Los Pilares de la Tierra (169 page)

Read Los Pilares de la Tierra Online

Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Y entonces
, se dijo en su fuero interno,
Thomas podría impedir los diabólicos planes de Waleran.

—Voy a proponérselo al rey —le comunicó Francis.

—Y yo a Thomas.

Sonó la campana del monasterio. Los dos hermanos se pusieron en pie.

—Muéstrate persuasivo —pidió Philip—. Si esto da resultado, Thomas podrá volver a Canterbury y si Thomas regresa, Waleran Bigod estará acabado.

Se reunieron en una bonita pradera a la orilla de un río, en la frontera entre Normandía y el reino de Francia, cerca de las ciudades Friteval y Vievy-le-Raye. El rey Henry se encontraba ya allí cuando Thomas llegó con el arzobispo William de Sens. Philip, que formaba parte del séquito de Thomas, divisó a su hermano Francis. Estaba con el rey en el extremo más alejado del campo.

Henry y Thomas habían llegado a un acuerdo. En teoría.

Ambos habían aceptado el compromiso por el cual el beso de paz se daría durante una misa de reconciliación cuando Becket hubiera regresado a Inglaterra. Sin embargo, el trato no quedaba cerrado hasta que ellos dos no se hubieran reunido.

Thomas cabalgó hasta el centro del campo, dejando atrás a su gente y Henry hizo lo mismo, mientras todos les observaban conteniendo el aliento.

Hablaron durante muchas horas.

Nadie podía oír lo que estaban diciendo. Pero todos podían imaginarlo. Hablaban de las ofensas de Henry a la Iglesia, de la manera en que los obispos ingleses habían desobedecido a Thomas, de las controvertidas Constituciones de Clarendon, del exilio de Thomas, del papel desempeñado por el Papa. En un principio Philip había temido una furiosa discusión entre ellos y que se separaran más enemigos que nunca. Con anterioridad habían estado ya a punto de llegar a un acuerdo, reuniéndose como ahora; y, de repente, había surgido algo que hirió la susceptibilidad de alguno de ellos o de ambos, se produjo un intercambio de ásperas palabras, y se separaron furiosos, cada uno de ellos culpando al otro por su intransigencia. Pero cuanto más se prolongaba la conversación más optimista se sentía Philip. Tenía la impresión de que si alguno de los dos estuviera dispuesto a hacer un plante y marcharse, esto habría ocurrido hacía tiempo.

La calurosa tarde estival empezó a refrescar y la sombra de los olmos se alargaba a través del río, la tensión era ya insoportable.

Al final algo sucedió. Thomas se movió.

¿Se disponía a alejarse cabalgando? No. Estaba desmontando.

¿Qué significaría eso? Philip vigilaba conteniendo el aliento. Thomas, una vez en tierra firme, se acercó a Henry y se arrodilló a los pies del rey.

El rey bajó a su vez del caballo y abrazó a Thomas.

Los cortesanos de ambos lados empezaron a vitorear y a lanzar los sombreros al aire.

Thomas sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. El conflicto había quedado resuelto, gracias al sentido común y a la buena voluntad. Así era como deberían solucionarse todas las cosas.

Tal vez fuera un presagio.

2

Era el día de Navidad y el rey estaba fuera de sí. William Hamleigh se sentía aterrado. Sólo había conocido a una persona con un genio como el del rey Henry y esa persona era su madre. Henry resultaba casi tan aterrador como ella. De cualquier manera era un hombre intimidador con aquellos hombros anchos, con su pecho poderoso y la enorme cabeza. Pero cuando se enfurecía, se le inyectaban en sangre los ojos de un azul grisáceo, se le congestionaba la cara pecosa y su habitual inquietud se transformaba en el furioso deambular de un oso enfurecido.

Se encontraban en Bur-le-Roi, un pabellón de caza de Henry que se alzaba en un parque cerca de la costa de Normandía. El monarca debería haberse sentido feliz. Lo que más le gustaba en el mundo era cazar y aquél era uno de sus lugares favoritos. Pero estaba furioso.

