Los Pilares de la Tierra (168 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

En esta ocasión sería frente al rey.

—Creo que iré a Francia —dijo—. A ver al arzobispo Thomas Becket.

A lo largo de toda su vida y en cuantas crisis se presentaban, Philip había sido capaz de concebir un plan. Siempre que su priorato, su ciudad o él mismo se habían visto amenazados por las fuerzas de la injusticia o de la barbarie, encontró una forma de defensa y de contraataque. No siempre estuvo seguro de alcanzar el éxito, pero jamás se había sentido sin saber qué hacer. Hasta ahora.

Al llegar a la ciudad de Sens, al sureste de París en el reino de Francia, todavía se sentía desconcertado. La catedral de Sens era la más grande edificación que jamás había visto. La nave debía medir cincuenta pies en cruz. Comparada con la catedral de Kingsbridge, Sens daba la impresión de espacio más que de luz.

Viajando a través de Francia se dio cuenta por primera vez en su vida de que había más diversidad de iglesias en el mundo de las que él imaginara y comprendió los efectos revolucionarios que el hecho de viajar había tenido en la mente de Jack Jackson. A su paso por París, Philip no dejó de visitar la iglesia abadía de Saint-Denis y pudo ver de dónde había sacado Jack algunas de sus ideas. También había visto dos iglesias con arbotantes como los de Kingsbridge. Era evidente que otros maestros de obras se habían visto enfrentados al mismo problema de Jack, y le dieron la misma solución.

Philip fue a presentar sus respetos al arzobispo de Sens, William Whitehands, un clérigo joven e inteligente que era sobrino del difunto rey Stephen. El arzobispo William invitó a almorzar a Philip, el cual se mostró halagado pero declinó la invitación. Había recorrido un largo camino para ver a Thomas Becket y al encontrarse ya cerca se sentía impaciente. Después de asistir a la misa en la catedral siguió el curso del río Yonne hacia el norte de la ciudad.

Llevaba un reducido acompañamiento para ser el prior de uno de los monasterios más ricos de Inglaterra. Sólo iban con él dos hombres de armas como protección, un monje joven de nombre Michael de Bristol como ayudante y un caballo de carga con un montón de libros sagrados, copiados y bellamente ilustrados en el scriptorium de Kingsbridge, para ofrecerlos de regalo a los abates y los obispos a quienes visitaran durante el viaje. Los costosos libros resultaron regalos impresionantes, contrastando de manera patente con el modesto séquito de Philip. Había sido un gesto deliberado. Quería el respeto de las gentes por el priorato, no para el prior.

Algo delante de la puerta norte de Sens, en una soleada pradera junto al río, se alzaba la venerable abadía de Sainte-Colombe, donde el arzobispo Thomas había estado viviendo durante los últimos tres años. Uno de los sacerdotes de Thomas acogió calurosamente a Philip. Llamó a los sirvientes para que se ocuparan de sus caballos y equipaje y les hizo pasar a la casa de invitados donde se alojaba el arzobispo. Philip pensó que los exiliados debían sentirse contentos de recibir visitantes de casa, no sólo por motivos sentimentales, sino por ser una muestra de apoyo.

Ofrecieron comida y vino a Philip y a su ayudante y luego les presentaron a sus familiares. Casi todos sus hombres eran sacerdotes, en su mayoría jóvenes, y Philip pensó que muy inteligentes. Al cabo de un corto tiempo Michael discutía con uno de ellos sobre transustanciación. Philip saboreaba su copa de vino y escuchaba sin intervenir.

—¿Qué opináis sobre ello, padre Philip? Aún no habéis dicho ni una palabra —le preguntó uno de los sacerdotes.

—Por el momento los problemas teológicos espinosos son los que menos me preocupan.

—¿Por qué?

—Porque todos quedarán resueltos en el futuro y entretanto se conservan guardados de forma debida.

—¡Bien dicho!

Era una voz nueva y al levantar Philip la vista se encontró con el arzobispo Thomas de Canterbury.

Comprendió al punto que estaba ante un hombre notable. Thomas era alto, delgado y de facciones muy hermosas, una frente ancha y despejada, ojos brillantes, tez clara y pelo oscuro. Tendría unos diez años menos que Philip, rondaría los cincuenta o cincuenta y uno. Pese a sus infortunios su expresión era alegre y respiraba vitalidad.

Philip observó de inmediato que era un hombre de personalidad muy atrayente. Y ello explicaba en parte su notable ascenso desde unos humildes orígenes.

Philip se arrodilló y le besó la mano.

—¡Me siento tan contento de conocerte! Siempre he querido visitar Kingsbridge... He oído hablar mucho de su priorato y de su maravillosa catedral nueva —dijo Thomas.

Philip se sentía encantado y halagado.

—He venido a veros porque todo cuanto hemos logrado está siendo puesto en peligro por el rey.

—Quiero saberlo todo de inmediato —dijo Thomas—. Ven a mi cámara.

Dio media vuelta y salió.

Philip lo siguió sintiéndose a la vez complacido y aprensivo.

