Los Pilares de la Tierra (85 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

William caminó entre las casas, que ardían aún. Fue contando los cuerpos; habían muerto tres canteros, y además una mujer y una niña. Ambas parecían haber sido pateadas por los caballos. Tres de los hombres de armas de William estaban heridos y cuatro caballos habían perecido o estaban lisiados.

Cuando completó el recuento permaneció en pie junto al cuerpo de su cabalgadura. Aquel caballo de guerra le había gustado más de lo que le gustaba la mayoría de la gente; después de la lucha, solía sentirse exultante. Pero, en esos momentos, sólo estaba deprimido. Aquello era una carnicería. Lo que hubiera debido ser una sencilla operación para expulsar a unos trabajadores indefensos, se había convertido en una batalla campal con importantes bajas. Los caballeros persiguieron a los canteros hasta el lindero del bosque. Pero, a partir de allí, los caballos nada podían contra los hombres, así que dieron media vuelta. Walter se acercó a donde estaba William y vio a Gilbert muerto en el suelo.

—Gilbert ha matado más hombres que yo —declaró santiguándose.

—No hay muchos como él para que pueda permitirme perder un hombre así en una trifulca con un condenado monje —dijo William con amargura—. Y no hablemos de los caballos.

—¡Vaya sorpresa! —comentó Walter—. Esa gente ha ofrecido más resistencia que los rebeldes de Robert de Gloucester.

William meneó la cabeza asqueado.

—No lo entiendo —dijo mirando los cuerpos que había alrededor—. ¿Por qué diablos creían que luchaban?

Capítulo Nueve
1

Poco antes del amanecer, cuando la mayoría de los hermanos se encontraban en la cripta para el oficio de prima, sólo quedaban dos personas en el dormitorio, Johnny, que barría en un extremo de la larga habitación, y Jonathan, que se hallaba en el otro, jugando a la escuela.

El prior Philip se detuvo en la puerta y se quedó observando a Jonathan. Tenía ya casi cinco años, era un chiquillo despierto y decidido, con una seriedad infantil que encantaba a todos. Johnny aún seguía vistiéndole con un hábito de monje en miniatura. Aquel día Jonathan imitaba al maestro de novicios dando clase ante una imaginaria hilera de alumnos.
¡Eso está mal, Godfrey!
decía con gran severidad ante el banco vacío.
No habrá comida para ti si no te aprendes los veleros.
Quería decir los verbos. Philip sonrió con cariño. No habría podido querer más a un hijo. Jonathan era la única cosa en su vida que le producía la más pura alegría.

El niño correteaba por el priorato como un cachorro, mimado y consentido por todos los monjes. Para la mayoría de ellos era como un cachorrillo, algo con lo que jugar. Para Philip y Johnny era algo más. Johnny lo quería como una madre; y Philip, a pesar de que trataba de ocultarlo, se sentía como el padre del rapaz. Él mismo había sido educado, desde muy pequeño, por un bondadoso abad, y le parecía lo más natural del mundo desempeñar idéntico papel con Jonathan. No le hacía cosquillas ni le perseguía como los monjes, pero le contaba historias de la Biblia, jugaba con él a contar y vigilaba a Johnny.

Entró en la habitación y, después de sonreír a Johnny, se sentó en el banco con los imaginarios escolares.

—Buenos días, padre —dijo Jonathan con tono solemne. Johnny le había enseñado a mostrarse muy cortés.

—¿Te gustaría ir a la escuela? —le preguntó Philip.

—Ya sé latín —fanfarroneó Jonathan.

—¿De veras?

—Sí. Escucha,
Omnius pluvius buvius tuvius nomine patri amén
.

Philip procuró no reírse.

—Eso suena como latín, pero no lo es del todo. El maestro de novicios, el hermano Osmund, te enseñará a hablarlo con toda corrección.

Jonathan se había quedado un poco desanimado al descubrir que, después de todo, no sabía latín.

—Bueno, pero puedo correr deprisa. Y todavía más deprisa. ¡Mira!

Recorrió a toda velocidad la habitación de un extremo al otro.

—¡Formidable! —elogió Philip—. ¡Eso sí que es correr!

—Sí... y todavía puedo hacerlo más rápido.

—Ahora no —le dijo Philip—. Escúchame un momento. Voy a estar fuera durante un tiempo.

—¿Volverás mañana?

—No, no tan pronto.

—¿La semana que viene?

—No. Tampoco la semana que viene.

Jonathan parecía desconcertado. No podía concebir el tiempo más allá de una semana. Y aún había otro misterio.

—Pero... ¿por qué?

—Tengo que ver al rey.

—¡Ah! —Aquello tampoco significaba gran cosa para Jonathan.

—Y, mientras estoy fuera, me gustaría que fueses a la escuela. ¿Te gustaría a ti?

—¡Sí!

—Tienes casi cinco años. La semana próxima es tu cumpleaños. Viniste a nosotros el primer día del año.

—¿De dónde vine?