Y el motivo era el arzobispo Thomas de Canterbury.

—¡Thomas, Thomas, Thomas! ¡Eso es cuanto oigo de vuestros apestosos prelados! ¡Thomas hace esto, Thomas hace aquello, Thomas os ha insultado. Thomas es injusto con vos! ¡Estoy harto de Thomas!

William observaba de manera furtiva las caras de los condes, los obispos y otros dignatarios sentados a la mesa de la comida de navidad en el gran salón. La mayoría de ellos parecían nerviosos.

Sólo uno se mostraba satisfecho. Waleran Bigod.

Waleran había predicho que Henry volvería a pelearse pronto con Thomas. Decía que Thomas había ganado con demasiada autoridad, que el plan del Papa obligaba al rey a consentir en exceso y que surgirían nuevas disputas cuando Thomas intentara beneficiarse de las promesas reales. Pero Waleran no se había limitado a sentarse y ver lo que ocurría. Había trabajado con ahínco para que su predicción se hiciera realidad. Con la ayuda de William, presentaba continuas quejas ante Henry sobre lo que Thomas estaba haciendo desde que regresó de Inglaterra. Cabalgaba por todo el país con un ejército de caballeros, visitando a sus compinches, tramando todo tipo de planes traicioneros y castigando a los clérigos que habían ayudado al rey durante su exilio. Waleran bordaba todos aquellos informes antes de pasárselos al rey. Pero en cuanto decía había algo de verdad. Sin embargo, estaba animando las llamas de una hoguera que ya ardía bien. Todos aquellos que abandonaran a Thomas durante los seis años que duró la disputa y que en esos momentos vivían con el temor de la venganza, estaban más que dispuestos a difamarle ante el soberano.

De manera que Waleran se mostraba satisfechísimo cuando Henry se enfureció. Y no dejaba de ser comprensible ya que era uno de los más perjudicados con el regreso del arzobispo, el cual se había negado a confirmar el nombramiento de Waleran como obispo de Lincoln. Y por otra parte había presentado su propio candidato para el obispado de Kingsbridge. El prior Philip. De manera que, si Thomas se salía con la suya, Waleran perdería Kingsbridge y no obtendría Lincoln. Quedaría arruinado.

También se resentiría la posición de William. Con Aliena sustituyendo al conde, Waleran anulado, Philip confirmado obispo y sin duda Jonathan prior de Kingsbridge, William quedaría aislado, sin un solo aliado en el Condado. Ése era el motivo de que se hubiera unido a Waleran en la corte real para colaborar en la tarea de socavar el ya débil acuerdo entre el rey Henry y el arzobispo Thomas.

Nadie había comido mucho de los cisnes, gansos, pavos reales y patos presentados en la mesa. William que, siempre comía y bebía hasta hartarse, sólo mordisqueaba pan y tomaba sorbos de "posset", una bebida hecha con cerveza, leche, huevos y nuez moscada para tranquilizar su bilioso estómago.

La ira de Henry había estallado ante la noticia de que Thomas había enviado una delegación a Tours, donde se encontraba el Papa Alejandro, quejándose de que Henry no había cumplido con su parte del tratado de paz.

—No habrá paz hasta que hagáis ejecutar a Thomas —dijo Enjuger de Bohun, uno de los viejos consejeros del rey.

William quedó atónito.

—¡Ésa es la verdad! —rugió Henry.

William estaba convencido de que Henry había considerado aquella observación como una reflexión pesimista y no como una sugerencia seria. A pesar de ello tenía la sensación de que Enjuger no lo había dicho a la ligera.

—Cuando estuve de paso en Roma a mi regreso de Jerusalén, oí hablar de un Papa que había sido ejecutado por su insufrible insolencia. Maldito si recuerdo ahora su nombre —terció William Malvoisin a modo de comentario indiferente.