Thomas lo condujo a una habitación más pequeña. Había una suntuosa cama de madera y cuero con sábanas de hilo fino y una colcha bordada. Pero Philip también vio un delgado colchón enrollado en un rincón y recordó las historias que se contaban de que Thomas jamás utilizaba los lujosos muebles ofrecidos por sus anfitriones. Philip se sintió por un instante culpable recordando su confortable lecho en Kingsbridge mientras que el primado de Inglaterra dormía en el suelo.

—Y hablando de catedrales, ¿qué te parece la de Sens? —le preguntó Thomas.

—Asombrosa —repuso Philip—. ¿Quién es el maestro de obras?

—William de Sense. Espero algún día poder inducirle a que acuda a Canterbury. Siéntate. Y ahora dime lo que está ocurriendo en Kingsbridge.

Philip contó a Thomas todo lo referente al obispo Waleran y al arcediano Peter. Thomas parecía interesadísimo en cuanto decía Philip, y le hacía algunas preguntas que demostraban percepción y sutileza. Además de buena presencia y simpatía tenía cerebro. Tuvo que necesitar de todo para alcanzar una posición desde la cual pudiera doblegar la voluntad de uno de los reyes más fuertes que Inglaterra había tenido. Se decía que debajo de su indumentaria arzobispal Thomas llevaba un cilicio y Philip se forzó a recordar que debajo de su atractivo exterior había una voluntad de hierro.

Una vez el prior hubo terminado su historia, Thomas se mostró grave.

—No debe permitirse que eso ocurra —dijo.

—Así es —asintió Philip; el tono firme de Thomas era alentador—. ¿Podéis evitarlo?

—Únicamente si se me incorpora de nuevo a Canterbury.

Aquélla no era la respuesta que Philip hubiera esperado.

—Pero incluso ahora, ¿no podéis escribir al Papa?

—Lo haré —respondió Thomas—. Te prometo que el Papa no reconocerá a Peter como obispo de Kingsbridge. Pero no podemos permitirle que se instale en el palacio del obispo como tampoco nombrar a otro.

Philip se sentía sobresaltado y desmoralizado ante la contundente negativa de Thomas. Durante todo su viaje hasta allí había abrigado la esperanza de que Thomas haría lo que él no había podido hacer y encontraría la manera de dar al traste con la trama de Waleran. Pero el inteligente Thomas se encontraba también inerme. Todo cuanto podía ofrecerle era la esperanza de ser restaurado en Canterbury. Allí, naturalmente, tendría el poder de vetar los nombramientos episcopales.

—¿Existe alguna esperanza de que volváis pronto? —preguntó con tristeza.

—Alguna, si eres optimista —replicó Thomas—. El Papa ha concebido un tratado de paz y nos apremia, tanto a Henry como a mí, para que lo aceptemos. Para mí las condiciones son aceptables. Ese tratado me da todo por lo que he estado luchando. Henry dice que también es aceptable para él. He insistido en que demuestre su sinceridad otorgándome el beso de la paz. Se niega.

La voz de Thomas cambió a medida que hablaba. Cesaron los altibajos propios de una conversación y quedó reducida a una insistente monotonía. De su rostro desapareció toda vitalidad y adquirió el aspecto de un sacerdote dando un sermón sobre abnegación a unos fieles distraídos. Philip descubrió en su expresión la tenacidad y el orgullo que le habían mantenido luchando todos aquellos años.

—La negativa del beso es una prueba de que planea atraerme de nuevo a Inglaterra y una vez allí denunciar los términos del tratado.

Philip asintió. El beso de la paz, que formaba parte del ritual de la misa, era el símbolo de confianza y ningún contrato, desde el matrimonio hasta una tregua, quedaba completo sin él.

—¿Qué puedo hacer? —se preguntó Philip, tanto como para sí como dirigiéndose a Thomas.

—Vuelve a Inglaterra y haz campaña a mi favor —dijo Thomas—. Escribe cartas a los priores y abates. Envía desde Kingsbridge una delegación al Papa. Suplica al rey. Pronuncia sermones en tu famosa catedral diciendo a la gente del Condado que su más alto sacerdote ha sido menospreciado por su rey.

Philip asintió. No pensaba hacer nada por el estilo. Lo que Thomas le estaba diciendo era que se uniera a la oposición en contra del rey. Era posible. Aquello podía contribuir a levantar la moral de Thomas, pero a Kingsbridge no le serviría de nada.

Acababa de ocurrírsele una cosa mejor. Si Henry y Thomas habían llegado a acercarse tanto, tal vez no fuera muy difícil unirles definitivamente. Philip reflexionó esperanzado. Acaso hubiera algo que él podía hacer. Aquella idea le hizo volver a sentirse optimista. Tal vez fuera algo descabellado, pero no tenía nada que perder.

Después de todo sólo discutían por un beso.

Philip se sintió desazonado al ver hasta qué punto había envejecido su hermano.

Francis tenía el pelo gris, unas orejas apergaminadas y su tez parecía reseca. Claro que en realidad tenía ya sesenta años, por lo que tal vez no fuera sorprendente. Pero su mirada era viva y parecía animado.

