Los Pilares de la Tierra (157 page)

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Authors: Ken Follett

Tags: #Novela Histórica

Permanecía en pie en el andamio a gran distancia del suelo, observando caviloso de cerca las nuevas grietas. Tenía que encontrar alguna forma de reforzar la parte superior del muro para que no se alterara con el viento.

Reflexionó en torno a la manera en que había quedado fortalecida la parte inferior del muro. En el exterior de la nave lateral, había pilares fuertes y gruesos que estaban conectados al muro de la nave mediante arbotantes ocultos en el tejado de ésta. Los arbotantes y los pilares proyectaban el muro a cierta distancia, semejantes a contrafuertes remotos. Como los apoyos quedaban escondidos, el aspecto de la nave era ligero y elegante.

Tenía que concebir un sistema similar para la parte superior.

Podía hacer una nave lateral de dos pisos y limitarse a repetir los contrafuertes remotos. Pero con ello impediría la entrada de la luz que llegaba a través del trifolio, cuando todo el concepto del nuevo estilo de construcción se basaba en dejar entrar más luz en la iglesia.

Claro que no era la nave como tal la que aportaba el apoyo. Éste procedía de los pesados pilares del muro lateral y de los arbotantes conectados. La nave ocultaba esos elementos estructurales. Si pudiera construir pilares y arbotantes para sostener el trifolio, sin incorporarlos dentro de una nave, habría resuelto de un golpe el problema.

Desde el suelo le llamó una voz.

Frunció el ceño. Parecía como si hubiera estado a punto de ocurrírsele algo antes de que le interrumpieran. Pero ya se le había escapado. Miró hacia abajo. Le estaba llamando Philip.

Entró en la torreta y descendió la escalera de caracol. El prior le estaba esperando abajo. Se hallaba tan furioso que echaba humo.

—¡Richard me ha traicionado! —dijo sin más preámbulo.

Jack se mostró sorprendido.

—¿Cómo?

En un principio Philip no contestó a la pregunta.

—Después de cuanto he hecho por él —prosiguió furibundo—. Compré a Aliena la lana cuando todo el mundo intentaba estafarla. De no haber sido por mí, es posible que nunca hubiera podido iniciarse. Luego, cuando todo se hundió, le proporcioné un trabajo como Jefe de Vigilancia. Y el pasado noviembre le di el soplo del Tratado de Paz, lo que le permitió apoderarse de Earlcastle. Y ahora que ha recuperado el Condado y que gobierna con todo esplendor, me ha dado la espalda.

Jack jamás había visto a Philip tan lívido. El prior, cuya afeitada cabeza estaba enrojecida por la indignación, no podía ni hablar, y tartamudeaba.

—¿De qué manera os ha traicionado Richard? —preguntó Jack.

Una vez más Philip hizo caso omiso a la pregunta.

—Siempre supe que Richard era un hombre débil. A lo largo de los años, prestó escaso apoyo a Aliena. Se limitó a recibir lo que quería de ella y jamás tuvo en cuenta las necesidades de su hermana. Pero no pensé que llegara a ser un bellaco tan redomado.

—¿Qué ha hecho exactamente?

Finalmente logró que Philip le dijera lo que ocurría.

—Se niega a permitirnos acceso a la cantera.

Jack se mostró escandalizado. En verdad que aquello era un acto de increíble ingratitud.

—¿Y cómo lo justifica?

—Ha quedado establecido que todo ha de ser devuelto a quienes lo poseían en tiempos del viejo rey Henry. Y la cantera nos la concedió a nosotros el rey Stephen.

La codicia de Richard era escandalosa pero a Jack no le enfurecía tanto como a Philip. Ahora ya estaba construida la mitad de la catedral, en su mayor parte con piedra que habían tenido que pagar y, como quiera que fuese, seguirían haciéndolo.

—Bien, supongo que desde un punto de vista estricto, Richard cumple lo estipulado —dijo Jack en tono razonador.

