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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (78 page)

El obispo Henry observaba a Tom con mirada penetrante.

—¿Has dibujado tus planos, Tom Builder?

—Sí, mi señor obispo. ¿Querríais verlos?

—Ciertamente.

—Tal vez quisierais seguirme.

Henry asintió, y Tom les condujo hasta su cobertizo, a unas yardas de distancia. Entró en la pequeña construcción de madera y salió con el plano del suelo, dibujado sobre argamasa con un gran marco de madera de cuatro pies de longitud. Apoyándolo contra el muro del cobertizo, se hizo atrás.

El momento era delicado. La mayoría de la gente no entendía los planos, pero los obispos y los señores aborrecían admitirlo, por lo que se hacía necesario explicarles la idea de manera que su ignorancia no quedara de manifiesto ante los demás. Claro que algunos obispos sí que la entendían, en cuyo caso se sentían insultados cuando un simple constructor pretendía darles explicaciones.

—Éste es el muro que estoy construyendo —dijo Tom, señalando nervioso el plano.

—Sí, a todas luces la fachada este —dijo Henry. Aquello daba respuesta al interrogante. Sabía leer perfectamente un plano—. ¿Por qué no tienen los cruceros naves laterales?

—Para economizar —contestó Tom al instante—. Pero como no empezaremos a construirlos hasta dentro de otros cinco años, si el monasterio sigue prosperando como ha hecho durante el primer año que lo ha regido el prior Philip, es posible que para entonces podamos permitirnos construir cruceros con naves laterales.

Había elogiado a Philip y contestado a la pregunta a un tiempo, y creía haberse mostrado bastante inteligente.

Henry asintió aprobador.

—Muy sensato el establecer un plan modesto dejando lugar al propio tiempo para una posible ampliación. Enséñame el alzado.

Tom sacó el alzado. Esa vez no hizo comentario alguno, sabedor de que Henry era capaz de entender lo que estaba mirando, tal como quedó confirmado con el comentario de Henry.

—Las proporciones tienen donosura.

—Gracias —dijo Tom. El obispo parecía complacido con todo—. Es una catedral modesta, pero será más luminosa y bella que la antigua —añadió Tom.

—¿Y cuánto tiempo llevará terminarla?

—Quince años con un trabajo ininterrumpido.

—Cosa que nunca ocurre. Sin embargo... ¿Puedes mostrarnos qué aspecto tendrá? Me refiero a alguien que la vea desde fuera.

Tom comprendió lo que decía.

—¿Os referís a un boceto?

—Sí.

—Ciertamente.

Tom volvió junto al muro que estaba construyendo, con el grupo del obispo detrás. Se arrodilló ante su esparavel y extendió sobre él una capa uniforme de argamasa, alisando la superficie. Luego, con la punta de su paleta, hizo un bosquejo del extremo occidental de la iglesia. Sabía que eso lo hacía muy bien. El obispo, su grupo y todos los monjes y trabajadores voluntarios que andaban por allí miraban fascinados. El dibujo siempre les parecía un milagro a quienes no sabían hacerlo. En unos minutos Tom había hecho un dibujo lineal de la cara oeste con tres portales arqueados, una gran ventana y dos torrecillas que la flanqueaban. Era un truco sencillo pero siempre causaba impresión.

—Extraordinario —dijo el obispo Henry una vez terminado el dibujo—. Que tu habilidad se vea bendecida por Dios.

Tom sonrió. Aquello representaba un poderoso respaldo a su nombramiento.

—Mi señor obispo, ¿tomaréis algún refrigerio antes de celebrar el oficio sagrado? —dijo el prior Philip.

—Con mucho gusto.

Tom sintió un gran alivio. Había superado felizmente la prueba.

—Os ruego que paséis a la casa del prior. Está enfrente —siguió diciendo Philip al obispo. El grupo se puso en movimiento. Philip apretó el brazo de Tom y dijo con un murmullo de júbilo contenido—: ¡Lo hemos conseguido!

Tom respiró aliviado al alejarse los dignatarios. Se sentía contento y orgulloso.

, se dijo,
lo hemos conseguido
. El obispo Henry estaba más que impresionado. Estaba pasmado, pese a su compostura. Era evidente que Waleran le había pintado una escena de letargo e inactividad, razón por la que había resultado mucho más llamativa. El resultado era que la malignidad de Waleran se había vuelto contra él, fortaleciendo el triunfo de Philip y Tom.

Mientras disfrutaba de la grata sensación de una victoria honrada, oyó una voz familiar.

—Hola, Tom Builder.

Al volverse se encontró con Ellen.

Tom se quedó pasmado. Los problemas de la catedral habían ocupado de tal forma su mente que durante todo el día no había pensado en ella. La contempló feliz. Estaba exactamente como cuando se fue: esbelta, la tez morena, el oscuro pelo que se agitaba como olas en una playa y aquellos ojos hundidos de un dorado luminoso. Le sonrió con aquella boca de labios gruesos que siempre le hacía pensar en besos.

