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Authors: Jean M. Auel

Los refugios de piedra (33 page)

–Tengo algunos collares y otros abalorios, pero pueden quedarse en la mochila, porque me los llevaré a la Reunión de Verano –respondió Ayla.

–¿Tienes muchas cosas? –preguntó Marthona, incapaz de reprimirse.

–Sólo dos collares, incluido el tuyo, un brazalete, dos caracolas para adornarme las orejas, obsequio de una mujer que baila, y dos trozos idénticos de ámbar que me dio Tulie al marcharme. Era la jefa del Campamento del León, hermana de Talut y madre de Deegie. Pensó que debía usarlos como pendientes en mi ceremonia de unión, porque hacen juego con la túnica. Y me gustaría ponérmelos, pero no tengo agujeros en las orejas.

–Estoy segura de que la Zelandoni te los hará con mucho gusto si tú quieres.

–Creo que sí –dijo Ayla–. No quiero hacerme agujeros en ningún otro sitio, al menos por ahora, pero me encantaría lucir los dos trozos de ámbar cuando me ponga el vestido de Nezzie el día que Jondalar y yo nos unamos.

–Esa Nezzie debía de sentir un gran afecto por ti para hacer una cosa así.

–Yo, desde luego, sí sentía un gran afecto por ella –respondió Ayla–. De no haber sido por Nezzie, posiblemente no habría ido tras los pasos de Jondalar cuando se fue. Iba a unirme a Ranec al día siguiente. Ranec era hijo del hogar del hermano de Nezzie, y aunque ella era para él como una madre, como sabía que Jondalar me amaba, no le importó aconsejarme que si yo de verdad lo amaba también fuera en su busca y se lo dijera. Tenía razón. Sin embargo, fue duro explicar a Ranec que me marchaba. A él lo apreciaba mucho, pero amaba a Jondalar.

–Estoy segura de ello, o no te habrías separado de unas personas que te tenían en tan gran estima para venir aquí con él –comentó Marthona.

Ayla advirtió que Jondalar volvía a cambiar de posición y se levantó. Tomando un sorbo de infusión, Marthona observó a la joven mientras plegaba primero el vestido matrimonial y luego la túnica tejida y las guardaba en su mochila. Al regresar señaló el costurero que había dejado en la mesa.

–Ahí tengo el pasahebras –dijo Ayla–. Cuando la infusión matutina de Jondalar esté lista, podemos salir a la luz del día para que lo veas.

–Sí, me gustaría.

Ayla rodeó el hogar, añadió leña al fuego, puso unas cuantas piedras a calentar y cogió un puñado de hierbas secas, midiendo en la palma de su mano la cantidad adecuada para la infusión de Jondalar. Marthona pensó que su primera impresión de Ayla había sido acertada. Era una mujer atractiva, pero tenía otros muchos valores. Parecía preocuparse sinceramente por el bienestar de Jondalar. Sería una buena compañera para él.

A su vez, Ayla pensaba en Marthona, le gustaba su plácida y segura dignidad y su elegancia majestuosa. Tenía la impresión de que la madre de Jondalar era muy comprensiva, pero estaba convencida asimismo de que la ex jefa de la caverna podía actuar con mucha firmeza si era necesario. No le extrañaba que su gente le pidiera que continuase en el puesto tras la muerte de su compañero. Para Joharran debía de haber sido difícil sustituirla, pero, por lo que Ayla había podido ver, en el presente parecía cómodo al frente de los suyos.

En silencio colocó cerca de Jondalar el vaso con la infusión caliente que le había preparado; pensó que tendría que encontrar unas cuantas ramitas de aquellas que él solía utilizar, tras masticar los extremos, para limpiarse los dientes. A Jondalar le gustaba el sabor de la gaulteria. Buscaría uno de esos arbustos de hoja perenne y cierta semejanza con el sauce tan pronto como pudiera. En cuanto Marthona se terminó la infusión, Ayla cogió el costurero, y ambas salieron sigilosamente de la vivienda. Lobo las siguió.

