Los refugios de piedra (18 page)

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Authors: Jean M. Auel

Aunque Jondalar no había llegado a reconocerlo, había sentido alivio al decidir emprender el viaje con Thonolan. En aquel momento le pareció la manera más fácil de escapar de su compromiso con Marona. Estaba convencido de que durante su ausencia ella encontraría a otro. Y así había sido, según le acababa de explicar ella, pero la unión no había durado. Jondalar preveía verla en un hogar lleno de niños. Aquello era sorprendente.

Nunca imaginó que encontraría a Marona sin pareja a su regreso. Seguía siendo una mujer hermosa, pero tenía mal genio, y una vena maliciosa. Podía llegar a ser muy rencorosa y vengativa. Mientras observaba alejarse a Ayla y las tres mujeres en dirección a la Novena Caverna, Jondalar se sintió francamente preocupado.

Capítulo 6

Lobo vio a Ayla avanzar por el sendero que atravesaba el prado de los caballos en compañía de las tres mujeres y corrió hacia ella. Lorava lanzó un alarido al ver al enorme carnívoro; Portula ahogó un grito y, aterrorizada, miró alrededor en busca de algún lugar hacia donde correr para protegerse; Marona palideció de miedo. Ayla miró a las mujeres en cuanto vio aparecer a Lobo, y al advertir sus reacciones, se apresuró a hacer una seña al animal para que se detuviera.

–¡Quieto, Lobo! –ordenó alzando la voz, tratando así de que las tres mujeres se tranquilizaran. Lobo paró en seco y observó a Ayla, atento a una indicación de que podía acercarse–. ¿Os gustaría conocer a Lobo? –propuso. Advirtiendo que las mujeres seguían atemorizadas, añadió–: No os hará daño.

–¿Qué interés voy a tener en conocer a un animal? –repuso Marona.

Ayla escrutó a la mujer de cabello claro. En su tono de voz había notado el miedo, pero también, sorprendentemente, repugnancia e, incluso, cólera. Podía entender que sintiera miedo, pero el resto de la reacción de Marona se le antojaba fuera de lugar. Desde luego, no se correspondía con la clase de respuesta que el animal solía provocar. Las otras dos mujeres miraron a Marona y, optando al parecer por seguir su ejemplo, no mostraron el menor deseo de aproximarse al lobo.

El animal había adoptado una actitud más cautelosa, advirtió Ayla. «También él debe de percibir algo», pensó.

–Lobo, ve a buscar a Jondalar –dijo haciéndole una seña para que se marchara.

El animal permaneció inmóvil aún por un instante, observándola, y por fin, de un brinco, echó a correr en dirección contraria cuando Ayla dio media vuelta para ascender por el sendero hacia el enorme refugio de piedra de la Novena Caverna junto con las tres mujeres.

En el camino se cruzaron con varias personas; todas exteriorizaron una reacción inmediata al verla con aquellas mujeres. Algunas les dirigían miradas especulativas o sonrisas de desconcierto; otras parecían sorprendidas o incluso sobresaltadas. Sólo los niños pequeños se quedaban indiferentes al verlas. Ayla advirtió las reacciones, y empezó a ponerse un poco nerviosa.

Examinó a Marona y a las otras dos mujeres con discreción, valiéndose de las técnicas empleadas por las mujeres del clan. Nadie sabía pasar tan inadvertido como las mujeres del clan. Podían retirarse calladamente a un segundo plano como si desaparecieran, aparentando no darse cuenta de nada de lo que ocurría alrededor, actitud en extremo engañosa.

En el clan se enseñaba a las niñas desde muy temprana edad que nunca debían mirar directamente a un hombre y, sin embargo, se les exigía que supieran cuándo un hombre necesitaba o quería su atención. Como consecuencia, las mujeres del clan aprendían a concentrar la atención de manera cuidadosa y precisa y a obtener de un vistazo la información importante que se desprendía de la postura, los movimientos y la expresión. Y apenas se les escapaba nada.