Philip se mostró ofendido.

—¿Cómo puedes decir semejante cosa?

—Es algo parecido a lo que vos me hicisteis a mí —contestó Jack—. Después de haberos traído la Madonna de las Lágrimas y de haceros un boceto maravilloso para vuestra nueva catedral, y de construir unas murallas alrededor de la ciudad para protegeros de William, me anunciasteis que no podía vivir con la mujer que es la madre de mis hijos. Eso también es ingratitud.

Philip se mostró escandalizado ante aquel paralelismo.

—¡Eso es algo completamente distinto! —protestó—. Y no quiero que viváis separados. Es Waleran quien ha impedido la anulación. Las leyes de Dios dicen que no cometerás adulterio.

—Estoy seguro de que Richard podría alegar algo similar —insistió Jack—. No ha sido él quien ha ordenado la devolución de propiedades. No hace más que cumplir la ley.

Sonó la campana de mediodía.

—Existe una diferencia entre las leyes de Dios y las del hombre —rebatió Philip.

—Pero tenemos que vivir con ambas —replicó Jack—. Y ahora me voy a almorzar con la madre de mis hijos.

Se alejó dejando a Philip con aspecto trastornado. En realidad, no creía que Philip fuera tan ingrato como Richard; pero, en cierto modo, había dado rienda suelta a sus sentimientos al expresarse así. Decidió que preguntaría a Aliena qué pasaba con la cantera. Después de todo, tal vez se pudiera convencer a Richard de que la cediera de nuevo. Ella lo sabría.

Salió del recinto del priorato y recorrió las calles hasta la casa en la que vivía con Martha. Como de costumbre. Aliena y los niños estaban en la cocina. Una buena cosecha durante el último año había terminado con el hambre. Los alimentos ya no eran escasísimos.

Sobre la mesa había pan de trigo y asado de cordero.

Jack besó a los niños. Sally le dio un suave beso infantil; pero Tommy, que ya tenía once años y estaba impaciente por crecer, le presentó la mejilla y parecía incómodo. Jack sonrió pero no dijo nada. Recordaba los tiempos en que a él los besos se le antojaban tontos.

Aliena parecía incómoda.

—Philip está furioso porque Richard no quiere darle la cantera —le comunicó Jack sentándose junto a ella en el banco.

—Es terrible —dijo Aliena con tono sosegado—. Richard es un desagradecido.

—¿Crees que se le podría convencer de que cambiara de idea?

—En verdad que no lo sé —respondió Aliena.

Parecía aturdida.

—No da la impresión de que te interese mucho el problema —observó Jack.

Ella lo miró desafiante.

—No. En efecto no me interesa.

Jack conocía aquel talante.

—Más vale que me digas lo que te bulle en la cabeza.

Aliena se puso en pie.

—Vayamos a la otra habitación.

Con una mirada lastimera a la pierna de cordero, Jack se levantó de la mesa y siguió a Aliena hasta el dormitorio. Dejaron la puerta abierta, como de costumbre, para evitar sospechas por si a alguien se le ocurría entrar en la casa. Aliena se sentó en la cama y se cruzó de brazos.

—He tomado una importante decisión —empezó diciendo.

Tenía una actitud tan seria que Jack se preguntó qué rayos podía haber pasado.

—Durante casi toda mi vida de adulta he soportado dos fardos abrumadores. Uno era el juramento que hice a mi padre cuando se hallaba moribundo. El otro, mis relaciones contigo.

—Pero ahora ya has cumplido el juramento que hiciste a tu padre —observó Jack.

—Sí. Y quiero quedar también libre del otro fardo. He decidido dejarte.

Jack sintió que se le paraba el corazón. Sabía que Aliena no decía esas cosas a la ligera. Hablaba en serio. Se quedó mirándola sin palabras. Se sentía desconcertado ante aquel anuncio, ya que nunca había imaginado que pudiera apartarse de él. ¿Cómo era posible que le ocurriera algo tan espantoso?