—Parece que no se puede hacer nada más con Thomas. Mientras siga viviendo fomentará la sedición dentro y fuera del país —manifestó el arzobispo de York.

Aquellas tres declaraciones parecieron a William orquestadas.

Miró a Waleran, que en ese mismo instante tomó la palabra.

—Ciertamente resulta inútil apelar al buen sentido de Thomas.

—¡Callaos todos vosotros! —vociferó el rey—. ¡Ya he oído suficiente! ¡No hacéis otra cosa que lamentaros! ¿Cuándo moveréis vuestros traseros y haréis algo al respecto? —Se echó al coleto un trago de cerveza de su cubilete—. ¡Esta cerveza sabe a orines! —gritó furioso.

Apartó la silla y todos se apresuraron a ponerse en pie. Se levantó y, con paso airado, salió de la habitación.

Se hizo un silencio inquieto.

—El mensaje no puede estar más claro, mis Lores. Hemos de levantarnos de nuestros asientos y hacer algo respecto a Thomas —dijo por fin Waleran.

—Creo que debemos enviar una delegación a Thomas para llamarle al orden —sugirió William Mandeville, el conde de Essex.

—¿Y qué haréis si se niega a atenerse a razones? —preguntó Waleran.

—Creo que entonces deberíamos arrestarle en nombre del rey.

Varios de ellos empezaron a hablar a la vez. La asamblea se disolvió en grupos más pequeños. Quienes rodeaban al conde Essex empezaron a proyectar su delegación a Canterbury. William vio a Waleran con dos o tres caballeros jóvenes. Entonces, lo buscó a él con la mirada y le hizo seña de que se acercara.

—La delegación de William Mandeville no servirá de nada. Thomas los puede manejar con una mano atada a la espalda.

—Algunos de nosotros pensamos que ha llegado el momento de medidas más drásticas —planteó Reginald Fitzurse mirando con frialdad a William.

—¿Qué quieres decir? —le preguntó éste.

—Ya has oído lo que ha dicho Enjuger.

—Ejecución —espetó Richard le Bret, un muchacho de unos dieciocho años.

William se quedó helado al oír aquella palabra. Así que iba en serio. Miró a Waleran.

—¿Pediréis la bendición del rey?

Fue Reginald el que contestó.

—Imposible. No puede sancionar algo así de antemano —sonrió diabólico—. Pero después sí que puede recompensar a sus leales servidores.

—Bien, William. ¿Estás con nosotros? —le preguntó el joven Richard.

—No estoy seguro —repuso William. Se hallaba excitado y asustado a un tiempo—. Tengo que pensarlo.

—No hay tiempo para pensar. Tendremos que ir ahora. Hemos de llegar a Canterbury antes que William Mandeville, de lo contrario los suyos nos estorbarán.

—Necesitaran ir acompañados de un hombre mayor para dirigirles y planear la operación —dijo Waleran a William.

William estaba desesperadamente ansioso por aceptar. Aunque no sólo resolvería todos sus problemas sino que probablemente el rey le concedería un condado por ello.

—¡Pero matar a un arzobispo debe ser un pecado terrible! —dijo.

—No te preocupes por eso —le aseguró Waleran—. Yo te daré la absolución.

La enormidad de lo que iban a hacer planeaba sobre William como un nubarrón tormentoso mientras el grupo de asesinos cabalgaba a través de Inglaterra. No podía pensar en otra cosa. Le era imposible comer o dormir. Se comportaba de manera extraña y hablaba distraído. Cuando el barco arribó a Dover se encontraba dispuesto a abandonar el proyecto.

Llegaron al castillo de Saltwood, en Kent, tres días después de Navidad, un lunes por la noche. El castillo pertenecía al arzobispo de Canterbury, pero durante el exilio lo había ocupado Ranulf de Broc, quien se había negado a devolverlo. En realidad una de las quejas que había presentado Thomas al Papa era la de que el rey Henry no le había devuelto el castillo.

