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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Los Pilares de la Tierra (76 page)

—Sí, esperemos que dé resultado —dijo Philip.

3

En la víspera de Pentecostés, Philip no pegó ojo en toda la noche.

Había estado luciendo el sol durante toda la semana, algo que encajaba perfectamente con su plan ya que el buen tiempo induciría a más gente a presentarse voluntaria, pero el sábado al anochecer empezó a llover. Permanecía despierto escuchando con desconsuelo el tamborileo de las gotas de lluvia sobre el tejado y el viento entre los árboles. Tenía la impresión de que había rezado bastante. Dios ya debía tener plena conciencia de las circunstancias.

Durante el domingo anterior cada uno de los monjes del priorato había visitado una o más iglesias para hablar a los fieles y decirles que podrían alcanzar el perdón de sus pecados si trabajaban los domingos en la construcción de la catedral. En Pentecostés obtendrían el perdón del año anterior, y a partir de ese momento un día de trabajo equivaldría a una semana de pecados ordinarios, excluidos naturalmente el asesinato y el sacrilegio. El propio Philip había ido a la ciudad de Shiring y había hablado en cada una de sus cuatro iglesias parroquiales. A Winchester había enviado a dos monjes para que visitaran tantas pequeñas iglesias como les fuera posible, de las que existían en aquella ciudad. Winchester estaba a dos días de distancia pero las fiestas de Pentecostés se prolongaban durante seis días y la gente solía hacer ese viaje para asistir a una gran feria o a algún oficio sagrado espectacular. En definitiva, muchos miles de fieles habían escuchado el mensaje. Lo que no era posible saber era cuántos responderían a la llamada.

Durante el resto del tiempo todos habían estado trabajando en el enclave de la construcción. El buen tiempo y los días más largos de principios de verano habían ayudado mucho, y se había llevado a cabo la mayor parte de lo que Philip había esperado tener. Se habían echado los cimientos para el muro de la parte más oriental del presbiterio. Se había cavado en toda su profundidad la zanja de algunos de los cimientos del muro norte, dejándola preparada para que se colocaran las piedras de los cimientos. Tom había construido suficientes mecanismos de levantamiento para mantener a buen número de personas ocupadas en cavar el resto de la inmensa fosa. Además, en la orilla del río se amontonaba la madera enviada río abajo por los leñadores, así como las piedras de la cantera, todo lo cual había de ser acarreado ladera arriba hasta el enclave de la catedral. Allí había trabajo para centenares de personas.

Pero, ¿acudiría alguien?

A medianoche, Philip se encaminó bajo la lluvia hasta la cripta para los maitines. Al volver del oficio sagrado, la lluvia había cesado. No volvió a acostarse sino que se sentó a leer. Durante esos días el tiempo de que disponía para el estudio y la meditación era entre la medianoche y la madrugada, ya que durante todo el día estaba ocupado con la administración del monasterio.

Sin embargo, esa noche le resultaba difícil concentrarse y su mente volvía siempre a las perspectivas del día que se avecinaba y las posibilidades de éxito o fracaso. Al día siguiente podía perder todo por cuanto había trabajado durante el año anterior, y aún más. Se le ocurrió, quizás porque se sentía fatalista, que no debería buscar el éxito para su propia satisfacción. ¿Acaso era su orgullo el que estaba allí en juego? El orgullo era el pecado ante el que era más vulnerable. Luego pensó en toda la gente que dependía de él para que la apoyara, la protegiera y la empleara. Los monjes, los servidores del priorato, los canteros, Tom y Alfred, los aldeanos de Kingsbridge y los fieles de todo el condado. Al obispo Waleran no le importarían como le importaban a Philip. Waleran parecía creer que tenía derecho utilizar a la gente como le pareciera, al servicio de Dios. Philip creía que el preocuparse por la gente era servir a Dios. A eso se refería la salvación. No, la voluntad de Dios no podía ser que el obispo Waleran se saliera con la suya en esta pugna. Que mi orgullo está en juego, sólo un poco, admitía Philip para sí, pero en la balanza hay también muchas almas de hombres.

Por fin el alba rompió la noche, y una vez más se encaminó a la cripta, en esa ocasión para el oficio sagrado de prima. Los monjes estaban inquietos y excitados. Sabían que ese día era crucial para su futuro. El sacristán celebró presuroso el oficio y una vez más se lo perdonó Philip.

Cuando salieron de la cripta y enfilaron hacia el refectorio para desayunar ya era completamente de día y el cielo era de un azul límpido y despejado. Dios había enviado al fin el tiempo por el que habían orado. Era un buen comienzo.

Tom Builder sabía que ese día su futuro estaba en juego.

Philip le había mostrado la carta del prior de Canterbury. Tom estaba seguro de que si la catedral se construía en Shiring, Waleran contrataría a su propio maestro constructor. No querría utilizar un diseño aprobado por Philip y tampoco arriesgarse a emplear a alguien que acaso fuera leal al prior. Para Tom, era Kingsbridge o nada. Era la única oportunidad que jamás tendría de construir una catedral, y en esos momentos peligraba.

