Los refugios de piedra (14 page)

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Authors: Jean M. Auel

–A algunos nos has dado un buen susto, Lobo, entrando así, sin avisar, antes de haber sido presentado a todos –dijo Marthona.

Aunque todavía vacilaba, Willamar no podía ser menos que Marthona, así que adelantó la mano. Ayla se lo presentó a Lobo como de costumbre, y mientras el animal asimilaba el olor del hombre, dijo en atención a él:

–Lobo, éste es Willamar. Vive aquí con Marthona.

El lobo lamió la mano a Willamar y lanzó un breve gañido.

–¿Por qué ha hecho eso? –preguntó Willamar apresurándose a apartar la mano.

–No estoy muy segura, pero quizá ha percibido en ti el olor de Marthona, y a ella le ha tomado cariño enseguida –aventuró Ayla–. Trata de acariciarlo o rascarle.

Como el vacilante intento de rascarle sólo le hizo cosquillas, de pronto Lobo se aovilló en el suelo y se rascó él mismo vigorosamente detrás de la oreja, provocando sonrisas y risitas ahogadas con una postura tan poco digna. Cuando acabó, fue derecho a la Zelandoni.

Ella lo observó con cautela, pero permaneció donde estaba. La aparición del lobo en la entrada de la vivienda la había aterrorizado. Jondalar advirtió su reacción. Se dio cuenta de que se había quedado paralizada por el miedo. Al levantarse de un salto y echarse a gritar Willamar, los demás le habían dedicado toda su atención y no habían reparado en el pánico mudo de la Zelandoni. Y ella se alegraba de que así fuera. En opinión de la gente, La Que Servía a la Madre era una mujer que no tenía miedo a nada, y por lo general no se equivocaban. La Zelandoni no recordaba ya la última vez que había experimentado tal sobresalto.

–Creo que es consciente de que aún no te conoce, Zelandoni –dijo Jondalar–. Y puesto que va a vivir aquí, me parece que deberíamos presentaros también.

A juzgar por la mirada de Jondalar, la mujer dedujo que él sí sabía lo atemorizada que estaba, y contestó con un gesto de asentimiento.

–Probablemente tienes razón. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Ofrecerle la mano? –dijo ella al mismo tiempo que se la tendía al lobo.

El animal la olfateó, la lamió y, de repente, la cogió entre los dientes, manteniéndola sujeta en la boca a la vez que emitía un grave gruñido.

–¿Qué hace? –preguntó Folara. Oficialmente tampoco ella había sido presentada aún al animal–. Antes sólo ha usado los dientes con Ayla.

–No sabría decirte –admitió Jondalar algo preocupado.

La Zelandoni miró a Lobo con severidad, y él la soltó.

–¿Te ha dolido? –se interesó Folara–. ¿Por qué ha hecho eso?

–No, claro que no me ha dolido. Lo ha hecho para indicarme que no tengo nada que temer de él –respondió la Zelandoni sin el menor amago de ir a rascarle–. Nos entendemos. –Luego se volvió hacia Ayla, que sostuvo su mirada–. Y nosotras tenemos mucho que aprender la una de la otra.

–Sí, así es –contestó Ayla–. Lo estoy deseando.

–Y Lobo no conoce aún a Folara –dijo Jondalar–. Ven aquí, Lobo. Ven y te presentaré a mi hermanita. –En respuesta al tono jocoso de su voz, Lobo brincó hacia él–. Ésta es Folara, Lobo.

La joven no tardó en descubrir lo divertido que resultaba acariciar y rascar al animal.

–Ahora es mi turno –dijo Ayla–. Me gustaría ser presentada a Willamar. –Se volvió hacia la donier– y a la Zelandoni, aunque tengo la sensación de conoceros ya a los dos.

Marthona dio un paso al frente.