Era aún temprano, y desde la terraza delantera vieron que el sol acababa de asomar su radiante ojo por encima del perfil de los montes situados al este. Su luz viva revestía la roca del precipicio de un cálido resplandor rojizo, pero el aire era fresco y tonificante. Casi nadie se había puesto aún en movimiento.

Marthona la guio hacia el extremo donde se hallaba el círculo negro de la hoguera de señales. Se sentaron en unas grandes rocas dispuestas alrededor, de espaldas a la luminosidad cegadora que ascendía a través de la bruma roja y dorada hacia la despejada bóveda azul. Lobo las dejó allí y siguió camino abajo, en dirección al Valle del Bosque.

Ayla desató el cordón de su costurero, una pequeña bolsa de piel con los costados cosidos y la parte superior fruncida. La cuentas de marfil perdidas que en otro tiempo creaban una forma geométrica y las hebras deshilachadas del bordado revelaban lo mucho que la joven había usado aquella gastada bolsa. Ayla vació el contenido en su regazo. Había cordones y hebras de distintos grosores, hechos de fibras vegetales, tendones y pelos de animales, entre ellos de mamut, muflón, almizclero y rinoceronte, cada uno enrollado alrededor de pequeñas falanges de hueso. Tanto las pequeñas y afiladas hojas de sílex usadas para cortar como los punzones de hueso y sílex empleados para perforar se hallaban agrupados en haces atados con tendones. Un pequeño recuadro de resistente piel de mamut hacía las veces de dedal. Los objetos restantes eran tres pequeños tubos de huesos de ave huecos.

Ayla cogió uno de los tubos, retiró un minúsculo tapón de piel de un extremo e inclinó el tubo sobre la palma de su mano. De dentro cayó una especie de dardo de marfil diminuto con punta en un extremo –semejante a la de un punzón–, pero con un pequeño orificio en el otro extremo. Se lo entregó con cuidado a Marthona.

–¿Ves el agujero? –preguntó Ayla.

La mujer lo sostuvo a cierta distancia.

–La verdad es que no lo veo muy bien –admitió. A continuación se lo acercó y lo palpó, empezando por la punta afilada y terminando en el extremo opuesto–. ¡Ah, aquí está! Lo noto. Es un agujero muy pequeño, no mucho mayor que el de una cuenta.

–Los Mamutoi perforan cuentas, pero en el Campamento del León no había un solo artesano experto en la creación de cuentas. Jondalar elaboró el taladro utilizado para hacer el agujero. Creo que ésa fue la parte más delicada en la preparación del pasahebras. No he traído nada para coser, pero te enseñaré cómo se usa –dijo Ayla volviendo a cogerlo.

Eligió la falange de hueso con tendón devanado, desenrolló un trozo, humedeció el extremo con la boca, lo introdujo diestramente en el orificio y lo pasó a través tirando desde el otro lado. Después se lo dejó a Marthona.

La mujer contempló la aguja enhebrada, pero vio más con las manos que con los cansados ojos, que aún veían relativamente bien los objetos alejados, pero mucho peor los que tenía cerca. Mientras la examinaba, su rostro se iluminó de pronto en una sonrisa, dando a entender que había comprendido el procedimiento.

–¡Claro! –exclamó–. ¡Creo que con esto podría volver a coser!

–En algunos materiales, primero es necesario hacer un agujero con un punzón –explicó Ayla–. Por afilada que esté, la punta de marfil no atraviesa fácilmente un cuero grueso o duro; aun así, facilita mucho la tarea de pasar la hebra por el agujero. Yo era capaz de hacer agujeros, pero no conseguí aprender a guiar la hebra a través del agujero con la punta de un punzón, por más paciencia que Nezzie y Deegie pusieran en enseñarme.

Marthona asintió con una sonrisa, pero de pronto apareció en su semblante una expresión de perplejidad.

–La mayoría de las niñas se encuentran con ese problema cuando aprenden, ¿no aprendiste tú a coser de niña?