Le invitaron a asistir aquella mañana a capítulo con los monjes. Ello ocurría de vez en cuando. Por lo general se debía a que iban a tratar del programa de construcción y era posible que necesitaran de su experta opinión en temas como el diseño, el costo o los plazos de tiempo. Ese día iba a hacer los preparativos para dar trabajo a los voluntarios, si es que acudía alguno; quería que aquel lugar fuera un hervidero de actividad laboriosa y eficiente cuando llegara el obispo Henry.

Permaneció sentado pacientemente durante las lecturas y las oraciones, sin comprender las palabras latinas, pensando en sus planes del día. Finalmente Philip volvió de nuevo al inglés y le pidió que esbozara la organización del trabajo.

—Yo me encontraré construyendo el muro este de la catedral y Alfred estará colocando las piedras de los cimientos —empezó diciendo Tom—. En ambos casos el objetivo es mostrar al obispo Henry lo adelantada que está la construcción.

—¿Cuántos hombres necesitaréis para ayudaros? —le preguntó Philip.

—Alfred necesitará dos peones para que le lleven las piedras. Utilizará material de las ruinas de la iglesia vieja; también necesitará a alguien para que le mezcle la argamasa. Yo también necesitaré un mezclador de argamasa y dos peones. Alfred podrá utilizar piedras de cualquier forma siempre que estén lisas por arriba y por debajo, pero mis piedras deberán estar debidamente preparadas ya que serán visibles por encima del suelo, de manera que he traído conmigo de la cantera dos cortadores de piedra para que me ayuden.

—Todo eso es muy importante para causar buena impresión al obispo Henry, pero la mayoría de los voluntarios estarán cavando para los cimientos —dijo Philip.

—Así es. Están marcados los cimientos de todo el presbiterio de la catedral y en la mayoría de ellos sólo se han cavado unos cuantos pies de profundidad. Los monjes deberán manejar el sistema de alzamiento. Ya he dado instrucciones al respecto a varios de ellos, y los voluntarios pueden llenar los baldes.

—¿Qué pasará si llegan más voluntarios de los necesarios? —preguntó Remigius.

—Podemos dar trabajo a todos los que lleguen —dijo Tom—. Si no tenemos suficientes artilugios de alzamiento, la gente podrá sacar la tierra de las zanjas en cubos y cestos. El carpintero habrá de estar por allí para hacer más escalas; disponemos de la madera.

—Pero hay un límite para el número de personas que puedan bajar a ese foso de los cimientos —insistió Remigius.

Tom tenía la impresión de que Remigius sólo quería discutir.

—Podrán bajar varios centenares. Es un foso inmenso —dijo Tom malhumorado.

—¿Hay que hacer algún otro trabajo además de cavar? —le preguntó Philip.

—Desde luego —repuso Tom—. Hay que acarrear madera y piedra desde la orilla del río hasta arriba, al emplazamiento. Los monjes habréis de aseguraros de que los materiales quedan apilados en los lugares adecuados del enclave. Las piedras habrán de colocarse junto a las zanjas de los cimientos pero fuera de la iglesia para que no entorpezcan el trabajo. El carpintero os dirá dónde habrá que poner la madera.

—¿Carecerán todos los voluntarios de experiencia? —preguntó Philip una vez más.

—No forzosamente. Si nos llega gente de las ciudades es posible que haya algunos artesanos. Al menos así lo espero. Tendremos que descubrirlos y hacer uso de sus habilidades. Los carpinteros podrán construir viviendas para el trabajo invernal. Cualquier albañil puede cortar piedras y echar los cimientos. Si hubiera algún herrero podríamos ponerle a trabajar en la herrería de la aldea, haciendo herramientas. Toda esa clase de cosas serán de una tremenda utilidad.

—Todo ha quedado bien claro —dijo Milius, el tesorero—. Me gustaría poner manos a la obra. Ya hay algunos aldeanos esperando a que se les diga lo que tienen que hacer.

Había algo más que Tom necesitaba decirles, algo importante aunque sutil, y trataba de encontrar las palabras adecuadas. Los monjes podían mostrarse arrogantes e indisponer a los voluntarios.

Tom quería que aquel día el trabajo fuera sobre ruedas y con alegría.

—Yo ya he trabajado con voluntarios —empezó diciendo—. Es importante que no se los trate... que no se los trate como a sirvientes. Podemos pensar que están trabajando para alcanzar una recompensa celestial y que, por lo tanto, trabajarán con más ahínco que si lo hicieran por dinero, pero no es forzoso que todos piensen así. Algunos creerán que están trabajando por nada y, por lo tanto, haciéndonos un gran favor, y si nos mostramos desagradecidos, trabajarán despacio y cometerán errores. Lo mejor será dirigirles con amabilidad.