–¡Cómo no! Me había olvidado de que aún no os hemos presentado formalmente. Ayla, éste es Willamar, renombrado viajero y maestro de comercio de la Novena Caverna de los zelandonii, unido a Marthona, hombre del hogar de Folara, bendecida por Doni. –Miró a continuación a su compañero–. Willamar, ten la bondad de dar la bienvenida a Ayla del Campamento del León de los mamutoi, hija del Hogar del Mamut, elegida por el espíritu del León Cavernario, protegida por el Oso Cavernario… y madre de Lobo –concluyó sonriendo al animal– y de dos caballos.

Tras los incidentes y anécdotas que Ayla acababa de contar, los parientes de Jondalar comprendían mejor el sentido de sus títulos y lazos y tenían la sensación de conocerla más que antes. No les parecía ya tan forastera. Willamar y Ayla se estrecharon ambas manos y se saludaron en nombre de la Madre con las frases propias de la presentación formal, salvo por el detalle de que Willamar se refirió a Ayla como «amiga de Lobo» en lugar de «madre». Ayla había notado que la gente casi nunca repetía las presentaciones al pie de la letra, sino que normalmente cada uno introducía su propia variación.

–Estoy impaciente por conocer a los caballos y creo que en adelante añadiré «elegido por el Águila Dorada» a mis títulos. Al fin y al cabo, es mi tótem –dijo Willamar con una afectuosa sonrisa, dando un último apretón de manos a Ayla antes de soltárselas.

Ella sonrió también. Su sonrisa era amplia y deslumbrante.

«Me alegra ver a Jondalar después de tanto tiempo, pensó Willamar. ¡Y qué gran satisfacción debe de haber sido para Marthona que haya traído a casa a una mujer con la que unirse! Eso significa que planea quedarse. ¡Y qué mujer tan hermosa! Tendrán unos hijos preciosos si son del espíritu de él.»

Jondalar decidió que debía ser él quien presentara formalmente a Ayla y la Zelandoni.

–Ayla, ésta es la Zelandoni, Primera entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra, la voz de Doni, representante de Aquella Que Bendice, la donier, dadora de ayuda y curación, instrumento de la Antepasada Original, jefa espiritual de la Novena Caverna de los zelandonii, y amiga de Jondalar, en otro tiempo conocida como Zolena. –Acompañó estas últimas palabras con una sonrisa. No era uno de los títulos habituales de la Zelandoni.

A continuación procedió a presentar a «Ayla de los mamutoi», y para concluir añadió: «quien pronto se unirá a Jondalar, espero».

«Hace bien en decir “espero”, pensó la Zelandoni mientras avanzaba con las manos extendidas. Esa unión no se ha aprobado todavía.»

–Como voz de Doni, Gran Madre Tierra, te doy la bienvenida, Ayla de los mamutoi, hija del Hogar del Mamut –dijo estrechando las manos de Ayla y repitiendo los que, a su juicio, eran los títulos más importantes.

–En nombre de Mut, Madre de Todos, que es también Doni, te saludo, Zelandoni, Primera entre Quienes Sirven a la Gran Madre Tierra –dijo Ayla.

Viendo a las dos mujeres cara a cara, Jondalar deseó de corazón que llegaran a ser buenas amigas. Pensó que no le gustaría tener a ninguna de ellas por enemiga.

–Debo irme ya –anunció la Zelandoni–. No tenía previsto quedarme tanto rato.

–También yo he de marcharme –dijo Joharran inclinándose para rozar la mejilla de su madre con la suya, y después, mientras se ponía en pie, añadió–: Hay mucho que hacer antes del festejo de esta noche. Willamar, ya me informarás mañana de cómo ha ido el comercio.

Tras salir la Zelandoni y Joharran, Marthona preguntó a Ayla si deseaba descansar antes de la celebración.

–Me siento tan sucia y acalorada del viaje que ahora mismo lo que me apetece es darme un baño, para poder lavarme y refrescarme. ¿Crece por aquí cerca hierba jabonera?

–Sí –respondió Marthona–. Jondalar, detrás de la roca que hay río arriba, poco más allá del Valle del Río Boscoso. ¿Sabes dónde es, no?