Pese a ser tan experta como la que más, Ayla no era tan consciente de este legado de sus años con el clan como lo era de su capacidad de interpretar el lenguaje corporal. Las conclusiones extraídas de observar a aquellas tres mujeres la llevaron a ponerse en guardia y reconsiderar los motivos del ofrecimiento de Marona, pero no quería anticiparse basándose en suposiciones.

Una vez bajo el saliente de piedra se encaminaron en una dirección distinta de la que ella había tomado antes y entraron en una amplia vivienda situada más hacia el centro del espacio común. Marona las hizo pasar, y dentro las recibió otra mujer que por lo visto estaba esperándolas.

–Ayla, ésta es mi prima, Wylopa –dijo Marona mientras cruzaban la estancia principal y entraban en un dormitorio lateral–. Wylopa, ésta es Ayla.

Tras los formalismos que habían acompañado su primer encuentro con los parientes cercanos de Jondalar, a Ayla le pareció extraña aquella brusca presentación a la prima de Marona, sin bienvenida de ninguna clase pese a ser su primera visita a aquella morada. No concordaba con la conducta que ya comenzaba a prever en los zelandonii.

–Saludos, Wylopa –dijo Ayla–. ¿Es tuya esta vivienda?

La mujer, muy poco habituada a oír ninguna lengua aparte de la suya y sorprendida por la extraña pronunciación de la forastera, tuvo ciertas dificultades para comprenderla.

–No –terció Marona–. Es la casa de mi hermano, su compañera y sus tres hijos. Wylopa y yo vivimos aquí con ellos. Compartimos esta habitación.

Ayla echó una rápida ojeada al espacio donde se hallaba, dividido mediante paneles de manera similar a como lo tenía Marthona.

–Íbamos a arreglarnos el pelo y la cara para la celebración de esta noche –anunció Portula. Miró a Marona con una sonrisa obsequiosa que se convirtió en mueca de superioridad cuando se volvió hacia Ayla–. Hemos pensado que quizá te gustaría prepararte con nosotras.

–Gracias por la proposición. Me gustaría ver cómo lo hacéis –respondió Ayla–. Desconozco las costumbres de los zelandonii. Deegie, una amiga mía, me arreglaba el pelo a veces, pero es una mamutoi y vive muy lejos de aquí. Sé que nunca volveré a verla y la echo de menos. Es agradable tener amigas.

Portula se sintió sorprendida y conmovida por la franqueza y cordialidad de la respuesta, y su anterior expresión de superioridad se tornó más afectuosa, convirtiéndose en una sonrisa sincera.

–Como es una fiesta de bienvenida para ti –explicó Marona–, hemos pensado también en regalarte algo para que te lo pongas. He pedido a mi prima que reúna unas cuantas prendas para que te las pruebes, Ayla. –Marona contempló la ropa dispuesta por la habitación–. Has encontrado una buena selección, Wylopa.

Lorava ahogó una risita. Portula desvió la mirada.

Ayla vio varios conjuntos extendidos en la cama y el suelo, principalmente calzones y camisas de manga larga o túnicas. Luego observó la indumentaria de las cuatro mujeres.

Wylopa, que parecía mayor que Marona, vestía un conjunto semejante a los que había expuestos, y holgado, advirtió Ayla. Lorava, que era muy joven, llevaba una especie de túnica corta de piel sin mangas, ceñida a las caderas y cortada según un patrón algo distinto al de las prendas extendidas alrededor. Portula, bastante regordeta, usaba una falda larga de algún tejido fibroso y un amplio sayo con largos flecos que caían sobre la falda. Marona, que estaba delgada, pero tenía una figura curvilínea, lucía una túnica muy corta sin mangas, abierta por delante, profusamente adornada con cuentas y plumas y con una orla rojiza de flecos en la parte inferior, que le llegaba justo por debajo de la cintura, y una falda taparrabos, semejante a la que Ayla se había puesto en los días calurosos de su viaje.