Ranulf hizo cambiar de idea a William.

En ausencia del arzobispo, Ranulf había asolado Kent, aprovechándose de la falta de autoridad al igual que hizo William en otros tiempos. Y estaba dispuesto a cualquier cosa para poder seguir haciendo lo que le viniera en gana. Se mostró entusiasta con el plan y expresó su satisfacción ante la oportunidad de tomar parte. Empezó a discutir los detalles de inmediato con evidente fruición. Su enfoque realista despejó la bruma de temor supersticioso que enturbiara la visión de William, y empezó a imaginar una vez más lo que sería volver a ser conde, sin que nadie le dijera lo que había de hacer.

Se pasaron la mayor parte de la noche planificando la operación.

Con la punta de un cuchillo, Ranulf dibujó sobre la mesa un plano del recinto de la catedral y del palacio arzobispal. Los edificios monásticos se encontraban en el lado norte de la iglesia, lo que era desusado, pues lo normal era que estuvieran en la parte sur, como en Kingsbridge. El palacio del arzobispo se hallaba unido a la esquina noroeste del templo. Se entraba en él desde el patio de la cocina. Mientras elaboraban el plan, Ranulf envió jinetes a sus guarniciones de Dover, Rochester y Blethingley, ordenando a sus caballeros que se reunieran con él por la mañana en el camino de Canterbury. Hacia el amanecer los conspiradores se fueron a dormir una hora o dos.

Después del largo viaje a William le dolían las piernas de una forma espantosa. Confiaba en que ésa fuera la última operación militar que tuviese que hacer. Pronto cumpliría los cincuenta y cinco, si había calculado bien, y se estaba haciendo demasiado viejo para tales cosas.

Pese a su cansancio y a la animosa influencia de Ranulf seguía sin poder dormir. La idea de matar a un arzobispo era demasiado aterradora, a pesar de que ya hubiera sido absuelto de su pecado. Tenía miedo de las pesadillas que pudieran atormentarle si llegara a dormirse.

Habían concebido un buen plan de ataque. Desde luego saldría mal. Siempre había algo que iba mal. Lo importante era mostrarse lo bastante flexible para poder habérselas con los imprevistos. Pero fuese como fuese no resultaría demasiado difícil, para un grupo de luchadores profesionales, dominar a un puñado de monjes afeminados.

La luz difusa de una gris mañana invernal penetró en la habitación a través de las ventanas semejantes a flechas. Al cabo de un rato William se levantó. Intentó decir sus oraciones pero le fue imposible. Los otros también se levantaron temprano. Desayunaron juntos en el zaguán. Además de William y Ranulf se encontraban allí Reginald Fitzurse, el que William había designado jefe del grupo de ataque, Richard le Bret, el jovenzuelo del grupo, William Tracy, el de más edad y Hugh Morville, el de más alto rango.

Se endosaron las armaduras y se pusieron en camino, montando caballos de Ranulf. Hacía un frío glacial y el cielo estaba oscuro, cubierto de nubes grises y bajas como si fuera a nevar. Siguieron por el viejo camino llamado Stone Street. Al cabo de dos horas y media, se les unieron otros varios caballeros.

Tenían como punto de reunión definitivo la abadía de Saint Agustine, en las afueras de la ciudad. Ranulf había asegurado a William que el abad era un antiguo enemigo de Thomas. De todos modos, William había decidido decirle que estaban allí para detener a Thomas, no para matarle. Debían mantener la ficción hasta el último momento. Nadie debería saber el verdadero objetivo real de la operación salvo el propio William, Ranulf y los cuatro caballeros venidos de Francia.

Other books

And No Birds Sang by Farley Mowat
The Mothman Prophecies by John A. Keel
Hieroglyph by Ed Finn
The Stonecutter by Camilla Läckberg
Touched by Fire by Greg Dinallo
Seduction: The Story of M by L. A. Cloutier