Los Pilares de la Tierra (81 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

—Pero, señor...

William levantó la voz.

—Cierra la boca o haré que te azoten.

Arthur palideció y guardó silencio.

—A partir de mañana —decidió William—, vamos a empezar a recorrer el Condado. Iremos a visitar cada una de las aldeas de mi propiedad y a sacudirlas para que se pongan en marcha. Tal vez tú no sepas cómo tratar a esos campesinos embusteros y quejumbrosos, pero yo sí. Pronto averiguaremos hasta qué punto se encuentra empobrecido mi Condado. Y, si me has mentido, juro por Dios que serás el primer ahorcado de los muchos que van a verse.

Además de Arthur, se llevó consigo a su escudero Walter, así como a los otros cuatro caballeros que habían luchado junto a él durante el pasado año. Ugly Gervase, Hugh Axe, Gilbert de Rennes y Miles Dice.

Todos ellos eran hombres grandotes y violentos, prontos a la cólera y dispuestos siempre a pelear. Cabalgaban con sus mejores caballos e iban armados hasta los dientes para imponer el terror entre los campesinos. William tenía el convencimiento de que un hombre se encontraba indefenso si la gente no le tenía miedo.

Era un día caluroso de fines de verano y, en los campos, se veían las gavillas de trigo. Aquella abundancia de riqueza visible enfureció más a William, al carecer él de dinero. Alguien tenía que estar robándole. A esas alturas, deberían sentirse ya demasiado atemorizados para atreverse a hacerlo. Su familia había obtenido el Condado al caer en desgracia Bartholomew. Sin embargo, él no tenía un céntimo mientras que el hijo de Bartholomew nadaba en la abundancia. La idea de que la gente le estuviera robando y que, al mismo tiempo, se rieran de su ignorancia, lo sacaba de quicio. Su cólera iba en aumento conforme cabalgaba.

Decidió empezar por Northbrook, una pequeña aldea bastante alejada del castillo. Los aldeanos componían una mezcla de siervos y hombres libres. William era el propietario de los siervos, los cuales nada podían hacer sin su permiso. En ciertas épocas del año, le debían un determinado número de horas de trabajo, además de una parte de sus propias cosechas. Los hombres libres sólo tenían que pagarle el alquiler, en dinero o en especie. Cinco de ellos iban retrasados en el pago. William suponía que ellos habían creído que podrían salirse con la suya al estar tan lejos del castillo. Sería un buen lugar para empezar la danza.

Había sido una larga cabalgada y el sol ya estaba alto cuando se acercaban a la aldea. Había veinte o treinta casas rodeadas de tres grandes campos, todos ellos cubiertos ya de rastrojos. Cerca de las casas, en el lindero de uno de los campos, había tres grandes robles agrupados. Al aproximarse más, William vio que la mayoría de los aldeanos se encontraban sentados a la sombra de los robles, al parecer comiendo. Espoleó a su caballo, recorrió a medio galope los últimos metros, y los demás le siguieron. Se detuvieron frente a los reunidos en medio de una nube de polvo.

Aquellas gentes se pusieron torpemente en pie, tragándose con precipitación su pan bazo e intentando quitarse el polvo de los ojos. La mirada recelosa de William observó un pequeño y curioso drama. Un hombre de mediana edad, de barba negra, habló en voz baja, pero con tono apremiante, a una rolliza muchacha que tenía en los brazos un gordito bebé de mejillas coloradas. Un joven se les acercó; pero el hombre de más edad se apresuró a obligarle a que se alejara. Luego, la muchacha, protestando al parecer, se alejó en dirección a las casas y desapareció entre el polvo. William quedó intrigado. Había algo furtivo en toda aquella escena y le hubiera gustado que madre estuviera allí para interpretarlo.

Decidió no hacer nada por el momento. Luego, habló a Arthur en voz lo bastante alta para que todos pudieran oírlo.

—Cinco de mis arrendatarios libres están retrasados en sus pagos, ¿no es así?

—Sí, señor.

—¿Quién es el peor?

—Athelstan hace dos años que no paga pero ha tenido muy mala suerte con sus cerdos...

William le interrumpió imponiendo su voz sobre la de Arthur.

—¿Quién de vosotros es Athelstan?

Se adelantó un hombre alto, de hombros hundidos, de unos cuarenta y cinco años. Estaba perdiendo pelo y tenía los ojos acuosos.

—¿Por qué no me pagas la renta? —inquirió William.

—Es una propiedad pequeña, señor, y no tengo gente que me ayude, ahora que mis muchachos se han ido a trabajar a la ciudad. Además hubo la fiebre porcina y...

—Un momento —le interrumpió William—. ¿A dónde fueron tus hijos?

—A Kingsbridge, señor, para trabajar en la nueva catedral, porque quieren casarse como tienen que hacer los jóvenes, y mi tierra no da para sostener a tres familias...

William almacenó en su memoria, para analizarla más adelante con detenimiento, la información de que aquellos jóvenes habían ido a trabajar en la catedral de Kingsbridge.