—¿Hay algún otro? —le preguntó.

Fue lo primero que se le vino a la cabeza.

—No seas estúpido.

—¿Entonces, por qué?

—Porque no puedo soportarlo más tiempo —dijo Aliena con los ojos llenos de lágrimas—. Hace ya diez años que esperamos esa anulación. Y jamás llegará, Jack. Estamos condenados a vivir así para siempre, a menos que nos separemos.

—Pero...

Trató de encontrar algo que decir. El anuncio de Aliena era tan desolador que parecía inútil discutir, igual que tratar de huir de un huracán. Sin embargo, lo intentó:

—¿No es mejor que nada? ¿No es mejor que la separación?

—A la larga no lo es.

—¿Y qué cambiará con que te vayas?

—Podría conocer a alguien, enamorarme de nuevo y vivir una vida normal —dijo ella.

Pero estaba llorando.

—Aun así seguirás casada con Alfred.

—Pero nadie lo sabrá ni tampoco les importará. Podría casarme un párroco que nunca haya oído hablar de Alfred Builder o que, aunque estuviera al tanto, no considerara el matrimonio válido.

—No puedo creer lo que estás diciendo. Y tampoco puedo aceptarlo.

—Diez años, Jack. He esperado diez años para tener una vida normal contigo. No esperaré más.

Aquellas palabras fueron como golpes. Aliena seguía hablando pero él ya no la oía. Sólo pensaba en cómo sería su vida sin ella.

—Veras, yo jamás he querido a nadie más —la interrumpió.

Aliena dio un respingo, como si hubiera sentido un gran dolor.

Pero siguió con lo que estaba diciendo.

—Necesito unas semanas para organizarlo todo. Alquilaré una casa en Winchester. Deseo que los niños se acostumbren a la idea antes de que empiecen su nueva vida.

—Me vas a quitar a mis hijos —dijo él como alelado.

Aliena asintió.

—Lo siento —dijo, y por primera vez pareció vacilar en su decisión—. Sé que te echarán de menos. Pero necesitan llevar una vida normal.

Jack no pudo soportar más. Dio media vuelta.

—No te vayas. Hemos de hablar más de ello, Jack. —pidió Aliena.

Jack se alejó sin decir palabra. Oyó que lo llamaba:

—¡Jack!

Cruzó la sala de estar sin mirar a los niños y salió de la casa.

Aturdido, volvió a la catedral sin saber a qué otro sitio ir. Los constructores estaban todavía almorzando. No podía llorar. Era demasiado terrible para que pudiera resolverse en lágrimas. Sin pensarlo, subió la escalera del crucero norte hasta el final y salió al tejado. Allí arriba soplaba una brisa bastante fuerte, a pesar de que al nivel del suelo apenas se notaba. Jack miró hacia abajo. Si cayera desde allí aterrizaría en el tejado voladizo de la nave a lo largo del crucero. Probablemente moriría, pero no era seguro. Caminó hasta el cruce y quedó en pie allí donde el tejado terminaba a pico. Si la catedral, conforme al nuevo estilo, no era estructuralmente segura, y Aliena le iba a dejar, no tenía razón alguna para vivir.

Claro que la decisión de Aliena no había sido tan repentina como parecía. Hacía años que se sentía descontenta; ambos lo estaban. Pero se habían acostumbrado a la infelicidad. La recuperación de Earlcastle sacó a Aliena de su apatía y le hizo recordar que era dueña de su propia vida. Había desestabilizado una situación ya de por sí inestable. Algo semejante a la forma en que la tormenta había abierto grietas en las paredes de la catedral.

