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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (29 page)

–Es posible que hablar sin palabras tenga más mérito de lo que nos imaginábamos –comentó Marthona en un susurro.

–Creo que, tras observarla, resulta evidente que esa clase de lenguaje de señas es una manera natural de comunicarse para Ayla –dictaminó Zelandoni. Pensó que si hubieran sido una mera simulación, sus movimientos habrían carecido de aquella gracia y fluidez. Además, qué motivos podía tener para mentir a ese respecto. ¿Sería verdad que era incapaz de mentir? Tenía sus dudas, pero Jondalar había esgrimido argumentos convincentes.

–Cuéntanos algo más sobre tu vida con ellos –dijo Zelandoni de la Undécima Caverna–. No es necesario que continúes con las señas, a menos que lo desees. Es agradable contemplarte, pero me parece que has dejado las cosas muy claras. Has comentado que enterraron a sus muertos. Me gustaría conocer con mayor detalle sus prácticas funerarias.

–Sí, entierran a sus muertos. Yo estaba presente cuando Iza murió...

La conversación se prolongó durante toda la tarde. Ayla ofreció una conmovedora descripción de la ceremonia y el ritual del entierro y luego continuó hablando de su infancia. Los demás le hicieron preguntas y la interrumpieron con frecuencia para introducir comentarios y solicitar más información.

Finalmente, cuando Joharran notó que oscurecía dijo:

–Creo que Ayla está cansada, y todos tenemos hambre otra vez. Antes de dar por concluida la reunión, quizá deberíamos hablar de la organización de una cacería previa a la Reunión de Verano.

–Jondalar me ha contado que disponen de un arma de caza nueva, y nos la enseñarán –comentó Manvelar–. Quizá mañana, o mejor el día después de mañana sea bueno para salir de caza. Así la Tercera Caverna tendría tiempo de planear adónde nos conviene ir.

–Estupendo –convino Joharran–, pero ahora Proleva nos ha preparado otra comida, por si alguien tiene hambre.

La reunión había sido intensa y fascinante, pero todos se alegraron de poder levantarse y moverse un poco. Mientras regresaban a las viviendas, Ayla pensó en la reunión y en las preguntas continuas. Sabía que había contestado siempre con total sinceridad, pero también era consciente de que apenas había ofrecido información voluntariamente, aparte de responder a las preguntas. Había eludido en particular toda alusión a su hijo. Sabía que los zelandonii lo considerarían una abominación, y si bien no podía mentir, sí podía abstenerse de hablar de él.

Capítulo 9

Cuando llegaron a la morada de Marthona, el interior estaba a oscuras. Folara se había ido a la vivienda de su amiga Ramila para no esperar sola a que regresaran su madre, Willamar, Ayla y Jondalar. La habían visto durante la comida del final del día, pero la conversación se había prolongado de un modo más informal, y la joven sabía que no era probable que volvieran pronto.

En el hogar no se veía siquiera el tenue resplandor de las brasas mortecinas cuando apartaron la cortina de la entrada.

–Cogeré un candil o una tea e iré a buscar lumbre a la morada de Joharran –dijo Willamar.

–No veo luz allí –observó Marthona–. Joharran y Proleva estaban también en la reunión. Probablemente han ido a recoger a Jaradal a la morada de la madre de Proleva.

–¿Y en la morada de Solaban? –preguntó Willamar.

–Tampoco allí veo luz. Ramara ha debido de marcharse. Solaban se ha pasado todo el día en la reunión.

–No te molestes en ir a por lumbre –intervino Ayla–. Tengo aquí las piedras de fuego que he encontrado hoy. Puedo encender el hogar en un abrir y cerrar de ojos.

–¿Qué son «piedras de fuego»? –inquirieron Marthona y Willamar casi al unísono.

–Os lo enseñaremos –propuso Jondalar.

Pese a no verle la cara, Ayla supo que Jondalar sonreía.