–En el clan no se cose, o al menos no de la misma manera –contestó Ayla–. Usan prendas que van atadas. Unos cuantos objetos se sujetan mediante nudos, como los recipientes de corteza de abedul, pero los agujeros para pasar los cordones son muy grandes, no como los pequeñísimos agujeros que Nezzie quería que yo hiciera.

–Me olvido una y otra vez de que tuviste una infancia… poco común –dijo Marthona–. Si no aprendiste a coser de niña, me hago cargo de tus dificultades posteriores, pero ésta es una solución sumamente ingeniosa. –Alzó la vista–. Me parece que viene hacia aquí Proleva. Si no te importa, me gustaría enseñarle este artilugio.

–No me importa en absoluto –respondió Ayla. Dirigió la mirada hacia la soleada terraza que se extendía frente al saliente y vio aproximarse a la compañera de Joharran y a Salova, compañera de Rushemar. Advirtió que ya se había levantado e iniciado sus actividades mucha gente.

Tras el intercambio de saludos, Marthona dijo:

–Fíjate en esto, Proleva, y también tú, Salova. Ayla lo llama «pasahebras», y ahora precisamente estaba enseñándomelo. Es muy ingenioso, y creo que me serviría para volver a coser, pese a que, de cerca, ya no veo con mucha claridad. Podré hacerlo a tientas.

Las dos mujeres, que habían confeccionado muchas prendas a lo largo de sus vidas, captaron de inmediato la idea básica del nuevo utensilio y pronto empezaron a hablar con entusiasmo acerca de sus posibilidades.

–Aprender a usarlo será fácil, creo –comentó Salova–. Pero hacer un pasahebras como éste debe de ser complicado.

–Jondalar colaboró en la elaboración de éste. Talló el finísimo taladro que se necesitaba para hacer un agujero tan pequeño –explicó Ayla.

–Se requiere alguien con su destreza. Recuerdo que, ya antes de su marcha, tallaba punzones de pedernal y taladros para perforar cuentas –dijo Proleva–. Creo que Salova tiene razón. No debe de ser sencillo hacer un pasahebras así, pero estoy segura de que el esfuerzo merece la pena. Me gustaría probarlo.

–Por mí, no hay inconveniente en que pruebes éste. Tengo otros dos de distintos tamaños –dijo Ayla–. Elijo uno u otro según lo que quiero coser.

–Gracias, pero dudo que hoy me quede tiempo libre con tantos preparativos para la cacería. Joharran prevé que este año la Reunión de Verano estará más concurrida que de costumbre –explicó Proleva. Sonriendo a Ayla, añadió–: Gracias a tu presencia. La noticia de que Jondalar ha vuelto y ha traído a una mujer ha corrido río arriba y abajo. Joharran quiere asegurarse de que disponemos de alimentos suficientes para dar de comer a todo el mundo cuando organicemos un festejo.

–Todos están impacientes por conocerte para comprobar si lo que se cuenta de ti es verdad –agregó Salova sonriendo.

–Cuando lleguemos allí, ninguna de esas habladurías será ya verdad –auguró Proleva–. Esas historias se agrandan a medida que las cuentan.

–Pero la mayoría de la gente ya lo sabe, y de entrada no da crédito ni a la mitad de lo que oye –aseguró Marthona–. Creo que este año Jondalar y Ayla conseguirán sorprender a más de uno.

Proleva notó una expresión poco habitual en el rostro de la ex jefa de la Novena Caverna de los zelandonii, una sonrisa pícara y un tanto ufana. Se preguntó qué sabía ella que los demás ignoraban.

–¿Vendrás hoy a Roca de los Dos Ríos, Marthona? –preguntó Proleva.

–Sí, me parece que sí. Me gustaría ver una demostración de ese «lanzavenablos» del que habla Jondalar. Si es tan ingenioso como este pasahebras –dijo, recordando asimismo la experiencia con las piedras de fuego de la noche anterior– y otras ideas que han traído, será interesante.

