueba. Pero era importante obtener del rey un compromiso sin ambigüedades. Dentro de un momento, le absorberían de nuevo los cortesanos.

—Mi señor, si quisierais escribir una carta al sheriff de Shiring... —sugirió Philip haciendo acopio de valor.

Le interrumpieron. Uno de los condes se precipitó hacia ellos presa de gran agitación.

—Robert de Gloucester viene hacia aquí, mi rey y señor.

—¿Cómo? ¿A qué distancia se encuentra?

—Muy cerca. Todo lo más a un día.

—¿Por qué no se me ha advertido? ¡Había destacado hombres por doquier!

—Llegaron por el Fosse Way y luego dejaron el camino para acercarse a campo traviesa.

—¿Quién va con él?

—Todos los condes y caballeros que están de su parte y que han perdido sus tierras en los dos últimos años. Ranulf de Chester también le acompaña.

—Naturalmente... ¡Ese perro traidor!

—Se ha traído a todos sus caballeros desde Chester, además de una horda de galeses salvajes y rapaces.

—¿Cuántos hombres en total?

—Alrededor de mil.

—¡Maldición...! Son cien más que nosotros.

Se habían acercado a ellos varios barones, uno de los cuales tomó la palabra.

—Señor, si vienen a campo traviesa tendrán que cruzar el río por el vado...

—¡Bien pensado, Edward! —exclamó Stephen— Llévate a tus hombres a ese vado e intenta resistir. También necesitarás arqueros.

—¿Sabe alguien a qué distancia se encuentran ahora? —preguntó Edward.

—El batidor ha dicho que muy cerca —contestó el primer conde—. Pueden alcanzar el vado antes que tú.

—Ahora mismo salgo —decidió Edward.

—¡Excelente muchacho! —comentó el rey Stephen, y se golpeó la palma de la mano derecha con el puño cerrado de la izquierda—. Por fin me enfrentaré a Robert de Gloucester en el campo de batalla. Quisiera tener más hombres. Aun así... una ventaja de cien soldados no es excesiva.

Philip escuchaba todo aquello ceñudo y en silencio. Tenía la seguridad de que había estado a punto de obtener la aceptación del rey. Pero la mente del monarca se encontraba ya ocupada por otras cuestiones. Aunque Philip no se hallaba dispuesto a darse por vencido. Todavía llevaba puesta la capa púrpura del rey. Se desprendió de ella.

—Tal vez convenga que cada uno vuelva a recuperar su personalidad, mi rey y señor —dijo.

Stephen asintió con gesto ausente. Un cortesano que se encontraba detrás del rey se adelantó y le ayudó a quitarse el hábito monacal.

—Señor, parecíais bien dispuesto a sancionar mi solicitud —le dijo al tiempo que le entregaba la capa real.

A Stephen pareció irritarle que se lo recordara. Se ajustó la capa, y estaba a punto de hablar cuando se escuchó una nueva voz.

—¡Mi rey y señor!

Philip reconoció la voz. Se le cayó el alma a los pies. Al volverse, vio a William Hamleigh.

—¡William, muchacho! —exclamó el rey con el tono cordial que reservaba para los combatientes—. ¡Has llegado justo a tiempo!

William se inclinó.

—Señor, he traído cincuenta caballeros y doscientos hombres de mi condado.

Aquello acabó con las esperanzas de Philip.

Stephen se mostró muy contento.

—Eres un hombre excelente —dijo con tono caluroso—. Esto nos da ventaja sobre el enemigo.

Echó el brazo por los hombros de William y se encaminó con él a la catedral.

Philip se quedó quieto, viendo cómo se alejaban. Había tenido el éxito al alcance de la mano. Al final, el ejército de William había prevalecido sobre la justicia, se dijo con amargura. El cortesano que había ayudado al rey a quitarse el hábito monacal se lo tendió a Philip, el cual lo cogió. El cortesano siguió al rey y a su séquito hasta el interior de la catedral. Philip se puso de nuevo su ropa. Se sentía decepcionadísimo. Contempló los tres inmensos arcos de las puertas de la catedral. Había tenido la esperanza de construir en Kingsbridge arcadas parecidas. Pero el rey Stephen acababa de ponerse al lado de William Hamleigh. Se vio enfrentado a dos opciones: lo justo del caso presentado por Philip frente a la ventaja del ejército de William. No había pasado la prueba.

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