—De Dios. Todas las cosas vienen de Dios.

Jonathan sabía que aquello no era una contestación.

—Pero, ¿dónde estaba antes? —insistió.

—No lo sé.

Jonathan frunció el ceño, lo cual resultaba extraño en un rostro tan joven y despreocupado.

—Tengo que haber estado en alguna parte.

Philip comprendió que llegaría un día en que alguien tendría que decirle a Jonathan cómo nacían los bebés. Hizo una mueca ante aquella idea. Bien, por fortuna, todavía no era tiempo. Cambió de tema.

—Mientras esté fuera, quiero que aprendas a contar hasta cien.

—Puedo contar —dijo Jonathan—. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once, doce, trece, catorce,
quincie, dieséis, diesiete...

—No está mal —aprobó Philip—. Pero el hermano Osmond te enseñará más. En clase has de permanecer sentado, muy quieto, y hacer todo lo que él te diga.

—¡Voy a ser el mejor de la escuela! —se jactó el chaval.

—Ya lo veremos.

Philip se quedó mirándolo un momento más. Estaba fascinado por la forma en que se desarrollaba el chiquillo, de cómo aprendía cosas y de las fases por las que pasaba. Era curiosa esa continua insistencia en querer hablar latín, o contar, o correr mucho. ¿Acaso era un preludio necesario para un saber auténtico? Debía responder sin duda a algún propósito en el plan de Dios. Y llegaría día en que Jonathan se convertiría en un hombre. ¿Cómo sería entonces? La idea despertó la impaciencia de Philip porque Jonathan creciera. Pero eso tardaría tanto como la construcción de la catedral.

—Pues entonces dame un beso y dime adiós —le pidió Philip.

Jonathan levantó la cara y Philip le besó en la suave mejilla.

—Adiós, padre —dijo Jonathan.

—Adiós, hijo mío —repuso Philip. Luego apretó con afecto el brazo de Johnny y se marchó.

Los monjes estaban ya saliendo de la cripta y se encaminaban al refectorio. Philip anduvo en sentido contrario y entró en la cripta para orar por el éxito de su misión.

Sintió que se le rompía el corazón cuando le notificaron lo ocurrido en la cantera. ¡Habían matado a cinco personas, entre ellas una pobre chiquilla! Se refugió en su habitación y lloró como un niño. Cinco miembros de su rebaño asesinados por William Hamleigh y su manada de bestias. Philip los había conocido a todos. Harry de Shiring que había sido un día el cantero de Lord Percy, Otto, el hombre de rostro atezado que estuvo al frente de la cantera desde sus comienzos; Mark, el apuesto hijo de Otto, su mujer, Alwen, que en los atardeceres tocaba canciones con los cencerros de las ovejas, y la pequeña Norma, la nieta de siete años de Otto y la niña de sus ojos. Gente trabajadora, de buen corazón y temerosa de Dios, que habían tenido derecho a esperar de sus señores paz y justicia. William los había matado como un zorro mata pollitos. Era algo que hacía llorar a los ángeles.

Philip había llorado por ellos, y luego había ido a Shiring a pedir justicia. El sheriff se había negado en redondo a ejercer acción alguna.

—Lord William tiene un pequeño ejército... ¿cómo podría arrestarle? —había dicho el sheriff Eustace—. El rey necesita caballeros para luchar contra Maud... ¿qué diría si encarcelara a uno de sus mejores hombres? Si culpara de asesinato a William, sus caballeros me matarían de inmediato o, más adelante, el rey Stephen ordenaría que me colgasen por traidor.

Philip se dio cuenta que, en una guerra civil, la primera baja era la de la justicia.

Luego, el sheriff le comunicó que William había presentado una denuncia oficial referente al mercado de Kingsbridge.

Era absurdo que William quedara impune por asesinato y, además, le acusara por un tecnicismo. Se sentía impotente. Bien era verdad que no tenía permiso para instalar un mercado y que infringía la ley desde un punto de vista estricto. Pero no podía estar equivocado. Era el prior de Kingsbridge. Lo único que tenía era su autoridad moral. William podía reunir un ejército de caballeros. El obispo Waleran podía recurrir a sus contactos en las altas esferas, el sheriff podía alegar la autoridad real. Pero todo cuanto Philip tenía en su mano era decir: esto está bien y esto está mal. Y, si intentara cambiar la situación, se encontraría realmente indefenso. De manera que ordenó que se suspendiera el mercado.

Aquello lo dejó en una posición desesperada.

Las finanzas del priorato habían mejorado de forma espectacular gracias, por una parte, al más estricto control y, por otra, a las ganancias, siempre en alza, procedentes del mercado y de la cría de ovejas. Pero Philip gastaba siempre hasta el último penique en la construcción, y había obtenido fuertes préstamos de los judíos de Winchester, los cuales todavía se hallaban pendientes de pago. Y ahora, de golpe y porrazo, había perdido su suministro de piedra libre de costos, se habían acabado sus ingresos del mercado y era más que probable que sus trabajadores voluntarios, muchos de los cuales acudían principalmente por el mercado, empezaran a disminuir. Tendría que despedir por un tiempo a la mitad de los constructores, y abandonar la esperanza de que la catedral fuese acabada cuando él estuviera todavía con vida. No estaba dispuesto a aceptarlo.