Philip llegó a la conclusión de que lo que le preocupaba era su propia edad. Como siempre, cada vez que veía a su hermano se daba cuenta de lo que él mismo había envejecido. Hacía años que no había visto un espejo. Se preguntó si también él tendría bolsas debajo de los ojos. Se palpó la cara. Era difícil saberlo.

—¿Qué tal trabajas con Henry? —preguntó Philip curioso por averiguar, como todo el mundo, cómo eran los reyes en privado.

—Mejor que con Maud —contestó Francis—. Ella era más inteligente pero demasiado tortuosa. Henry es muy franco. Siempre se sabe lo que está pensando.

Se encontraban sentados en el claustro de un monasterio de Bayeux donde se alojaba Philip. La corte del rey Henry estaba aposentada en las cercanías. Francis todavía seguía trabajando para Henry durante los últimos veinte años. Ya era jefe de la cancillería, donde se escribían todas las cartas y cédulas reales. Era un cargo importante y poderoso.

—¿Franco? ¿Henry? El arzobispo Thomas no opina igual.

—Tremendo error de Thomas —dijo Francis con desdén.

Philip se dijo que Francis no debiera mostrarse tan despreciativo con el arzobispo.

—Thomas es un gran hombre —objetó.

—Thomas quiere ser rey —afirmó tajante Francis.

—Y Henry, a su vez, quiere ser arzobispo —le replicó Philip.

Se miraron irritados.
Si vamos a empezar a pelearnos
, se dijo Philip,
no es de extrañar que Henry y Thomas luchen tan encarnizadamente.

—De cualquier manera tú y yo no vamos a discutir por ello —dijo sonriendo.

El rostro de Francis se serenó.

—No, claro que no. Recuerda que esta discusión me ha atormentado la vida desde hace ya seis años. Me resulta imposible ser tan objetivo como tú.

Philip hizo un ademán de asentimiento.

—¿Pero por qué Henry no quiere aceptar el plan de paz del Papa?

—Sí que quiere —rectificó Francis—. Estamos a un paso de la reconciliación. Pero Thomas pretende más. Se empecina en el beso de la paz.

—Pero si el rey es sincero, ¿por qué ha de importarle dar el beso de paz como garantía?

Francis alzó la voz.

—¡No figura en el plan! —dijo con tono exasperado.

—A pesar de eso, ¿por qué no darlo? —arguyó Philip.

Francis suspiró.

—Lo haría gustoso. Pero en cierta ocasión juró en público que jamás daría a Thomas el beso de la paz.

—Son muchos los reyes que han quebrantado sus juramentos —insistió Philip.

—Reyes de carácter débil. Henry jamás rompería un juramento público. Ese tipo de cosas son las que le hace tan diferente del lamentable rey Stephen.

—Entonces la Iglesia no debería intentar persuadirle de lo contrario —concedió Philip reacio.

—¿Y por qué Thomas insiste tanto en el beso? —preguntó Francis exasperado.

—Porque no confía en Henry, pues nada hay que le impida denunciar el tratado. ¿Y qué puede hacer Thomas al respecto? ¿Exiliarse de nuevo? Sus partidarios se han mostrado leales; pero están cansados. Thomas no puede pasar de nuevo por todo ello. De manera que antes de aceptar ha de tener garantías férreas.

Francis movió la cabeza con aire triste.

—Sin embargo, ahora se ha convertido en una cuestión de orgullo —dijo—. Sé que Henry no tiene intención de engañar a Thomas. Pero no permitirá que lo obliguen. Aborrece sentirse coaccionado.

—Y creo que lo mismo le pasa a Thomas —opinó Philip—. Ha pedido su garantía y no se volverá atrás.

Volvió a mover tristemente la cabeza. Había pensado que acaso Francis fuera capaz de sugerir alguna manera de acercar a los dos hombres. Pero la tarea parecía imposible.

—La ironía de todo ello es que Henry besaría complacido a Thomas después de que se hubieran reconciliado —dijo Francis—. Lo único que no quiere es que se lo impongan como condición previa.

—¿Lo ha dicho así? —preguntó Philip.

—Sí.

—¡Pues entonces eso lo cambia todo! —exclamó excitado Philip—. ¿Qué dijo exactamente?

—Dijo:
Le besaré la boca, le besaré los pies, y le oiré decir misa. Una vez que haya regresado.
Yo mismo se lo oí decir.

—Voy a comunicárselo a Thomas.

—¿Crees que podría aceptarlo? —preguntó ansioso Francis.

—Lo ignoro. —Philip no quería albergar demasiadas esperanzas—. Parece una condición tan insignificante. Recibiría el beso sólo un poco después de lo que él quería.

—Y por su parte, Henry apenas sí cede un poco —exclamó Francis con creciente excitación—. Da el beso pero de forma voluntaria, no obligado. Por Dios que puede dar resultado.

—Podrían celebrar el acto de reconciliación en Canterbury. Podría anunciarse previamente el acuerdo de tal manera que ninguno de los dos pudiera cambiar las cosas en el último momento. Thomas podría decir misa y Henry darle el beso en la catedral.

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