–Necesitaré yesca –dijo–. Algo en lo que prenda una chispa.

–Hay yesca junto al hogar, pero no sé si conseguiré llegar hasta allí sin tropezar con algo –comentó Marthona–. Podemos ir a por lumbre a alguna otra vivienda.

–Igualmente tendrías que entrar y buscar a oscuras un candil o una tea, ¿no?

–Podemos pedir un candil a alguien –dijo Marthona.

–Quizá podamos producir chispas suficientes para llegar al hogar –sugirió Ayla sacando su cuchillo de sílex y buscando a tientas en el saquito las piedras de fuego que había hallado.

Sosteniendo el nódulo de pirita de hierro ante ella con la mano izquierda y el cuchillo con la derecha, precedió a los demás a través de la entrada. Por un momento tuvo la sensación de estar penetrando en una cueva profunda. La oscuridad era tan densa que parecía oponer resistencia física. Un escalofrío sacudió a Ayla. Golpeó la piedra de fuego con el borde del cuchillo opuesto al filo y oyó la exclamación de asombro de Marthona cuando la brillante chispa iluminó por un instante el tenebroso interior.

–¿Cómo lo has hecho? –preguntó Willamar–. ¿Puedes hacerlo otra vez?

–Lo he hecho con mi cuchillo y una piedra de fuego –explicó Ayla, y volvió a golpear ambos objetos entre sí para demostrar que efectivamente era capaz de repetirlo. Esta vez la duración de la claridad de la chispa le permitió recorrer varios pasos en dirección al hogar. Volvió a golpear la pirita y avanzó un poco más. Cuando por fin llegó al espacio de cocinar, vio que Marthona la había seguido.

–Guardo la yesca aquí, a este lado –dijo la mujer–. ¿Dónde quieres que la deje?

–Cerca del borde ya me viene bien –respondió Ayla.

En la oscuridad notó la mano de Marthona y los trozos blandos y secos de algún material fibroso que sostenía. Ayla colocó la yesca en el suelo, se inclinó sobre ella y volvió a golpear la piedra del fuego. En esta ocasión la chispa saltó hacia la pequeña pila de materia de fácil combustión y prendió con un débil resplandor rojizo. Ayla sopló con suavidad y se vio recompensada con una pequeña llama. Amontonó encima algo más de yesca. Marthona tenía ya un poco de leña menuda preparada y también troncos de mayor tamaño, y en cuestión de unos instantes una acogedora fogata alumbraba la vivienda.

–Ahora quiero ver esa piedra de fuego –dijo Willamar después de encender unos candiles.

Ayla le entregó el diminuto nódulo de pirita de hierro. El hombre examinó la piedra de un color dorado con tonalidades grisáceas haciéndola girar para contemplar todas sus caras.

–Parece una simple piedra con un color interesante. ¿Cómo haces fuego con ella? –quiso saber–. ¿Está al alcance de cualquiera?

–Sí, claro que sí –confirmó Jondalar–. Te enseñaré a hacerlo. ¿Puedo usar un poco de esa yesca, madre?

Mientras Marthona cogía más yesca, Jondalar fue en busca del yesquero a su mochila de viaje y extrajo el golpeador de pedernal y la piedra de fuego. Luego formó un pequeño montón del esponjoso material, probablemente –pensó– fibras de laureola o enea mezcladas con un poco de brea y madera podrida de un árbol muerto dejada a secar y desmenuzada. Era la clase de yesca que su madre siempre había preferido. Agachándose sobre la pila, Jondalar golpeó entre sí el pedernal y la pirita de hierro. La chispa, ya no tan fácil de ver a la luz del fuego, cayó de todos modos en el material inflamable, que cobró un tonalidad parduzca y despidió un hilillo de humo. Jondalar sopló hasta hacer brotar una llama y añadió más yesca. Pronto ardía una segunda fogata en el círculo ennegrecido por la ceniza y delimitado por piedras que constituía el hogar de la morada.