–Sí, claro. El Valle del Río Boscoso es donde están los caballos, Ayla. Te llevaré hasta allí. Eso del baño no me parece mala idea. –Jondalar rodeó a Marthona con el brazo–. Me alegro mucho de estar en casa, madre. Francamente, dudo que tenga ganas de volver a viajar en mucho tiempo.

Capítulo 5

–He de coger el peine, y también flores de ceanoto secas para lavarme el pelo, creo que aún me quedan unas pocas –dijo Ayla abriendo su mochila y demás bultos de viaje–. Y necesitaré la piel de gamuza que me regaló Roshario para secarme –añadió a la vez que tiraba de ella para extraerla.

Brincando, Lobo iba hasta la entrada y volvía junto a ellos, como si los apremiara.

–Me parece que Lobo ha adivinado que vamos a bañarnos –comentó Jondalar–. A veces tengo la impresión de que este animal entiende nuestra lengua aunque no sepa hablarla.

–Me llevaré ropa limpia para cambiarme... ¿Por qué no extendemos las pieles de dormir antes de irnos? –propuso Ayla dejando su toalla y las demás cosas y aflojando los nudos de otro fardo.

Se apresuraron a preparar un sitio para dormir, y sacaron el resto de sus escasas pertenencias. Luego Ayla sacudió la túnica y los calzones cortos que había apartado y los examinó atentamente. Eran de gamuza suave y flexible, cortados según los sencillos patrones del estilo mamutoi, sin ningún tipo de ornamentación. Sin embargo, a pesar de estar limpios, tenían algunas manchas. Aun lavándolos, era difícil quitarlas del suave pelo de aquella piel, pero no tenía nada más que ponerse para el festejo. Incluso con caballos para ayudar en el transporte, la carga que podía acarrearse en un viaje era limitada, y para Ayla había cosas más importantes que las mudas de ropa.

Notó que Marthona la observaba y dijo:

–No tengo nada más que ponerme para esta noche. Espero que sea apropiado. No he podido traer muchas cosas. Roshario me regaló un precioso conjunto decorado al estilo sharamudoi, de esa magnífica piel que ellos usan, pero se lo di a Madenia, la joven losadunai víctima del brutal ataque.

–Eso fue muy amable de tu parte –alabó Marthona.

–En todo caso, tenía que aligerar la carga, y Madenia se quedó muy contenta. Pero ahora me gustaría disponer de algo así. Estaría bien poder vestirme para el festejo con un conjunto menos gastado que éste. En cuanto nos instalemos, tendré que hacer un poco de ropa. –Ayla miró a la otra mujer y echó un vistazo alrededor–. Casi me cuesta creer que por fin estemos aquí.

–También a mí me cuesta creerlo –admitió Marthona. Tras un silencio, añadió–: Con mucho gusto te ayudaré a hacer algo de ropa si no tienes inconveniente.

–No, ninguno. Te estaría muy agradecida. –Ayla sonrió–. Todo lo que tienes aquí es muy bonito, Marthona, y yo no conozco la vestimenta adecuada para las mujeres zelandonii.

–¿Puedo ayudarte yo también? –se ofreció Folara–. Las ideas de mi madre sobre ropa no siempre se corresponden con los gustos de las mujeres jóvenes.

–Me encantaría que me ayudarais las dos, pero de momento tendré que arreglármelas con esto –respondió Ayla alzando su ropa gastada.

–Será más que suficiente para esta noche –aseguró Marthona. A continuación movió la cabeza en un gesto de asentimiento para sí misma, como si tomara una decisión–. Tengo una cosa que me gustaría darte, Ayla. Está en mi dormitorio. –Ayla siguió a Marthona hasta allí–. Hace mucho tiempo que lo guardo para ti –explicó mientras abría una caja de madera.

–¡Pero si acabas de conocerme! –exclamó Ayla.

–Lo guardaba para la mujer que Jondalar eligiera algún día por compañera. Era de la madre de Dalanar.

