Los Pilares de la Tierra (172 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Dieron media vuelta y echaron a correr.

Philip les vio atravesar la nave, blandiendo las espadas para apartar a los fieles.

Cuando los asesinos se hubieron ido se hizo por un momento un silencio glacial. El cuerpo del arzobispo yacía de bruces sobre el suelo y la parte superior del cráneo con el pelo se encontraba junto a la cabeza como la tapa de una olla. Philip ocultó la cara entre las manos. Aquél era el final de toda esperanza. Los bárbaros han ganado. Tenía una sensación de vértigo e ingravidez como si estuviera hundido lentamente en un lago profundo, ahogándose en desesperación. Ya no había nada donde agarrarse, todo cuanto había parecido seguro era de súbito inestable.

Se había pasado la vida luchando contra el poder arbitrario de hombres malvados y ahora, en la prueba final, había quedado derrotado. Recordaba la segunda vez que William Hamleigh fue a prender fuego a Kingsbridge y los ciudadanos construyeron una muralla en un día. ¡Qué victoria la de ellos! La fortaleza pacífica de centenares de personas corrientes había vencido a la monstruosa crueldad del conde William. Le acudió asimismo a la memoria que Waleran Bigod había intentado que la catedral se construyera en Shiring a fin de poder controlarla para sus propios fines. Philip había movilizado a la gente de todo el condado. Centenares de ellos, más de un millar, acudieron a Kingsbridge aquel maravilloso domingo de Pentecostés hacía ya treinta y tres años, y la propia fuerza de su ardor derrotó a Waleran. Pero ahora ya no había esperanza. Todas las gentes corrientes de Canterbury, ni siquiera la población entera de la cristiandad, bastarían para volver a la vida a Thomas.

Arrodillado sobre las losas del crucero norte de la catedral de Canterbury, vio de nuevo a los hombres que irrumpieron en su hogar y asesinaron a sus padres ante sus propios ojos, hacía ya cincuenta y seis años. La emoción que vivía en ese momento, la de aquel chiquillo, no era miedo, ni siquiera dolor. Era furia. Incapaz de detener a aquellos inmensos hombres de rostro congestionado y ojos inyectados en sangre, había concebido la resplandeciente ambición de inmovilizar a semejantes espadachines, de embotar sus espadas y trabar a sus caballos de batalla, obligándoles a someterse a otra autoridad, a una autoridad más alta que la del reino de la violencia. Instantes después, mientras sus padres yacían muertos en el suelo, había llegado el abad Peter para mostrarle el camino. Desarmado e indefenso detuvo de inmediato aquel mar de sangre, tan sólo con la autoridad de la Iglesia y la fuerza de su bondad. Aquella escena había inspirado a Philip durante toda su vida.

Hasta ese momento creyó que él, y las gentes como él, estaban ganando. Durante el medio siglo transcurrido habían alcanzado algunas victorias notables. Pero en esos instantes, al final ya de su vida, sus enemigos le demostraban que nada había cambiado. Sus triunfos habían sido temporales, su progreso ilusorio. Había vencido en unas cuantas batallas pero, en definitiva, no existían esperanzas para la causa. Unos hombres semejantes a los que mataron a sus padres habían asesinado ahora a un arzobispo en una catedral, como para demostrar, más allá de toda duda, que no había autoridad capaz de prevalecer contra la tiranía de un hombre con espada.

Jamás pensó que se atrevieran a asesinar al arzobispo Thomas, y menos en una iglesia. Pero tampoco pensó nunca que alguien pudiera matar a su padre. Y los mismos hombres sedientos de sangre, con espadas y yelmos le habían demostrado en ambos casos la espantosa verdad. Ahora, a los sesenta y dos años, mientras contemplaba el terrible espectáculo del cuerpo de Thomas Becket, se sentía poseído por la misma furia infantil, irrazonable y avasalladora del chiquillo de seis años cuyo padre ha muerto.