Observó el muro del crucero y el tejado de la nave lateral. Podía ver los pesados contrafuertes proyectándose desde el muro de la nave lateral y podía visualizar el arbotante que se hallaba debajo del tejado, conectando el contrafuerte con el pie del trifolio. Lo que estaba pensando, momentos antes de que Philip le distrajera aquella mañana, era que la solución del problema sería un contrafuerte más alto, acaso otros veinte pies de altura con un segundo arbotante cruzando la brecha hasta el punto del muro en el que estaban apareciendo las grietas. El arco y el contrafuerte alto darían apoyo a la mitad superior de la iglesia y mantendrían el muro rígido cuando soplara el viento.

Eso resolvería probablemente el problema. La dificultad estribaba en que, si construía una nave de dos pisos para ocultar el contrafuerte alargado y el arbotante secundario, perdería luz. Y si no lo hacía.
¿Y qué si no lo hago?
, se dijo.

Tenía la sensación de que ya nada importaba demasiado, ya que su vida se estaba desmoronando y con semejante talante no podía ver que hubiera nada malo en la idea de contrafuertes descubiertos. De pie allí, en el tejado, podía imaginar fácilmente el aspecto que tendrían. Una fila de columnas macizas de piedra se alzaría desde el muro lateral de la nave. Desde la parte superior de cada columna, un arbotante atravesaría el espacio vacío hasta el trifolio. Tal vez pudiera poner un fastigio decorativo en la parte superior de cada columna, en el punto de arranque del arco. Eso era. Así tendría mejor aspecto.

Era una idea revolucionaria, construir grandes miembros de refuerzo en una posición en la que aparecieran claramente visibles. Pero formaba parte del nuevo estilo demostrar cómo se sostenía el edificio.

De cualquier modo, su instinto le decía que estaba en lo cierto.

Cuanto más pensaba en ello más le gustaba. Visualizó la iglesia desde el oeste. Los arbotantes se asemejarían a las alas de una bandada de aves que estuvieran en fila, en el preciso momento del despegue. No era preciso que fueran macizos. Siempre que estuvieran bien construidos, podían ser esbeltos y elegantes, ligeros aunque fuertes, como el ala de un ave. Contrafuertes alados, se dijo, para una iglesia tan ligera que podría volar.

Me pregunto si dará resultado.

De súbito una ráfaga de viento le hizo perder el equilibrio. Se balanceó al borde del tejado. Por un momento creyó que iba a caer y se iba a matar. Pero al fin recuperó el equilibrio y se apartó del borde con el corazón palpitante.

Fue retrocediendo despacio y con sumo cuidado a lo largo del tejado hasta alcanzar la puerta de la torreta. Y bajó.

2

En la iglesia de Shiring las obras habían quedado completamente paradas. Al prior Philip le produjo cierto deleite aquello. Después de tantas veces como hubo de contemplar, desconsolado, un enclave de construcción desierto, no podía evitar sentir cierto placer al ver que ahora les ocurría lo mismo a sus enemigos. Alfred Builder sólo había tenido tiempo de demoler la vieja iglesia y echar los cimientos del nuevo presbiterio antes de que William fuera despojado del Condado, con lo cual se acabó el dinero. Philip se decía que estaba cometiendo pecado al sentirse tan contento por la ruina de una iglesia.

Sin embargo era, a todas luces, la voluntad de Dios que la catedral fuera construida en Kingsbridge y no en Shiring. La mala fortuna que había desbaratado el proyecto de Waleran parecía un signo muy claro de las intenciones divinas.

Ahora que la iglesia más grande de la ciudad había sido derribada, las audiencias se celebraban en el gran salón del castillo. Philip cabalgaba colina arriba acompañado de Jonathan, a quien había designado su ayudante personal con ocasión de la total reorganización que siguió a la deserción de Remigius. Philip se había sentido conmocionado por aquella traición; aunque, por otro lado, se halló muy satisfecho de perderlo de vista. Desde que Philip derrotó a Remigius en las elecciones, éste había sido una espina clavada en su carne. La vida en el priorato era más agradable desde que él se fue.

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