Jondalar le había enseñado a coger una tira de piel suave, subírsela entre las piernas y atársela a la cintura con una correa. Dejando colgar por delante y por detrás los largos extremos y juntándolos luego a los lados, el taparrabos presentaba el aspecto de una falda corta. La de Marona, observó Ayla, tenía flecos en ambos extremos, el anterior y el posterior. A cada lado había dejado una separación, revelando así la pierna, una pierna desnuda, larga y bien torneada, y llevaba la correa ceñida a baja altura, apenas por encima de la cadera, con lo cual los flecos de delante y de detrás se mecían cuando andaba. Ayla pensó que la ropa de Marona –tanto la cortísima túnica que no podía cerrarse por delante como la escasa falda taparrabos– era demasiado pequeña para ella, como si se hubiera hecho para una niña, y no para una mujer. Sin embargo, estaba segura de que la mujer de cabello claro escogía sus prendas con toda la intención y sumo cuidado.

–Adelante, elige algo –instó Marona–, y luego te arreglaremos el pelo. Queremos que ésta sea para ti una noche especial.

–Todas estas cosas me parecen muy grandes y pesadas –dijo Ayla–. ¿No abrigan demasiado?

–Por la noche refresca –advirtió Wylopa–, y esa ropa ha de usarse sin ceñir. Así. –Alzó los brazos y mostró la holgura de su propia vestimenta.

–Ten, pruébate esto –sugirió Marona, cogiendo una túnica–. Te enseñaremos cómo ha de llevarse.

Ayla se quitó su propia túnica y el saquito amuleto del cuello, que dejó en un estante. Luego permitió a las mujeres que le pusieran la otra túnica, deslizándosela alrededor de la cabeza. Pese a que Ayla era más alta que cualquiera de las cuatro mujeres, la túnica le llegaba hasta las rodillas y las manos le quedaban ocultas en las largas mangas.

–Demasiado grande –opinó Ayla. Aunque no veía a Lorava, le pareció oír un sonido ahogado a sus espaldas.

–No, nada de eso –dijo Wylopa con una ancha sonrisa–. Sólo necesitas un cinturón y recogerte las mangas. Como yo, ¿ves? Portula, trae ese cinturón; le enseñaré cómo ha de ponérselo.

La mujer regordeta fue por el cinturón, pero ya no sonreía, a diferencia de Marona y su prima, que sonreían en exceso. Marona cogió el cinturón y lo ciñó en torno a Ayla.

–Has de atártelo bajo, así, alrededor de la cadera, y abolsar la túnica en la cintura; de esa manera el fleco cae más arriba. ¿Lo ves?

Ayla seguía considerando que sobraba demasiado tejido.

–No, creo que no me queda bien. Es muy grande, la verdad. Y fijaos en los calzones –añadió cogiendo los que correspondían a la túnica y sosteniéndolos extendidos ante sí–. La cintura me viene muy alta –se despojó de la túnica.

–Tienes razón –admitió Marona–. Pruébate otra cosa.

Eligieron otro conjunto, algo más pequeño y provisto de una intrincada ornamentación a base de cuentas de marfil y conchas.

–Éste es precioso –declaró Ayla contemplando la pechera de la túnica una vez se la hubo puesto–. Demasiado precioso…

Lorava dejó escapar un extraño resoplido, y Ayla se volvió para mirarla, pero la muchacha estaba de espaldas a ella.

–Sin embargo, lo encuentro muy grueso y demasiado grande –prosiguió Ayla mientras se quitaba la segunda túnica.

–Supongo que puede parecer muy grande si no se está acostumbrada a la manera de vestir zelandonii –dijo Marona con el entrecejo fruncido. De pronto una sonrisa de autosuficiencia iluminó su semblante–. Pero quizá tengas razón. Espera aquí. Creo que sé exactamente qué necesitas, y está recién hecho.