Se puso en pie. En la iglesia se palpaba la emoción mientras las gentes se agolpaban alrededor del cuerpo del arzobispo. Sacerdotes, monjes y fieles se iban acercando cada vez más, lentamente, aturdidos y embargados de horror. Philip comprendió que detrás de todas aquellas expresiones horrorizadas palpitaba una furia semejante a la suya. Había quien musitaba oraciones. Se escuchaba algún gemido.

Una mujer se inclinó rápidamente y tocó el cuerpo sin vida, como buscando la suerte. Otros la imitaron. Entonces Philip vio a la primera mujer recoger furtivamente un poco de sangre en un minúsculo frasco, como si Thomas fuera un mártir.

El clero empezó a recobrar la razón. Osbert, el camarlengo del arzobispo, con las lágrimas cayéndole por la cara, sacó una navaja, cortó una tira de su propia camisa y se inclinó sobre el cuerpo intentando con desmayo la espantosa tarea de recomponer el cráneo de Thomas, en un esfuerzo patético de devolver un mínimo de dignidad a la persona terriblemente mutilada del arzobispo. Al hacerlo, un sordo gemido colectivo se propagó entre la muchedumbre. Unos monjes llevaban unas parihuelas. Levantaron con sumo cuidado el cadáver de Becket y lo colocaron sobre ellas. Se alargaron muchas manos para ayudarles. Philip vio que el hermoso rostro de Thomas tenía una expresión de paz, siendo la única señal de violencia un delgado hilo de sangre que le caía desde la sien derecha y a través de la nariz hasta la mejilla izquierda.

Mientras levantaban las parihuelas, Philip recogió la parte superior de la espada con la que asesinaran a Thomas. Seguía pensando en la mujer que guardó sangre del arzobispo en una botella como si fuera un santo. Existía algo muy significativo y grande en aquel pequeño acto. Pero Philip todavía no sabía muy bien lo que era.

La gente siguió a las parihuelas como atraída por una fuerza invisible. Philip se incorporó al gentío movido por el mismo impulso misterioso que dominaba a todos. Los monjes condujeron el cuerpo a través del presbiterio, y lo depositaron suavemente en el suelo delante del altar mayor. Las gentes, muchas de ellas rezando en voz alta, observaban a un sacerdote que, habiendo llevado un lienzo limpio, vendaba pulcramente la cabeza, cubriendo luego casi todo el vendaje con una birreta nueva.

Un monje cortó de arriba abajo el manto negro del arzobispo, que estaba todo manchado de sangre y se lo quitó. Pareció no saber qué hacer con aquella prenda y se volvió dispuesto a arrojarla a un lado.

Uno de los fieles se apresuró a adelantarse y lo cogió como si se tratara de un objeto precioso.

La idea que había estado aleteando imprecisa en la mente de Philip adquirió forma con un fogonazo de inspiración. Los ciudadanos consideraban a Thomas un mártir, y se mostraban ansiosos por recoger su sangre y sus ropas como si tuvieran los poderes sobrenaturales de las reliquias de los santos. Philip había estado pensando en el asesinato como una derrota política de la Iglesia, pero la gente no lo entendía así. Lo veía como un martirio, y la muerte de un mártir, aunque fuera considerada como una derrota, al final nunca dejaba de aportar inspiración y fuerza a la Iglesia.

Philip pensó de nuevo en los centenares de personas que habían acudido a Kingsbridge para construir la catedral y en los hombres, mujeres y niños que estuvieron trabajando juntos durante la media noche para levantar la muralla de la ciudad. Si en aquellos momentos pudiera movilizarse a esa misma gente, reflexionaba sintiéndose cada vez más exaltado, podría lanzar un grito tan fuerte de ultraje que se oyera en todo el mundo.