Le tendió un collar. Ayla contuvo la respiración por la sorpresa y, vacilante, cogió el collar que Marthona le ofrecía. Lo examinó con prudencia. Era de conchas idénticas, dientes de ciervo impecables, y exquisitas tallas de marfil en forma de cabeza de cierva. En el centro pendía un reluciente colgante de color naranja amarillento.

–Es una maravilla –musitó Ayla. Atraída sobre todo por el colgante, lo observó con detenimiento. Brillaba su superficie lustrada por efecto del uso y la manipulación–. Es ámbar, ¿no?

–Sí. Esa piedra lleva en manos de la familia desde hace muchas generaciones. La madre de Dalanar confeccionó con ella el collar, y me lo regaló cuando nació Jondalar, encargándome que se lo entregara a la mujer escogida por él.

–El ámbar no es frío como otras piedras –comentó Ayla con el colgante en la mano–. Parece tibio al tacto, como si tuviera un espíritu vivo.

–¡Qué interesante oírte decir eso! La madre de Dalanar sostenía que ese fragmento tenía vida –explicó Marthona–. Pruébatelo. A ver cómo te queda.

Marthona guio a Ayla hacia el muro de piedra caliza, al fondo de su dormitorio. En el muro se había realizado un orificio, y encajada en éste se hallaba la base de una cornamenta de megaceros, que se ensanchaba y alisaba en su característica forma palmeada. En la parte de la cornamenta que sobresalía de la pared, los troncos estaban partidos, dejando un estante ligeramente irregular con un borde cóncavo y festoneado. Encima, apoyada contra el muro en pendiente, casi perpendicular al suelo, descansaba una pequeña plancha de madera con la superficie muy lisa.

Mientras Ayla se aproximaba, advirtió que la plancha reflejaba con sorprendente claridad los recipientes de madera y mimbre de la habitación, así como la llama de un candil de piedra cercano. De pronto, asombrada, se detuvo.

–¡Me veo a mí misma! –exclamó. Alargó la mano para tocar la superficie. La madera había sido lijada con arenisca, coloreada de un negro intenso mediante óxido de manganeso, y abrillantada con grasa para darle mayor lustre.

–¿Nunca habías visto un reflector? –preguntó Folara. Estaba de pie junto al panel de la entrada, muriéndose de curiosidad por ver el obsequio que su madre había entregado a Ayla.

–No como éste –respondió Ayla–. Me había mirado antes en un charco de agua quieta en un día soleado, pero éste está justo aquí, en tu habitación de dormir.

–¿No tienen reflectores los Mamutoi para ver cómo les queda la ropa cuando se visten para una ocasión importante? –quiso saber Folara–. ¿Cómo saben si lo que llevan les queda bien?

Ayla quedó pensativa un momento.

–Se miran unos a otros. Nezzie siempre se aseguraba de que Talut lo llevara todo bien puesto antes de las ceremonias, y cuando Deegie, una amiga mía, me arreglaba el pelo, todos me hacían algún halago –explicó.

–Bueno, veamos cómo te queda el collar, Ayla –propuso Marthona, y se lo colocó en torno al cuello y sosteniendo los extremos por detrás.

Ayla admiró el collar. Le gustaba cómo le quedaba; se descubrió entonces examinando el reflejo de su rostro. Rara vez se veía, y sus facciones eran para ella menos familiares que las de personas que tenía alrededor, a quienes acababa de conocer. Pese a que la superficie reflectante era más que aceptable, la iluminación interior era tenue, y su imagen aparecía un tanto oscura. Su cara le pareció anodina, sin gracia ni color.

Ayla se había criado entre la gente del clan considerándose grande y fea, ya que aunque poseía una estructura ósea más delicada que la de las mujeres del clan, superaba en estatura a los hombres y tenía un aspecto distinto, tanto para ellos como para sí misma. Estaba más habituada a juzgar la belleza en función de los rasgos marcados del clan, con sus rostros anchos y frentes huidizas, arcos ciliares pronunciados, narices prominentes y afiladas y ojos grandes de vivo color castaño. Los ojos de Ayla, de un gris azulado, parecían apagados en comparación.

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