Salió del dormitorio y entró en otra sección de la vivienda. Al cabo de un rato regresó con un nuevo conjunto, éste mucho más pequeño y ligero de peso. Ayla se lo probó. Los ajustados calzones le llegaban sólo hasta media pantorrilla pero le caían bien de cintura, donde las dos mitades montaban una sobre otra y se ceñían mediante una correa resistente y flexible. La túnica, sin mangas, tenía un profundo escote en forma de uve, que podía cerrarse mediante delgadas correas de cuero. Era un poco pequeño –no podía cerrarse del todo la abertura delantera–, pero con las correas algo sueltas no quedaba mal. A diferencia de los demás conjuntos, era muy sencillo, sin adornos, y estaba confeccionado con una piel muy suave, de tacto agradable.

–Con éste voy muy cómoda –dijo Ayla.

–Y yo tengo el complemento ideal para realzarlo –anunció Marona, y le mostró un cinturón de fibras de colores entretejidas en un enrevesado dibujo.

–Es muy original y está bellamente elaborado –dijo Ayla mientras Marona se lo ataba a la cintura. Aquel conjunto sí la satisfacía–. Éste me vendrá bien. Gracias por vuestro regalo. –Se puso el amuleto y plegó su otra ropa.

Lorava se atragantó y rompió a toser.

–Necesito un poco de agua –dijo, y salió a toda prisa de la habitación.

–Ahora déjame que te arregle el pelo –propuso Wylopa, todavía con su amplia sonrisa.

–Te pintaré la cara después de pintársela a Portula –ofreció Marona.

–Y has dicho que me arreglarías el pelo también a mí, Wylopa –recordó Portula.

–Y que a mí me pintarías –agregó Lorava desde la entrada de la habitación.

–Si se te ha pasado ya el ataque de tos –repuso Marona lanzando una severa mirada a la muchacha.

Mientras Wylopa le peinaba y toqueteaba el pelo, Ayla observó con interés a Marona adornar los rostros de las otras dos mujeres. Empleó grasas solidificadas, mezcladas con ocres amarillos y rojos finamente molidos para dar color a la boca, mejillas y frente, y mezcladas con carbón para realzar los ojos. Luego utilizó tonos más intensos de los mismos colores para dibujarles en la cara puntos, líneas curvas y otras diversas formas de un modo que recordó a Ayla los tatuajes que había visto en algunas personas.

–Déjame que ahora te pinte a ti, Ayla –dijo Marona–. Me parece que Wylopa ha acabado ya con el pelo.

–¡Sí, lista! –exclamó Wylopa–. Marona puede pintarte ya la cara.

Si bien la ornamentación facial de las mujeres le resultaba curiosa, a Ayla no le convenció la idea de que la pintaran. En la vivienda de Marthona había advertido un sutil uso del color y el dibujo sumamente agradable; en cambio, no acababa de gustarle el aspecto de aquellas mujeres. Por alguna razón, se le antojaba exagerado.

–No…, preferiría que no –contestó Ayla.

–¡Pero has de pintarte! –insistió Lorava con visible decepción.

–Como todas –añadió Marona–. Serías la única sin pintar.

–¡Sí! Vamos, deja que Marona te pinte –dijo Wylopa–. Todas las mujeres irán pintadas.

–Deberías dejarla –apremió Lorava–. Todas las mujeres van detrás de Marona para que las pinte. Puedes considerarte afortunada de que esté dispuesta a pintarte a ti.

Ante tanta insistencia, Ayla se reafirmó más aún en su negativa. Marthona no le había hablado de tener que pintarse la cara. Ayla quería encontrar su camino poco a poco, y no que le impusieran de golpe costumbres con las que no estaba familiarizada.

–No, esta vez no –contestó Ayla–. Quizá en otra ocasión.

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