—De cualquier manera, tu propiedad es lo bastante grande para mantener a una familia. Sin embargo, sigues sin pagarme la renta.

Athelstan empezó a hablar de nuevo de sus cerdos. William lo contemplaba con expresión malévola sin escuchar siquiera.
Sé por qué no has pagado,
se dijo,
sabías que tu señor estaba enfermo y decidiste estafarle mientras se encontraba incapacitado para hacer valer sus derechos. Los otros cuatro estafadores pensaron lo mismo. ¡Nos robasteis cuando éramos débiles!

Por un momento sintió una enorme compasión de sí mismo.

Estaba seguro de que los cinco lo habían estado pasando en grande con su habilidad para robarles. Pues bien, ahora aprenderían la lección.

—Vosotros, Gilbert y Hugh, coged a ese campesino y mantenedlo quieto —ordenó con voz tranquila.

Athelstan todavía seguía hablando. Los dos caballeros desmontaron y se acercaron a él. La historia de la fiebre porcina no llegó a su fin. Los caballeros lo cogieron por los brazos. El hombre palideció de miedo.

William habló a Walter con la misma voz tranquila.

—¿Tienes tus guantes de cota de malla?

—Sí, señor.

—Póntelos. Dale a Athelstan una lección. Pero asegúrate de que queda vivo para que haga correr la noticia.

—Sí, señor.

Walter sacó de sus alforjas un par de manoplas de cuero con una excelente malla cosida a los nudillos y al dorso de los dedos, y se los calzó con deliberada lentitud. Los aldeanos observaban atemorizados, y Athelstan empezó a gemir de terror.

Walter se bajó del caballo, se aproximó a Athelstan y le golpeó en el estómago con el puño de malla. El ruido, al descargar el golpe, resonó de manera terrible. Athelstan se dobló en dos y se quedó sin respiración ni siquiera para gritar. Gilbert y Hugh le hicieron enderezarse y Walter le golpeó en la cara. Empezó a sangrar por la nariz y la boca. Entre los que miraban, una mujer que sin duda sería la suya, empezó a chillar precipitándose hacia Walter.

—¡Deteneos! ¡Dejadlo en paz! ¡No lo matéis! —gritaba.

Walter la apartó con violencia. Otras dos mujeres la retuvieron y le hicieron retirarse. Pero ella seguía chillando y forcejeando. Los demás campesinos, sublevándose en silencio, miraban a Walter golpear sistemáticamente a Athelstan hasta que su cuerpo quedó inerte, la cara cubierta de sangre y los ojos cerrados por la inconsciencia.

—¡Soltadlo! —dijo finalmente William.

Gilbert y Hugh soltaron a Athelstan, el cual se desplomó en el suelo y quedó inmóvil. Las mujeres soltaron a la esposa, la cual corrió hacia él sollozando y cayendo de rodillas. Walter se quitó las manoplas y limpió la malla de la sangre y los pequeños restos de piel y carne que habían quedado adheridos.

William perdió todo su interés por Athelstan. Recorrió con la mirada la aldea y vio una construcción de madera de dos pisos, al parecer nueva, levantada al borde del arroyo.

—¿Qué es eso? —preguntó a Arthur señalándola.

—No lo he visto hasta ahora, señor —repuso éste nervioso.

William pensó que mentía.

—Es un molino de agua, ¿verdad?

Arthur se encogió de hombros pero su indiferencia resultó poco convincente.

—No imagino qué otra cosa puede ser ahí junto al arroyo.

¿Cómo podía mostrarse tan insolente cuando acababa de ver a un campesino apaleado casi hasta la muerte por orden suya?

—¿Pueden mis siervos construir molinos sin mi permiso? —preguntó casi al borde de la desesperación.

—No, señor.

—¿Y sabes por qué está prohibido?

—Para que tengan que llevar su grano a los molinos del señor y pagarle por la molienda.

—Y el señor obtendrá beneficios.

—Sí, señor —Arthur habló con el tono condescendiente de quien explica a un niño algo elemental—. Pero si pagan una multa por construir el molino, el señor se beneficiará igualmente.

A William su tono le pareció exasperante.

—No, no se beneficiará lo mismo. La multa nunca alcanzaría a lo que de otra manera habrían de pagar los campesinos. Por eso les gusta construir molinos. Y, también por eso, mi padre jamás lo permitió.

Sin dar tiempo a que Arthur pudiera contestarle, espoleó su caballo y se dirigió al molino. Sus caballeros le siguieron llevando a la zaga a los aldeanos en desordenado grupo.

William desmontó. No cabía la menor duda de lo que era aquella construcción. Una gran rueda giraba a impulsos de la rápida corriente del arroyo. La rueda hacía girar un astil que atravesaba el muro lateral del molino. Era una construcción de madera sólida, hecha para que durara. Quien la había construido esperaba a todas luces ser libre para utilizarla durante años.