Se sentía desbordado por el deseo apremiante de abrazarla, pero logró dominarse.

—Hola, Ellen —se forzó a decir con cierta dificultad.

—Hola, Tom —dijo un joven que la acompañaba.

Tom le miró con curiosidad.

—¿No te acuerdas de Jack? —dijo Ellen.

—¡Jack! —repitió Tom asombrado.

El muchacho había cambiado. Ahora ya era algo más alto que su madre y tenía ese físico huesudo que impulsaba a las abuelas a decir que un muchacho ha dado un fuerte estirón. Seguía teniendo el pelo rojo y brillante, la tez blanca y los ojos verdes, pero sus rasgos habían adquirido proporciones más atractivas e incluso era posible que algún día fuera guapo.

Tom miró de nuevo a Ellen. Por un momento se limitó a disfrutar con su contemplación. Quería decirle:
Te he echado de menos. No puedes ni imaginar cuánto te he echado de menos
, y casi estuvo a punto de hacerlo, pero no se atrevió.

—Bueno, ¿dónde habéis estado? —se limitó a preguntar.

—Hemos estado viviendo donde siempre lo hemos hecho, en el bosque —dijo ella.

—¿Y qué os ha hecho volver precisamente hoy?

—Nos enteramos de que pedíais voluntarios y sentimos curiosidad por saber cómo te iba. Y además no he olvidado que prometí volver un día.

—Me alegro de que lo hayas hecho —dijo Tom—. Tenía unos deseos enormes de verte.

—¿Sí? —Ellen parecía mostrarse cauta.

Era el momento que desde hacía un año había estado esperando y planeando, y cuando al fin llegaba se sentía atemorizado. Hasta entonces había sido capaz de vivir con la esperanza, pero si ese día Ellen le rechazaba, sabría que la habría perdido para siempre. Le asustaba empezar. El silencio se prolongaba. Tom aspiró con fuerza.

—Escucha —le dijo—. Quiero que vuelvas conmigo. Pero, por favor, no digas nada hasta que hayas escuchado lo que tengo que decirte..., por favor.

—Muy bien —repuso ella con un tono sin inflexiones.

—Philip es un prior muy bueno. El monasterio está prosperando cada vez más gracias a su buena administración. Mi trabajo aquí es seguro. Nunca más tendremos que volver a patear los caminos. Lo prometo.

—No fue porque...

—Lo sé. Pero quiero decírtelo todo.

—Muy bien.

—He construido una casa en la aldea con dos habitaciones y una chimenea, y puedo agrandarla. No tendremos que vivir en el priorato.

—Pero Philip es dueño de la aldea.

—Ahora Philip está en deuda conmigo. —Tom abarcó con un movimiento de brazo todo el panorama—. Sabe que no hubiera podido hacer todo esto sin mí. Si le pido que te perdone por lo que hiciste y que considere como penitencia suficiente el año que has pasado de exilio, estará de acuerdo. No puede negármelo en un día como éste.

—¿Y qué me dices de los chicos? —preguntó ella—. ¿Esperas que te contemple impávida correr la sangre de Jack cada vez que Alfred está irritado?

—En realidad creo tener la respuesta para ello —dijo Tom—. Alfred ahora es ya albañil. Tomaré a Jack como aprendiz mío. De esa manera Alfred no se sentirá resentido por la ociosidad de Jack. Y tú puedes enseñar a Alfred a leer y escribir, y de esa manera los dos muchachos se encontrarán en igualdad de condiciones. Los dos estarán trabajando y también los dos sabrán leer y escribir.

—Has pensado mucho sobre ello, ¿verdad? —dijo Ellen.

—Sí.

Tom esperó su reacción. No se le daba muy bien mostrarse persuasivo. Todo cuanto podía hacer era plantear la situación. Si al menos también en este caso pudiera hacer un bosquejo a Ellen...

Tenía la impresión de que no se le había escapado nada y que había dado respuesta a cualquier objeción. ¡Ellen tenía que aceptar! Pero todavía se mostraba vacilante.

—No estoy segura —dijo.

Tom sintió que perdía el dominio de sí mismo.

—Por favor, Ellen, no digas eso. —Temía echarse a llorar delante de toda aquella gente y sentía tal nudo en la garganta que apenas podía hablar—. ¡Te quiero tanto! Por favor, no vuelvas a irte —le suplicó—. Lo único que me ha mantenido con fuerzas para seguir adelante ha sido la esperanza de que volverías. No puedo soportar vivir sin ti. No cierres las puertas del paraíso. ¿No te das cuenta de que te quiero con todo mi corazón?

La actitud de ella cambió de pronto.

—¿Por qué no lo decías entonces? —musitó. Y se acercó a él, que la rodeó con los brazos—. Yo también te quiero, loco tonto —le dijo.

Tom se sintió flaquear de alegría.
De veras me quiere, de veras
, se dijo. La abrazó con fuerza y luego la miró a la cara.

—¿Querrías casarte conmigo, Ellen?

Ellen tenía los ojos llenos de lágrimas, pero también sonreía.