Su mirada se encontró con la de Philip y observó que el prior reprimía una sonrisa, como si supiera los temores que se ocultaban bajo las palabras melifluas de Tom.

—Bien dicho —asintió Philip—. Si les tratamos bien, se sentirán felices y a sus anchas, creándose así un buen ambiente que impresionará de manera positiva al obispo Henry. —Miró en derredor a los monjes allí reunidos—. Si no hay más preguntas, pongamos manos a la obra.

Bajo la protección del prior Philip, Aliena había disfrutado de un año de seguridad y prosperidad.

Todos sus planes se habían cumplido. Ella y Richard habían recorrido el distrito rural comprando lana a los campesinos durante toda la primavera y el verano, vendiéndosela a Philip tan pronto como tenían un saco de lana. Y habían dado fin a la temporada con cinco libras de plata.

Su padre había muerto unos días después de su visita, aunque no lo supo hasta Navidad. Localizó su tumba —luego de gastar en sobornos gran parte de la plata tan duramente ganada— en un cementerio de mendigos en Winchester; había llorado amargamente, no sólo por él sino también por la vida que habían pasado juntos, segura y libre de preocupaciones, una vida que nunca más volvería. En cierto modo, ya le había dicho adiós antes de que muriera. Cuando abandonó la prisión supo que jamás volvería a verle. Pero también, como quiera que fuese, se hallaba todavía con ella porque estaba ligada al juramento que le hiciera y se había resignado a pasar su vida cumpliendo su voluntad.

Durante el invierno, ella y Richard habían vivido en una pequeña casa adosada al priorato de Kingsbridge. Habían construido una carreta, comprando las ruedas al carretero de Kingsbridge, y en la primavera adquirieron un buey joven para arrastrarla. La temporada de esquilado estaba en esos momentos en pleno auge y ya habían ganado más dinero de lo que les había costado el buey y la nueva carreta. El próximo año tal vez pudiera contratar a un hombre que la ayudara y encontrar un puesto de paje para Richard en casa de alguien perteneciente a la pequeña nobleza para que pudiera empezar el aprendizaje de caballero.

Pero todo dependía del prior Philip.

Al ser una joven de dieciocho años que vivía por sí misma, seguían considerándola presa fácil todos los ladrones y también muchos comerciantes legales. Había intentado vender un saco de lana a los mercaderes de Shiring y Gloucester sólo para averiguar qué ocurriría, y en ambas ocasiones le habían ofrecido la mitad de su precio. En una ciudad nunca había más de un mercader, de manera que sabían que no tenía alternativa. Con el tiempo tendría su propio almacén y vendería todas sus existencias a los compradores flamencos. Pero eso aún quedaba muy lejos. Entretanto dependía de Philip.

Y, de pronto, la posición de Philip se había hecho precaria.

Aliena se mantenía en constante alerta frente al peligro de los proscritos y los ladrones, pero cuando todo parecía sobre ruedas, sufrió un inmenso sobresalto al verse amenazado inesperadamente su modo de ganarse la vida.

Richard no quería trabajar en Pentecostés para la construcción de la catedral, lo que a Aliena le pareció un gran desagradecimiento por su parte. Le obligó a aceptar y poco después de salir el sol ambos recorrieron las pocas yardas que les separaban del recinto del priorato. Casi toda la aldea se había concentrado allí, treinta o cuarenta hombres, algunos con sus mujeres e hijos. Aliena quedo sorprendida hasta que recordó que el prior Philip era su señor y que cuando el señor pedía voluntarios probablemente lo más prudente era acudir. Durante el año anterior había adquirido una nueva y sorprendente perspectiva de las vidas de la gente corriente.

Tom Builder estaba distribuyendo el trabajo entre los aldeanos. Richard se dirigió de inmediato a hablar con Alfred, el hijo de Tom; tenían casi la misma edad. Richard tenía quince años y Alfred alrededor de un año más, y todos los domingos jugaban a la pelota con los otros chicos de la aldea; también estaba allí la niña pequeña, Martha, pero la mujer, Ellen, y el muchacho de extraño aspecto, habían desaparecido, nadie sabía a dónde. Aliena recordó el día en que la familia de Tom llegó a Earlcastle. Por entonces estaban en la miseria. Fueron rescatados de ella por el prior Philip, al igual que Aliena.

A Aliena y a Richard se les proporcionó palas y se les dijo que cavaran para los cimientos. El suelo estaba húmedo pero como había salido el sol pronto se secaría la superficie. Aliena empezó a cavar con energía. Aunque había cincuenta personas trabajando en ello, necesitaron mucho tiempo para que los hoyos parecieran bastante profundos a la vista. Richard descansaba con frecuencia sobre su pala.

—¡Cava si quieres llegar a ser caballero alguna vez! —le dijo Aliena en una ocasión, pero de nada sirvió.

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