Con Joharran a la cabeza, circundaron una sección escarpada de roca cercana al río que los obligó a pasar en fila india. Marthona iba en segunda posición, y mirando la espalda de su primogénito, experimentó una gran satisfacción por el hecho de que no sólo la precedía un hijo, sino que además, después de muchos años, Jondalar se hallaba detrás de ella. Ayla seguía a Jondalar con Lobo pegado a sus talones. Tras ellos iba otra gente de la Novena Caverna, manteniéndose siempre a unos pasos de distancia del lobo. Otro grupo se unió a ellos cuando pasaron por las cercanías de la Decimocuarta Caverna.

Llegaron a un punto del río entre los refugios de la Decimocuarta y la Undécima Cavernas –situados uno a un lado del río y el otro en la orilla opuesta– donde el cauce se ensanchaba y el agua borboteaba por entre las rocas. Allí el río era poco profundo, fácil de vadear, y por eso la mayoría de la gente elegía aquel lugar para cruzar de una margen a la otra. Ayla oyó que lo llamaban «el Paso».

Algunas de las personas que llevaban los pies cubiertos se sentaron para quitarse las botas. Otros iban descalzos, como Ayla, y a otros más no parecía importarles que se les mojara el calzado. La gente de la Decimocuarta Caverna se quedó atrás y dejó cruzar primero a Joharran y la Novena Caverna. Era una gesto de cortesía para con él, ya que era él quien había propuesto organizar una última cacería antes de partir hacia la Reunión de Verano y era nominalmente el jefe.

Al entrar en el agua fría, Jondalar se acordó de algo que quería comentar a su hermano.

–Joharran, espera un momento.

El hombre se detuvo. Marthona estaba a su lado.

–Cuando acompañamos al Campamento del León a la Reunión de Verano de los mamutoi –dijo Jondalar–, tuvimos que atravesar un río bastante profundo antes de llegar al sitio donde se celebraba la reunión. La gente del Campamento del Lobo, que ese año era la comunidad organizadora de la Asamblea, había apilado rocas y grava en el agua, en montones sucesivos, para poder cruzar sin mojarse los pies. Ya sé que también nosotros lo hacemos a veces, pero aquel río era tan hondo que podía pescarse entre las piedras. Me pareció una buena idea y pensé en recordarlo para contárselo a alguien al volver.

–En este río la corriente es rápida, ¿no crees que el agua arrastraría las piedras que echáramos? –preguntó Joharran.

–Allí la corriente también era rápida, y había tal profundidad que había salmones, esturiones y otros peces; sin embargo, el agua pasaba por entre los montones. Según contaban, cuando el río crecía, se llevaba la arena y las piedras apiladas, pero ellos repetían la operación cada año. Además, la pesca era buena desde los montones situados en el centro del cauce –explicó Jondalar.

Algunos se habían parado junto a ellos y escuchaban con atención.

–Quizá merezca la pena considerar la posibilidad –aconsejó Marthona.

–¿Y las balsas? ¿Las piedras no supondrían un estorbo para navegar? –preguntó un hombre.

–La mayor parte del año aquí no hay profundidad suficiente para la navegación –contestó Joharran–. Por lo general, la gente tiene que acarrear las balsas y los bultos que lleven para salvar el Paso.

Mientras se desarrollaba la conversación, Ayla observó que las aguas cristalinas permitían ver las rocas del fondo y algún que otro pez. Luego cayó en la cuenta de que el centro del cauce ofrecía una vista única de la zona. Mirando hacia el sur, en la margen izquierda del río, vio una pared rocosa con refugios –probablemente el lugar adonde se dirigían– y poco más allá la desembocadura de un afluente en la corriente principal. Al otro lado del río más pequeño comenzaba una serie de precipicios paralelos al río más grande. Se volvió y miró en la otra dirección. Aguas arriba, al norte, avistó más precipicios y el enorme refugio de roca de la Novena Caverna, situado en la orilla derecha, en el lado exterior de un recodo cerrado.

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