Se preguntaba si aquella crisis sería culpa suya. ¿Había tenido, tal vez un exceso de confianza? ¿Se mostró más ambicioso de lo debido? El sheriff Eustace le dio a entender algo semejante:
Sois demasiado grande para vuestras botas, Philip
, le había dicho malhumorado.
Dirigís un pequeño monasterio, sois un insignificante prior. Pero queréis gobernar al obispo, al conde y al sheriff. Bien, pues no podéis. Somos demasiado poderosos para vos. Lo único que hacéis es crear dificultades.

Eustace era un hombre feo, de dientes desiguales y con un ojo estrábico. Vestía una sucia túnica amarilla. Pero, por poco respetable que fuera, sus palabras hirieron profundamente a Philip. La conciencia le decía que los canteros no habrían muerto si él no se hubiera ganado la enemistad de William Hamleigh. Pero no podía hacer otra cosa que ser enemigo de William. Si renunciara, sería mayor aún el número de personas que sufrirían, gente como el molinero a quien William había matado, o la hija del siervo a quien él y sus caballeros habían violado. Philip tenía que seguir en la brecha.

Y ello significaba que tenía que ir a ver al rey.

Le desagradaba en extremo la idea. Ya lo había visitado en una ocasión, en Winchester, hacía cuatro años, y aún cuando había obtenido lo que quería, se sintió incomodísimo en la corte real. El rey estaba rodeado de gentes sin escrúpulos, y muy astutas, que andaban a empellones por lograr su atención y se disputaban sus favores. Philip los encontró a todos despreciables. Intentaban lograr una riqueza y una posición que no merecían. No llegaba a comprender bien el juego que practicaban en su mundo, pues consideraba que la mejor manera de obtener algo era procurar merecerlo, y no adular al donante. Pero, en aquel momento, no le quedaba otra alternativa que entrar en ese mundo y practicar aquel juego. Tan sólo el rey podía conceder a Philip el permiso para tener un mercado. Sólo el rey podía ya salvar la catedral.

Terminó sus rezos y abandonó la cripta. Estaba saliendo el sol. Los muros grises de la catedral a medio edificar aparecían bañados por una tonalidad rosada. Los constructores que trabajaban desde que apuntaba el sol hasta que se ponía, comenzaban ya la faena. Abrían sus viviendas, afilaban sus herramientas y se ponían a mezclar la argamasa. La pérdida de la cantera aún no había afectado a la construcción. Desde el principio, habían estado sacando sin cesar más piedras de las que utilizaban y disponían de unas existencias que les durarían durante muchos meses.

Había llegado el momento en que Philip debía partir. El rey se encontraba en Lincoln. Philip tendría un compañero de viaje, el hermano de Aliena, Richard. Después de luchar durante un año como escudero, el rey lo había nombrado caballero. Había vuelto a casa a equiparse de nuevo y, en aquellos momentos, iba a incorporarse otra vez al ejército real.

A Aliena le había ido asombrosamente bien como mercader de lana. Ya no vendía su lana a Philip, sino que trataba directamente con los compradores flamencos. En realidad, ese mismo año había querido adquirir toda la producción de vellón al priorato. Habría pagado algo menos que los flamencos; pero Philip hubiera recibido el dinero antes. El prior lo había rechazado. Sin embargo era un signo de su éxito que hubiera podido hacer siquiera la oferta.

En aquellos momentos se encontraba en la cuadra con su hermano, como pudo ver Philip al dirigirse hacia allí. Se había congregado buen número de gente para decir adiós a los viajeros. Richard se encontraba montado en un caballo de guerra castaño, que debía de haber costado a Aliena veinte libras por lo menos. Se había convertido en un joven apuesto, de espaldas anchas. Sus rasgos perfectos quedaban algo empañados por una fea cicatriz en la oreja derecha, tal vez, pensaban todos, a causa de un accidente de esgrima. Llevaba una espléndida indumentaria en rojo y verde, e iba armado con una espada nueva, lanza, hacha de combate y daga. Su equipaje se hallaba sobre un segundo caballo que llevaba de la rienda. Lo acompañaban dos hombres de armas, montando corceles, y un escudero sobre una vigorosa jaca.

Aliena se encontraba hecha un mar de lágrimas. Philip no podría decir con exactitud si estaba triste de ver a su hermano partir, orgullosa de su magnífico aspecto o temerosa de que acaso no volviera. Tal vez las tres cosas. Algunos de los aldeanos habían acudido a decirle adiós, incluidos la mayoría de los jóvenes y muchachos. Sin duda Richard era su héroe. También se encontraban allí todos los monjes para desear a su prior un buen viaje.

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