–¿Puedo probar? –preguntó Marthona.

–Se requiere cierta práctica para producir una chispa y conseguir que vaya a parar exactamente allí donde uno quiere, pero no es difícil –aseguró Jondalar entregándole la piedra y el golpeador.

–Cuando acabes, también a mí me gustaría probarlo –dijo Willamar.

–No es necesario que esperes –terció Ayla–. Iré a traer el golpeador de pedernal de mi yesquero y te enseñaré a hacerlo. Yo he utilizado el cuchillo, pero el borde ya se ha desportillado, y no querría que se partiera la hoja.

Los primeros intentos de ambos fueron vacilantes y torpes, pero, con la ayuda de Ayla y Jondalar, tanto Marthona como Willamar aprendieron enseguida. Willamar fue el primero en encender fuego pero tuvo problemas para repetir el proceso. Marthona, por su parte, dominó la técnica en cuanto logró prender fuego por primera vez. No obstante, con la práctica y los consejos de los dos expertos –junto con muchas risas–, ninguno de los dos tardó mucho en arrancar chispas a la piedra y encender fuego con facilidad.

Folara, al llegar, los encontró a los cuatro sonriendo satisfechos, de rodillas en torno al hogar, en el que ardían varias pequeñas fogatas. Lobo entró con ella. El animal se había cansado de quedarse todo el día en el mismo sitio junto a Ayla, y cuando descubrió a Jaradal con Folara, que lo animó a acercarse a ellos, no pudo resistirse. Habían exhibido muy ufanos su relación con aquel depredador curiosamente cordial, y de paso, gracias a eso, el lobo resultaba menos amenazador para el resto de la gente de la caverna.

Después de saludar debidamente a todos y beber un poco de agua, el animal se retiró al rincón cercano a la entrada que se había apropiado, y allí se hizo un ovillo para descansar tras un agotador día en compañía de Jaradal y otros niños.

–¿Qué ocurre? –preguntó Folara cuando, concluido el alboroto de los saludos, reparó en el hogar–. ¿Por qué tenéis tantas fogatas encendidas?

–Hemos estado aprendiendo a encender fuego con piedras –contestó Willamar.

–¿Con la piedra de fuego de Ayla?

–Sí –dijo Marthona–. Es muy fácil.

–Te prometí enseñarte, Folara. ¿Te gustaría intentarlo ahora? –propuso Ayla.

–¿De verdad lo has conseguido, madre? –preguntó la joven.

–Naturalmente.

–¿Y tú también, Willamar?

–Sí. Hace falta un poco de práctica, pero no es difícil.

–Bueno, pues no voy a ser yo la única de la familia que no sabe hacerlo –dijo Folara.

Mientras Ayla explicaba a la joven el procedimiento para obtener fuego con las piritas, ayudada de los consejos de Jondalar y del recién iniciado Willamar, Marthona aprovechó las fogatas ya encendidas para calentar piedras de cocinar. Llenó de agua la canasta de preparar infusiones y comenzó a cortar carne de bisonte asada y fría. Cuando las piedras de cocinar estuvieron calientes, introdujo varias en la canasta y se formó una nube de vapor. Añadió entonces un par más, junto con un poco de agua, a un recipiente hecho de ramas de sauce entretejidas con una tupida trama de fibras y sujeto a una base de madera. Contenía verduras cocidas esa mañana: botones de lirio de día, tallos tiernos de uvillo cortados en rodajas, brotes de saúco, helechos recién salidos y bulbos de azucena, todo ello sazonado con albahaca, flores de saúco y raíces de retama.

Cuando Marthona acabó de preparar una cena ligera, Folara había añadido su pequeña fogata a las que aún ardían en el hogar. Todos cogieron sus platos y sus vasos para la infusión y se sentaron en los almohadones en torno a la mesa baja. Después de comer, Ayla llevó a Lobo un cuenco con los restos y un trozo más de carne, se sirvió otro vaso de infusión y se reunió con los demás.