—Sí, Tom. Me casaré contigo —dijo levantando la cara.

Tom la atrajo con fuerza y la besó en la boca. Durante un año había soñado con aquello. Cerró los ojos concentrándose en el maravilloso contacto de los labios de Ellen contra los suyos. Ellen tenía la boca ligeramente abierta y los labios húmedos. El beso era tan exquisito que por un instante se olvidó de todo.

—¡No vayas a tragártela, hombre! —le dijo alguien cerca de ellos.

—¡Estamos en una iglesia! —le dijo Tom apartándose de ella.

—No me importa —le contestó ella alegremente, besándole de nuevo.

El prior Philip les había ganado por la mano una vez más, pensaba amargamente William mientras se encontraba sentado en casa del prior, bebiendo el vino aguado de Philip y comiendo dulces de la cocina del priorato. William necesitó algún tiempo para apreciar en todo su valor la brillante y total victoria de Philip. No hubo error alguno en la valoración original del obispo Waleran de la situación.

Era verdad que Philip andaba corto de dinero y que tendría grandes dificultades para construir una catedral en Kingsbridge. Pero, pese a ello, el astuto monje había hecho un tenaz progreso, había contratado a un maestro constructor, comenzado la obra y luego, con un hábil juego de manos, había conjurado unas numerosas fuerzas laborales para embaucar al obispo Henry. Y éste había quedado gratamente impresionado, tanto más cuanto que Waleran le había presentado de antemano una imagen realmente desoladora.

Y además el condenado monje sabía que había ganado. No podía borrar del rostro aquella sonrisa triunfal. En aquellos momentos conversaba animadamente con el obispo Henry sobre razas de ovejas y el precio de la lana, y Henry le escuchaba con extrema atención, casi con respeto, mientras que prácticamente ignoraba a los padres de William, que eran mucho más importantes que un simple prior. Philip lamentaría ese día. Nadie podía permitirse superar a los Hamleigh y salirse con la suya. No habrían alcanzado la alta posición que tenían permitiendo a monjes situarse por encima de ellos. Bartholomew de Shiring les había insultado y murió en una prisión de traidores. Philip no saldría mejor parado.

Tom Builder era otro hombre que lamentaría haber provocado a los Hamleigh. William no había olvidado el desafío de Tom en Durstead, sujetando la cabeza de su caballo y obligándole a pagar a los trabajadores. Y hoy mismo, Tom le había llamado con absoluta falta de respeto "el joven Lord William". Ahora sin duda estaba a partir un piñón con Philip, construyendo catedrales y no mansiones. Aprendería a su costa que era preferible correr el albur con los Hamleigh que aunar fuerzas con sus enemigos.

William permaneció sentado, echando chispas en silencio hasta que el obispo Henry, poniéndose en pie, se mostró dispuesto a celebrar el oficio sagrado. El prior Philip hizo una seña a un novicio, que salió corriendo de la habitación. Un instante después empezó a sonar una campana.

Todos salieron de la casa. El primero en hacerlo fue el obispo Henry seguido del obispo Waleran, en tercer lugar el prior Philip, y finalmente los seglares. Todos los monjes estaban esperando fuera y se pusieron en fila detrás de Philip formando una procesión. Los Hamleigh hubieron de cerrar la marcha.

Toda la parte occidental del recinto del priorato estaba ocupada por los voluntarios, sentados sobre muros y tejados. Henry subió a una plataforma en el centro del lugar en construcción. Los monjes se situaron detrás de él formando hileras, donde habría de estar el coro de la nueva catedral. Los Hamleigh y los demás miembros seglares del séquito del obispo se dirigieron a donde habría de estar la nave.

Al ocupar sus lugares, William vio a Aliena.

Tenía un aspecto muy diferente. Su indumentaria era de ínfima calidad, calzaba zuecos de madera y los abundantes bucles que le enmarcaban la cara estaban húmedos de sudor. Pero desde luego era Aliena y seguía siendo tan hermosa que se le secó la garganta y se quedó mirándola sin poder apartar la vista, mientras empezaba el oficio y en el recinto del priorato se alzaron mil voces diciendo el padrenuestro.

Aliena pareció acusar el impacto de su mirada, porque se mostraba inquieta, apoyándose ora en un pie, ora en otro, mientras paseaba la mirada en derredor como buscando algo, finalmente se encontró con los ojos de William. En su cara se reflejó una expresión de horror y miedo, y retrocedió sobrecogida aunque se encontraba a unas diez yardas de él y separada por docenas de personas. El miedo de Aliena la hacía tanto más deseable para William y sintió que su cuerpo reaccionaba como no lo había hecho durante todo el año. La lujuria que Aliena le inspiraba estaba mezclada con el resentimiento que sentía a causa del hechizo que le había lanzado. Aliena enrojeció y bajó la vista como si estuviera avergonzada. Cambió unas breves palabras con un muchacho que estaba junto a ella, su hermano, claro, se dijo William, reconociendo el rostro al evocar como un relámpago el erótico recuerdo. Luego dio media vuelta y desapareció entre la multitud.

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