Al mirar a los hombres y mujeres reunidos en derredor del cuerpo, con una expresión en sus caras de dolor y afrenta, Philip comprendió que sólo estaban esperando un líder.

¿Sería posible?

Se dio cuenta de que existía algo familiar en aquella situación. Un cuerpo mutilado, una muchedumbre de espectadores y algunos soldados a cierta distancia. ¿Dónde lo había visto antes? Tenía la impresión de que lo que ocurriría a renglón seguido sería que un pequeño grupo de seguidores del hombre muerto se alinearían contra todo el poder y la autoridad de un poderoso imperio.

Naturalmente. Así empezó la Cristiandad.

Y una vez que lo hubo comprendido supo lo que había de hacer.

Se colocó delante del altar y se volvió hacia el gentío. Todavía llevaba en la mano la espada rota. Por un instante le asaltó la duda. ¿Puedo hacer esto? ¿Puedo empezar aquí ahora mismo un movimiento que llegue a sacudir el trono de Inglaterra? Y vio, en una o dos expresiones, además de dolor y furia, un atisbo de esperanza.

Alzó en alto la espada.

—Esta espada ha matado a un santo —empezó diciendo.

Corrió un murmullo de asentimiento.

—Esta noche hemos sido testigos de un martirio —continuó diciendo Philip alentado.

Los sacerdotes y los monjes parecían sorprendidos. Al igual que Philip, no habían captado de inmediato el significado real del asesinato que habían presenciado. Pero los ciudadanos sí se habían dado cuenta y expresaban su aprobación.

—Cada uno de vosotros debe salir de este lugar y proclamar lo que ha visto.

Varias personas asintieron vigorosamente con la cabeza. Estaban escuchando, pero Philip quería más. Quería inspirarles. La prédica nunca había sido su fuerte. No era uno de esos hombres capaces de tener a la audiencia pendiente de sus labios, de hacerla reír y llorar, de persuadirla que le siguiera por doquier. No sabía hacer trémolos con la voz y lograr que una luz de gloria brillara en sus ojos. Era un hombre práctico, con los pies en la tierra que en ese preciso momento necesitaba hablar como un ángel.

—Muy pronto todos los hombres, mujeres y niños de Canterbury sabrán que los hombres del rey han asesinado al arzobispo Thomas en la catedral. Pero sólo es el comienzo. La noticia se propagará por toda Inglaterra y, luego, por toda la Cristiandad.

Se daba cuenta de que estaba perdiendo su atención. En algunos rostros podía leerse la insatisfacción y la decepción.

—¿Pero qué hemos de hacer? —preguntó a gritos un hombre.

Philip comprendió que necesitaban realizar de inmediato algún tipo de acción. No era posible invocar una cruzada y luego enviar a la gente a la cama.

Una cruzada
, se dijo. Era una idea.

—Mañana llevaré esta espada a Rochester. Pasado mañana a Londres. ¿Queréis venir conmigo?

La mayoría de ellos permanecieron impasibles, pero alguien al fondo gritó:

—¡Sí!

Luego, algunos más expresaron su asentimiento.

Philip levantó algo la voz.

—Contaremos nuestra historia en todas las ciudades y aldeas de Inglaterra. Mostraremos a la gente la espada que mató a Santo Thomas, al Santo. Les dejaremos ver las manchas de sangre en sus ropajes arzobispales. —Fue acalorándose y dejó que su ira disminuyese algo—. Lanzaremos un clamor que se extenderá por toda la Cristiandad; sí, incluso hasta Roma. Haremos que todo el mundo civilizado se enfrente a los bárbaros que han perpetrado este crimen terrible y blasfemo.

Esta vez la mayoría de los presentes expresaron su asentimiento.

Habían estado esperando encontrar alguna manera de manifestar sus emociones y Philip se la estaba dando.

—Este crimen —empezó diciendo despacio mientras su voz subía de tono hasta convertirse en un grito—. ¡Jamás, jamás, será olvidado!