El molinero se encontraba en pie, junto a la puerta abierta, con una pretendida expresión de ofendida inocencia. En la habitación, detrás de él, había sacos de grano amontonados de forma ordenada. William desmontó. El molinero se inclinó ante él con un ademán cortés. Pero, ¿no había acaso en su mirada un atisbo de desdén? Una vez más, William tuvo la penosa sensación de que aquella gente creía que él era un don nadie y que su incapacidad para imponerles su voluntad le hacía sentirse impotente. Le embargaban la indignación y la frustración. Gritó furioso al molinero.

—¿Qué te hizo pensar que podrías salirte con la tuya? ¿Imaginas que soy tan estúpido? ¿Es eso? ¿Es eso lo que crees?

Y le dio al hombre un puñetazo en la cara.

El molinero lanzó un exagerado grito de dolor y cayó al suelo de manera premeditada.

William, pasando por encima de él, entró en el molino. El astil de la rueda exterior se hallaba conectado, con una serie de ruedas dentadas de madera, al astil de la muela en el piso de arriba. El grano molido caía a través de una tolva a la era a ras del suelo. El segundo piso, que tenía que soportar el peso de la muela, estaba sostenido por cuatro robustos maderos, cogidos sin duda del bosque de William sin su permiso. Si se cortaran esos maderos, toda la construcción se vendría abajo.

William volvió a salir. Hugh Axe (Hacha) llevaba sujeta a su montura el arma de la que había tomado el nombre.

—Dame tu hacha de combate —dijo William.

Hugh se la entregó.

William entró de nuevo y empezó a golpear los maderos de apoyo en el piso superior.

Le producía una satisfacción inmensa sentir los golpes del hacha contra la edificación que con tanto cuidado habían construido los campesinos en su intento de birlarle sus ingresos por molienda.
Ahora ya no se ríen de mí
, se dijo con bestial regocijo. Walter entró a su vez y se quedó mirando. William hizo una profunda hendidura en uno de los apoyos y luego cortó un segundo hasta la mitad. La plataforma superior, que soportaba el enorme peso de la muela, empezó a oscilar.

—Trae una cuerda —ordenó William.

Walter salió a buscarla.

William atacó los otros dos maderos y ahondó todo lo que se atrevió. La estructura estaba a punto para derrumbarse. Walter regresó con una cuerda. William la ató a uno de los maderos y luego sacó el otro extremo y lo amarró al cuello de su caballo de guerra.

Los campesinos observaban todos aquellos manejos en hosco silencio.

—¿Dónde está el molinero? —preguntó William una vez asegurada la cuerda.

El molinero se acercó manteniendo el aire de quien recibe un trato injusto.

—Átalo y mételo dentro, Gervase —dijo William.

El molinero intentó echar a correr; pero Gervase le puso la zancadilla, se sentó luego sobre él y le ató con correas las manos y los pies. Luego, los dos caballeros le agarraron. El molinero empezó a forcejear y a suplicar clemencia.

—No podéis hacer eso. Es asesinato. Ni siquiera un señor puede ir asesinando a la gente —protestó uno de los aldeanos adelantándose entre los reunidos allí.

—Si vuelves a abrir la boca te meteré adentro con él —le amenazó William apuntándole con un dedo tembloroso.

Por un instante, el hombre pareció desafiante. Luego lo pensó mejor y dio media vuelta.

Los caballeros salieron del molino. William hizo avanzar a su caballo hasta que la cuerda quedó tensa. Después le dio una palmada en la grupa, tensándola aún más.

El molinero empezó a gritar dentro de la casa. Eran alaridos que helaban la sangre. Eran las voces de un hombre poseído por un terror mortal, de un hombre que sabía que en cuestión de minutos iba a quedar aplastado hasta morir.

El caballo agitó la cabeza intentando aflojar la cuerda que le rodeaba el cuello. William le gritó y le asestó un puntapié en las ancas para que hiciera fuerza.

—¡Vosotros, tirad de la cuerda! —voces a sus hombres.

Los cuatro caballeros agarraron la cuerda tensa y unieron sus esfuerzos a los del caballo. Se alzaron en protesta las voces de los aldeanos; pero estaban demasiado aterrados para intervenir. Arthur se encontraba apartado de todos ellos, con aspecto de sentirse mal.

Los gritos del molinero se hicieron más agudos. William se imaginaba el terror ciego que debía embargar al hombre mientras esperaba su espantosa muerte. Se decía que ninguno de aquellos campesinos olvidaría jamás el castigo de los Hamleigh.

El madero crujió con fuerza. Se oyó un fuerte chasquido al romperse. El caballo saltó hacia delante y los caballeros soltaron la cuerda. Empezó a desplomarse una esquina del tejado. Las mujeres comenzaron a lanzar fuertes gemidos. Las paredes de madera del molino se estremecieron. Arreciaron los gritos del molinero. Hubo un potente estruendo al ceder el piso superior. Los chillidos enmudecieron de repente y el suelo tembló al caer la muela sobre la era. Las paredes se astillaron, el tejado se derrumbó y, al cabo de un instante, el molino se había convertido en un montón de leña con un muerto debajo.

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