–Me gustaría saber más acerca de esas piedras de fuego –dijo Willamar–. No había oído de nadie que encendiera el fuego así.

–¿Dónde lo aprendiste, Jondé? –preguntó Folara.

–Me enseñó Ayla –contestó él.

–¿Y tú dónde lo aprendiste, Ayla? –quiso saber Folara.

–En realidad, no lo aprendí ni lo planeé ni pensé en ello; ocurrió sin más.

–Pero ¿cómo puede «ocurrir sin más» una cosa? –insistió Folara.

Ayla tomó un sorbo de infusión y cerró los ojos para revivir el suceso.

–Era uno de esos días en los que todo parece salirte mal. Eran los inicios de mi primer invierno en el valle; el río empezaba a helarse, y se me había apagado el fuego en plena noche. Whinney era aún una potranca, y las hienas merodeaban cerca de mi caverna en la oscuridad, pero yo no encontraba la honda. Tuve que ahuyentarlas arrojándoles piedras de cocinar. Por la mañana, cuando me disponía a cortar leña, se me cayó el hacha y se rompió. Era la única que tenía, así que no me quedaba más remedio que hacer una nueva. Por suerte había visto nódulos de pedernal entre un montón de piedras y huesos de animales apilados no muy lejos de la caverna.

»Bajé a la orilla rocosa del río para tallar un hacha nueva y otras herramientas. Mientras trabajaba, dejé a un lado mi retocador de piedra. Luego, cuando lo necesité de nuevo y fui a cogerlo, estaba tan absorta en el pedernal que me equivoqué de piedra: en lugar de mi retocador había cogido una piedra como ésta, y cuando golpeé con ella el pedernal saltó una chispa. Eso me llevó a pensar en el fuego; de hecho, necesitaba fuego, así que traté de producir nuevamente una chispa con la piedra. Lo conseguí tras varios intentos.

–Tal como lo cuentas parece muy fácil –comentó Marthona–, pero dudo que a mí se me hubiera ocurrido encender fuego de ese modo, aun cuando hubiera visto una chispa.

–Estaba sola en aquel valle, sin nadie que me enseñara cómo se hacían las cosas, ni qué cosas no podían hacerse –respondió Ayla–. Ya había cazado y matado a un caballo, pese a ir en contra de las tradiciones del clan, y había adoptado a su potranca, lo cual nunca habría sido autorizado por el clan. Había hecho tantas cosas que supuestamente no debía hacer que a esas alturas estaba dispuesta a poner en práctica cualquier idea que me viniera a la mente.

–¿Tenéis muchas de esas piedras de fuego? –preguntó Willamar.

–Había muchas en la margen rocosa de aquel río –contestó Jondalar–. Antes de abandonar el valle reunimos todas las que encontramos. Regalamos algunas a lo largo del viaje, pero guardé el mayor número posible para repartirlas aquí entre la gente. Ya no encontramos más en todo el camino.

–Es una lástima –dijo el maestro de comercio–. Habría estado bien compartirlas, o quizá incluso usarlas como material de intercambio.

–¡Pero sí es posible! –exclamó Jondalar–. Ayla ha encontrado unas cuantas esta mañana en el valle del Río del Bosque, justo antes de venir a la reunión. Eran las primeras que veía desde que nos marchamos de aquel valle.

–¿Habéis encontrado más? ¿Aquí? ¿Dónde? –preguntó Willamar.

–Al pie de una pequeña cascada… –explicó Ayla.

–Si hay unas cuantas en un sitio, puede haber otras cerca –añadió Jondalar.

–Es cierto –convino Willamar–. ¿A quién más habéis hablado de estas piedras de fuego?

–Aún no he tenido tiempo de decírselo a nadie –respondió Jondalar–, pero Zelandoni ya lo sabe, porque se lo contó Folara.

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