Estalló un rugido de aprobación.

De repente, Philip supo adónde ir desde allí.

—¡Empecemos desde este momento nuestra cruzada! —dijo.

—¡Sí!

—¡Llevaremos esta espada por cada una de las calles de Canterbury!

—¡Sí!

—¡Y comunicaremos a todo ciudadano que se encuentre dentro de las murallas de lo que hemos sido testigos esta noche!

—¡Sí!

—¡Traed velas y seguidme!

Con la espada en alto avanzó por el centro de la catedral.

Los demás le siguieron.

Impulsado por una gran fuerza interior atravesó el presbiterio y la crujía bajo la nave. Algunos de los monjes y sacerdotes caminaban junto a él. No necesitó mirar hacia atrás ya que podía escuchar las pisadas de centenares de personas que le seguían. Salió por la puerta principal.

Allí experimentó por un instante inquietud. A través del huerto envuelto en sombras podía ver a hombres de armas saqueando el palacio del arzobispo. Si sus seguidores se enfrentaran a ellos la cruzada podría convertirse en una refriega antes siquiera de haber empezado. De repente se sintió temeroso, se apresuró a dar media vuelta y condujo a la multitud hasta la calle a través de la puerta inmediata.

Uno de los monjes inició un himno. Detrás de los postigos de las ventanas podían verse luces y fuegos encendidos, pero a medida que la procesión pasaba por delante de ellas las gentes abrían sus puertas para ver qué estaba ocurriendo. Algunas personas hacían preguntas a quienes desfilaban. Otros se unían a la procesión.

Al doblar una esquina Philip vio a William Hamleigh.

Se encontraba en pie delante de una cuadra y parecía como si se acabara de quitar la cota de malla, y se dispusiera a montar su caballo y abandonar la ciudad. Había un puñado de hombres con él. Todos parecían expectantes, pues sin duda habían oído los cantos y se preguntaban qué era lo que pasaba.

A medida que iba acercándose la procesión de velas, William pareció en un principio desconcertado. Luego descubrió la espada rota en la mano de Philip. En su mente se hizo la luz. Se quedó mirando despavorido. Por fin habló.

—¡Deteneos! —vociferó—. ¡Os ordeno que os disperséis!

Nadie le hizo caso. Los hombres que estaban con William parecían inquietos. Incluso con sus armas eran vulnerables frente a una muchedumbre de más de cien seguidores fervientes.

—¡En nombre del rey os ordeno que detengáis esto! —dijo William hablando directamente a Philip.

Philip pasó veloz junto a él, empujado hacia delante por la presión del gentío.

—¡Demasiado tarde, William! —le gritó por encima del hombro—. ¡Demasiado tarde!

3

Los chiquillos llegaron temprano para el ahorcamiento.

Ya estaban allí, en la plaza del mercado de Shiring, arrojando piedras a los gatos, burlándose de los mendigos y peleándose entre sí, al llegar Aliena, sola y a pie, cubriéndose con una capa barata y con la capucha echada para ocultar su identidad.

Se detuvo a distancia y se quedó mirando el patíbulo. En un principio no había pensado en acudir. Eran demasiados los ahorcamientos que tuvo que presenciar a lo largo de los años en los que sustituyó al conde. Al no tener ya esa responsabilidad, había pensado que se sentiría feliz de no volver a ver nunca más, en toda su vida, a otro hombre ahorcado. Pero éste era distinto.

Ya no había de seguir desempeñando las funciones del conde porque Richard, su hermano, había resultado muerto en Siria y lo irónico del caso era que no ocurrió durante una batalla sino a causa de un terremoto. La noticia le llegó al cabo de seis meses. Hacía quince años que no le había visto y ya no lo vería más. Arriba, en la colina, se abrieron las puertas del castillo y salió el prisionero con su escolta seguido del nuevo conde de Shiring, Tommy, el hijo de Aliena.

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